Mensaje 27
El libro de Hebreos es un libro en el que se hacen muchas comparaciones. En los mensajes anteriores vimos tres comparaciones: la comparación entre nuestro Dios y el Dios del pueblo judío, entre Cristo y los ángeles, y entre Cristo y Moisés. Ahora abordaremos otra sección de este libro (4:14—7:28) donde encontramos otra comparación, a saber: la comparación entre Cristo y Aarón. Nuestro Dios es más excelente que el Dios que adoran los judíos, y nuestro Cristo es muy superior a los ángeles, Moisés y Aarón. Como hemos visto, cada sección de Hebreos contiene una advertencia. La primera advertencia se encuentra en He. 2:1-4, y la segunda en He. 3:7-19; 4:1-13. Ahora, en esta sección, nos encontramos con la tercera advertencia, la cual se encuentra en He. 5:11-14; 6:1-20.
En los capítulos anteriores vimos que Cristo es el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, el Capitán de nuestra salvación y el Apóstol. Todo esto lo hace apto para ser nuestro Sumo Sacerdote. En la Biblia no hay nadie tan maravilloso ni tan excelente como Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. Él viene de parte de Dios y nos ministra a Dios. Antes de que Él viniera no teníamos nada de Dios. Dios era Dios y nosotros éramos simplemente hombres, totalmente ajenos a Él. Él vino no sólo para ser nuestro Salvador y Redentor, sino también nuestro Sumo Sacerdote. La mayoría de la gente entiende los títulos Salvador y Redentor de una manera superficial. Si solamente conocemos a Cristo como nuestro Salvador y Redentor, es posible que sólo lo conozcamos de una manera superficial. Por tanto, debemos procurar conocerlo como el Capitán de nuestra salvación, como el Apóstol y como el Sumo Sacerdote. Aunque muchos cristianos saben que Cristo es nuestro Sumo Sacerdote, no muchos entienden lo que realmente esto significa. Por tanto, si hemos de saber lo que significa que Cristo sea nuestro Sumo Sacerdote, debemos estudiar cuidadosamente todo el libro de Hebreos.
Hebreos 4:14 dice: “Por tanto, teniendo un gran Sumo Sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos la confesión”. Primero el Señor Jesús fue enviado por Dios a nosotros por medio de la encarnación (He. 2:14) para ser nuestro Apóstol (He. 3:1), nuestro Autor, nuestro Líder (He. 2:10), Aquel que es Superior a Moisés (He. 3:3) y nuestro verdadero Josué (He. 4:8), para introducirnos a nosotros, Sus compañeros (He. 1:9; 3:14), en la gloria y en el reposo (He. 2:10; 4:11). Después Él regresó de nosotros a Dios por medio de la resurrección y la ascensión (He. 5:5-6), a fin de ser nuestro Sumo Sacerdote, quien está delante de Dios llevándonos sobre Sí y encargándose de todas nuestras necesidades (He. 2:17-18; 4:5).
El mismo Cristo a quien necesitamos y a quien tenemos hoy en el reposo sabático de la vida de iglesia, es nuestro Sumo Sacerdote. Un sumo sacerdote no se encuentra en la calle ni en el desierto, sino en el Lugar Santísimo. ¿Dónde entonces se encuentra nuestro Cristo hoy? Él permanece en el Lugar Santísimo. Nuestro Sumo Sacerdote no está en el altar, ofreciendo sacrificios, ni en el Lugar Santo, preparando los panes de la proposición, encendiendo el candelero o quemando el incienso. Él está en el Lugar Santísimo. La mayoría de los cristianos sólo tienen a un Cristo que está en el altar, es decir, a un Cristo que está en una cruz. Hay muchos himnos que hablan del Cristo crucificado. Otros cristianos tienen a un Cristo que está solamente en el Lugar Santo. Piensan que la meta más alta de su búsqueda espiritual es el Cristo que prepara los panes de la proposición, que enciende el candelero y que enciende el incienso en el Lugar Santo. No han visto al Sumo Sacerdote, quien se encuentra en el Lugar Santísimo. Las funciones principales que realiza nuestro Sumo Sacerdote hoy, no se llevan a cabo ni en el altar ni en el Lugar Santo, sino en el Lugar Santísimo, donde están la presencia de Dios y Su gloria shekiná. Es cierto que Él estuvo en la cruz, pero, como lo revela Hebreos 1:3, Su obra en la cruz ya fue consumada. Jamás le pida que vuelva a hacer esto de nuevo. Ahora, después de haber concluido Su obra, Él está sentado a la diestra de Dios en los cielos. No existe otro lugar más cercano a Dios que éste. El libro de Hebreos fue escrito para ayudarnos a acercarnos a tal Cristo, quien está ahora en la presencia de Dios.
El Cristo que ahora está en el Lugar Santísimo no es meramente nuestro Salvador, Redentor, Apóstol y Capitán de la salvación; más aún, Él es nuestro Sumo Sacerdote. ¿Qué está haciendo Él allí en el Lugar Santísimo? Él está ministrándonos a Dios. Como vimos en un mensaje anterior, la función principal del Sumo Sacerdote consistía en impartir a Dios en Su pueblo escogido. ¡Oh, cuánto necesitamos que nuestro Sumo Sacerdote, desde el Lugar Santísimo, nos ministre a Dios! No debemos prestar atención a nuestras circunstancias, debilidades, problemas ni aun a nosotros mismos, y solamente recordar que hoy en día Jesucristo es nuestro Sumo Sacerdote en el Lugar Santísimo. Mientras tengamos tal Sumo Sacerdote, tenemos todo lo que necesitamos.
Según el Antiguo Testamento, siempre que el sumo sacerdote entraba en la presencia de Dios en el Lugar Santísimo, él llevaba sobre sus hombros dos piedras de ónice en las cuales estaban grabados los nombres de los hijos de Israel (Éx. 28:9-12). Además, portaba un pectoral en el que estaban engastadas doce piedras preciosas grabadas con los nombres de los hijos de Israel (vs. 15-30). Esto quiere decir que el pueblo de Israel estaba sobre los hombros y el pecho del sumo sacerdote. Ya que los hombros representan la fuerza y el pecho el amor, el pueblo de Israel era llevado en la fuerza y en el amor del sumo sacerdote. Cuando el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo, llevaba consigo a todo el pueblo de Dios. A los ojos de Dios, cuando él estaba allí, todo Su pueblo también estaba con él. De igual manera, cuando Dios ve a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, en el Lugar Santísimo, Él nos ve sobre Sus hombros y sobre Su pecho. ¡Cuánto necesitamos ver esta visión! Nuestro Sumo Sacerdote, quien se encuentra en el Lugar Santísimo, en los cielos, nos lleva y nos presenta ante Dios. Ahora mismo nos encontramos sobre Sus hombros y sobre Su pecho en el Lugar Santísimo. Nosotros estamos allí con Él en la gloria shekiná de Dios.
Mientras Cristo nos lleva ante Dios en el Lugar Santísimo, Él nos ministra a Dios. Cuando el apóstol Pablo oró al Señor, pidiéndole que le quitara aquel aguijón (2 Co. 12:7-8), el Señor le respondió: “Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad” (v. 9). Era como si el Señor le estuviera diciendo: “Pablo, no te quitaré ese aguijón, pero Me impartiré a Mí mismo en ti como gracia. Cuando esto suceda descubrirás cuán valioso y suficiente soy, y más de Mí se añadirá a ti”. Esta experiencia de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote, quien nos lleva sobre Sus hombros y Su pecho y nos ministra a Dios dentro de nosotros, es una experiencia que corresponde al Lugar Santísimo, donde podemos disfrutar a Dios mismo y todas Sus riquezas. Cuando entramos en esta experiencia nos es difícil determinar dónde estamos y qué está sucediendo. Lo único que podemos declarar es que estamos sobre los hombros y el pecho de nuestro Sumo Sacerdote, y que Él está ministrándonos algo que nos consuela y fortalece interiormente. Quizás todo lo que podamos decir sea: “He recibido algo del Señor, pero simplemente no logro describir ni definir qué es”. Esta experiencia que tenemos de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote es la más elevada y la que nos brinda el mayor disfrute. Todos debemos aprender a permanecer en el Lugar Santísimo sobre Sus hombros y sobre Su pecho. Ésta es una experiencia de la tercera etapa de nuestra salvación, la cual corresponde al Lugar Santísimo. No debemos sentirnos satisfechos con ser sólo cristianos del atrio; ni cristianos tambaleantes del Lugar Santo. Debemos proseguir hasta entrar en el Lugar Santísimo donde está la presencia y la gloria shekiná de Dios.
Esta experiencia que tenemos de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote indudablemente ocurre en los cielos. No obstante, también podemos experimentar esto en nuestro espíritu y en la iglesia, ya que la iglesia hoy es la morada de Dios en nuestro espíritu. Cristo, la escalera celestial que une la tierra con el cielo y trae el cielo a la tierra, se encuentra en nuestro espíritu. La morada de Dios y la escalera celestial unen al Lugar Santísimo que está en los cielos con nuestro espíritu. Considere el caso de la electricidad. Es por medio del fluir eléctrico que nuestros hogares están unidos a la central eléctrica. La electricidad se encuentra tanto en el generador de la central eléctrica como en nuestros hogares. Si no fuera por este fluir eléctrico, la central eléctrica se hallaría muy lejos de nuestras casas; pero gracias a este fluir estos dos lugares llegan a ser uno. De igual forma, el cielo está muy lejos de nuestro espíritu, pero este maravilloso Cristo se encuentra tanto en los cielos como en nuestro espíritu. Romanos 8:34 dice que Cristo está sentado a la diestra de Dios intercediendo por nosotros, y Romanos 8:10 dice que Cristo también está dentro de nosotros. No es que haya dos Cristos, uno en el cielo y otro dentro de nosotros, ni se trata de un mismo Cristo en dos ocasiones distintas. Así como la electricidad de la central de energía está unida a nuestros hogares, de la misma manera el Cristo que está en el tercer cielo está unido a nuestro espíritu. Él es mucho más maravilloso que la corriente eléctrica. Si por medio de la electricidad dos lugares pueden llegar a ser uno, cuanto más nuestro maravilloso Cristo puede estar tanto en los cielos como en nuestro espíritu.
El versículo 14 también nos dice que Jesús, el Hijo de Dios, es un gran Sumo Sacerdote. Según nuestra experiencia, el adjetivo grande aquí significa excelente, maravilloso, glorioso y lo más honorable. La versión china de la Biblia dice que tenemos un Sumo Sacerdote honorable y glorioso. Cristo hoy es tal excelente, maravilloso, magnífico, glorioso y más honorable Sumo Sacerdote, y no existen palabras en nuestro lenguaje que puedan describirle plenamente. Si bien no logramos encontrar palabras adecuadas que lo describan, la experiencia de estar sobre Sus hombros y sobre Su pecho en el Lugar Santísimo nos confirma que Él es un gran y maravilloso Sumo Sacerdote.
Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, es grande primeramente en cuanto a Su persona. Él es el Hijo de Dios, Dios mismo (1:5, 8) y también es el Hijo del Hombre, un hombre auténtico (2:6). Él, por ser Dios y hombre, cuenta con la naturaleza divina y con la naturaleza humana. Él no sólo conoce las cosas de Dios y las cosas del hombre, sino que también participa de las cosas de Dios y de las cosas del hombre. Jamás ha habido otro sumo sacerdote como Él.
En segundo lugar, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, es grande en cuanto a Su obra. Él efectuó la purificación de nuestros pecados e hizo propiciación por ellos (1:3; 2:17). Él quitó el pecado y resolvió el problema del pecado. Él gustó la muerte, no solamente por todos los hombres, sino también por todas las cosas (2:9). Fue al gustar la muerte que Él la conquistó y la subyugó. La muerte no pudo retenerle (Hch. 2:24, 27). Además, Él destruyó al diablo, quien tiene el imperio de la muerte (2:14). Fue por medio de Su muerte en la cruz que Cristo anuló a Satanás, el poder de la muerte. Al conquistar la muerte y destruir al diablo, Él nos liberó de la esclavitud de la muerte (2:15). Él nos liberó no sólo de la esclavitud del pecado, sino también de la esclavitud de la muerte. Sus padecimientos lo perfeccionaron para ser el Capitán de nuestra salvación (2:10). Él peleó la batalla y entró en la gloria. Como el Pionero, Él ahora nos conduce por el mismo camino hacia la gloria. Él está cuidando de la casa de Dios como lo hizo Moisés (3:5-6). Como el Constructor de la casa, Él ciertamente sabe cómo cuidar de ella. Además, Él está ahora mismo introduciéndonos en el reposo, de la misma manera en que Josué lo hizo (4:8-9). Él nos ha concedido el reposo sabático en la era de la iglesia, y nos introducirá también en el reposo sabático en la era del reino. Como nuestro Sumo Sacerdote, Él es grande en todas estas obras maravillosas y excelentes, las cuales ningún Sumo Sacerdote del Antiguo Testamento jamás realizó.
Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, es también grande en cuanto a Sus logros. Sus logros fueron tan altos que entró en el Lugar Santísimo en los cielos y fue coronado con gloria y honra (6:19; 9:24; 2:9). Él ya no está en la tierra llevando una corona de espinas, sino que ahora está en los cielos más altos portando una corona de gloria. Ningún sumo sacerdote puede superarle en Sus logros; nadie puede compararse con Él en este sentido.
Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, quien es grande en cuanto a Su persona, aptitudes, obra y logros, traspasó los cielos (4:14). Después de Su crucifixión y antes de Su resurrección, Cristo dio un paseo por el Hades, donde hizo un recorrido turístico muy completo. Aunque Satanás y todos los poderes de la muerte trataron de retenerle, en el momento de Su resurrección, Él se levantó de la tumba (Hch. 2:24, 27). Más adelante, mientras ascendía a los cielos, Él venció la fuerza gravitacional de la tierra. Los demonios trataron desesperadamente de impedir que Él abandonara la tierra, pero Él hizo un maravilloso “despegue” y ascendió a los cielos. Mientras ascendía por los aires, los espíritus malignos, los principados y potestades, trataron de asirlo y retenerlo, pero Él se despojó de ellos exhibiéndolos ante todo el universo. Esto es lo que significa Colosenses 2:15, donde dice que Cristo, “despojando a los principados y a las potestades [...] los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos”. En este versículo se destacan tres asuntos: que Cristo despojó a los principados y potestades; los exhibió públicamente; y que triunfó sobre ellos. Después de levantarse del Hades, después de haber despojado a los principados y potestades y de haber traspasado los cielos, Él se sentó en el trono a la diestra de Dios donde ahora está descansando y disfrutando de un Sábado. No obstante, Él está deseoso de ver que todos Sus miembros entren también en Su reposo sabático. La manera de entrar en Su reposo es experimentarle como nuestro Sumo Sacerdote. Como veremos más adelante, lo único que tenemos que hacer es acercarnos al trono de gracia en el cual Él está sentado, y recibir misericordia y hallar gracia. Cuando hacemos esto, inmediatamente nos encontramos en el reposo sabático de la vida de iglesia, esperando juntamente con Él un mejor Sábado por venir. ¡Alabémosle!
Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, fue tentado en todo al igual que nosotros, pero sin pecado (4:15). Ya que Él fue probado, es poderoso para socorrernos a nosotros que somos tentados (2:18). En ninguna de Sus pruebas Él fue manchado por el pecado. Él padeció toda clase de pruebas, sin ser tocado por el pecado. Por eso, Él es verdaderamente capaz de ayudarnos a pasar por las pruebas y guardarnos de cualquier enredo del pecado.
Como uno que fue tentado en todo aspecto al igual que nosotros, Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, es capaz de compadecerse de nuestras debilidades (4:15). Él se conmueve fácilmente al ver nuestras debilidades, e inmediatamente se convierte en nuestro compañero de sufrimientos y debilidades. En todo lo que nos acontece y en cualquier sufrimiento que podamos experimentar, Él lo siente junto con nosotros y se compadece de nosotros.
Después de revelarnos a nuestro Sumo Sacerdote, el escritor nos anima a acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (4:16). Sin duda, el trono de la gracia es el trono de Dios, el cual está en el cielo (Ap. 4:2). El trono de Dios es el trono de autoridad para todo el universo (Dn. 7:9; Ap. 5:1), donde Dios se sienta a controlar y gobernar el universo. Éste es el trono donde Dios ejerce Su administración. Sin embargo, éste llega a ser, para nosotros los creyentes, el trono de la gracia, representado por el propiciatorio que cubría el Arca del Testimonio (Éx. 25:17-21; Ro. 3:25) en el Lugar Santísimo (He. 9:3, 5), el cual era rociado con la sangre de Cristo (Lv. 16:15; He. 9:12). Es allí donde Dios se reúne con Su pueblo y tiene comunión con él (Éx. 25:21-22). Cuando acudimos al trono de la gracia por la sangre de Cristo, nos reunimos con Dios y tenemos comunión con Él.
El trono de la gracia mencionado en Hebreos 4 es el trono de autoridad referido en Apocalipsis 4, el cual en Apocalipsis 22:1-2 se convierte en el trono de Dios y del Cordero, del cual fluye el río de agua de vida resplandeciente como cristal. Este río fluye por toda la ciudad de la Nueva Jerusalén. En este río crece el árbol de la vida, lo cual revela que el rico Cristo, junto con el Espíritu viviente, fluye del trono de la gracia. ¿Qué es la gracia? Es el río que fluye, en el cual crece el árbol de la vida. Para los incrédulos y los demonios, el trono de Dios y del Cordero es un trono de autoridad, pero para nosotros es el trono de la gracia. Siempre que acudimos a este trono, sentimos que algo fluye a nosotros para regarnos y abastecernos. Esto es la gracia. Ciertamente podemos beber y comer de este suministro.
Hebreos 4:16 nos dice que debemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia. Ya que el trono de la gracia está en los cielos, ¿cómo podemos acercarnos a él? Según las enseñanzas cristianas tradicionales tenemos que esperar hasta que muramos para luego ir al cielo. ¿Cómo entonces podemos acercarnos al trono de la gracia mientras todavía estamos en la tierra? El secreto se halla en el versículo 12 del mismo capítulo, donde se nos dice que la palabra viva y cortante de Dios penetra hasta partir el alma y el espíritu. Como hemos visto, el mismo Cristo que está sentado en el trono de la gracia en el cielo (Ro. 8:34) ahora también está en nosotros (Ro. 8:10), es decir, en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22), donde está la habitación de Dios (Ef. 2:22). Así como Cristo está en nuestro espíritu, también el Padre y el Espíritu están en nuestro espíritu (Jn. 14:20, 23; Ro. 8:16). Por tanto, el Dios Triuno está aquí en nuestro espíritu. En Bet-el, la casa de Dios, la habitación de Dios, la cual es la puerta del cielo, Cristo es la escalera que une la tierra con el cielo y trae el cielo a la tierra (Gn. 28:12-17; Jn. 1:51). Aunque el trono de la gracia está en los cielos, nuestro maravilloso Cristo ha traído el tercer cielo a nuestro espíritu, precisamente donde se encuentra la habitación de Dios hoy sobre la tierra. Así que nuestro espíritu bien puede llamarse la Bet-el de hoy. Según Génesis 28, Bet-el se refiere primeramente a un lugar, y luego, a la habitación de Dios. Tanto el lugar como la piedra fueron llamados Bet-el. Conforme al principio bíblico, donde está la habitación de Dios allí también está la escalera celestial y la puerta del cielo. Cristo, la persona maravillosa que Dios envió a nosotros, quien realizó y obtuvo tantas cosas y quien es nuestro Capitán, Apóstol y Sumo Sacerdote, entró a nuestro espíritu e hizo de éste la puerta del cielo. Ahora nos es fácil acercarnos al trono de la gracia, pues está allí pasando la puerta. A pesar de que el trono de la gracia está en los cielos, éste ha sido unido a nuestro espíritu por Cristo y mediante Cristo.
El hecho de acercarnos al trono de la gracia depende absolutamente de nuestro espíritu. Si permanecemos en la mente, nos será difícil entrar al Lugar Santísimo. Si somos personas anímicas, que vagan en el desierto del alma, nos encontraremos muy lejos del Lugar Santísimo. Puesto que hoy en día nuestro espíritu es el lugar donde Dios habita, ahora este espíritu es la puerta al cielo, donde Cristo es la escalera que nos une a nosotros, los moradores de la tierra, con el cielo y nos trae el cielo. Por lo tanto, cada vez que nos volvemos a nuestro espíritu, pasamos por la puerta del cielo y tocamos el trono de la gracia que está en el cielo, por medio de Cristo como la escalera celestial. Para que esto suceda, necesitamos que la Palabra viva de Dios penetre en las profundidades de nuestro ser y separe nuestro espíritu de nuestra mente errante. Mientras estemos en nuestro espíritu, tendremos la puerta del cielo, detrás de la cual se encuentra el trono de la gracia. Nos toma sólo un instante entrar al Lugar Santísimo, porque no hay ninguna distancia entre éste y nuestro espíritu. Cada vez que decimos desde lo profundo de nuestro ser: “Oh Señor Jesús”, inmediatamente nos encontramos en el Lugar Santísimo y tocamos el trono de la gracia. ¡Cuánto necesitamos tocar el trono de la gracia!
Cuando acudimos al trono de la gracia recibimos misericordia y hallamos gracia para el oportuno socorro. Tanto la misericordia como la gracia de Dios son la expresión de Su amor. Cuando estamos en una condición miserable, primero la misericordia de Dios llega hasta nosotros y nos lleva a una situación en la cual Él puede favorecernos con Su gracia. Lucas 15:20-24 nos dice que cuando el padre vio regresar al hijo pródigo, tuvo compasión de él. Eso fue la misericordia, la cual expresó el amor del padre. Luego el padre lo vistió con la mejor túnica y lo alimentó con el becerro engordado. Eso fue la gracia, la cual también manifestó el amor del padre. La misericordia de Dios va más allá y llena el espacio que existe entre nosotros y la gracia de Dios. A menudo, debido a nuestra miserable condición, necesitamos recibir misericordia antes de poder hallar gracia. Así que nos acercamos al trono de la gracia como mendigos, de manera muy semejante a la del hijo pródigo cuando volvió a su padre. Un mendigo, como el hijo pródigo, requiere de misericordia. Cuando nos encontramos en una condición lamentable y alguien nos da una ayuda, eso es misericordia. Pero cuando nuestra condición es apropiada y alguien nos da algo, eso es gracia. Muchas veces, al acercarnos al trono de la gracia, hemos llegado a sentir que somos dignos de lástima y hemos dicho: “Padre, no soy digno de nada”. Pero el Padre nos ha contestado: “No te preocupes. Es cierto que tú no eres digno, pero Yo soy misericordioso. Mi misericordia llega adonde tú estás, te hace apto y te adorna, y te viste con la mejor túnica”. Después de que hemos recibido la misericordia del Padre, de inmediato sentimos que somos personas muy importantes. Entonces estamos capacitados para sentarnos y disfrutar del becerro engordado. Esto es gracia. Lo que decimos no es una mera doctrina, sino algo que hemos comprobado en nuestra experiencia.
¿Quién está sentado en el trono de la gracia? No es solamente Dios, sino también el Cordero, nuestro Redentor. Nuestro Dios está sentado en el maravilloso trono de la gracia, y a Su diestra está el Redentor, nuestro Sumo Sacerdote. El hecho de que el trono no sea solamente el trono de Dios, sino el trono de Dios y del Cordero significa que Dios mismo en el Cordero fluye como gracia para que le disfrutemos. No necesitamos hacer nada. Todo lo que necesitamos hacer es acercarnos, abrir nuestro ser y recibir misericordia y encontrar gracia para el oportuno socorro. El socorro que a diario recibimos de esta gracia es muy oportuno; es siempre nuevo y se adapta perfectamente a nuestra situación y a nuestra necesidad. Según el libro de Hebreos, la verdadera vida cristiana es una vida que no sólo acude al trono de la gracia, sino que además permanece en el Lugar Santísimo frente al trono, donde continuamente recibe misericordia y halla gracia. Éste es el vivir que necesitamos llevar hoy. Si por la misericordia del Señor estas verdades cruciales se forjan en nosotros, nunca seremos los mismos.
La misericordia y la gracia de Dios siempre están disponibles para nosotros. Sin embargo, necesitamos recibirlas y hallarlas ejercitando nuestro espíritu para acercarnos al trono de la gracia y tener contacto con nuestro Sumo Sacerdote quien es conmovido por el sentir de nuestra debilidad. Con esto el escritor de Hebreos animó a los agotados creyentes hebreos a recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro, a fin de que pudieran ser levantados (12:12).