Mensaje 48
Hebreos 11 es un capítulo que habla de la fe y su historia. De los versículos He. 11:3-40 nos presenta una breve historia de la fe: comienza con la creación de Dios, continúa a través de todas las generaciones de Su pueblo escogido, incluyendo a todos los creyentes del Nuevo Testamento, y culmina con la Nueva Jerusalén en la eternidad, para comprobar que la fe es el único sendero por el cual los que buscan a Dios reciben Su promesa y toman Su camino. Sin lugar a dudas, esto era lo que el Espíritu Santo tenía en mente mientras inspiraba la redacción de este capítulo. Cada uno de los que fueron incluidos en esta historia de la fe era un testigo. Por lo tanto, He. 11 no es solamente un capítulo acerca de la fe y su historia, sino también acerca de sus testigos. La palabra testigo aquí se refiere a la persona que testifica, no a su testimonio. La palabra griega traducida “testigo” puede también traducirse como “mártir”. Cada testigo es un mártir, o sea alguien que sufre el martirio por dar testimonio de su fe. En este capítulo leemos acerca de muchos mártires (vs. 32-39). Algunos fueron apedreados mientras que otros fueron aserrados. En este mensaje estudiaremos la historia de la fe, y en especial nos concentraremos en la consumación de esta historia, la cual tiene mucho que ver con nosotros.
El versículo 3 dice: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”. Los científicos han invertido muchísimo tiempo procurando saber cómo se constituyó el universo, pero todas las teorías que han presentado son absurdas. El universo fue constituido por la palabra de Dios. Dios habló, y todo llegó a existir. Esto no lo sabemos por nuestros cinco sentidos, sino por la fe, el sentido que nos permite dar sustantividad a lo que no se ve.
El versículo 4 dice: “Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus dones; y por medio de la fe, estando muerto, aún habla”. Según la tipología, el sacrificio más excelente que ofreció Abel era un tipo de Cristo quien es la realidad de los “mejores sacrificios” (9:23). Al leer Hebreos podemos ver que únicamente Cristo mismo es el sacrificio más excelente. Por la fe, Abel ofreció un tipo de tal sacrificio.
El versículo 5 dice: “Por la fe Enoc fue trasladado para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo trasladó Dios; y antes que fuese trasladado, tuvo testimonio de haber agradado a Dios”. Al ser trasladado, Enoc no solamente fue librado de la muerte, sino del hecho de ver la muerte.
El versículo 7 dice: “Por la fe Noé, habiendo sido divinamente advertido acerca de cosas que aún no se veían y movido de temor reverente, preparó un arca para salvación de su casa; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que es según la fe”. Consideremos cuál era la situación de Noé: mientras él edificaba un arca a causa del diluvio que vendría, nadie le creyó. El cielo estaba completamente despejado y nadie pensaba que un diluvio pudiera venir. No obstante, Noé por la fe dio sustantividad al diluvio venidero y edificó el arca.
Abraham ha sido llamado el padre de la fe. Por la fe, él obedeció al llamado que Dios le hizo a salir de su tierra y habitó como extranjero en la tierra de la promesa (vs. 8-9). Abraham obedeció a Dios y salió de Caldea “sin saber adónde iba”. Esto le dio a Abraham constante oportunidad de ejercitar su fe para confiar en que Dios le guiaría en cada circunstancia, para lo cual debería tomar la presencia de Dios como mapa de su viaje. El versículo 10 dice que por la fe Abraham “esperaba con anhelo la ciudad que tiene fundamentos, cuyo Arquitecto y Constructor es Dios”. Ésta es la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial (12:22), la Jerusalén de arriba (Gá. 4:26), la ciudad santa, la Nueva Jerusalén (Ap. 21:2; 3:12), la cual ha preparado para Su pueblo (v. 16), y el tabernáculo de Dios donde morará con el hombre por la eternidad (Ap. 21:3). Tal como los patriarcas esperaban esta ciudad, así también nosotros la buscamos (13:14).
Abraham también actuó en fe al ofrecer a Isaac, “pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir” (vs. 17-19). El versículo 12, refiriéndose a Abraham, dice: “Por lo cual también, de uno, y ése ya muerto en cuanto a esto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar”. Las estrellas del cielo representan a los descendientes celestiales de Abraham, los descendientes que son de la fe (Gá. 3:7, 29); mientras que la arena que está a la orilla del mar representa a los descendientes terrenales de Abraham, los descendientes según la carne.
El versículo 13, refiriéndose a Abraham y los demás patriarcas, dice: “En la fe murieron todos éstos sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos, y saludándolas con gozo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra”. La palabra griega traducida “peregrinos”, puede también traducirse “exiliados” o “expatriados”. Abraham fue el primer hebreo (Gn. 14:13), un cruzador de ríos. Él salió de Caldea, la tierra maldita de idolatría, cruzó el agua, el río Perat, o Eufrates (Jos. 24:2-3), y llegó a Canaán, la buena tierra, una tierra de bendición. No obstante, no se estableció allí, sino que habitó en la tierra de la promesa como peregrino, como exiliado o expatriado, anhelando una patria mejor, una patria celestial (v. 16), una patria que le perteneciera (v. 14). Esto puede implicar que él estaba listo para cruzar otro río, de la tierra a los cielos. Isaac y Jacob siguieron los mismos pasos, viviendo en la tierra como extranjeros y peregrinos y esperando la ciudad que tiene fundamentos, cuyo Constructor es Dios (v. 10). Lo dicho en los versículos 9-16 tal vez implique que el escritor de este libro quería imprimir en la memoria de los creyentes hebreos el hecho de que ellos, como verdaderos hebreos debían seguir a sus antepasados, considerándose extranjeros y peregrinos sobre la tierra y esperando la patria celestial, la cual es mejor que la terrenal.
El versículo 11 dice: “Por la fe también la misma Sara recibió fuerza para concebir aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido”. Sara ya era una mujer de edad muy avanzada y había perdido la capacidad de concebir; aun así, en medio de su situación, ella creyó a la palabra de Dios.
El versículo 20 dice: “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras”. Si leemos la historia de Isaac, descubriremos que él no fue una persona muy brillante; más bien, fue una persona común, y no hubo nada que se destacara en él. No obstante, hizo algo maravilloso: él bendijo a sus dos hijos, a Jacob y a Esaú. Aunque Isaac ya estaba ciego cuando los bendijo, él lo hizo en fe.
El versículo 21 dice: “Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José”. Cuando Jacob bendijo a los hijos de José, no sólo lo hizo por fe, sino con una visión muy clara. La visión que tenía en su interior era supremamente nítida. Cuando José trató de cambiar sus manos, disgustado porque había puesto su mano derecha sobre la cabeza de Efraín y no sobre la de Manasés, quien era el primogénito, Jacob se rehusó y le dijo: “Lo sé, hijo mío, lo sé” (Gn. 48:15-19). Jacob sabía bien lo que estaba haciendo y bendijo a los hijos de José por la fe.
El versículo 21 también dice que Jacob “adoró a Dios, apoyado sobre el extremo de su bordón”. Esto significa que Jacob confesó que él era un peregrino, un viajero, sobre la tierra (v. 13). Cuando nos establecemos en un lugar, no necesitamos tener un bordón en nuestra mano, pues éste indica que somos peregrinos, no moradores. El bordón de Jacob también significa que Dios lo había pastoreado durante toda su vida (Gn. 48:15). Por esta razón, la manera en que él adoró, apoyado sobre el extremo de su bordón, se incluye aquí como un asunto relacionado con la fe.
El versículo 22 dice: “Por la fe José, estando a punto de morir, mencionó el éxodo de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos”. José recordó el futuro éxodo de los hijos de Israel y les encargó que llevasen sus huesos de Egipto a Canaán. Esto requirió gran fe. Cuando los israelitas entraron a Canaán, trajeron los huesos de José a la buena tierra (Éx. 13:19).
El versículo 23 dice: “Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey”. Sus padres lo escondieron por fe. Y “cuando fue ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (vs. 24-25). La palabra griega traducida “temporales” en el versículo 25 puede también traducirse “momentáneos”, “efímeros” o “pasajeros”. En la época de Moisés, ser llamado hijo de la hija de Faraón era un deleite para la vida del alma. Sin embargo, Moisés rechazó esto, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios que gozar de los deleites temporales del pecado. El goce de Egipto, es decir, el disfrute del mundo, es pecado a los ojos de Dios; es el goce del pecado, de una vida pecaminosa, y es temporal, efímero, pasajero.
En el versículo 26 se nos dice que Moisés tuvo “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía puesta la mirada en el galardón”. Cuando era joven, cuando todavía me molestaba la manera de pensar en términos de tiempo, me preguntaba cómo Moisés pudo haber sufrido el vituperio de Cristo, si Cristo aún no había venido. Cristo, como Ángel del Señor, estuvo siempre con los hijos de Israel en sus aflicciones (Éx. 3:2, 7-9; 14:19; Nm. 20:16; Is. 63:9). Además, la Escritura lo identifica con ellos (Os. 11:1; Mt. 2:15). Por lo tanto, el vituperio que cayó sobre ellos fue considerado Su vituperio, y los vituperios de aquellos que vituperaron a Dios, cayeron también sobre Él (Ro. 15:3). Los creyentes neotestamentarios, como seguidores Suyos, llevan Su vituperio (13:13) y son vituperados por Su nombre (1 P. 4:14). Moisés, quien prefirió ser maltratado junto con el pueblo de Dios (v. 25), consideró esta clase de vituperio, el vituperio del Cristo de Dios, como mayores riquezas que los tesoros de Egipto en el palacio de Faraón, dado que tenía puesta su mirada en el galardón.
Ya que Moisés estuvo dispuesto a sufrir el vituperio de Cristo, recibirá el galardón del reino. A él no se le permitió entrar en el reposo de la buena tierra debido a su fracaso en Meriba (Nm. 20:12-13; Dt. 3:26, 27; 32:50-52), pero estará con Cristo en el reino (Mt. 16:28—17:3). Al referirse a esto, sin lugar a dudas el escritor tenía la intención de animar a sus lectores, quienes sufrían la persecución por causa de Cristo, a que siguieran a Moisés teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que las cosas que habían perdido y poniendo la mirada en el galardón. No sabemos quién le habló a Moisés acerca del galardón. Posiblemente fueron sus padres. No obstante, él tuvo una gran fe y, teniendo su mirada fija en el galardón, huyó de Egipto. Todo esto estaba delante de él: el palacio de Faraón, su filiación con la realeza, los deleites y logros mundanos y todo lo perteneciente a Egipto. A los ojos humanos, todas estas cosas eran reales, pero de acuerdo a la fe que él tenía, no lo eran. Había algo más: el galardón, el cual era real para él según el sentido que da sustantividad a lo que no se ve. Aunque en ese tiempo el galardón estaba muy lejos de él, él puso su mirada en el galardón y esto le infundió ánimo para abandonar todo lo relacionado con Egipto.
El versículo 27 dice que por la fe Moisés “dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque perseveró como viendo al Invisible”. En aquel tiempo, esto fue una gran hazaña. Aquella gran recompensa fue lo que lo motivó a huir de Egipto. Éste es un cuadro que describe plenamente nuestra vida actual. Hoy el mundo es Egipto y todo lo que éste puede ofrecernos es un palacio. Pero nuestra fe testifica que todo ello no es sino vanidad de vanidades. Sólo una cosa es la realidad de realidades: el galardón venidero.
El versículo 28 dice: “Por la fe instituyó la Pascua y el derramamiento de la sangre, para que el que destruía a los primogénitos no los tocase a ellos”. Se requería fe para que Moisés instituyera la Pascua y el derramamiento de la sangre. También se requería fe para que Moisés le pidiera al pueblo que preparara el cordero y untara la sangre sobre el dintel y los postes de la puerta. Dios aprobó la fe de Moisés al instituir la Pascua y el derramamiento de la sangre. Sin haber visto la Pascua, que había de venir, Moisés le dio sustantividad por la fe y actuó conforme a ello.
El versículo 29 dice que por la fe los hijos de Israel “pasaron el mar Rojo como por tierra seca; e intentando los egipcios hacer lo mismo, el mar se los tragó”. En este capítulo no se menciona nada tocante a los cuarenta años durante los cuales los hijos de Israel vagaron en el desierto, puesto que allí ellos no hicieron nada por fe para agradar a Dios, sino que provocaron a Dios con su incredulidad durante esos años (3:16-18). Ni siquiera el hecho de que cruzaron el río Jordán se menciona aquí, ya que se debió a la demora causada por su incredulidad. Tuvieron que cruzar el río Jordán solamente por causa de su incredulidad, la cual los descalificó de entrar en la buena tierra por Cades-barnea (Dt. 1:19-46) por donde habrían podido entrar poco después de haber partido del Monte Sinaí (Dt. 1:2). Si ellos hubiesen tenido fe en Cades-barnea, habrían entrado en la buena tierra treinta y ocho años antes. Así, aunque finalmente cruzaron el río Jordán por la fe, el Espíritu Santo no lo incluyó en este relato porque no fue agradable a los ojos de Dios.
El versículo 30, no teniendo en cuenta los años que el pueblo vagó por el desierto, dice: “Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días”. Los israelitas no disponían de las mejores armas cuando rodearon los muros de Jericó. Sin embargo, ellos hicieron esto por la fe, obedeciendo a lo que Dios les había mandado que hicieran, y Él aprobó esa fe.
“Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz” (v. 31). De joven me gustaba usar esta historia al predicar el evangelio. Rahab soltó por la ventana un cordón de grana que representaba el fluir de la sangre de Jesús (Jos. 2:18; 6:23). Así que por la fe ella fue salva de la destrucción que sufrieron los cananeos.
Por la fe Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas hicieron muchas cosas maravillosas (vs. 32-39). A pesar de haber hecho tantas cosas maravillosas, muchos de ellos sufrieron el martirio. Dios hizo milagros para algunos de ellos, pero no hizo lo mismo con todos. No piense que si usted tiene fe, Dios hará siempre algo por usted. Muchas veces el ejercicio de nuestra fe sólo nos llevara a disfrutar el silencio de Dios. Tal vez mientras algunos sean apedreados hasta la muerte, oren: “Oh, Señor, sálvame de estas piedras”. Sin embargo, quizás el Señor sólo les responda con un silencio apacible, sin hacer nada por rescatarlos. Cuando Esteban estaba siendo martirizado, el Señor no lo rescató sino que más bien le contestó con un silencio placentero (Hch. 7:54-60). Sin duda se requiere gran fe para sufrir persecución sin que el Señor nos rescate.
El silencio de Dios es más grandioso que Sus milagros. ¿Qué prefiere usted, los milagros de Dios o Su silencio? Si somos sinceros, casi todos nosotros diríamos que preferimos Sus milagros. Cuando el Señor Jesús fue crucificado, algunos burlándose de Él le decían: “Si eres Hijo de Dios, ¡desciende de la cruz!”, y “Es Rey de Israel; que descienda ahora de la cruz, y creeremos en Él” (Mt. 27:40, 42). Al menos durante tres de las seis horas en que el Señor estuvo en la cruz, hubo silencio en el universo. Parecía que Dios no existiera y que los burladores y blasfemos podían decir cuanto quisieran. Era como si el mundo les perteneciera y ellos fueran los dioses en ese momento. En la mayoría de los casos, Dios guardará silencio en vez de obrar milagros. Hay momentos en los que todos debemos disfrutar del silencio de Dios por la fe.
Muchos mártires han testificado haber disfrutado del silencio de Dios por la fe. Nunca olvidaré que en los años treinta dos misioneros sufrieron el martirio en China. El día en que iban a sufrir el martirio uno de ellos dijo: “El rostro de todo mártir es como el rostro de un ángel”, y el otro añadió: “Si yo tuviera otra vida por vivir, estaría dispuesto a ser martirizado por el Señor”. Dios les permitió morir como mártires en China, y no hizo nada por rescatarlos. Por la fe, ellos disfrutaron del silencio de Dios. Mientras leemos la crónica de la fe presentada en este capítulo, veremos que no solamente narra milagros, sino que también incluye el silencio de Dios. Él no siempre interviene para ayudar a Sus santos externamente, sino que a menudo los capacita para disfrutar de Su silencio interiormente.
El versículo 35 dice: “Otros fueron atormentados hasta morir, no aceptando la liberación, a fin de obtener una mejor resurrección”. La mejor resurrección no es solamente la primera resurrección (Ap. 20:4-6), la resurrección de vida (Jn. 5:28-29), sino también la superresurrección (Fil. 3:11), la resurrección sobresaliente, la resurrección en la cual los vencedores del Señor recibirán el galardón (v. 26) del reino. Esto es lo que buscaba el apóstol Pablo. El versículo 38, refiriéndose a aquellos que soportaron tal aflicción por la fe, dice que el mundo no era digno de ellos. Estos hombres de fe son un pueblo extraordinario, un pueblo de nivel más elevado, de quienes el mundo corrupto no es digno. Solamente la ciudad santa de Dios, la Nueva Jerusalén, es digna de tenerlos.
El versículo 40 dice: “Proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”. Este versículo contiene muchas implicaciones. Ninguno de los testigos de la fe fue jamás perfeccionado. Todos ellos necesitan ser perfeccionados por los creyentes del nuevo pacto. En la economía de Dios hay dos dispensaciones: la dispensación del antiguo pacto que es una dispensación de sombras y figuras, y la dispensación del nuevo pacto, que es una dispensación de realidades. Todos los mártires y testigos de la fe estuvieron bajo el antiguo pacto de sombras, y no en la realidad. Ya que la dispensación del nuevo pacto, la dispensación de realidades en la cual nosotros vivimos, es mucho mejor que la dispensación del antiguo pacto de sombras en la que vivieron los testigos de la fe, ellos nos necesitan a nosotros para alcanzar su perfección.
El versículo 40 habla de “alguna cosa mejor para nosotros”. La palabra griega traducida “mejor” significa superior, más noble, mayor; por ende, mejor. Se usa trece veces en este libro: el Cristo superior (1:4), cosas mejores (6:9), una mejor esperanza (7:19), un mejor pacto (dos veces, 7:22; 8:6), mejores promesas (8:6), mejores sacrificios (9:23), mejor posesión (10:34), una patria mejor (11:16), una mejor resurrección (11:35), una cosa mejor (11:40), y un mejor hablar (12:24). (El otro caso está en 7:7, donde se traduce “ mayor”). Todas estas cosas mejores son el cumplimiento y la realidad de lo que los santos del Antiguo Testamento tenían en tipos, figuras y sombras. Lo que Dios proveyó en aquel entonces fue un cuadro de las cosas relacionadas con nosotros, las cuales habían de venir en el nuevo pacto y que son verdaderas y auténticas, y que además son mejores, más fuertes, más poderosas, más nobles y más grandes que sus tipos, figuras y sombras. Los santos del Antiguo Testamento, los cuales solamente tenían las sombras, nos necesitan para ser perfeccionados, a fin de participar con nosotros de las cosas verdaderas del nuevo pacto. Entonces, ¿por qué habríamos de abandonar las cosas verdaderas del nuevo pacto y volvernos a las sombras del antiguo pacto?
El versículo 40 también dice que “para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”. Participar en el reino de mil años (Ap. 20:4, 6) y tener parte en la Nueva Jerusalén por la eternidad (Ap. 21:2-3; 22:1-5) son asuntos corporativos. El banquete del reino está reservado para los vencedores tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo (Mt. 8:11). La bendita Nueva Jerusalén estará compuesta de los santos del Antiguo Testamento y de los creyentes del Nuevo (Ap. 21:12-14). Por consiguiente, los creyentes antiguotestamentarios no pueden obtener, aparte de los creyentes neotestamentarios, lo que Dios prometió. Para obtener y disfrutar las buenas cosas de la promesa de Dios, ellos necesitan que los creyentes neotestamentarios los perfeccionen. Ahora esperan que nosotros avancemos para que ellos puedan ser perfeccionados.
Los santos que vivieron en las sombras del antiguo pacto esperaban ver las realidades del nuevo pacto (Mt. 13:16-17; Jn. 8:56; 1 P. 1:10-12). En el pasado muchos de nosotros pensábamos lo maravilloso que habría sido vivir en la época del Antiguo Testamento. Nos enseñaron que Abraham, Moisés, Josué, David, Elías y otros santos del Antiguo Testamento eran personas extraordinarias y que hubiera sido mejor para nosotros vivir en su época que en el tiempo actual. Cuando yo era joven, deseé haber vivido en los días del Antiguo Testamento. Sin embargo, este concepto está en tinieblas, pues nosotros vivimos en una época mejor y hemos oído, experimentado y participado de mejores cosas que las que había en la era del antiguo pacto. Los santos que vivieron en las sombras del antiguo pacto desearon ver las realidades de la era en que nosotros vivimos. Mateo 13:17 dice: “Muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”. Incluso Abraham esperaba ver la realidad del nuevo pacto (Jn. 8:56). Asimismo, los profetas predicaron de la gracia que vendría a nosotros. Lo que ellos ministraron no era para sí mismos sino para nosotros (1 P. 1:10-12). Todos los santos del Antiguo Testamento, incluyendo a David y Salomón, no existieron para sí mismos sino por causa de nosotros. Todo lo que ellos tuvieron fue una sombra de la realidad que hoy en día nosotros disfrutamos.
Los creyentes que viven en la realidad del nuevo pacto son mayores que los santos que vivieron en las sombras del antiguo pacto. Mateo 11:11, un versículo muy importante, demuestra esto al decir: “De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él”. Juan el Bautista era mayor que todos sus predecesores, incluyendo a Abraham, David y Salomón. No obstante, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que Juan. Puesto que Juan el Bautista era mayor que Abraham, y nosotros somos mayores que Juan, eso significa que nosotros somos mayores que Abraham. Todos los santos de la era del Antiguo Testamento anhelaron ver las realidades de la era del Nuevo Testamento, pero ninguno de ellos vio nada de esta realidad. Entre estas dos eras hubo un período transitorio que duró aproximadamente tres años y medio. Durante este período, Juan el Bautista vino y vio al Cristo, a quien todos los santos del Antiguo Testamento habían estado esperando. Debido a que Juan lo vio, llegó a ser mayor que todos ellos. Sin embargo, aunque Juan vio a Cristo, no pudo entrar en Él. Pero nosotros, los creyentes del Nuevo Testamento, estamos en Cristo. Así que, Abraham anhelaba ver a Cristo, Juan el Bautista logró verlo, y nosotros ahora estamos en Cristo. Ya que nosotros estamos mucho más cerca de Cristo, somos mayores que Abraham y que Juan el Bautista. Aún más, nosotros no solamente estamos cerca de Cristo, sino que estamos en Cristo y Cristo está en nosotros. Nosotros podemos decir al igual que el apóstol Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1:21). Nosotros somos mayores que Abraham, David, Salomón y que todos los demás santos del Antiguo Testamento, porque ellos sólo vivieron en las sombras. En cambio, nosotros no sólo vivimos en la realidad, sino aun más, somos la realidad misma. Ésta es la razón por la cual los santos del Antiguo Testamento no pueden ser perfeccionados aparte de nosotros. Sin nosotros, ellos jamás podrían ser introducidos en las realidades que estuvieron esperando.
Si ejercitamos nuestra fe, con la cual damos sustantividad a lo que no se ve, sentiremos que Abraham, David, Salomón y todos los santos vencedores que nos han precedido, están observándonos como espectadores en un juego de fútbol. Nos están aclamando y animando a que ganemos el juego. De nosotros depende que ellos puedan disfrutar de la realidad. Éste es el verdadero significado el versículo 40, que dice: “Para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”. Como lo indica el versículo 39, los santos del Antiguo Testamento no obtuvieron la promesa porque Dios previó “alguna cosa mejor para nosotros”. Todos ellos nos están esperando. Incluso el apóstol Pablo y todos los mártires del Nuevo Testamento nos están esperando. Ellos, los vencedores que nos han precedido, están a la espera del resto de los vencedores. El número de los vencedores aún no se ha completado. Sin embargo, un día será completado. Así pues, el versículo 40 infundió gran ánimo a todos los creyentes hebreos, quienes estaban titubeando, para que avanzaran y completaran el número de vencedores.
Dios en Su economía no tiene la intención de expresarse a través una sola persona. Lo que Él desea es obtener una expresión corporativa. Pero para esto se requiere que el número de vencedores se complete. Solamente Dios conoce este número. Mientras este número no se haya completado, el tiempo no ha de llegar y los vencedores que nos han precedido tendrán que seguir esperándonos. ¡Cuán grande es nuestra responsabilidad! Ellos ya están listos, pero nosotros aún no lo estamos. Estamos verdaderamente en los últimos días. No sólo somos mayores que Juan el Bautista, sino que, en cierto modo, somos mayores que todos los mártires de los primeros siglos, puesto que somos más importantes que ellos. Hoy podemos experimentar más de lo que ellos experimentaron, debido a que ellos estaban en el principio y nosotros estamos cerca de la consumación. La consumación es siempre más rica, más grande y más elevada que el comienzo. No es un hecho insignificante que hoy estemos en el recobro del Señor. Estamos viviendo en el período que consumará la economía de Dios, y la gran multitud de vencedores que nos han precedido anhelan ver nuestra consumación. Ciertamente somos el pueblo más bendecido del universo, porque tenemos una excelente oportunidad para participar en el cumplimiento del propósito eterno de Dios.
Hebreos 12:1 dice: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos enreda, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante”. La nube guía al pueblo a seguir al Señor (Nm. 9:15-22), y el Señor va en la nube para estar con el pueblo (Éx. 13:21-22). Los hijos de Israel siguieron al Señor al seguir la nube y disfrutaron de Su presencia que estaba en la columna de nube. Todos los testigos de la fe, incluyendo a los mártires de la fe, son una nube. Al seguir esta nube de testigos podemos seguir al Señor y disfrutar de Su presencia.