Mensaje 36
Efesios 4:1 dice: “Yo pues, prisionero en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados”. Este versículo repite en parte lo que dice Ef. 3:1, donde empieza la exhortación que el apóstol hace en los capítulos del cuatro al seis. Esto indica que Ef. 3:2-21 es una sección parentética.
El libro de Efesios está dividido en dos secciones principales. La primera, compuesta de los capítulos del uno al tres, revela las bendiciones y la posición que la iglesia ha obtenido en Cristo en los lugares celestiales. El capítulo tres en particular revela que la iglesia se produce de manera práctica al forjarse en ella las riquezas del Cristo vivo. La segunda sección, que comprende los capítulos del cuatro al seis, nos exhorta en cuanto a el vivir y la responsabilidad que la iglesia debe tener en el Espíritu sobre la tierra. El encargo básico es que debemos andar como es digno del llamamiento, el cual es la totalidad de las bendiciones dadas a la iglesia, según se revela en 1:3-14. En la iglesia, y bajo la bendición abundante del Dios Triuno, los santos deben andar como es digno de la elección y predestinación del Padre, la redención del Hijo y del sello y las arras del Espíritu.
Al andar como es digno del llamamiento de Dios, la iglesia debe vivir de cierta manera y asumir ciertas responsabilidades. Por lo tanto, en los capítulos del cuatro al seis vemos, por un lado, la vida que la iglesia debe llevar, y por otro, la responsabilidad que debe asumir.
Cuando Pablo exhortó a los santos a andar como es digno del llamamiento de Dios, lo hizo basándose en su condición de prisionero en el Señor. El hecho de que era apóstol de Cristo por la voluntad de Dios le autorizó para presentar la revelación acerca de la iglesia, es decir, para hablar del misterio de Cristo. Por otro lado, el hecho de que era prisionero en el Señor le hizo apto para exhortarnos a andar como es digno del llamamiento de Dios. El vivir de Pablo era digno del llamamiento de Dios; además, él asumió la responsabilidad exigida por dicho llamamiento.
En 3:1 Pablo se llama a sí mismo “prisionero de Cristo Jesús”, mientras que en 4:1 dice que él es “prisionero en el Señor”. Ser prisionero en el Señor es más profundo que ser prisionero del Señor. En calidad de prisionero, Pablo es un modelo para aquellos que desean andar como es digno del llamamiento de Dios.
Para andar como es digno del llamamiento de Dios, para tener la vida apropiada del Cuerpo, lo primero que debemos hacer es ocuparnos de la unidad. Debemos guardar la unidad del Espíritu. Esto es crucial y vital para el Cuerpo de Cristo.
Hablando con propiedad, la unidad es diferente de una simple unión. Una unión se forma cuando muchas personas se juntan, mientras que la unidad, es una sola entidad, el Espíritu que está en los creyentes y hace que ellos sean uno. Algunos cristianos experimentan cierta clase de unión, pero los que estamos en el recobro del Señor valoramos la unidad mucho más que la unión. En el recobro no estamos unidos, es decir, no hemos formado cierta clase de unión, sino que somos uno. Nuestra unidad es una persona, el Señor Jesús mismo, quien como Espíritu vivificante es hecho real en nosotros. Hoy el Señor es el Espíritu vivificante que está en nosotros, y este Espíritu es nuestra unidad. Por consiguiente, nuestra unidad es una persona, pero esta persona no está fuera de nosotros, en los cielos, como algo objetivo, sino subjetivo, o sea, mora en nosotros como nuestra propia vida.
Esta unidad es similar a la electricidad que corre por muchas lámparas y las hace brillar como si fueran una sola. Aunque tal vez en una habitación haya docenas de lámparas, la electricidad que corre en ellas las hace una sola. Por sí mismas las lámparas no son una sola, ni están unidas para formar una sola unidad. La electricidad que circula en las lámparas constituye la unidad de ellas. Esta electricidad no une a las lámparas, sino que ella misma es su unidad. En sí, las lámparas son individuales y están separadas, pero en la electricidad ellas encuentran su unidad. El mismo principio aplica a los creyentes de Cristo. El Espíritu que mora en nosotros es nuestra unidad.
En 4:3 a esta unidad se le llama “la unidad del Espíritu”. La unidad del Espíritu es de hecho el Espíritu mismo. En el ejemplo de la electricidad y las lámparas, la unidad de la electricidad es la electricidad misma. No existe otro elemento, aparte de la electricidad, que sea la unidad de la electricidad. La unidad de la electricidad es simplemente la electricidad misma. Según el mismo principio, la unidad del Espíritu no es algo aparte del Espíritu; es el Espíritu mismo. La unidad que está en nosotros y entre nosotros es el Espíritu vivificante. Por consiguiente, guardar la unidad equivale a guardar el Espíritu vivificante.
Muchos cristianos hablan de la unidad, pero pasan por alto al Espíritu. Esto indica que para ellos la unidad es algo separado del Espíritu. Por ello, cuanto más hablan de la unidad, más se dividen. Algunos creyentes inclusive discuten de manera carnal sobre el tema de la unidad. No es necesario hablar tanto de la unidad. La unidad es como una paloma; si no hablamos de ella, se queda con nosotros, de lo contrario, sale volando. Cuando hablamos mucho acerca de la unidad, corremos el peligro de perderla. La unidad no se guarda hablando de ella, sino permaneciendo en el Espíritu vivificante. Mientras amemos al Señor y lo recibamos continuamente, guardaremos la unidad, pues como lo hemos recalcado, la unidad es la persona misma de Cristo como Espíritu vivificante.
Guardar la unidad del Espíritu denota que ya tenemos al Espíritu. Si no lo tuviéramos, ¿cómo podríamos guardarlo? Con todo, la mayoría de los cristianos viven casi siempre separados del Espíritu. Cualquier acción que se tome fuera del Espíritu vivificante, causa división. Cuando somos uno con el Espíritu, vivimos según El y lo hacemos todo en El, guardamos la unidad sin ningún esfuerzo. Pero cuando actuamos fuera del Espíritu, nos dividimos y perdemos la unidad. Por ello, en vez de exhortarles a ustedes a que hablen de la unidad, les animo a que presten atención al Espíritu vivificante, quien es el Señor mismo en nosotros como vida.
El versículo 2 dice: “Con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándoos los unos a los otros en amor”. Ser humilde es permanecer en un nivel bajo, y ser manso significa no pelear por uno mismo. Debemos ejercitar estas dos virtudes al tratar con nosotros mismos. Tener longanimidad es sufrir el maltrato. Debemos ejercitar esta virtud al relacionarnos con otros. Por medio de estas virtudes nos sobrellevamos los unos a los otros, es decir, no rechazamos a los que causan problemas, sino que los sobrellevamos en amor. Esta es la expresión de la vida.
La palabra “toda” modifica a las dos palabras, humildad y mansedumbre. Esto no significa que hayan diferentes clases de humildad y mansedumbre, sino que debemos ser humildes y mansos en todas las cosas. Así que, debemos guardar la unidad del Espíritu con toda humildad y mansedumbre.
El problema, sin embargo, consiste en que nosotros mismos no podemos ser ni humildes ni mansos. Si somos sinceros, reconoceremos que no poseemos la humildad ni la mansedumbre verdaderas. Por el contrario, tendemos a exaltarnos a nosotros mismos y a defender nuestra causa. Además, así como no tenemos humildad ni mansedumbre, tampoco tenemos longanimidad y no podemos sobrellevar a otros en amor. A pesar de todo, Pablo nos exhorta a que tengamos un andar tan digno como éste que describe aquí.
Si queremos guardar la unidad del Espíritu, nuestra humanidad debe ser apropiada, debe ser una humanidad llena de humildad, mansedumbre y longanimidad, una humanidad que sobrelleve a otros en amor. Si no tenemos dicha humanidad como nuestro “capital”, no podremos operar el “negocio” de guardar la unidad del Espíritu. El hecho de que en el versículo 2 las virtudes se mencionan antes de la unidad del Espíritu, a la que se refiere el versículo 3, indica que debemos tener estas virtudes si queremos guardar la unidad del Espíritu.
Si deseamos tener las virtudes mencionadas en el versículo 2, necesitamos una humanidad transformada. En nuestra humanidad natural no tenemos humildad, mansedumbre ni longanimidad; estas virtudes se encuentran únicamente en nuestra humanidad transformada, es decir, en la humanidad de Jesús. En Mateo 11:29 el Señor dijo que El era manso y humilde de corazón. La mansedumbre y la humildad son características de la humanidad de Jesús. Toda humildad o mansedumbre que creamos tener es falsa y no pasará ninguna prueba. ¡Alabado sea el Señor que hoy podemos tener la humanidad de Jesús, la cual se halla en Su vida de resurrección! Cuanto más somos transformados, más de la humanidad de Jesús tenemos, y al poseer la humanidad del Cristo resucitado, espontáneamente tendremos las virtudes necesarias para guardar la unidad del Espíritu.
El tabernáculo y sus cuarenta y ocho tablas hechas de acacia y revestidas de oro, presentan un cuadro de la unidad genuina inherente al Dios Triuno. En sí mismas, las tablas estaban dispuestas de manera que quedaban separadas, pero el oro que las cubría las hacía una sola entidad. Las barras que mantenían unidas las tablas también eran de acacia y estaban cubiertas de oro. Como hemos señalado en otra parte, las barras de oro representan al Espíritu que une; la madera de acacia representa la humanidad; y el oro representa la naturaleza divina. Dentro del Espíritu que une se encuentra el elemento humano, lo cual indica que el Espíritu que une no es simplemente el Espíritu Santo de Dios, sino el Espíritu Santo mezclado con nuestro espíritu.
El espíritu mezclado se puede ver en Romanos 8, donde leemos en el versículo 4: “Para que el justo requisito de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al espíritu”. Este espíritu es el espíritu humano mezclado con el Espíritu Santo de Dios. Además, el versículo 16 declara: “El Espíritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. Este versículo apunta claramente al espíritu mezclado, es decir, al Espíritu Santo que se ha mezclado con nuestro espíritu humano. En el espíritu mezclado, que es el elemento constitutivo de las barras unificadoras, se halla la humanidad transformada, en la cual están las virtudes de humildad, mansedumbre y longanimidad.
Por muchos años traté de ser manso y humilde, pero fracasé rotundamente. Con el tiempo aprendí que la humildad, la mansedumbre y la longanimidad mencionadas en 4:2 no forman parte de nuestra humanidad natural, sino que son características de la humanidad transformada, la humanidad de Jesucristo. Esta humanidad con todas sus virtudes es tipificada por la madera de acacia contenida en las barras unificadoras. Esto indica que en el Espíritu unificador se halla la humanidad transformada, es decir, nuestra humanidad transformada por la vida de resurrección de Cristo.
Para guardar la unidad del Espíritu, se requiere la transformación. Por ende, no debemos esperar que un nuevo creyente guarde la unidad del Espíritu; de hecho, es inútil exhortarlo a que lo haga, porque para guardar la unidad del Espíritu se requiere transformación. Si no hemos sido transformados, no tendremos la humildad ni la mansedumbre necesarias para guardar la unidad. Cuanto más hemos sido transformados, más adquirimos espontáneamente la humildad, la mansedumbre y la longanimidad; estas virtudes llegan a ser nuestra heredad por medio de la transformación.
Los cristianos infantiles o inmaduros no pueden guardar la unidad del Espíritu; sólo una persona transformada puede hacerlo. Los que son naturales y carnales no tienen la capacidad de ser mansos, humildes ni longánimos; no hay nada en ellos que los capacite para guardar la unidad. Por tanto, deseo recalcar una vez más que Efesios 4:2 deja implícita la necesidad de ser transformados. Todos los problemas que tenemos con relación a la unidad se deben a que somos muy naturales, carnales, y a que nos centramos en nosotros mismos. Pero si hemos sido transformados, guardaremos la unidad espontáneamente, porque en nuestra humanidad transformada poseemos la humildad, la mansedumbre y la longanimidad necesarias para hacerlo.
El versículo 3 habla de guardar la unidad del Espíritu “en el vínculo de la paz”. Cristo abolió en la cruz las diferencias ocasionadas por las ordenanzas. Al hacerlo, El hizo la paz por causa del Cuerpo. Esta paz debe unir a todos los creyentes y, por tanto, debe llegar a ser el vínculo de nuestra unidad.
Antes de que Cristo fuera crucificado, no había paz entre los judíos y los gentiles. Según Efesios 2:15, Cristo hizo la paz entre todos los creyentes al abolir en Su carne las ordenanzas que los dividían y al crear de los creyentes judíos y gentiles un solo y nuevo hombre. Además, en la cruz Cristo acabó con todas las cosas negativas que existían entre nosotros y Dios, lo cual significa que también hizo la paz entre el hombre y Dios. Ahora ya no hay separación entre los creyentes judíos y los creyentes gentiles, ni entre nosotros y Dios. No obstante, en la época en que se escribió Efesios, algunos creyentes judíos todavía sostenían el concepto de que debían permanecer separados de los creyentes gentiles. Por esta razón Pablo declaró que la pared intermedia de separación había sido derribada, y que los creyentes judíos y los creyentes gentiles tenían que ser uno. De otro modo, no podía haber unidad, y sin la unidad, el Cuerpo no puede existir. Por tanto, en 4:3 Pablo afirma categóricamente que tenemos que guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Para ello es menester darnos cuenta de que en la cruz fueron abolidas las diferencias entre nosotros.
El vínculo de la paz es en realidad la obra de la cruz. Nuestra propia experiencia nos enseña que cuando experimentamos la cruz, se terminan las diferencias entre nosotros y los demás. Pero tan pronto abandonamos la posición que tenemos en la cruz, aparecen las diferencias. Esto sucede no solamente en la vida de iglesia, sino también en la vida familiar. Con frecuencia el amor entre marido y mujer se ve sepultado bajo las diferencias que surgen cuando los cónyuges se bajan de la cruz. La única manera de desechar las diferencias consiste en ir a la cruz y permanecer ahí. Cuando hacemos esto, las diferencias desaparecen y tenemos paz. A medida que permanecemos en la cruz, la paz se convierte en el vínculo en que guardamos la unidad del Espíritu. Por tanto, para poder guardar la unidad del Espíritu, necesitamos ser transformados y experimentar la cruz.
Efesios 4:2 hace alusión a la necesidad de ser transformados, y 4:3, a la necesidad de tomar la cruz. Debemos ser transformados a fin de tener humildad, mansedumbre y longanimidad; y necesitamos ser anulados por la cruz si deseamos tener el vínculo de la paz. Entonces guardaremos la unidad del Espíritu.