Mensaje 87
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Ya vimos que Jacob erigió una columna dos veces en Bet-el (Gn. 28:18, 22; 35:14). El no sólo levantó una columna, sino que la llamó “la casa de Dios”. Hemos reiterado varias veces que casi todo lo que menciona el libro de Génesis es una semilla de una verdad que se desarrolla en los siguientes libros de la Biblia. Conocer este principio es fundamental para comprender el libro de Génesis. Si queremos entender dicho libro, debemos seguir el desarrollo de los elementos que contiene, en los siguientes libros de la Biblia hasta que llegan a su consumación en el libro de Apocalipsis. En los mensajes anteriores, examinamos el desarrollo de la columna en 1 Reyes, 2 Crónicas y Jeremías. Ahora veremos su desarrollo en el Nuevo Testamento, donde encontramos descripciones explícitas acerca de los tres aspectos de las columnas: los apóstoles como columnas de la iglesia, la iglesia en conjunto como columna, y los vencedores como columnas de la Nueva Jerusalén.
Gálatas 2:9 afirma que Jacobo, Cefas y Juan eran considerados columnas. Aquí Pedro es llamado Cefas. Sabemos que Cefas era Pedro y que Pedro era Cefas. Al usar el nombre Cefas en este versículo, la Biblia nos recuerda el cambio de nombre de Pedro. Cuando Pedro vino al Señor por primera vez, éste le cambió el nombre, de Simón por Cefas, que significa piedra (Jn. 1:42). Indudablemente, este cambio de nombre indicaba que la intención del Señor era transformarle en una piedra para el edificio de Dios. Estamos acostumbrados a leer a Pedro y a Juan, pero en Gálatas 2:9 Pablo habla a propósito de Cefas y de Juan para mostrarnos que si deseamos ser columnas, debemos ser transformados. El Simón natural debe ser transformado en Cefas, una piedra.
Examinemos ahora la manera en que un hombre natural puede convertirse en columna de la iglesia. Esto puede realizarse solamente por la transformación. Según el Nuevo Testamento, la transformación depende de la regeneración. Por la regeneración, se pone una nueva vida dentro de nosotros. Esta vida nos transformará. Por nuestro nacimiento natural, heredamos una vida natural, vieja y pecaminosa. Esta vida es totalmente inútil para hacernos columnas. Pero gracias a Dios, la regeneración nos imparte una vida distinta a nuestra vida natural. Esta nueva vida es la vida divina, la vida misma de Dios. En el evangelio de Juan, esta vida es llamada la vida eterna (Jn. 3:16). La vida eterna sembrada dentro de nosotros en el momento de nuestra regeneración es la semilla de la transformación. ¡Aleluya, todos los regenerados han recibido la vida divina! Todos tenemos esta simiente de transformación. Si bien es cierto que muchos cristianos prestan mucha atención a la regeneración, son pocos los que se fijan en la transformación. Pocos cristianos han oído alguna vez un mensaje acerca de la transformación, y es posible que algunos entre nosotros jamás hayan orado por su propia transformación. Les exhorto a orar por su transformación. Anteriormente, necesitábamos ser regenerados; ahora necesitamos ser transformados.
El ser humano consta de tres partes: el espíritu, el alma y el cuerpo (1 Ts. 5:23). Cuando creímos en el Señor Jesús, invocamos Su nombre, aplicamos Su sangre y lo recibimos como nuestro redentor y nuestra vida, el Espíritu divino, como Espíritu de vida, entró en nuestro espíritu. Como resultado fuimos regenerados y recibimos la vida divina, la cual fue sembrada en lo profundo de nuestro ser como la semilla de la transformación. Ahora bien, ¿qué diremos de nuestra alma, la cual se compone de la mente, la voluntad y la parte afectiva? Tenemos la vida divina en nuestro espíritu; aún así, nuestra mente debe ser transformada. Romanos 12:2 lo comprueba: “Transformaos por medio de la renovación de vuestra mente”. La transformación se produce mediante la renovación de nuestra mente, nuestra parte afectiva y nuestra voluntad. Estas partes internas fundamentales de nuestro ser necesitan ser transformadas. Este proceso hará de nosotros piedras para el edificio de Dios.
Mediante la regeneración y la transformación nos convertimos en piedras útiles para el edificio de Dios. Hoy en día, el edificio de Dios es la iglesia, Su casa, Su templo. En 1 Pedro 2:4 y 5 se revela que Cristo es la piedra viva, y cuando los regenerados llegamos a El, también nos convertimos en piedras vivas que constituyen una casa espiritual, la cual es la iglesia, el templo de Dios. Hoy en día, el edificio de Dios es la iglesia, pero en el futuro, será la Nueva Jerusalén. Si leemos Apocalipsis 21 detenidamente, veremos que la Nueva Jerusalén será el agrandamiento del templo de Dios. Ahora el templo de Dios es una casa; pero en la eternidad dicho templo será una ciudad, la cual por supuesto es mucho más grande que una casa. La Nueva Jerusalén será construida con piedras preciosas (Ap. 21:18-20); en ella no habrá ni polvo, ni barro, ni madera. Nuestro destino es llegar a ser piedras preciosas con las cuales se edifica la Nueva Jerusalén.
Ahora llegamos a un asunto crucial: ¿cómo puede el barro ser transformado en piedra? Nosotros fuimos hechos de barro (2:7; Ro. 9:21, 23), pero el Nuevo Testamento revela que somos piedras. Parece que hubiera en ello una contradicción. Desde la perspectiva natural, somos barro, pero desde la perspectiva espiritual y de transformación, somos piedras. Ahora bien, ¿cómo puede producirse la transformación del barro en piedra? La transformación consiste en que Cristo se añade a nuestro ser. Ser transformado no es solamente la impartición de Cristo en nuestro espíritu, sino Su extensión de nuestro espíritu a todos los rincones de nuestro ser. Son muy pocos los cristianos que han visto eso.
Hace poco me hablaron de un grupo de cristianos que afirma que Cristo solamente está en el tercer cielo y no en nosotros. La Biblia revela, y nosotros así lo predicamos, que Cristo ahora está en el tercer cielo a la diestra de Dios. Con todo, El también está en nosotros. Ambos aspectos se mencionan en Romanos 8. Romanos 8:34 afirma que Cristo está a la diestra de Dios, y Romanos 8:10 declara que Cristo está en nosotros. Por consiguiente, Cristo está en los cielos y también en nosotros. No obstante, esos cristianos preguntan: “¿No resucitó Cristo con un cuerpo de carne y hueso? Puesto que Cristo resucitó con un cuerpo de carne y hueso, ¿cómo podría entrar en nosotros?” Según la Biblia, creemos firmemente que Cristo resucitó físicamente con un cuerpo de carne y hueso (Lc. 24:39). Pero note que el día de resurrección, el Cristo que resucitó con un cuerpo de carne y hueso entró en un cuarto cerrado (Jn. 20:19-20). ¿Cómo pudo El entrar en ese cuarto? Indudablemente no se apareció como un fantasma (Lc. 24:37, 39). Debemos confesar reverentemente que no podemos explicarlo.
Dice en Colosenses 1:27: “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”. Cristo resucitó con un cuerpo de carne y hueso, pero en la resurrección llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Como tal, El está en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22). Además, Cristo crece y aumenta en nosotros. Cuanto más se nos añade Cristo, más somos transformados de barro en piedra. Dudo que las personas que se rehusan a reconocer que Cristo está en ellas puedan ser transformadas. Sin lugar a dudas, no podrían dar un mensaje sobre la transformación. Pero a nosotros no nos interesan simplemente los mensajes; nos interesa la transformación. Debemos ser transformados, y la transformación es posible solamente al impartirse Cristo en nosotros diariamente. Cada mañana debemos obtener más de Cristo. Necesitamos que Cristo sea añadido continuamente a nuestro ser.
Considere el caso de Pedro, un pescador galileo. Pedro era tosco, inculto y temperamental. El era rápido para hablar, para actuar y para cometer errores. Pedro también tenía la cualidad de ser rápido para arrepentirse, para devolverse. El Pedro de los evangelios fue transformado en otra persona, llamada Cefas en las epístolas. Podemos tomar como ejemplo la respuesta lenta de Pedro a la visión que recibió en Hechos 10:9-16. Existe una marcada diferencia entre el Pedro lento de Hechos 10 y el Pedro rápido de los evangelios. Además, las dos epístolas de Pedro revelan que él se había convertido en una persona prudente. Así vemos que su disposición había cambiado y que su ser había sido transformado. El se había convertido en una nueva persona. Lo que dijo acerca de Pablo (2 P. 3:15-16) demuestra que había sido transformado y era otro.
Recuerden el día en que Pablo reprendió a Pedro cara a cara (Gá. 2:11). Si unimos Gálatas 2 con 2 Pedro 3, vemos que el Pedro que fue reprendido por Pablo elogió a éste y recomendó sus escritos. En la mayoría de los casos de hoy, si un hermano reprende a otro, el que recibe la reprensión no olvida que dicho hermano lo regañó. Como esto es lo que sucede normalmente, un hermano reprende a otro en muy pocas ocasiones. En el cristianismo actual, raras veces oímos de reprensiones; por el contrario, oímos conversaciones diplomáticas. Algunos pueden alabar a otros cara a cara, pero los critican a sus espaldas. Esta es la diplomacia que se practica en el cristianismo actual. La mayoría de los cristianos son diplomáticos. Pablo no era diplomático; él reprendía de manera franca y directa. Inclusive reprendió a Pedro cara a cara. En nuestro concepto, Pedro debió haber dicho: “¿Quién te crees tú? Cuando yo era el apóstol que tenía el liderazgo, tú todavía eras un jovencito que perseguía a la iglesia. Eres un recién llegado, y ni estás capacitado ni tienes la posición para reprenderme”. Sin embargo, Pedro no reaccionó así. En 2 Pedro 3, él reconoció que era inferior a Pablo en los escritos acerca de la economía de Dios. Reconoció que algunas cosas que Pablo dijo eran profundas y difíciles de entender. Esta actitud indica que Pedro ya no era natural, y que había sido transformado en otra persona. Espero que en algunos años, muchos de ustedes hayan sido transformados, al punto de ser honestos, francos y directos al reprender a los demás, y que aquellos que sean reprendidos hayan sido transformados al grado de recibir la reprimenda. Al leer el Nuevo Testamento, vemos claramente que Pedro fue transformado en Cefas, una de las columnas de la iglesia. Pedro, quien era una piedra viva, dijo que nosotros también somos piedras vivas. Esto significa que para ser columnas, debemos ser transformados al añadirse Cristo a nosotros.
En el Nuevo Testamento también vemos que la iglesia entera es la columna. En 1 Timoteo 3:15 leemos: “Pero si tardo, escribo para que sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad”. Resulta difícil entender la palabra verdad en este versículo. Algunos dicen que la verdad equivale a la doctrina. Esto es cierto, pero no es exacto. En griego, la palabra verdad denota algo real y sólido. Por consiguiente, verdad significa realidad. Sin embargo, la verdad no es simplemente una realidad tangible, sino también la expresión de esa realidad. La verdad no es una doctrina vana, sino la expresión de la realidad, la doctrina constituida y comunicada por la realidad. La iglesia es la columna que tiene la verdad, es decir, que expresa la realidad.
La realidad que la iglesia expresa se revela en 1 Timoteo 3:16: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: El fue manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado entre las naciones, creído en el mundo, llevado arriba en gloria”. La verdad expresada en el versículo 15, o sea, la expresión de la realidad, es el misterio de la piedad que describe el versículo 16. El misterio de la piedad es Dios manifestado en la carne. Cuando Cristo estaba en la tierra, era Dios manifestado en la carne. Exteriormente, era un hombre de la carne; interiormente, en realidad era Dios. Dios en Su realidad se manifestó en el hombre Jesús. Dios era la realidad, y Jesús como hombre de la carne era la manifestación de Dios. Esta es la verdad misma, la cual se menciona en el versículo 15, y éste es el misterio de la piedad. La piedad indica semejanza a Dios. El misterio de la piedad es el misterio de la semejanza de Dios. Cuando Jesús vivía en la tierra como hombre, en la carne, la gente que lo observaba veía en El la semejanza de Dios. El era un hombre, pero expresaba a Dios. Esta semejanza a Dios era un misterio. El misterio de la piedad debe seguir en la iglesia ahora.
La iglesia es la continuación del misterio de la piedad. En el mensaje ochenta y seis vimos que una parte del cristiano es misteriosa. En principio, toda la iglesia debe ser un misterio. Si algunos incrédulos entran en nuestras reuniones y contemplan la situación, no podrán entenderla. Nosotros nos consideramos gente común y sencilla, pero los incrédulos dicen: “¿Qué es eso? ¿Qué es lo que los atrae a estas reuniones? No hay ni entretenimiento ni un conferencista extraordinario. ¿Quiénes son estas personas? No parecen ser ni modernos ni anticuados. No podemos decir qué clase de personas sean”. La razón es sencilla: somos misteriosos. No se imagine que me refiero a nuestra apariencia exterior. Me refiero a algo de Dios manifestado en nosotros. Puesto que eso es real pero invisible, resulta difícil definirlo. Si la iglesia es simplemente pura, limpia, amable, humilde y santa, hemos errado al blanco. La iglesia debe ser la continuación de la manifestación de Dios en la carne. Para algunos de nuestros críticos, la continuación de la manifestación de Dios en la iglesia es una forma de evolución hasta llegar a ser Dios. Tal acusación es una calumnia y constituye una blasfemia para el Señor. La vida apropiada de iglesia es una continuación de la manifestación de Dios en la carne. Esta manifestación es la verdad sostenida por la iglesia como columna. Si como iglesia sostenemos este testimonio, podemos decir que somos la continuación del misterio de la piedad.
No deseamos expresar nuestra propia santidad, ni nada que provenga de nosotros mismos. Sólo queremos expresar a nuestro Dios y verlo manifestado en nuestra carne. Reconocemos que seguimos en la carne, pero el Dios que vive en nuestro espíritu, será manifestado y expresado en nuestra carne. Dicha manifestación no debe ser sólo individual, sino también corporativa. La vida apropiada de iglesia es la manifestación corporativa de Dios en la carne.
La única manera en que la iglesia puede ser la expresión corporativa de Dios en la carne es la transformación. Todos los santos que están en la iglesia deben ser transformados. En ocasiones, nos referimos a los hermanos de edad avanzada o a los hermanos jóvenes. Pero en la iglesia no debemos pensar en que hay viejos ni jóvenes, pues todos estamos en el proceso de transformación. Aunque tal vez no estemos plenamente transformados todavía, por lo menos estamos en el proceso de serlo. Olvídese de su edad y concéntrese en el hecho de que usted está en el proceso de transformación. Si sigo considerándome chino, estoy acabado. En la iglesia no hay viejo ni joven, chino ni estadounidense, judío ni griego (Col. 3:11). En la iglesia, somos transformados al añadirse Cristo a nosotros. No debemos ser un hermano viejo ni un hermano joven, sino un hermano en quien Cristo se va añadiendo cada día. Los hermanos de más edad quizá deban recordarles a los jóvenes que no deben llamarlos hermanos de edad, y los jóvenes también deben pedir a los mayores que no se refieran a ellos como los jóvenes. Además, no debemos referirnos a ciertos hermanos como “yanquis” y a otros como sureños. No hay ni “yanquis” ni sureños en la iglesia; sólo hay hermanos transformados. Ya no hay ni negro, ni blanco, ni amarillo, ni rojo, ni judío, ni griego; solamente tenemos personas transformadas, en las cuales Cristo se va añadiendo cada día y son la expresión de Dios en Cristo. Esta es la iglesia como la columna que sostiene el misterio de la piedad.
Después de oír los mensajes sobre Hiram, el constructor de las columnas, muchos jóvenes han sido motivados a ampliar su educación. Esto es excelente. Si usted desea ser un constructor de columnas que esté bien capacitado, debe adquirir una buena educación y luego poner fin a la fuente de esa educación. Sin embargo, si usted obtiene el diploma más elevado pero carece de Cristo, todavía no es nadie. El elemento básico que puede constituirle a usted en columna no es un diploma universitario, sino Cristo añadido a usted. Por muchos diplomas que usted tenga, si carece de Cristo, no puede ser columna. El elemento fundamental para ser una columna no es ni su educación ni su capacidad, sino su Cristo, el Cristo que es añadido a su ser. Este es el factor esencial en nuestra constitución como columna. Una columna debe ser la constitución de la manifestación de Dios en la carne.
Ahora pasemos a las columnas de la Nueva Jerusalén. Apocalipsis 3:12 afirma: “Al que venza, Yo le haré columna en el templo de Mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de Mi Dios, y el nombre de la ciudad de Mi Dios, la Nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de Mi Dios, y Mi nombre nuevo”. En este versículo, vemos la consumación de la columna en la Nueva Jerusalén.
Según Apocalipsis 3:12, todos podemos llegar a ser columnas en la Nueva Jerusalén. En Apocalipsis 3:8 el Señor dice: “Tienes poco poder y has guardado Mi palabra, y no has negado Mi nombre”. Luego en Apocalipsis 3:11 dice: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”. Primero el Señor dice a la iglesia en Filadelfia que ellos tienen poco poder, que han guardado Su palabra, y que no han negado Su nombre. Luego les pide que retengan lo que tienen. Deben guardar la palabra del Señor, y no negar el nombre del Señor. Si hacemos eso, seremos vencedores, y el Señor escribirá sobre nosotros el nombre de Su Dios, el nombre de la Nueva Jerusalén y Su nuevo nombre. Examinemos ahora lo que significa guardar la palabra del Señor y no negar Su nombre. Estos asuntos son profundos y difíciles de explicar.
Una comprensión superficial del hecho de guardar la palabra de Dios es la siguiente: si el Señor dice algo, nosotros debemos guardarlo; El nos dice que hagamos algo, y nosotros lo hacemos. Esto está correcto pero es superficial. Si queremos guardar la palabra del Señor, debemos hacer dos cosas: por un lado, debemos recibir todo lo que El es, y por otro lado, debemos poner fin a todos nuestros conceptos y opiniones. El asunto no se reduce a que el Señor nos pida que nos amemos unos a otros y nos lavemos mutuamente los pies, y que amemos a los demás y les lavemos los pies. Esta comprensión es demasiado superficial. Lo dicho por el Señor representa al Señor mismo. Si deseamos recibir la palabra como expresión del Señor mismo, debemos abandonar nuestras opiniones y conceptos.
Las opiniones de uno le impiden guardar la palabra de Dios. Probablemente, usted pocas veces ha guardado la palabra del Señor porque sus opiniones se lo han impedido. En este mensaje, hemos hablado de la transformación. Como lo indica Romanos 12:2, la transformación principalmente obra en la mente. Somos transformados por la renovación de la mente, la cual es la fuente de nuestros conceptos y opiniones. Ser transformados equivale a poner fin a nuestros conceptos y opiniones. Ninguno de nosotros puede decir que no tiene opiniones ni conceptos. Algunos dirán: “¿Acaso debemos ser tablas de madera sin ningún sentimiento, conocimiento ni juicio?” Por supuesto que no. Debemos estar llenos de vida. No obstante, cuanto más vivientes somos, más nos llenamos de opiniones y conceptos. Cuanto más he orado acerca de algún asunto y he considerado mi experiencia, más he visto que guardar la palabra del Señor en realidad significa ser transformados.
La manera de ser transformados consiste en recibir la palabra del Señor y en guardarla. La mayoría de nosotros no guardamos la palabra del Señor porque nos lo impiden nuestras opiniones y conceptos. Todo el mundo defiende sus opiniones. Los que ministran la palabra, a menudo oran para que el Señor quite las opiniones de los que oyen la palabra y elimine los velos de sus conceptos. Pueden proclamar claramente un mensaje, pero los conceptos y opiniones de ellos mismos pueden estorbar la palabra e impedirles guardarla. Si deseamos guardar la palabra del Señor, primero debemos abandonar nuestras opiniones y luego dejar que el Señor Jesús sea añadido a nuestro ser.
Consideremos ahora lo que significa no negar al nombre del Señor. Un nombre siempre denota una persona. Cuando pronuncio el nombre de un hermano, éste viene. Por consiguiente, no negar el nombre del Señor significa no negar la persona del Señor.
Todos los nombres o denominaciones, como por ejemplo bautistas, metodistas, luteranos y presbiterianos, deben ser rechazados. Un nombre tiene mucho significado. Quizá usted no se dé cuenta, pero si usted adopta una designación o denominación, en realidad rechaza el nombre de Cristo y, por ende, desecha la persona de Cristo. Quizá usted no quiera hacer eso, pero ése es el hecho. Si usted no tiene la intención de negar el nombre del Señor, entonces no debe tener ninguna designación o denominación. Anteriormente, algunos misioneros y pastores me consultaron acerca de este asunto. Todos ellos me dijeron que no se preocupaban por los nombres o denominaciones. Les dije que por esa razón debían rechazarlos. Poner otro nombre por encima del nombre del Señor es algo grave. Aparentemente, para muchos no es suficiente ser simplemente cristianos. Adoptan otros nombres y dicen: “Soy luterano”, “soy presbiteriano”, o “soy bautista”. Hacer eso equivale a negar el nombre del Señor. Hace ciento cincuenta años, los Hermanos vieron la luz acerca de este asunto y rechazaron todos los demás nombres y declararon que se aferrarían a un solo nombre: el nombre del Señor Jesucristo. Este es el nombre único. No obstante, no es simplemente un nombre de letras, sino el nombre de una persona.
Si no negamos el nombre del Señor, entonces tenemos Su persona como nuestra persona, y Su persona se convierte en nuestra designación. Cuando usted va a trabajar, quizá en una empresa grande donde hay centenares de empleados, usted no tiene necesidad de ponerse la etiqueta de cristiano. Sólo necesita expresar a la persona de Cristo. No expresar a la persona de Cristo significa en realidad negar Su nombre. Debemos vivir de esta manera para que Cristo sea expresado a través de nosotros. Si expresamos a Cristo, éste se convertirá, para los demás, en nuestra designación. Los demás dirán que somos cristianos. La persona que expresamos viene a ser nuestro nombre, nuestra designación. La gente no dirá que usted es chino ni estadounidense. La única designación que le darán es la de cristiano.
Hace como cuarenta años, un hermano trabajaba en una empresa grande. Sus colegas lo llamaban “Jesús”. Cuando lo veían, decían: “Ahí va Jesús”, en un tono aparentemente despreciativo. Cuando Japón invadió a China, muchos empleados de esta empresa planeaban escapar. Tenían dinero y objetos de valor que tendrían que dejar atrás, y buscaban una persona de confianza a cuyo cargo dejar sus posesiones. Después de considerar muchas posibilidades, finalmente decidieron confiar su dinero y sus pertenencias al hermano, al que llamaban “Jesús”. Esto muestra que confiaban en Jesús. Por supuesto, el hermano jamás dijo que su nombre era Jesús. El simplemente expresaba la persona de Cristo en su vida, y ésta fue su designación. Este es el verdadero significado de no negar el nombre del Señor. La iglesia que estaba en Filadelfia vivía por el Señor, y la vida de El fue expresada por esa iglesia. Por consiguiente, Su persona llegó a ser el nombre de aquellos santos.
Guardar la palabra del Señor y no negar el nombre del Señor significa rechazar nuestras opiniones y conceptos, acoger la palabra del Señor y ganar cada vez más de El. Si hacemos eso, expresaremos la persona del Señor. El nombre de esta persona es Jesús. Guardar la palabra del Señor no es solamente un asunto doctrinal, y confesar Su nombre no es simplemente hacer algunas declaraciones. Guardar la palabra del Señor significa recibirlo a El en nuestro ser; abandonar nuestros conceptos y opiniones para que El tenga una base en nosotros; y no negar el nombre de Cristo consiste en expresar Su persona para que El se convierta en nuestra designación. Esto indica transformación.
En Apocalipsis 3:12 el Señor dijo: “Escribiré sobre él [el que venza] el nombre de Mi Dios, y el nombre de la ciudad de Mi Dios, la Nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de Mi Dios, y Mi nombre nuevo”. En Apocalipsis Cristo llamó a Dios: “Mi Dios” porque en este libro El está en la posición de enviado, aquel que Dios envió a fin de cumplir Su economía. El Señor también se aferró a esta posición en los cuatro evangelios, permaneciendo siempre en la posición de enviado de Dios. El fue enviado por Dios y “de con” Dios para cumplir el propósito de Dios. El nunca actuó basándose en Su propia voluntad, sino siempre conforme a la voluntad de Dios (Jn. 6:38). Inclusive cuando estaba en la cruz, El dijo: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). Nosotros también debemos mantenernos en esta posición hoy, y decir: “Soy un enviado. El Señor me envió a cumplir Su propósito. No tengo ninguna otra posición, opinión o concepto. Debo cumplir Su voluntad, y no la mía”. Decir: “Mi Dios” indica que no actuamos por cuenta propia; denota que cumplimos la voluntad de Dios. No estamos laborando para terminar nuestra carrera, sino para cumplir Su propósito. Tener el nombre “Mi Dios” escrito sobre uno lo define a uno como esta clase de persona. Usted, igual que Jesús cuando vivía en la tierra, no hace su voluntad, sino que cumple la voluntad de Dios. No actúa por su propia cuenta, sino que anda constantemente en la voluntad de Dios. Esto es lo que significa el nombre “Mi Dios”.
El Señor también prometió escribir el nombre de la Nueva Jerusalén, la ciudad de Su Dios, sobre el que venza. Esto es profundo. Significa que la Nueva Jerusalén es un edificio que no concuerda con la voluntad del hombre, sino con la de Dios. Todos los que constituyen esta ciudad, son iguales al Jesús revelado en los cuatro evangelios. No actúan según su voluntad, sino conforme a la voluntad de Dios. Estas personas son las únicas que son aptas para llevar sobre sí el nombre de la ciudad del Dios de Cristo, la Nueva Jerusalén.
Por último, en Apocalipsis 3:12 el Señor prometió escribir sobre el que fuera vencedor Su nuevo nombre. Si nosotros somos la clase de persona descrita en este mensaje, ciertamente tendremos nuevas experiencias de Cristo. La mayoría de los cristianos sólo tienen la experiencia limitada de Cristo como su redentor. Pocos han experimentado a Cristo como su vida. La mayoría de los que experimentan a Cristo como vida lo hacen superficialmente. ¿Qué tan extensa es su experiencia de Cristo? Tal experiencia no debe ser solamente una fracción de centímetro; debe medir muchos kilómetros. Cristo no es solamente nuestro redentor y nuestra vida, sino también nuestro rey, profeta, sacerdote, luz, poder, justicia, santidad, transformación y mucho más. En nuestro himnario, algunos himnos enumeran más de cincuenta aspectos de lo que Cristo es para nosotros. Cuanto más experimenta usted a Cristo, más nuevo es El para usted, y más se escribirá Su nombre sobre usted. Primero, Cristo como redentor está escrito sobre usted. Luego Cristo como vida, luz, humildad, paciencia y amor también estará escrito sobre usted. Su nombre es inagotable. El nombre de El se escribe sobre uno, dependiendo de cuánto lo experimente uno. Cuanto más lo experimente a El, más larga será la escritura de este nombre. Es semejante a una cámara de cine que opera mientras el automóvil en el cual está sentado el camarógrafo se mueve. Cuando el auto se detiene, la cámara también se detiene. Nadie puede decir cuál es el nuevo nombre de Cristo que se menciona en este versículo, porque no es más que la designación de la nueva experiencia de Cristo que tiene usted. Cuando usted experimenta a Cristo de cierta manera, ese aspecto de Cristo se convertirá en su designación, en el nuevo nombre escrito sobre usted. Si deseamos convertirnos en columnas, debemos ser transformados al añadirse Cristo continuamente en nosotros. De esta manera, la experiencia que tenemos de Cristo se extenderá, y diremos: “Que no sea mi voluntad, sino la Tuya”. No actuaremos por nuestra propia cuenta, sino conforme al deseo de Su corazón. Entonces el nombre de Dios, el nombre de la ciudad de Dios y el nuevo nombre del Señor estarán escritos sobre nosotros.