Mensaje 14
En este mensaje abordaremos el tema del espíritu de sabiduría y de revelación, y el de los ojos de nuestro corazón (Ef. 1:15-18).
Con respecto a estos dos temas, ahora llegamos a la primera oración que el apóstol Pablo ofrece en Efesios: “Por esta causa también yo, habiendo oído de la fe en el Señor Jesús la cual está entre vosotros, y de vuestro amor para con todos los santos” (v. 15). Pablo oró por los santos porque ellos tenían fe en el Señor Jesús y amor para con todos los santos. La fe y el amor son cruciales en nuestra vida cristiana. Para con el Señor, debemos tener fe; y para con los santos, debemos tener amor.
El versículo 16 añade: “No ceso de dar gracias por vosotros, acordándome de vosotros en mis oraciones”. El apóstol siempre recuerda las buenas cosas de los santos y le agradece al Señor por ellas.
Pablo, en su primera oración, ora al “Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria” (v. 17). En el versículo 3 Pablo habló del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y los une con la preposición “y”. Pero en el versículo 17, los menciona separados; hablando de “el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria”. En la encarnación, el Señor Jesucristo, Dios mismo (Fil. 2:6), se hizo hombre. Como tal, está relacionado con la creación; por ello, Dios el Creador es Su Dios. La encarnación introdujo a Dios el Creador en el hombre, la criatura. El título “el Dios de nuestro Señor Jesucristo” da a entender que Dios el Creador ha entrado en el hombre. Cuando nos referimos a Dios de esta manera, damos a entender que El no es solamente el Creador que está fuera de Su criatura, el hombre, sino que también El se ha introducido en la humanidad. Los judíos no reconocen que el Creador del universo ha entrado en el hombre. Ellos creen en Jehová Dios sólo como Creador y se rehúsan a admitir que Dios es el Dios del Señor Jesucristo.
Este título deja implícita la creación, la encarnación y la redención. Dios es el Creador; sin embargo, también es el Dios de Jesucristo, quien es el Dios encarnado. Jesucristo no es solamente el Dios que creó, sino también el Dios que se encarnó y que efectuó la redención. Al referirnos a Dios como el Dios de nuestro Señor Jesucristo, declaramos implícitamente que fuimos creados, que el Dios que lo creó todo entró en la humanidad, y que nosotros fuimos redimidos. La encarnación implica que Dios es nuestro disfrute, y lo podemos disfrutar porque El se unió a la humanidad. La divinidad llega a ser nuestro disfrute en Jesucristo.
En 1:17 Pablo emplea la expresión: “el Padre de gloria”. La gloria es Dios expresado; por lo tanto, el Padre de gloria es Dios expresado por Sus muchos hijos. El título “Padre” implica regeneración, y la palabra “gloria” implica expresión. Por lo tanto, la expresión: “el Padre de gloria” da a entender la regeneración y la expresión. Nosotros fuimos regenerados por Dios y somos Su expresión.
En el título: “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria” están implícitos cinco asuntos importantes: la creación, la encarnación, la redención, la regeneración y la expresión. Nosotros ya fuimos regenerados, pero en el futuro seremos glorificados y expresaremos la gloria de Dios (Ro. 8:30). La regeneración de los muchos hijos y la expresión de Dios representan la consumación de la economía divina. Antes de la creación, no existía nada además de Dios; Dios no había generado nada ni tenía expresión. Luego, El creó el universo y todo lo que hay en él; por esto El es el Creador. Después de producir la creación, El dio el paso de la encarnación, por el cual entró en Su criatura, el hombre. Por medio de la encarnación el Creador y la criatura se hicieron uno. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, El era la unión de Dios con el hombre. Mediante Su crucifixión, El efectuó la redención, y como resultado, nosotros, Sus criaturas caídas, fuimos redimidos. Luego fuimos regenerados para ser hijos de Dios el Padre con el fin de expresarlo a El. El día que seamos glorificados, Dios será plenamente expresado desde nuestro interior, y así seremos Su expresión. Todos estos importantes pasos: la creación, la encarnación, la redención, la regeneración y la expresión, están implícitos en el título: “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria”.
Pablo oró a esta persona divina. Sin embargo, los judíos, por no tener ninguna noción acerca de la encarnación, la regeneración y la expresión, dirigen su oración sólo a Dios el Creador. Pero nosotros los cristianos tenemos al Dios que crea, que se encarna, que redime, que regenera y que se expresa. ¡No hay duda de que tenemos mucho más que los judíos!
En la oración que Pablo ofrece al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, él pide revelación. La palabra griega traducida “revelación” en el versículo 17 significa correr el velo. Así que, la revelación es, en efecto, el acto de quitar un velo.
Para recibir revelación, necesitamos un espíritu de sabiduría y de revelación. El espíritu que se menciona en el versículo 17 debe de ser nuestro espíritu regenerado, donde mora el Espíritu de Dios. Dios nos da este espíritu para que tengamos sabiduría y revelación a fin de que lo conozcamos a El y Su economía. De hecho, el espíritu en este versículo es el espíritu mezclado, el espíritu humano regenerado y habitado por el Espíritu Santo. Sin embargo, en este contexto se le da énfasis a nuestro espíritu regenerado, y no al Espíritu Santo.
Pablo oró pidiendo que recibiésemos un espíritu de sabiduría y de revelación. La sabiduría se halla en nuestro espíritu y nos faculta para conocer el misterio de Dios; la revelación viene del Espíritu de Dios y tiene como fin correr el velo para mostrarnos la visión. Primero recibimos sabiduría, la capacidad de entender las cosas espirituales; luego, el Espíritu de Dios revela estas cosas a nuestro entendimiento espiritual.
La sabiduría es distinta y más profunda que la astucia. Una persona puede ser astuta, y no ser sabia. La astucia se halla en la mente, mientras que la sabiduría se encuentra principalmente en nuestro espíritu. Lo que más necesitamos es ser sabios en nuestro espíritu, y no astutos en nuestra mente. El problema de algunos santos es que son muy astutos en su mente, pero carecen de sabiduría en su espíritu. En 1933 conocí a un hermano así en Shanghai. El era un buen comerciante, muy astuto para hacer negocio. El vendía sombreros de mujer, especialmente a damas británicas. En una ocasión una dama adinerada no mostraba interés en cierto sombrero porque consideraba que el precio era muy bajo. Este hermano fue a la trastienda, le cambió el listón al sombrero y le dobló el precio. A ese precio, la dama estuvo encantada de comprarlo. Esta anécdota muestra que este hermano era un astuto comerciante. Pero aunque él era muy listo para los negocios, carecía de sabiduría y no entendía cuando hablábamos de las Escrituras. Su mente era muy activa, pero su espíritu no era agudo. No obstante, este hermano tenía su corazón entregado al Señor, asistía a las reuniones de la iglesia y confiaba en nosotros para todo lo relacionado con el Señor. El era un excelente ejemplo de la diferencia que existe entre la astucia y la sabiduría.
Ahora veamos un ejemplo de una persona que tenía sabiduría, pero no mucha astucia. En 1938 visité la zona rural del norte de China, donde la mayoría de la gente tenía un bajo nivel educativo. Ahí había una hermana de edad avanzada, que aunque no tenía mucha educación escolar, era muy sabia con respecto a las cosas del Señor. Cuando uno hablaba con ella acerca del Señor, su sabiduría espiritual se manifestaba. Ella no entendía nada acerca del comercio, pero en cuanto al Señor, esta hermana tenía sabiduría en su espíritu y por ende sabía mucho más que la mayoría de los santos.
Después de la sabiduría viene la revelación. Como ya mencionamos, la palabra revelar significa correr el velo, abrirlo. La revelación proviene del Espíritu de Dios, y nos muestra la visión del misterio de Dios (3:3-5). Supongamos que usted estudia ingeniería y a través de sus años de estudio adquiere conocimiento respecto a diversas maquinarias. Este conocimiento se puede comparar a la sabiduría. Un día usted visita una fábrica y en cuanto se abren las puertas, ve toda la maquinaria que ahí tienen. Podemos comparar la apertura de las puertas a la revelación. Debido a su sabiduría, o sea, al conocimiento que usted tiene de esas máquinas, las reconoce inmediatamente. Sin embargo, alguien que no tuviera este conocimiento no entendería nada respecto a las máquinas, aunque también las viera. El tendría la revelación, pero le faltaría la sabiduría. Algunos tienen sabiduría pero las puertas permanecen cerradas; mientras que otros, aunque se les abren las puertas, no tienen sabiduría. Sólo cuando poseemos sabiduría y revelación conocemos la maquinaria. Es lo mismo en cuanto a las cosas espirituales. Necesitamos sabiduría y también que se corra el velo. Cuando tenemos los dos, podemos entender las cosas espirituales.
Cuando poseemos sabiduría y revelación, tenemos el pleno conocimiento de Dios, o sea, conocemos a Dios plenamente.
Además de tener un espíritu de sabiduría y de revelación, debemos preparar los ojos de nuestro corazón. En esto, lo primero que debemos considerar es el hecho, que en este caso es el misterio de la voluntad de Dios (1:9). En el ejemplo que presentamos anteriormente, la fábrica representa el hecho. Asimismo, el misterio de la voluntad de Dios es un hecho que debemos ver.
Aunque el hecho pueda existir, se necesita la revelación, es decir, que se corra el velo. La existencia de la fábrica es un hecho, pero es necesario que se abran las puertas; o sea, que se corra el velo.
Aunque podamos tener el hecho y que se corra el velo, aún necesitamos ojos para ver. Tal vez tengamos el misterio de la voluntad de Dios y la revelación, pero aún necesitamos los ojos, la facultad espiritual para ver (Hch. 26:18; Ap. 3:18). Los ojos a los que nos referimos son, por supuesto, los ojos espirituales, los ojos del corazón. En Apocalipsis 3:18 el Señor Jesús dijo: “Yo te aconsejo que de Mí compres ... colirio con que ungir tus ojos, para que veas”. Necesitamos colirio para que nos sea restaurada la vista. Hoy el problema no radica en los hechos, pues éstos abundan en la Biblia. Además, la revelación, o sea, correr el velo, tampoco representa ningún problema, pues el Dios que está lleno de gracia nos abre Su palabra continuamente. El problema principal radica en nuestros ojos.
Si queremos tener ojos que vean, necesitamos un espíritu abierto y una conciencia purificada (Mt. 5:3; He. 9:14; 10:22). No cerremos nuestro espíritu; mantengámoslo abierto. Además, nuestra conciencia debe ser purificada, no sólo por la aspersión de la sangre redentora de Cristo, sino también por la confesión y resolución de nuestros pecados, ofensas, fallas y errores. Nuestra conciencia, la cual es la parte principal de nuestro espíritu, debe estar limpia. Si nuestra conciencia está opaca, nuestro espíritu no podrá ver.
También necesitamos un corazón puro. La Palabra declara: “Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5:8). Muchos no pueden ver a Dios ni recibir la revelación de las cosas espirituales porque su corazón no es puro. Para tener un corazón puro, debemos permitir que el Señor toque cada parte de nuestro corazón.
Si deseamos tener un corazón puro, necesitamos una mente sobria (2 Ti. 1:7). Algunos santos se confunden y no son capaces de diferenciar entre una cosa y otra. Para ellos las letras “b” y “d” son casi lo mismo. Cuando leen la Biblia, les parece que Gálatas y Colosenses tratan de lo mismo. Ellos carecen de una mente sobria.
Nuestra mente debe ser fría, cuanto más fría mejor, pero nuestra parte emotiva debe ser ferviente. Si queremos tener ojos que vean, necesitamos una parte emotiva que ame (Jn. 14:21). Una mente ferviente, no puede ser sobria. Nuestro problema radica en que, o somos fervorosos o somos fríos tanto en la mente como en la parte emotiva. Las hermanas tienden a ser fervientes, y los hermanos, fríos. Sin embargo, todos debemos ser fríos en nuestra mente y fervientes en nuestra parte emotiva.
Por último, a fin de tener un corazón puro es indispensable una voluntad sumisa (Jn. 7:17). Si nuestra voluntad ha de ser sumisa, ésta debe ser dócil.
Por experiencia he aprendido que si tenemos un corazón puro, con una mente sobria, una parte emotiva amorosa, una voluntad sumisa y un espíritu abierto con una conciencia pura, nuestros ojos podrán ver. Nuestro espíritu debe estar abierto, y nuestra conciencia debe estar libre de ofensas. Además, nuestro corazón debe tener una mente fría y sobria, una parte emotiva ardiente y amorosa, y una voluntad dócil y sumisa. Cuando tengamos un espíritu y un corazón así, los ojos de nuestro corazón podrán ver. Cada vez que aplicamos colirio a nuestros ojos, éste abre nuestro espíritu, purifica nuestra conciencia, enfría nuestra mente fervorosa, aviva nuestra parte emotiva y somete nuestra obstinada voluntad. Cuando todo esto ocurre, nuestros ojos son sanados. Ser sanos equivale a que sean tocadas estas cinco partes de nuestro ser. Sin un espíritu abierto, una conciencia pura, una mente sobria, una parte emotiva amorosa y una voluntad sumisa, no veremos nada, aunque asistamos a muchas conferencias y entrenamientos. Tal vez aprendamos doctrinas, pero no tendremos ninguna visión.
Es posible tener el hecho, la revelación y la vista, y aun así no ver nada porque nos falta la luz. Por consiguiente, necesitamos que Dios nos ilumine (1 Jn. 1:5, 7). La visión no se recibe sino hasta que, además del hecho, la revelación y la vista, se tiene la luz.
La visión es la suma de cuatro cosas: el hecho, la revelación, la vista y la luz. Muchos cristianos leen Efesios una y otra vez sin poder ver nada. Para ellos, Efesios es un libro cerrado, pues les falta esa vista interior y no ven más allá de la letra impresa. Otros quizás tengan la vista, pero carecen de luz. Por experiencia podemos testificar que Efesios está lleno de hechos espirituales, que revela el misterio de la voluntad de Dios. Si cuando leemos este libro nuestra condición es normal, se correrán los velos, vendrá la luz y tendremos una visión de la voluntad de Dios. Si la luz divina no llega, tenemos que orar más, pidiéndole al Señor que nos conceda luz. Finalmente, la luz resplandecerá, y recibiremos una visión del contenido de este libro. Como hemos mencionado, los hechos están presentes y el velo está corrido. Además, Dios, quien está lleno de gracia, nos concede la luz. Lo que necesitamos ahora son ojos para ver.