Mensaje 21
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Lectura bíblica: Dt. 20:1-20; 21:10-17
En este mensaje consideraremos tres asuntos: la salida de los hijos de Israel para librar batalla contra sus enemigos (Dt. 20:1-20), el contraer matrimonio con una mujer hermosa hallada entre los prisioneros (Dt. 21:10-14) y el derecho del hijo primogénito (Dt. 21:15-17).
Deuteronomio 20:1-20 trata sobre la salida de los hijos de Israel para librar batalla contra sus enemigos. Hoy en día nosotros también estamos en una guerra. En esta guerra, combatimos por Cristo y combatimos para permanecer en Cristo. La buena tierra tipifica a Cristo. Si hemos de vivir en Cristo como nuestra tierra, debemos combatir.
Cuando los hijos de Israel vieran caballos, carros y un pueblo más numeroso que ellos, no debían tener temor, porque Jehová su Dios estaba con ellos (v. 1). Podían tener la seguridad de que mientras Dios estuviera con ellos, saldrían victoriosos.
Cuando el pueblo de Dios se acercaba a la batalla, el sacerdote debía acercarse al pueblo y hablarle. Él debía decir estas palabras: “¡Oye, oh Israel! Vosotros os acercáis hoy a la batalla contra vuestros enemigos. No desmaye vuestro corazón; no temáis, ni os alarméis ni os aterroricéis delante de ellos, porque Jehová vuestro Dios es el que va con vosotros para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros” (vs. 3-4). Puesto que el Poderoso combatía junto con ellos, ellos podían estar en paz.
En los versículos del 5 al 7 encontramos las primeras palabras que los oficiales dirigen al pueblo. Estas palabras indican que Dios no obligaba a los israelitas a ir a la guerra. Si un hombre había edificado casa nueva y no la había dedicado, éste podía volver a su casa, “no sea que muera en la batalla y algún otro la dedique” (v. 5). Si un hombre había plantado viña, y no había disfrutado de ella, él podía volver a su casa, “no sea que muera en la batalla y algún otro la disfrute” (v. 6). Si un hombre se había desposado con mujer, y no la había tomado, él podía volver a su casa, “no sea que muera en la batalla y algún otro la tome” (v. 7). Todos los que tenían casa nueva, o viña, o estaban desposados, podían volver a su casa para disfrutar la vida.
Según el versículo 8, los oficiales debían volver a hablar al pueblo, diciendo: “¿Hay algún hombre que tenga miedo y sienta desfallecer su corazón? Que se vaya y vuelva a su casa, no sea que se derrita el corazón de sus hermanos, como el corazón suyo”. Si una persona temerosa hubiera permanecido entre ellos, habría afectado a los demás contagiándoles su temor. El ejército habría sido más fuerte y la moral habría sido más alta sin él. La formación del ejército de Gedeón es un ejemplo de esto (Jue. 7:3).
Después que los oficiales terminaban de hablar al pueblo, ellos designaban a los comandantes del ejército (Dt. 20:9). Esto indica que todo se hacía siguiendo un buen orden y una buena secuencia.
Cuando el pueblo se acercaba a la ciudad para combatirla, ellos debían proponerle la paz (v. 10). Si respondía con paz y abría sus puertas a los hijos de Israel, todo el pueblo que había en la misma debía servir a los hijos de Israel en trabajos forzados (v. 11); de lo contrario, los hijos de Israel debían sitiar la ciudad (v. 12).
Cuando Jehová su Dios entregaba la ciudad en manos de los hijos de Israel, ellos debían matar a filo de espada a todo varón que hubiere en ella (v. 13). Pero las mujeres, los niños, las bestias y todo lo que hubiere en la ciudad debían tomarlo como botín de guerra para su disfrute (v. 14).
De las ciudades que Jehová su Dios daba por heredad a los hijos de Israel, ellos no debían dejar con vida nada que respirara (v. 16); antes bien, los hijos de Israel debían destruirlos completamente, para que no les enseñasen a hacer según todas sus abominaciones que ellos hacían para sus dioses (vs. 17-18). Las prácticas diabólicas debían ser eliminadas dándole muerte a los que participaban en ellas.
Cuando los hijos de Israel sitiaban una ciudad durante muchas días, peleando contra ella para tomarla, no debían destruir los árboles que fueran buenos para comer (v. 19). Antes bien, debían destruir y talar los árboles que no fueran buenos para comer, a fin de que con ellos construyeran torres de asedio contra la ciudad hasta que se rindiera (v. 20).
En 21:10-14 se nos habla con respecto a contraer matrimonio con una mujer hermosa hallada entre los prisioneros. Cuando un israelita veía entre los cautivos a alguna mujer hermosa y la tomaba para sí por mujer, él debía meterla en su casa (v. 12a). Ella debía raparse la cabeza, cortarse las uñas y quitarse el vestido de su cautiverio (vs. 12b-13a). Ella debía quedarse en la casa de ese israelita y hacer duelo por su padre y su madre un mes entero (v. 13b). Después, el israelita debía casarse con ella y ser su marido, y ella mujer de él (v. 13c). Si después de algún tiempo no se deleitaba en ella, él debía dejarla libre a su voluntad, pero no debía venderla por dinero ni tratarla como esclava, por cuanto la había humillado (v. 14). El trato que Dios le da a esta mujer es justo y muy humano.
Deuteronomio 21:15 habla del caso de un hombre que tenía dos mujeres, una amada y la otra menospreciada, y ambas, la amada y la menospreciada, le habían dado hijos, y el hijo primogénito era de la menospreciada. En el día que diere su herencia a sus hijos, él no debía dar el derecho de primogénito al hijo de la amada, sino que debía reconocer como primogénito al hijo de la menospreciada, dándole una doble porción de su herencia, porque ese hijo era el principio de su vigor (vs. 16-17).
Aparentemente, los asuntos de la guerra en 20:1-20 y de la primogenitura en 21:15-17 no tienen nada que ver el uno con el otro. Sin embargo, en términos espirituales, la guerra y la primogenitura están relacionadas entre sí, porque solamente al combatir podemos resguardar nuestra primogenitura.
Puesto que resguardamos nuestra primogenitura al combatir, si no combatimos, perderemos nuestra primogenitura, como la perdió Esaú (He. 12:16-17). Los que no combaten porque se preocupan por su casa, su viña o su cónyuge, o porque tienen miedo, no tendrán parte en la victoria. Ellos no tendrán despojo ni botín que disfrutar; por no combatir, perderán su primogenitura.
Al combatir para resguardar nuestra primogenitura, debemos aprender a confiar en Dios. En nosotros mismos no tenemos la fuerza ni la capacidad para combatir. Si confiamos en nosotros mismos, no tendremos ninguna seguridad de que saldremos victoriosos en la batalla. Mientras combatimos, debemos darnos cuenta de que combatimos por lo que Dios nos ha dado. Dios ya nos dio la buena tierra, pero todavía debemos combatir contra los enemigos. No sólo debemos orar, sino que también debemos combatir. En realidad, no somos nosotros los que combatimos, pues Dios va con nosotros y combate por nosotros. Una vez que los enemigos hayan sido derrotados, la tierra quedará libre para que la recibamos por heredad.
El principio relacionado con este combate es el mismo principio que se encuentra en todo el libro de Deuteronomio. Este principio consiste en que Dios desea que hagamos ciertas cosas, pero Él no desea que las hagamos por nosotros mismos. Es nuestro deber combatir, pero no podemos cumplir este deber por nosotros mismos. Podemos cumplir con nuestro deber de combatir únicamente al tener fe en el Señor. Debemos creer que el Señor nos ha ordenado combatir y que Él combatirá por nosotros. Nosotros sencillamente debemos tomar Su palabra y obedecerle, sabiendo que el resultado depende de Él. Si cumplimos con nuestro deber de esta manera, el Señor estará complacido.
Cuando el Señor nos pide hacer algo para Él, no es Su intención que lo hagamos por nosotros mismos. En nosotros mismos no somos capaces de hacer lo que el Señor nos pide que hagamos. Intentar guardar Sus mandamientos por nuestra propia energía es un insulto a Dios; es abominable delante de Él. Si intentamos hacer esto, el Señor tal vez nos dirá: “Yo no te pido que hagas algo para Mí con tu propia fuerza o habilidad, pues no tienes ni fuerza ni habilidad. Lo que Yo te pido hacer para Mí, quiero que lo hagas por medio de Mí. Aprende a tener fe en Mí, a confiar en Mí. Yo lo haré todo por ti. Simplemente quiero que tú participes en Mi operación. Yo quiero hacer algo en el hombre y con el hombre. Para esto, necesito que el hombre coopere conmigo. Si cooperas conmigo, podré hacer lo que deseo”. Hacer algo para el Señor, no por nosotros mismos sino por medio del Señor, es algo que sí le agrada al Señor.
En lo profundo de nuestro ser se halla una maldad. Esta maldad, que pudiera parecer muy buena, es nuestro deseo de hacer la voluntad de Dios y de llevar a cabo la voluntad de Dios por nosotros mismos. Según la perspectiva de Dios, este deseo —a pesar de su bonita apariencia— es en realidad abominable. Jamás deberíamos pensar que por nosotros mismos podemos hacer algo para Dios. Es imposible que hagamos algo para Dios por nosotros mismos. Necesitamos otra vida: la vida divina, la vida de Dios. Para recibir esta vida, debemos nacer de nuevo, ser regenerados; es decir, debemos nacer de Dios. Con nuestra vida creada no podemos cumplir lo que Dios manda; no tenemos la capacidad de hacer la voluntad de Dios. Aunque nuestra mente fuese lúcida, nuestro amor fuese equilibrado y nuestra voluntad fuese fuerte, con todo no tendríamos la capacidad de guardar el mandamiento de Dios o de hacer Su voluntad.
Dios desea que lo expresemos. Pero ¿podremos, en nosotros mismos y por nosotros mismos, expresar a Dios? ¡Por supuesto que no! Así como un perro no puede expresar a un ave, nosotros no podemos expresar a Dios con nuestra vida creada. Para poder expresar a Dios, debemos poseer la vida de Dios. Esta vida es la vida divina, la vida eterna. De hecho, esta vida es el Dios Triuno corporificado en Cristo, quien es hecho real para nosotros como Espíritu vivificante.
Aunque ya recibimos la vida divina, no estamos acostumbrados a vivir por esta vida. Tal vez nunca se nos hubiera ocurrido vivir por la vida divina; antes bien, seguimos confiando en nuestra vieja vida. Tal vez hasta oremos pidiendo por el mejoramiento de la vieja vida. En nuestra oración, tal vez decimos: “Señor, Tú sabes cuán débil soy”. El Señor tal vez contesta: “No es necesario que me digas que eres débil; Yo sé que eres débil. No solamente eres débil; estás muerto. Por esta razón te di otra vida. ¿Por qué no vives por la nueva vida que te he dado?”.
No tengo la confianza de que alguno entre nosotros, incluyéndome a mí, sabe cómo vivir por la vida divina. Si no estamos alertas, oraremos de manera insensata y abominable pidiendo por el mejoramiento de nuestra vieja vida, pidiendo que el Señor nos ayude a corregirnos. Tal vez entendamos claramente que el libro de Deuteronomio manifiesta a Dios, nos pone en evidencia a nosotros y revela a Cristo como nuestra vida, nuestro suministro de vida y como el todo para nosotros; pero quizás no pongamos en práctica este conocimiento. En lugar de vivir por la vida divina, quizás recurrimos a la vieja vida y le pedimos al Señor que nos ayude a mejorar.
Valoro mucho los puntos abarcados en este mensaje, y sobre todo, lo que se dijo acerca de combatir. A los que les preocupaba su casa, su viña o su mujer, y a los que tenían miedo, no se les requería unirse al ejército y salir a combatir. El principio es el mismo con relación a nosotros hoy en día. Toda la iglesia es un ejército, pero no todos tienen que participar en la batalla. Si hemos de participar o no en la batalla, ello depende de nuestra situación. Sólo aquellos que no tienen nada que los enrede pueden unirse a la batalla. Mientras combaten, ellos deben tener la certeza de decir: “Yo no soy el que combate; Aquel que combate es el Señor en quien yo confío”.
Al cumplir con los requerimientos de Dios, no debemos tener ninguna confianza en nosotros mismos. Debemos aprender a tomar el deseo del Señor como nuestro deseo, y decir: “Señor, deseo lo que Tú deseas. Al llevar a cabo Tu deseo, no tengo ninguna confianza en mí mismo, pues no soy capaz de hacer Tu voluntad. Señor, puesto que no confío en mí mismo y puesto que no tengo la capacidad de cumplir Tu deseo, te tomo a Ti como mi vida y suministro de vida”.