Mensaje 3
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Lectura bíblica: Dt. 1:2-46
Los nueve puntos cruciales del libro de Deuteronomio abarcados en el mensaje anterior revelan a tres personas: Dios, el hombre y Cristo como palabra. En estos nueve puntos, Dios es manifestado, el hombre es puesto en evidencia y Cristo es presentado.
Según este libro, con Dios hay amor, justicia, fidelidad y bendición. Dios tiene corazón, manos, boca y ojos. El corazón de Dios es amoroso, Sus manos son justas y Su boca es fiel. Todo lo que sale de la boca de Dios se cumplirá. Los ojos de Dios bendicen o maldicen. Éste es el Dios revelado no sólo en Deuteronomio, sino también en toda la Biblia.
En cuanto al hombre, Deuteronomio revela que el hombre no es nada. Nosotros no somos nada, no tenemos nada ni podemos hacer nada. ¿Cómo, pues, podría el Dios amoroso, justo, fiel y que bendice esperar que hiciéramos algo para Él? Dios no tiene tal expectativa. Puesto que Dios es sabio, Él sabe que nosotros nos amamos a nosotros mismos y que somos justos conforme a nuestra manera descuidada y por conveniencia propia. Si pensamos que algo nos traerá algún beneficio, lo llevamos a cabo. Ésta es la clase de justicia que practicamos. Además, si somos fieles, lo somos únicamente para nuestros propios intereses. Por último, en lugar de bendecir o dar algo a otros, nos gusta recibir. Por tanto, sería absurdo pensar que una persona así pudiera llevar a cabo el propósito eterno de Dios o cumplir Su economía.
Los puntos cruciales contenidos en el libro de Deuteronomio son también los puntos cruciales contenidos en las epístolas de Pablo. Los escritos de Pablo también revelan que Dios es amoroso, justo y fiel, y que es un Dios de bendición. Además, los escritos de Pablo revelan que nosotros, en nosotros mismos, no somos nada.
Si Deuteronomio únicamente revelara a Dios como Aquel que es amoroso, justo, fiel y que bendice, y que nosotros no somos nada, no tenemos nada y no podemos hacer nada, nuestra situación no tendría esperanza alguna. Sin embargo, Deuteronomio también revela que Cristo es la palabra. Nosotros no podemos hacer nada para Dios, pero sí podemos recibir la palabra como nuestra vida y nuestro suministro de vida.
El Dios amoroso, justo, fiel y que bendice no quiere que hagamos nada para Él. Él sabe que no somos nada, que no tenemos nada y que no podemos hacer nada. Su economía, Su manera de proceder, consiste en no permitir que hagamos nada por nosotros mismos, sino que lo hagamos todo con Cristo, por Cristo, mediante Cristo y en Cristo. Cristo es nuestra vida y nuestro suministro de vida; por tanto, debemos alimentarnos de Él diariamente. Cristo es también nuestra fidelidad y el cuerpo, la sustancia, de todo lo que suple nuestras necesidades (Col. 2:17). Para nuestro suministro, Cristo es la palabra, y nosotros debemos contactarle continuamente en la Palabra y mediante la Palabra.
¿Sabe usted qué es la Biblia? La Biblia no es simplemente un libro de historia, cuentos y enseñanzas. La Biblia es la corporificación de Cristo. Todo lo que Cristo es y tiene, y todo lo que Él ha hecho, está haciendo, hará y puede hacer, está corporificado en la Biblia. Leer la Biblia, por tanto, equivale a participar de Cristo. Puesto que la Biblia es el aliento de Dios, la exhalación de Dios, la mejor manera de estudiar la Biblia consiste en respirarla, inhalarla. ¡Aprendamos a inhalar el aliento del Dios Triuno en la Palabra santa!
No debemos pensar que la palabra está lejos; y no debemos preguntar quién subirá al cielo para traer abajo la palabra, o quién pasará el mar para traernos la palabra (Dt. 30:11-13; Ro. 10:6-7). La palabra está muy cerca: está en nuestra boca y en nuestro corazón (Dt. 30:14; Ro. 10:8).
Cristo, la palabra, ya descendió en Su encarnación, y Él ya subió del abismo, del Hades, en Su resurrección. En la resurrección, Él llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45), y como tal, es el aliento que podemos inhalar. Eso significa que Él no sólo es la palabra, sino también el Espíritu. Cuando recibimos Su palabra, recibimos el Espíritu, por cuanto las palabras que Él habla son espíritu y son vida (Jn. 6:63).
Aprendamos a inhalar el aliento del Padre, del Hijo y del Espíritu. Si inhalamos al Dios Triuno procesado, entonces la gracia de Cristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu estarán con nosotros (2 Co. 13:14).
Si recibimos la palabra inhalando la Biblia, podremos hacer en Cristo lo que no podemos hacer en nosotros mismos. Consideren lo que Pablo dice en el libro de Filipenses, el cual es un deuteronomio, un hablar reiterado, de las palabras de Moisés. En Filipenses 4:13 Pablo pudo declarar: “Todo lo puedo en Aquel que me reviste de poder”. La palabra todo se desglosa en el versículo 8, donde Pablo dice: “Todo lo que es verdadero, todo lo honorable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, a esto estad atentos”. Antes de que Pablo estuviera en Cristo, él no podía hacer ninguna de estas cosas. Pero en Cristo, Aquel que lo revestía de poder, él pudo hacerlas. Ésta también puede ser hoy nuestra experiencia. Si deseamos tener esta experiencia, debemos disfrutar la Trinidad Divina, inhalando la Biblia, la corporificación de Cristo.
Habiendo visto que los puntos cruciales de Deuteronomio manifiestan a Dios, ponen en evidencia al hombre y presentan a Cristo, consideremos ahora lo referente al recuento del pasado.
Hacer un recuento del pasado proporciona un beneficio triple.
Hacer un recuento del pasado nos trae nueva luz y nueva revelación. Si hemos de recibir esta luz y revelación, es necesario que estemos en la presencia del Señor al hacer el recuento de nuestro pasado; de lo contrario, simplemente haremos una especie de retrospección, lo cual no servirá de nada. Si consideramos nuestro pasado en la presencia del Señor, Él podría darnos nueva luz y nueva revelación referente a lo que fuimos en el pasado.
Hacer un recuento del pasado también nos ayuda a conocer el corazón de Dios y Su mano. El corazón de Dios es amoroso, y Su mano es justa. Según Su corazón, Dios es amoroso; según Su mano, Él es justo.
Hacer un recuento de nuestro pasado nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a condenar la carne y a aprender a rechazar el yo y la carne. Mientras hacíamos ciertas cosas o pasábamos por ciertas situaciones en el pasado, nos era difícil conocernos a nosotros mismos. Pero después, al mirar retrospectivamente, podemos recibir luz para conocernos a nosotros mismos y a nuestra carne a fin de que rechacemos el yo y la carne.
Con respecto a la acción de hacer un recuento del pasado, hay un pensamiento rector. Siempre que hagamos un recuento del pasado, debemos hacerlo en conformidad con este pensamiento rector.
Nuestra acción de hacer un recuento del pasado debe estar regida por el pensamiento de que el corazón de Dios es amoroso y que Su disciplina gubernamental es justa.
La bendición de Dios requiere la obediencia y la fidelidad del hombre. La obediencia y la fidelidad son los dos requisitos que deben cumplirse si hemos de ser aptos para recibir la bendición de Dios. La desobediencia y la infidelidad son obstáculos que nos impiden recibir la bendición de Dios. Si queremos recibir la bendición de Dios en nuestra vida personal, en nuestra vida diaria, en nuestra vida familiar y en nuestra vida de iglesia, debemos aprender a ser obedientes y fieles.
Cuando el corazón del hombre se aleja de Dios, el resultado es una terrible tragedia. Alejarse de Dios y de Su palabra, la cual es Cristo, equivale a perder todas las bendiciones y sufrir la maldición.
Estos tres puntos —el corazón amoroso de Dios y Su justa disciplina gubernamental, la obediencia y la fidelidad del hombre, y el trágico resultado que ocurre cuando el corazón del hombre se aleja de Dios— constituyen el pensamiento que debe regir la acción de hacer un recuento del pasado. Este pensamiento, que se encuentra en toda la Biblia y se revela claramente en el Nuevo Testamento, debe regirnos cada vez que hagamos un recuento de nuestra condición.
En Deuteronomio, el recuento que se hace del pasado abarca todo lo sucedido en la jornada que se hizo desde el monte de Dios hasta la entrada de la Tierra Santa (1:2, 19). El monte de Dios, llamado el monte Horeb, es una de las muchas cumbres de la cordillera del Sinaí. El monte Horeb fue el lugar donde Moisés permaneció con Dios y recibió el hablar de Dios. En nuestra experiencia hoy en día, el monte Horeb es el lugar donde Dios habla. Mediante el hablar de Dios en el monte Horeb, somos equipados con la visión de Cristo y la iglesia, somos edificados como sacerdocio y conformamos un ejército.
La jornada de los hijos de Israel comenzó desde el monte de Dios. A partir del monte Horeb, ellos prosiguieron en su jornada hasta que llegaron a Cades-barnea, la entrada de la buena tierra.
En el monte Horeb, Dios equipó, o adiestró, al pueblo con el conocimiento de la ley (Éx. 20—23). Podríamos decir que este adiestramiento consistió en una especie de orientación dada por Dios.
Los hijos de Israel también fueron equipados con la revelación, la visión, del tabernáculo y el Arca (Éx. 25—27). El Arca es un tipo de Cristo, y el tabernáculo es un tipo de la iglesia. Si queremos proseguir en nuestra jornada con Dios y combatir por Él hoy en día, debemos ser equipados con la revelación acerca de Cristo y la iglesia.
Después de haber recibido la revelación del tabernáculo y el Arca, los hijos de Israel participaron en la edificación del tabernáculo, la morada de Dios en la tierra (Éx. 36—38). La situación es la misma en cuanto a nosotros hoy en día. Primero, recibimos la revelación acerca de Cristo y la iglesia, y luego participamos en la presente edificación de la morada de Dios en la tierra.
Además de la edificación del tabernáculo, también se edificó el sacerdocio para el servicio a Dios (Éx. 28—30). Sólo mediante el sacerdocio se puede ofrecer el debido servicio a Dios. Esto nos muestra que servir a Dios no es algo ordinario o común, sino algo extraordinario. Este servicio lo ofrece un grupo de personas adiestradas que sirven a Dios como sacerdotes en Su morada.
Los hijos de Israel también conformaron, o constituyeron, un ejército que proseguía en sus jornadas con Dios y combatía juntamente con Él (Nm. 1—9). Su jornada era una en la que libraban continuas batallas, pues durante el viaje tuvieron que combatir vez tras vez.
Antes de que el pueblo de Dios pudiera combatir por Él, ellos tuvieron que ser edificados como Su morada, ser edificados como una entidad dedicada al servicio y conformar un ejército sacerdotal. Por consiguiente, los hijos de Israel poseían un estatus triple: eran la morada, el sacerdocio y el ejército.
Los hijos de Israel prosiguieron en sus jornadas bajo la dirección provista por Dios en la nube (Nm. 10:11-28, 33-36). Aunque proseguían en su jornada sobre la tierra, ellos estaban bajo la dirección celestial. A ellos no los guiaba algo terrenal, sino el propio Dios que estaba en el cielo. Él tomó la delantera en la jornada de ellos.
Los hijos de Israel empezaron su jornada a partir del monte de Jehová (Nm. 10:33; Éx. 3:1; 24:13, 16). Actualmente, el monte de Dios para nosotros es el lugar donde somos equipados, edificados y conformamos un ejército. Es a partir de dicho lugar que emprendemos nuestra jornada.
Antes de que los hijos de Israel emprendieran su jornada desde el monte de Dios hasta la entrada de la Tierra Santa, ellos fueron equipados, edificados y constituidos en un ejército. Esto indica que si nosotros no hemos sido equipados, edificados y constituidos en un ejército sacerdotal, no podremos proseguir en nuestra jornada con Dios. Hoy en día hay millones de cristianos que no han sido debidamente equipados, es decir, que no han sido entrenados ni perfeccionados; tampoco han sido edificados como morada ni como sacerdocio, ni han sido constituidos en el ejército que combate por Dios. Como consecuencia, no pueden proseguir en su jornada con Dios. Si queremos proseguir en nuestra jornada con Dios bajo Su liderazgo celestial, primeramente debemos ser equipados, edificados y constituidos en un ejército.
El pueblo prosiguió en su jornada a Cades-barnea, el lugar que se considera la entrada de la Tierra Santa (Nm. 12:16; 13:3, 26).
La distancia que había desde el monte de Dios hasta Cades-barnea era una distancia equivalente a once días de camino (Dt. 1:2).
Los hijos de Israel ofendieron a Dios con su incredulidad. A causa de su incredulidad, ellos desperdiciaron cerca de cuarenta años vagando por el desierto (1:3).
Después de cuarenta años en el desierto, el pueblo llegó a la llanura que está al oriente del Jordán, y allí dieron muerte a los dos reyes que guardaban la entrada a la buena tierra, esto es, a Sehón, rey de los amorreos, y a Og, rey de Basán (1:4).
La muerte de esos dos reyes fue lo que hizo posible que los hijos de Israel dejaran de vagar por el desierto. Por tanto, si queremos dejar de vagar, debemos matar al Sehón y al Og de hoy.
La muerte de estos dos reyes también abrió la puerta para la entrada en la tierra prometida.
Dios encargó a los hijos de Israel de que se fueran del monte de Dios para que entraran en la buena tierra, la cual Él había prometido a sus padres (1:5-8). Ellos habían sido adiestrados por Dios y constituidos en un ejército sacerdotal, y su jornada tenía una meta muy concreta: la buena tierra prometida a sus padres.
Deuteronomio 1:9-18 describe la asignación de cargos.
La asignación de cargos indica que no era fácil mantener el orden de los hijos de Israel. El pueblo era más de dos millones en número, y a Moisés no le era posible por sí solo mantener el orden.
Era necesario mantener un buen orden por causa de la morada y el servicio a Dios y para combatir contra los enemigos. La morada, el sacerdocio y el ejército, todos ellos, exigían que hubiese un buen orden.
Para que se pudiera mantener el orden entre los hijos de Israel, eran necesarias la autoridad delegada y la sumisión. La autoridad delegada representaba a Dios, quien es la autoridad. Al pueblo se le requería someterse a dicha autoridad delegada.
Los hijos de Israel tuvieron un grave fracaso en Cades-barnea (Dt. 1:19-46; 2:14-15). Este fracaso hizo que se acabara “toda la generación de los hombres de guerra de en medio del campamento” (2:14).
El fracaso que tuvieron los hijos de Israel en Cades-barnea se debió a que no creyeron en Dios ni en Su promesa (1:32, 35). Dios es fiel, y Su palabra, la cual es Su promesa, no falla. Sin embargo, el pueblo no creyó en Dios ni en Su promesa. La incredulidad de ellos ofendió a Dios.
En 1:31 Moisés dijo: “En el desierto, donde has visto que Jehová tu Dios te ha llevado, como lleva el hombre a su hijo, por todo el camino en que habéis andado hasta llegar a este lugar”. Dios había llevado al pueblo a lo largo del terrible desierto, desde el monte de Dios hasta Cades-barnea. Sin embargo, a pesar de que Dios los había llevado, los hijos de Israel no creyeron en Él ni en Su promesa.
Todos los que no creyeron fueron consumidos en el desierto, en el cual vagaron por treinta y ocho años (2:14-15). Esto nos muestra que es cosa terrible no creer en Dios. Debemos cuidarnos de caer en incredulidad.
Todos los hombres de guerra perecieron, con excepción de Caleb y Josué (1:36-38).
En 1:41-45 vemos que la incredulidad los llevó a desobedecer a Dios. La razón por la cual no obedecemos a Dios es que no creemos en Él. La incredulidad es la causa de nuestra desobediencia a Dios.
El ministerio del Nuevo Testamento es un ministerio de fe, y la palabra del Nuevo Testamento es una palabra de fe. Por tanto, es por fe que comenzamos nuestra vida cristiana y nuestra vida de iglesia. Sin fe no podemos vivir la vida cristiana ni la vida de iglesia. La incredulidad nos perjudica seriamente y conduce a la tragedia.
En lo referente a creer en Dios, debemos olvidar nuestro pasado, pero en lo referente a conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, debemos recordar nuestro pasado. Hacer un recuento apropiado de nuestro pasado nos ayudará a dejar de confiar en nosotros mismos y a poner nuestra confianza absolutamente en Dios. Hacer un recuento del pasado nos permite aprender la lección de no tener ninguna confianza en nosotros mismos. Nosotros no somos más que un yo incrédulo, y lo único que tenemos es carne. Por tanto, tenemos que aprender a repudiar el yo y la carne, y poner nuestra confianza totalmente en Dios, Aquel que es fiel y cuyas palabras nunca fallan.