Mensaje 24
Lectura bíblica: 2 S. 7:12-14a; Ef. 3:14, 16-17; 1 Co. 3:11-12; Ef. 4:4-6
No es fácil entender el capítulo siete de 2 Samuel, por ello, son pocos los cristianos que han podido profundizar en él. Llevo ya más de sesenta años estudiando este capítulo, y la primera impresión que recibí fue que en él vemos el amor y la bondad de un Dios que deseaba edificarle casa a David en lugar de que éste le edificara casa a El. Esto no era más que el concepto natural y humano de un joven. Por varios años me reuní con las asambleas de los Hermanos, donde se hacía hincapié en 2 Samuel 7. Ellos predicaban y enseñaban sobre este capítulo, e incluso editaron libros acerca de él. Sin embargo, ellos no vieron el significado intrínseco del mismo, especialmente el significado de lo que Dios expresó a David en los versículos 12-14a.
Los que estudian la Biblia saben que ésta contiene dos asuntos difíciles de entender: la tipología y la profecía. El libro de Apocalipsis, por ejemplo, es principalmente un libro de profecía; no obstante, contiene también tipología. Así que, Apocalipsis consta de una combinación de profecías y tipología. Pasa lo mismo con 2 Samuel 7. Este capítulo presenta una gran profecía, la cual se da a conocer mediante la tipología. Podemos decir que se trata de una profecía en tipología.
En 2 Samuel 7 vemos que David, como muchos de nosotros, tenía el concepto equivocado de que Dios necesitaba que él le edificara algo. Al oír esto, algunos tal vez se pregunten cómo puede ser erróneo este concepto cuando nosotros mismos nos estamos esforzando por edificar la iglesia. ¿Acaso edificar la iglesia no es hacer algo para Dios? Para contestar esta pregunta debemos entender que aunque aparentemente nosotros somos los que edificamos la iglesia, en realidad es Dios quien la edifica, y lo hace valiéndose de Cristo como elemento. Cuando nos proponemos llevar a cabo alguna obra de edificación en calidad de portavoces de Dios, tal vez El nos pregunte: “¿Quieres edificar Mi casa? ¿Con qué tipo de material la edificarás?” Si respondemos que estamos edificando la iglesia con Cristo, posiblemente Dios nos pregunte cuánto Cristo tenemos. Esto pone de manifiesto lo escaso que estamos de El. Necesitamos a Cristo, pero no solamente en nombre y en conocimiento, sino a un Cristo verdadero, a Cristo como Espíritu en resurrección. Todos necesitamos más de El.
Tal vez conozcamos perfectamente la Biblia y podamos enseñarla a los demás, sin embargo, esto no es suficiente para edificar la iglesia. La iglesia no se edifica con conocimiento bíblico, sino con un elemento especial: Cristo. A menudo, después de esforzarme por edificar a los santos con Cristo, he tenido que preguntarme: “¿Cuánto Cristo ministraste a los santos? ¿Les ministraste simplemente doctrinas y verdades elevadas en cuanto a la economía de Dios, o les ministraste al Cristo verdadero y auténtico, es decir, la realidad del Cristo resucitado, quien es el Espíritu?” Entonces tuve que confesar que estaba carente de Cristo, y me arrepentí y dije: “Señor, perdóname. Aún me hace falta más de Ti. Necesito que me llenes, que Te forjes más en mí”.
En el capítulo siete de 2 Samuel vemos que David quería edificar la casa de Dios, y que Dios quería que David se diera cuenta de que era él quien necesitaba que Dios forjara a Cristo en él. Por consiguiente, 2 Samuel 7 revela una profecía por medio de la tipología, en la cual vemos que no necesitamos edificar algo para Dios. Sencillamente no tenemos la capacidad para ello. No podemos edificar nada para Dios con nuestros propios esfuerzos ni con nuestro conocimiento bíblico o teológico. Lo que necesitamos es que Dios forje a Cristo en nuestro ser interior para que El sea el elemento constitutivo que llene nuestro ser. Esta infusión de Cristo en nuestro ser no sólo producirá un cambio en nosotros, sino que nos transformará en personas diferentes.
Ahora entendemos que 2 Samuel 7 indica sencillamente que Dios no necesita que edifiquemos algo para El. Nosotros no somos nada, ni tenemos nada, ni podemos hacer nada. Por consiguiente, necesitamos que Cristo se forje en nuestro ser.
A estas alturas debemos definir una vez más la economía de Dios. La economía divina consiste en que Dios, en Cristo como Su corporificación, se forje en nosotros. Cristo pasó por la muerte y la resurrección, y por medio de éstas se hizo el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Ahora debemos permitir que Dios forje a Cristo como Espíritu en cada parte de nuestro ser. Cuanto más se lo permitamos, más podremos afirmar: “Para mí el vivir es Cristo”, y “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Fil. 1:21; Gá. 2:20).
El versículo neotestamentario que mejor afirma que Cristo se forja en nosotros es Efesios 3:17. En él Pablo expresa que Cristo hace Su hogar en nuestros corazones. Esto es la edificación. La pregunta de suma importancia que debemos hacernos hoy es cuánto Cristo se ha forjado en nosotros. ¿Cuánto Cristo ha impregnado no solamente nuestro espíritu sino también nuestro corazón, para hacer Su hogar en él?
Nuestro espíritu, la parte céntrica de nuestro ser, está rodeado de nuestro corazón, el cual se compone principalmente de la mente, la parte emotiva y la voluntad. Cristo está en nuestro espíritu, pero ¿a qué grado ha hecho Su hogar en nuestro corazón? La mayor parte de nuestro corazón aún está vacío, no ha sido ocupado, saturado ni impregnado de Cristo. A diario nuestro corazón se llena de otras cosas, y como resultado de ello, Cristo queda aprisionado en nuestro espíritu.
Efesios 3 indica claramente que el Dios Triuno en Cristo se forja en nosotros y nos hace Su hogar. Pablo dobló sus rodillas ante el Padre y le pidió que nos concediera, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por Su Espíritu (vs. 14, 16) para que Cristo hiciera Su hogar en nuestros corazones. En este pasaje se ve la Trinidad divina: el Padre, a quien Pablo dirige su oración; el Espíritu, el cual nos fortalece; y Cristo el Hijo, quien hace Su hogar en nuestro corazón. Al forjarse en nuestro ser, El hace de nuestro corazón, el cual es nuestra constitución intrínseca, Su hogar.
En 1 Corintios 3:12, Pablo habla de dos categorías de materiales con los cuales se puede edificar: la madera, el heno y la hojarasca, los cuales son humanos y mundanos, y el oro, la plata y las piedras preciosas, los cuales son tesoros preciosos y materiales transformados. Si edificamos la iglesia con madera, heno y hojarasca, es decir, con los logros que provienen de nuestro trasfondo natural o con la manera natural de vivir, destruiremos la iglesia (v. 17). Debemos edificar la iglesia con oro, plata y piedras preciosas, que representan a Dios, a Cristo y al Espíritu respectivamente. Edificar la iglesia con estos materiales equivale a edificarla con el Dios Triuno procesado y consumado. Cuando edificamos la iglesia de esta manera, en realidad no somos nosotros los que la edifican, sino que Dios la edifica valiéndose de nosotros como conductos para impartirse y transmitirse en las personas.
En Mateo 16:18, el Señor Jesús dijo: “Edificaré Mi iglesia”. Pero ¿cómo se edifica la iglesia? La iglesia se edifica con el Dios Triuno: con el Padre como origen, el Hijo como elemento y el Espíritu como esencia. Esto se revela claramente en Efesios 4:4-6. Estos versículos muestran que la iglesia, el Cuerpo de Cristo, es la mezcla de la estructura humana y del Dios Triuno como origen, elemento y esencia. Por una parte, las personas dotadas perfeccionan a los santos para la obra del ministerio a fin de que el Cuerpo se edifique a sí mismo en amor; por otra, el Dios Triuno procesado y consumado como origen, elemento y esencia, edifica la iglesia al forjarse en nuestro ser.
Debemos estar conscientes de esto cuando laboremos por el Señor. No es suficiente presentar a los demás el conocimiento acerca de la economía de Dios y de otras cosas divinas, espirituales y celestiales. Lo importante es impartirles al Dios Triuno. Es por medio de la oración, el ayuno, el arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados que el Dios Triuno nos llena, nos satura y se mezcla con nosotros, y llega a ser nuestro origen, elemento y esencia. Entonces podemos ir con El y colaborar con El. Si estamos llenos del Dios Triuno, cuando hablemos, El fluirá de nosotros y alimentará a las personas infundiéndose en ellas.
El capítulo siete de 2 Samuel presenta una profecía que anuncia que el propio Dios edificaría la iglesia con Su pueblo neotestamentario. De hecho, es Cristo quien edifica la casa de Dios, Su templo. Además, Cristo es el elemento en el cual y con el cual se edifica la iglesia como casa de Dios. En este capítulo, Dios parecía decir a David: “David, aún estás vacío. No pienses que debes hacer algo para edificarme casa. Date cuenta de que tú necesitas que Yo, como Padre, Hijo, y Espíritu, me forje en ti. Entonces tendrás una casa, y esa casa también será Mi casa”.
El significado intrínseco de 2 Samuel 7 consiste en que el Dios Triuno, en Su Trinidad procesada y consumada, se forja en Sus escogidos. Por consiguiente, este capítulo revela que el Dios Triuno se imparte en nosotros para hacernos Su hogar (Cristo y la iglesia) y producir una simiente (el Cristo que lo es todo). Vemos así una casa y una simiente. Cristo es la casa, y también la simiente. Cristo es el elemento y también el producto. Cristo lo es todo.
Este Cristo es la casa de Dios y también nuestra casa. Por tanto, nosotros y Dios tenemos una misma morada. Cristo mora en nosotros, y nosotros en El. El y nosotros, nosotros y El estamos mezclados en una sola entidad. Todo el universo desea ver esto. Romanos 8 dice que toda la creación aguarda con anhelo la expresión del Dios Triuno mezclado con el hombre tripartito, por medio de la edificación que El efectúa consigo mismo, en Sí mismo y para Sí mismo. Esto es lo que nosotros necesitamos, y esto es lo que el universo necesita.