Mensaje 12
Lectura bíblica: Fil. 2:12-16; Ef. 2:5-8; 2 Co. 13:3, 5; Ro. 8:11; Ef. 1:5
Filipenses 2:10-11 dice: “Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. En el mensaje anterior vimos que el nombre es la expresión de todo lo que el Señor Jesús es en Su persona y obra. En el nombre de Jesús, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará públicamente que Jesucristo es el Señor. En este pasaje está implícita la práctica de invocar el nombre del Señor. Cuando invocamos Su nombre, en realidad doblamos nuestras rodillas delante de El. En el versículo 10, Pablo dice que delante de El toda rodilla se doblará, y en el versículo 11, afirma que toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor; esto indica que, invocar Su nombre, es de hecho doblar las rodillas delante de El. Invocar al Señor es la manera en que confesamos públicamente Su nombre.
Hemos dicho anteriormente que la epístola de Filipenses habla de experimentar a Cristo. Invocar el nombre del Señor Jesús es una manera de experimentarle y disfrutarle. Muchos de nosotros podemos testificar que antes de invocar el nombre del Señor, nuestra experiencia y disfrute de Cristo era muy limitado. Pero cuando invocamos Su nombre, espontáneamente ejercitamos nuestro espíritu y tocamos al Señor que mora en nuestro espíritu. El Señor como Espíritu vivificante que mora en nuestro espíritu, es el aire fresco y espiritual que podemos disfrutar y experimentar. Animo a todos los que recientemente han llegado a la vida de iglesia a que adquieran el hábito de invocar el nombre del Señor. Muchos podemos testificar cuánto disfrutamos al Señor cuando lo invocamos. Tal como respiramos el aire puro que purifica nuestro cuerpo, también necesitamos respirar el aire espiritual invocando el nombre del Señor. Cuando invocamos Su nombre, nuestro espíritu se activa y se enciende. Aprendamos a invocar desde lo profundo de nuestro ser: “¡Oh, Señor Jesús!” De esta manera adoramos al Señor y lo confesamos públicamente.
En este mensaje abordaremos el asunto de llevar a cabo nuestra salvación. En 2:12, Pablo declara: “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, llevad a cabo vuestra salvación con temor y temblor”. Llevar a cabo nuestra salvación equivale a llevarla a la conclusión final. Ciertamente hemos recibido la salvación de Dios, cuyo punto culminante es ser exaltados por Dios en gloria así como lo fue el Señor Jesús (v. 9). Pero aún necesitamos llevar a cabo esta salvación, o sea, llevarla a su conclusión final, obedeciendo constante y absolutamente, con temor y temblor. Hemos recibido esta salvación por fe, pero ahora tenemos que llevarla a cabo por medio de la obediencia, la cual incluye la unidad genuina en nuestras almas (v. 2). Dicha salvación se recibe por fe una sola vez y se lleva a cabo por toda la vida.
En el versículo 12, Pablo nos exhorta a llevar a cabo nuestra salvación con temor y temblor. El temor es el motivo interno, mientras que el temblor es la actitud exterior.
Veamos ahora el versículo 13: “Porque Dios es el que en vosotros realiza así el querer como el hacer, por Su beneplácito”. La conjunción “porque”, que aparece al principio de este versículo, introduce la razón por la cual necesitamos obedecer siempre. La razón es que Dios opera en nosotros. En la economía de Dios, tenemos al Señor Jesús como nuestro modelo (vs .6-11), como la norma de nuestra salvación (v. 12), y también tenemos al Dios que produce en nosotros así el querer como el hacer para que nuestra salvación sea llevada a cabo, esto es, llevada a su conclusión final. Esto no quiere decir que nosotros mismos la llevemos a cabo, sino que Dios opera en nosotros para realizarla. Lo único que tenemos que hacer es obedecer al Dios que opera en nosotros. El querer mencionado por Pablo en este versículo, es interior, mientras que el hacer, es exterior y visible.
Los versículos 12, 13, 15 y 16 presentan cuatro temas maravillosos: la salvación (v. 12), el Dios que opera en nosotros (v. 13), los luminares (v. 15) y la palabra de vida (v. 16). De hecho, la salvación mencionada en el versículo 12 es en realidad el Dios que opera en nosotros, referido en el versículo 13. El mismo que realiza en nosotros así el querer como el hacer por Su beneplácito, es nuestra propia salvación. Como creyentes, somos hijos de Dios, hijos de Aquél que opera en nosotros, y como tales, poseemos la vida y la naturaleza divinas (2 P. 1:4). ¿Cómo podría un hijo no tener la vida y naturaleza de su padre? Es imposible que alguien que haya nacido de una persona, no posea la misma vida y naturaleza de esa persona. Conforme al mismo principio, no podemos ser verdaderos hijos de Dios, nacidos de El, si no tenemos Su vida y Su naturaleza. Nosotros nacimos de Dios; no fuimos adoptados por El.
Debido a que declaramos que somos hijos de Dios y que poseemos la misma vida y naturaleza de nuestro Padre, algunos nos acusan de enseñar que “evolucionamos” hasta convertirnos en Dios. Por supuesto que no enseñamos eso. Jamás hemos afirmado que el hombre evolucione hasta formar parte de la Deidad. No obstante, sí enseñamos claramente conforme a la palabra de Dios, que como verdaderos creyentes de Cristo, hemos experimentado un nacimiento divino. Dios ha nacido realmente en nosotros y, por ende, tenemos Su vida y Su naturaleza. Podemos jactarnos no de nuestro primer nacimiento, sino del segundo, del nacimiento divino que nos hizo hijos de Dios.
Por el hecho de ser hijos de Dios y poseer Su vida y Su naturaleza, resplandecemos como luminares en el mundo. La palabra griega traducida “luminares” en 2:15 se refiere a los luminares que reflejan la luz del sol. Todos los hijos de Dios son piedras que reflejan la luz que proviene de Cristo, el Hijo de Dios. Este universo contiene una sola fuente de luz, a saber, Dios. Como luminares, enarbolamos la palabra de vida.
Estos cuatro importantes temas son aplicables a nuestra experiencia. Recibimos la salvación que es Dios mismo. Y ahora, este Dios, a quien experimentamos como nuestra salvación subjetiva, opera en nosotros. El no está en nosotros adormecido, pasivo ni ocioso; por el contrario, El está operando en nosotros, infundiéndonos Su vigor. ¡Cuán maravilloso que hayamos nacido de un Dios que nos transmite Su propia energía! Por consiguiente, poseemos Su vida y naturaleza dinámicas. ¡Somos los hijos dinámicos del Dios que está lleno de vitalidad! Es por eso que espontáneamente reflejamos la luz que proviene de El, quien es la fuente universal. En medio de una generación torcida y perversa, resplandecemos como luminares en el mundo. Es así como enarbolamos la palabra de vida a los que están a nuestro alrededor. Este es el significado de tomar a Cristo como nuestro modelo y llevar a cabo nuestra salvación.
Si los creyentes filipenses hubiesen llevado a cabo su salvación de esta manera, Pablo se habría sentido muy satisfecho. Si todos los santos de las iglesias llevasen a cabo su salvación conforme a los puntos mencionados en estos versículos, los que sirven en las iglesias, los apóstoles y los ancianos se sentirían muy contentos. Llevar a cabo nuestra propia salvación equivale a experimentar y disfrutar a Cristo de una manera verdadera.
En Efesios 2:5 Pablo afirma que hemos sido salvos por gracia. Luego, en Efesios 2:8 declara: “Porque por gracia habéis sido salvos por medio de la fe”. Ciertamente fuimos salvos únicamente por gracia, por medio de la fe, ya que aparte de la gracia es imposible ser salvos. A pesar de que muchos cristianos insisten que la salvación es únicamente por gracia, no dicen cuál es el punto culminante de la salvación. Conforme a Efesios 2, la salvación nos conduce a los cielos, lo cual indica que hemos recibido la salvación más elevada. Hemos sido salvos por gracia para estar con Cristo en los lugares celestiales (Ef. 2:6).
Muchos cristianos declaran que fuimos salvos del pecado, pero Efesios 2 indica que además de esto fuimos salvos de la muerte, puesto que Dios nos dio vida y nos resucitó juntamente con Cristo y nos hizo sentar juntamente con El en el tercer cielo. En este mensaje no deseo recalcar el hecho de que la salvación es por gracia, sino mostrar hasta dónde nos lleva la salvación que Dios nos otorga. Fuimos salvos por la gracia de Dios para estar con Cristo en los lugares celestiales.
En Filipenses 2:12, Pablo nos exhorta claramente a que llevemos a cabo nuestra salvación con temor y temblor. Recibir la salvación es una cosa, pero llevarla a cabo es otra. Llevar a cabo nuestra salvación no implica que nosotros mismos tengamos que realizarla; sino que, por medio de nuestra obediencia continua, llevamos a cabo la salvación que ya hemos recibido.
La obediencia a la que Pablo se refiere en el versículo 12 corresponde con lo que dijo anteriormente acerca de la obediencia de Cristo (v. 8). Un aspecto sobresaliente de Cristo, nuestro modelo, es que El fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Cristo, quien era Dios, primero dio el gran paso de despojarse a Sí mismo, dejando a un lado la expresión del ser de Dios. Luego, después de despojarse y tomar forma de hombre, se humilló a Sí mismo. Su autohumillación está íntimamente relacionada con la obediencia. La Biblia subraya la importancia de la obediencia. Por ejemplo, en 1 de Samuel 15:22 vemos que la obediencia es mejor que los sacrificios. Nosotros, los que hemos recibido a Cristo como el modelo de nuestra salvación, debemos aprender a obedecer siempre con temor y temblor. El temor es la motivación interna y el temblor, la actitud exterior que testifica que no tenemos confianza en nosotros mismos.
El versículo 13 muestra que Dios opera en nosotros. Nuestra salvación no es un simple hecho, sino una persona viviente, el propio Dios Triuno que opera continuamente en nosotros. El Dios del que habla Pablo en el versículo 13 es el Dios Triuno: Padre, Hijo y Espíritu. El capítulo catorce de Juan revela que el Padre es uno con el Hijo, y que el Hijo es uno con el Espíritu. Por consiguiente, el Dios mencionado en Filipenses 2:13 no sólo es el Padre, sino también el Dios Triuno, pues el Padre es también el Hijo y el Espíritu.
A fin de comprobar que el Dios que se menciona en 2:13 es el Dios Triuno, debemos tomar todo el contexto de la epístola de Filipenses. Leamos el último versículo de este libro, 4:23: “La gracia del Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu”. El Señor que se menciona aquí no está separado del Dios que opera en nosotros. Sin duda, el Cristo que está en nuestro espíritu es el mismo Dios que opera en nosotros. Además, Filipenses 1:19 habla de la abundante suministración del Espíritu de Jesucristo. Indudablemente el Espíritu que nos abastece es el Espíritu que mora en nosotros. Este Espíritu tampoco puede estar separado del Dios que opera en nosotros. Por tanto, si unimos estos versículos y tomamos en cuenta el contexto de toda la epístola, veremos que el Dios que opera en nosotros es el Dios Triuno. El es el Padre, el Hijo y el Espíritu. El es el propio Dios quien es Cristo en nosotros (2 Co. 13:3a, 5) y el Espíritu en nosotros (Ro. 8:11).
Pablo declara en el versículo 13 que Dios es el que realiza en nosotros “así el querer como el hacer, por Su beneplácito”. ¿Pero en qué parte de nuestro ser se lleva a cabo este querer? Debe ser en nuestra voluntad, lo cual indica que la operación de Dios empieza en nuestro espíritu y se extiende a nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad. Como dijimos anteriormente, la gracia del Señor Jesucristo está con nuestro espíritu. Pero la operación de Dios en nosotros no sólo está relacionada con nuestro espíritu, sino también con nuestra voluntad. Por lo tanto, la operación de Dios se extiende de nuestro espíritu a nuestra voluntad.
Dios opera en nosotros produciendo el querer. Esto concuerda con Romanos 8, donde vemos que Dios no solamente actúa en nuestro espíritu, sino también en nuestra mente y finalmente en nuestro cuerpo físico (vs. 6, 11). Es en nuestra voluntad donde se centra el querer, y es en nuestro cuerpo donde se lleva a cabo el hacer. El Dios Triuno opera en nosotros primeramente en nuestro espíritu, luego en nuestra voluntad y finalmente en nuestro cuerpo físico.
Dios opera en nosotros por Su beneplácito, es decir, por el beneplácito de Su voluntad (Ef. 1:5). Y el beneplácito de Dios es que lleguemos hasta el punto culminante de Su salvación suprema.
Todos los seres vivos tienen un beneplácito. Podemos atribuir este hecho especialmente a Dios. Es por eso que Pablo habla del beneplácito de Dios. Podemos ver el beneplácito deuna madre en la manera en que ama a su hijo. Basándonos en este ejemplo podríamos decir que el beneplácito de Dios consiste en amarnos de tal manera que esto le haga feliz. Dios opera en nosotros con el fin de hacernos capaces de llegar al punto culminante de Su salvación suprema. ¡Alabado sea el Señor porque formamos parte de Su beneplácito! El opera en nosotros, y nosotros cooperamos con El, obedeciéndole.