Mensaje 27
Lectura bíblica: Ez. 45:1-8; 47:13-20; 48:8-20, 31-35; Ap. 21:12-13
En este mensaje llegamos al final de Ezequiel, y consideraremos dos asuntos: la Tierra Santa y la ciudad santa.
Debemos ver algo más con respecto a la Tierra Santa. Sin la tierra no puede haber templo. Tal vez sintamos gran aprecio por el templo, pero debemos comprender que el templo está en la tierra y que sin la tierra no puede haber templo. El templo, que tipifica a la iglesia, es producto de la tierra, que tipifica a Cristo. Por tanto, el templo depende de la tierra. Si no tenemos la experiencia de Cristo, es imposible que tengamos la iglesia. La iglesia es producto del disfrute de las riquezas de Cristo.
La tierra es mencionada por primera vez en Génesis 1:9. El tercer día en que el Señor realizaba el recobro de Su creación, la tierra fue recobrada, pues fue ese día que la tierra emergió de las aguas de la muerte. Antes de aquel tiempo, la tierra había estado sumergida en las aguas de la muerte. Pero al tercer día, el Señor hizo que la tierra emergiera de las aguas de la muerte. En Génesis 1 la tierra tipifica a Cristo, quien fue resucitado de entre los muertos al tercer día como tierra todo-inclusiva. Toda clase de vida —la vida vegetal, la vida animal y la vida humana— surgió de esta tierra. Toda clase de seres vivientes surgió de la tierra. Puesto que la tierra representa a Cristo, esto significa que todos estos organismos vivos son producto procedente de Cristo.
Cristo es la buena tierra que Dios preparó para el hombre. Sin embargo, el hombre cayó y se degradó, y esto hizo que Dios juzgase la tierra nuevamente. Durante el tiempo de Noé, la tierra fue inundada y fue nuevamente cubierta por las aguas de muerte (7:19). Como resultado de ello, el linaje humano perdió la tierra. Pero el Señor nuevamente sacó la tierra de las aguas de muerte, y a la familia de Noé se le dio el derecho de disfrutar la tierra.
La historia humana es el relato de la caída del hombre. En el curso de esta historia, los descendientes de Noé cayeron y finalmente se reunieron en Babel para edificar una torre de rebelión contra Dios (11:1-9). Así que, “Jehová los dispersó por la faz de toda la tierra” (v. 8a). Después, Dios llamó a Abraham a salir de la tierra de Babel y lo introdujo en Canaán, la buena tierra (12:1-8). Sin embargo, con el tiempo, los descendientes de Abraham cayeron de la buena tierra al entrar en Egipto. Toda la casa de Israel descendió a Egipto y, así, perdieron la buena tierra.
Cuatrocientos años después, debido a la liberación efectuada por Dios, el pueblo de Israel experimentó la pascua, dejó Egipto y cruzó el mar Rojo (Éx. 12—14). Después de cuarenta años de deambular en el desierto, ellos cruzaron el río Jordán para entrar en la buena tierra. Al combatir contra los que poblaban esa tierra, recobraron la tierra que habían perdido. En esta tierra que recobraron, ellos edificaron el templo, y la gloria de Dios lo llenó (2 Cr. 5:14). Después, debido a que se apartaron del Señor y a causa de su degradación, ellos fueron llevados lejos de la tierra, con lo cual perdieron aquella tierra nuevamente.
En medio del cautiverio, Ezequiel fue traído por el Espíritu de regreso a aquella tierra y la vio. En nuestra lectura de Ezequiel debemos prestar especial atención al hecho de que muchas veces el Señor prometió hacer regresar a Su pueblo a esa tierra (caps. 11, 33, 34, 36, 37). Él incluso prometió llevarlos de regreso a la cumbre del monte de Israel (34:14). Esto indica un recobro de la tierra.
Es crucial que comprendamos que antes de poder tener el recobro del edificio, debemos tener el recobro de la tierra. Que la tierra sea recobrada representa el recobro del disfrute de las riquezas de Cristo. Es imposible que Cristo mismo se pierda, pero en términos de nuestra experiencia, es posible que perdamos a Cristo. Cuando fuimos salvos, recibimos a Cristo. Sin embargo, poco después nos alejamos y, en términos de nuestra experiencia, perdimos a Cristo. El recobro de la tierra es el recobro de nuestras experiencias de las riquezas de Cristo. Una vez que se ha efectuado el recobro de la tierra, el templo puede ser edificado sobre dicha tierra.
La tierra, con todas sus riquezas, es llamada una tierra “que fluye leche y miel” (20:6). Tanto la leche como la miel son el producto de dos vidas que operan conjuntamente: la vida vegetal y la vida animal. Se requiere tanto la vida vegetal como la vida animal para producir leche y miel. Para producir leche se necesita ganado, la vida animal, y también pastizales, la vida vegetal. Por tanto, la leche es producto de estas dos vidas que operan conjuntamente. Este mismo principio opera también en el caso de la miel. La miel es producida por las abejas, pero éstas necesitan flores de diversas clases de plantas. Por tanto, la leche y la miel son producto de estas dos clases de vida.
Como nuestra buena tierra, Cristo tiene dos clases de vida: Él tiene tanto la vida vegetal como la vida animal. El Evangelio de Juan indica esto. Por un lado, el Señor Jesús dijo que Él era un grano de trigo (12:24); ésta es la vida vegetal. Por otro, este Evangelio afirma que Cristo es el Cordero de Dios (1:29); ésta es la vida animal. La vida animal tiene por finalidad ser inmolada a fin de que la sangre sea derramada para efectuar la redención, mientras que la vida vegetal tiene por finalidad producir y generar vida. Un grano de trigo cae en la tierra, muere, brota y se multiplica produciendo muchos granos. Por tanto, con Cristo tenemos la vida animal para redención y la vida vegetal para hacer germinar. A partir de estas dos vidas conjuntamente mezcladas obtenemos las riquezas de Cristo —la leche y la miel— para nuestro disfrute.
Ezequiel presenta los límites de la buena tierra de una manera particular y, al mismo tiempo, maravillosa. Él dice que el límite occidental es el mar Grande (47:20). Esto indica que la costa del mar Mediterráneo es el límite occidental. Ezequiel nos dice que también hay un mar en el lado oriental (v. 18). El mar oriental no es el mar Grande, sino el mar Muerto. En la parte superior del mar Muerto está el río Jordán, por el cual seguimos hacia el norte hasta llegar a otro mar, el mar de Galilea, o el mar de Tiberias. Otro río, el arroyo de Egipto, constituye el límite de la buena tierra al sur (v. 19).
La posición que tiene la buena tierra ubicada entre las aguas del mar Grande al occidente y las aguas del mar Muerto al oriente, es significativa. Que la buena tierra esté rodeada de agua indica que está rodeada de muerte. En el mar Muerto no hay sino muerte, y el mar Grande es un mar de agua salada, la cual representa la muerte; más aún, en tipología el río Jordán representa la muerte. Por tanto, la buena tierra está rodeada de muerte, pero no está inundada por la muerte. Esto nos recuerda que la tierra emergió de las aguas de muerte al tercer día, por lo cual representa al Cristo resucitado.
Ciertos pasajes de la Palabra indican que la buena tierra de Canaán es una tierra elevada (Dt. 32:13; Ez. 20:40-42; 34:13-15; 37:22). La buena tierra es una tierra elevada, lo cual tipifica que Cristo fue levantado, elevado, de la muerte. Por tanto, la buena tierra no es una tierra baja, sino una tierra alta. Mientras que el mar Muerto se encuentra a cientos de pies bajo el nivel del mar, el monte Sion se encuentra a cientos de pies sobre el nivel del mar. Esto significa que la buena tierra, como tipo del Cristo resucitado, es una tierra elevada.
Al norte de la buena tierra no hay un río que sirva de límite, sino que está el monte Hermón. Según el salmo 133, el rocío baja desde el monte Hermón y desciende sobre los montes de Sion. Esto significa que la gracia desciende de los cielos sobre todas las iglesias locales. Esta tierra elevada junto con el monte Hermón representa al Cristo resucitado, quien ascendió a los cielos. Ahora no solamente tenemos resurrección, sino también ascensión, pues Cristo no es solamente el Cristo resucitado, sino también el Cristo ascendido. Él está por encima de las aguas de muerte, y Él ha ascendido al monte alto, el monte Hermón.
Con respecto a las subdivisiones de la buena tierra, siete de las tribus de Israel estaban ubicadas al norte y cinco estaban ubicadas al sur (véase el gráfico 5: Distribución de la Tierra Santa). De todas las doce tribus, Judá y Benjamín eran las más apreciadas por el Señor. Cuando las doce tribus se dividieron, únicamente Judá y Benjamín permanecieron con el Señor y no participaron de la división. Por esta razón, ellas fueron ubicadas cerca de la habitación del Señor. Debido a la pobre condición de Gad, la tribu de Gad fue ubicada en el extremo sur de la tierra.
Debemos tener confianza en el juicio del Señor y en Su evaluación de nosotros. Tal vez otros se equivoquen con respecto a nosotros, pero el Señor no puede equivocarse. Él es justo y sabe si nos pondrá al norte o al sur. Él jamás podría equivocarse. Con respecto a la vida de iglesia, no sabemos dónde debemos estar, pero el Señor sabe dónde nos pone. Por ejemplo, no importa cuánta atención le demos respecto a dónde deberíamos ir en la migración para la propagación de la vida de iglesia, a la postre estaremos en el mejor lugar bajo la soberanía del Señor. Él sabe si somos Dan o Benjamín, Judá o Gad. No debemos echarle la culpa a otros, sino que debemos reconocer la soberanía del Señor y sujetarnos a ella.
Dan, sin embargo, jamás se sintió satisfecho del lugar donde fue puesto. En Apocalipsis 7, el nombre de Dan no es mencionado en la lista de las tribus de Israel a causa de la idolatría y degradación de Dan (Jue. 18). Temporalmente, el Señor quitó su nombre de la lista de tribus.
Ezequiel nos dice que toda la tierra de Canaán fue dividida en tres porciones. La porción del norte fue dada a siete tribus (48:1-8), la porción del sur fue dada a cinco tribus (vs. 23-28), y la porción del medio, la porción santa, constituyó una ofrenda para Dios. Puesto que el Señor dio al pueblo de Israel toda la tierra de Canaán en posesión, Él les pidió devolver a manera de ofrenda elevada la porción del medio. Por tanto, la porción del medio de aquella tierra era una ofrenda elevada, la cual fue presentada por el pueblo a Dios (vs. 8-12).
En esta porción del medio se designó un territorio en forma de cuadrado de veinticinco mil cañas de longitud y veinticinco mil cañas de anchura. Una caña equivale a seis codos. Las veinticinco mil cañas indican el número cinco, el número de responsabilidad, multiplicado por cinco mil. ¡Cuán gran responsabilidad indica esto!
Este cuadrado fue llamado la santa ofrenda elevada y estaba dividido en tres fajas de tierra. La faja del medio medía veinticinco mil cañas de largo de este a oeste y diez mil cañas de ancho de norte a sur. Ésta era la parte donde estaba el templo; también era la parte dada a los sacerdotes, especialmente a los hijos de Sadoc, debido a su fidelidad (v. 11). Esta sección del medio les fue dada a ellos en herencia, y allí estaba la parcela para el templo. Esto indica que los sacerdotes, los hijos de Sadoc, eran los más cercanos al Señor. El Señor incluso vivía en su heredad, su parcela. Su heredad era el lugar de la morada del Señor.
La segunda parte, la faja al sur, también medía veinticinco mil cañas de largo y diez mil cañas de ancho. Esta sección pertenecía a los levitas, quienes ministraban tanto a la casa como al pueblo y que, además, ayudaban en todos los asuntos relacionados con el servicio de las ofrendas. Los levitas eran cercanos al Señor, pero no tan cercanos como los sacerdotes (v. 13).
La tercera parte, al norte, medía veinticinco mil cañas por cinco mil cañas. Esta sección era para la ciudad (v. 15). La ciudad estaba ubicada en la parte central de esta faja al norte. El resto de esta faja al norte pertenecía a los trabajadores, los obreros, en la ciudad. Con base en todo esto vemos que la tierra dedicada para ser una santa ofrenda elevada se hallaba dividida en tres secciones: una parte para los sacerdotes, una parte para los levitas, y una parte para la ciudad y todos sus trabajadores.
El mapa que muestra la distribución de la Tierra Santa indica que además de la tierra dedicada para ser una santa ofrenda elevada, todavía quedaba un restante del territorio al oeste y al este. Estas dos parcelas de tierra que restaban fueron asignadas y repartidas al rey, esto es, a la familia real (v. 21).
La asignación de la tierra y la ubicación de las tribus en su porción particular de terreno son muy significativas. Este cuadro nos muestra que desde Dan al norte hasta Gad al sur, todos los israelitas disfrutaban a Cristo, pero su cercanía a Cristo no era la misma. Los más cercanos a Cristo eran los sacerdotes, los fieles hijos de Sadoc. Junto a ellos estaban los levitas y quienes trabajaban en la ciudad. Junto a ellos estaba la familia real. Por tanto, todas las tribus disfrutaban a Cristo, pero su distancia de Cristo variaba.
La cercanía de las tribus a Cristo determinaba su importancia. Los más importantes eran los sacerdotes, quienes estaban más cerca a Cristo y mantenían la comunión entre el pueblo y el Señor. Después venían los levitas, encargados de que se mantuviera el servicio al Señor. Servir al Señor es muy bueno, pero no es tan bueno como tener comunión con Él. Si bien el servicio de los levitas era muy necesario, no era tan apreciado ni precioso como la comunión. Después, en tercera posición en el grado de cercanía al Señor, seguían quienes trabajaban para la ciudad. La ciudad simboliza el gobierno divino, de modo que se requería de cierta labor que mantuviera el gobierno de Dios. Aquí vemos la comunión, el servicio y la obra para mantener el gobierno divino. Además, tenemos a la familia real junto con el rey y el reinado correspondiente.
El relato de Ezequiel indica que el templo no estaba dentro de la ciudad, sino que estaba separado de ella. Mientras que la ciudad representa el gobierno de Dios, el templo representa la comunión con Dios. El templo es la casa de Dios, la morada de Dios, donde Él obtiene Su reposo; y la ciudad es el reino de Dios, donde Él ejerce Su autoridad.
Es crucial que comprendamos que todas estas cosas —la comunión de los sacerdotes, el servicio de los levitas, la obra de mantener el gobierno de Dios y el reinado— proceden de las riquezas de la tierra. Esto significa que toda la comunión, el servicio, la obra, el gobierno, la realeza, el señorío y el reinado proceden del disfrute de las riquezas de Cristo.
Cuanto más disfrutamos a Cristo, más cerca estamos a Él; y cuanto más cerca de Él estamos, más importancia tenemos en relación con Su propósito. Tal vez seamos como Dan o Gad y nos encontremos lejos de Su presencia; no obstante, todavía disfrutamos de Sus riquezas. Sin embargo, no somos tan importantes en relación con Su economía debido a que existe cierta distancia entre nosotros y Él. Los sacerdotes, por el contrario, son de extrema importancia. Su parcela, su porción, es el lugar de la morada del Señor. Todos debemos aspirar a estar en la posición de los sacerdotes. No debiéramos preocuparnos por quiénes estarán en el lugar de Dan; el Señor se encargará de ello.
Debemos anhelar y ejercitarnos no solamente para ser sacerdotes, sino también reyes. Apocalipsis 1:6 dice que el Señor hizo de nosotros un reino, sacerdotes para Su Dios y Padre. Como reyes y sacerdotes, hemos sido predestinados para estar muy cerca al Señor. Por tanto, no debemos contentarnos con ser como Dan, ubicado lejos en el extremo norte de la tierra. Tenemos que ser sacerdotes, los hijos de Sadoc, y los reyes que son muy cercanos al Señor. En la eternidad todos seremos reyes y sacerdotes (20:6; 22:3b-5). Disfrutaremos la leche y la miel, esto es, todas las riquezas de Cristo.
Al presente, debemos aprender a disfrutar a Cristo. En lugar de preocuparnos tanto por enseñanzas y dones, debemos preocuparnos por las riquezas de Cristo. No hemos sido predestinados para las enseñanzas y los dones; hemos sido predestinados para el disfrute de Cristo. Por tanto, debemos aprender a disfrutar de las riquezas de Cristo como buena tierra. Día tras día debemos disfrutar a Cristo al comerle, beberle y respirarle. Es de este modo que podemos avanzar.
Tanto Ezequiel como Apocalipsis finalizan presentando una ciudad: Jerusalén. Únicamente una ciudad en la Biblia tiene doce puertas con los doce nombres de las doce tribus de Israel, y esta ciudad es Jerusalén.
Debido a que a la postre llegaremos a ser la Nueva Jerusalén, debemos aplicar las cosas mencionadas en Ezequiel a nosotros mismos. Esto significa que no debemos considerar las palabras de Ezequiel meramente como profecías. Aunque el libro de Ezequiel contiene profecías, debemos aplicar este relato primordialmente a nosotros mismos al aplicar los asuntos tocados por Ezequiel no meramente al futuro, sino también al presente.
En esta ciudad tenemos el número doce, el cual está compuesto no de seis veces dos, sino de tres veces cuatro. Es tres veces cuatro debido a que hay tres puertas en cada uno de los cuatro lados, lo cual da un total de doce puertas. Debemos recordar que cuatro es el número de la criatura y que tres es el número del Dios Triuno. Por tanto, el número doce aquí representa la mezcla del Dios Triuno con las criaturas.
Finalmente, esta ciudad no es solamente una mezcla, sino también un gobierno perfecto con una administración completa. En la Biblia, el número doce también indica gobierno perfecto y administración en compleción. No es solamente la mezcla de la divinidad con la humanidad, sino también un gobierno perfecto que es producto de tal mezcla. Esta mezcla es para la eternidad. Esta ciudad, la cual resulta de la mezcla, ejercerá plena autoridad en pro de la administración completa de Dios.
La iglesia debe ser tal clase de entidad al presente. Esto significa que la iglesia debe ser la mezcla de Dios con el hombre. A raíz de esta mezcla se producirá el gobierno de la iglesia en pro de la administración de Dios sobre la tierra.
El hecho de que la ciudad tiene cuatro lados con tres puertas a cada lado también indica que no importa por cuál lado entramos en la ciudad, estaremos en la misma ciudad. No importa por cuál puerta entramos, seremos uno. En esta ciudad no podemos estar divididos.
Apocalipsis 21:21 nos muestra que en la Nueva Jerusalén hay únicamente una sola calle. No importa de qué dirección vengamos y no importa por cuál puerta entremos, todos estaremos en la misma calle. En esta calle hay un solo fluir, el único río, con una sola bebida y un solo árbol de la vida (22:1-2). En esta ciudad todos somos uno. Tenemos una sola calle, un solo río, un solo fluir, una sola bebida, un solo árbol de la vida. Somos uno en todo aspecto.
El libro de Ezequiel concluye con las palabras: “El nombre de la ciudad desde aquel día será: Jehová está allí” (48:35b). Dios mora en el templo, y Él también mora en la ciudad. En el templo Dios tiene comunión con Su pueblo, y en la ciudad Él reina entre Su pueblo. Esto indica que Dios ha descendido del cielo para vivir con el hombre.
Esperamos que ésta será la situación que impere en las iglesias locales. En la iglesia, que es el edificio de Dios al presente, Dios tiene Su templo, Su morada, y también tiene Su ciudad para Su administración. De este modo, la iglesia llega a ser el centro para la comunión con Dios y para el reinado de Dios. Si tenemos el disfrute adecuado de Cristo como buena tierra, habrá un resultado: el templo y la ciudad. Cuando tengamos el templo y la ciudad en la buena tierra, Dios obtendrá Su expresión, nosotros disfrutaremos a Dios y Dios nos disfrutará a nosotros, y nosotros y Dios tendremos mutua satisfacción.