Mensaje 66
La Biblia revela que el propósito eterno de Dios consiste en obtener muchos hijos y hacer que todos ellos sean iguales a Él. Ya que Dios es divino y nosotros humanos, ¿cómo podemos llegar a ser los hijos divinos de Dios y ser iguales a Él tanto en vida como en naturaleza? A fin de obtener muchos hijos, Dios en el Hijo primeramente dio el paso de la encarnación. Por medio de la encarnación, Él se vistió de la naturaleza humana. Antes de la encarnación, Él poseía únicamente divinidad pero no humanidad. Sin embargo, al encarnarse, Él se vistió de la naturaleza humana, y así llegó a ser un hombre. Aunque se hizo hombre, Él seguía siendo Dios, pues no se despojó de la divinidad al hacerse hombre. Antes bien, Él vino a ser un Dios-hombre, que poseía tanto divinidad como humanidad. ¡Cuán maravilloso es que nuestro Dios, el Dios único, el Creador, se hiciera un hombre de carne y sangre! En cuanto a Su naturaleza humana se refiere, Él se hizo igual a nosotros. Él era un hombre auténtico de carne y hueso. Sin embargo, no debemos olvidar que este hombre, llamado Jesucristo, era también Dios. Él era el Dios verdadero y un hombre genuino. Antes de poder hacernos igual a Él, Él tuvo que hacerse igual a nosotros.
Después de venir a ser un hombre en la carne con naturaleza humana, Cristo fue crucificado y sepultado, y después fue resucitado. En Su resurrección, Él dio un segundo paso: siendo el postrer Adán, llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Esto es muy misterioso. El día de Su resurrección, el Señor se apareció ante Sus discípulos. Juan 20:19 dice: “Estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto de pie en medio, les dijo: Paz a vosotros”. Las puertas estaban cerradas, pero, para sorpresa de los discípulos, Jesús vino. Debido a que los discípulos se espantaron, pensando que veían un espíritu, el Señor Jesús les dijo: “Mirad Mis manos y Mis pies, que Yo mismo soy; palpadme, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que Yo tengo” (Lc. 24:39). Ocho días después, dirigiéndose a Tomás, el Señor le dijo: “Pon aquí tu dedo, y mira Mis manos; y acerca tu mano, y métela en Mi costado [...] Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn. 20:27-28). Era como si el Señor les estuviera diciendo a los discípulos: “No penséis que Yo soy un espíritu. Yo estoy aquí, delante de vosotros, con un cuerpo de carne y hueso. Mirad, aún tengo las marcas de Mi crucifixión. Vosotros incluso podéis palpar las marcas de las heridas en Mis manos y en Mis pies”.
El Señor no era solamente el Espíritu, sino una Persona maravillosa con un cuerpo de carne y hueso, en el cual se podían ver las marcas de los clavos. Hoy en día nuestro maravilloso Cristo, además de ser el Espíritu vivificante, tiene un cuerpo de carne y hueso. Además, el Nuevo Testamento revela que este Cristo maravilloso está en nosotros (Col. 1:27; 2 Co. 13:5), y más específicamente, en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22; 1 Co. 6:17). Así que, Cristo en resurrección aún posee un cuerpo de carne y hueso, y también está en nosotros. No podemos explicar cómo Él, siendo una persona de carne y hueso, puede estar en nosotros. Esto sobrepasa nuestro entendimiento. Sin embargo, aunque no seamos capaces de entender lo que Él es, sí podemos afirmar que Él es real y maravilloso.
El Nuevo Testamento nos revela que Cristo experimentó dos grandes cambios. Juan 1:14 dice: “El Verbo se hizo carne”, y 1 Corintios 15:45 dice: “Fue hecho [...] el postrer Adán, Espíritu vivificante”. Por medio de estos dos “se hizo”Cristo llegó a ser una Persona maravillosa. Él es el propio Dios, un hombre genuino y el Espíritu vivificante. Siendo el Hijo de Dios, Él se hizo hombre, y después que se hizo hombre, Él fue hecho el Espíritu vivificante, que se compone de divinidad y humanidad. En Él podemos ver al Dios verdadero y a un hombre genuino. Hoy este Dios-hombre es también el Espíritu vivificante. Si Él no fuera el Espíritu, jamás podría haber entrado en aquel aposento cerrado donde estaban reunidos Sus discípulos. Con todo, Él todavía posee un cuerpo de carne y hueso. No puedo explicar esto porque estoy limitado como ser humano, pero sí sé que Él vive en mí y ha hecho muchas cosas por mí. Incluso ahora mismo, Él vive en mí y sigue obrando a mi favor.
Cristo primero se hizo igual a nosotros en Su encarnación, a fin de introducir la divinidad en la humanidad, y después llegó a ser el Espíritu vivificante, con el fin de introducir la humanidad en la divinidad. Mediante la encarnación y la resurrección, Él mezcló la divinidad con la humanidad y la humanidad con la divinidad, e hizo de ambas una sola entidad. Tal es nuestro Señor Jesucristo. No muchos cristianos tienen esta comprensión acerca de la persona de nuestro Señor Jesús. Pero tal es nuestro Salvador, al cual recibimos en nuestro ser cuando creímos en Él e invocamos Su nombre. El Cristo que mora en nosotros es tal Persona maravillosa. Hoy en día, Él no solamente es el Salvador y el Señor, sino también el maravilloso Espíritu vivificante, que posee dos naturalezas. La mayoría de los cristianos se han desviado de la meta de Dios porque nunca han escuchado que el Cristo que mora en nosotros posee dos naturalezas, divina y humana, y que estas dos naturalezas se hallan en el Espíritu vivificante. Como tal maravilloso Espíritu vivificante, Él está ahora forjando todo lo que Él es en nuestro ser, y está transformándolo para que sea igual al Suyo.
Al centrar su atención en los milagros, las enseñanzas y las normas de conducta, el cristianismo, se ha desviado de la meta de Dios. En la cristiandad existen dos religiones principales: aquella que se centra en las enseñanzas y aquella que gira en torno a los milagros. Muchos cristianos están obsesionados con los milagros. Sin embargo, la revelación básica del Nuevo Testamento se centra en este asunto crucial: que Cristo es uno con el Padre; que Cristo envía al Espíritu, quien es Él mismo, a fin de permanecer en nosotros y que nosotros podamos permanecer en Él; y que Cristo está viviendo, actuando y obrando en nuestro espíritu, e incluso transformando nuestro propio ser para que seamos Su expresión. Aunque esto se presenta una y otra vez en el Nuevo Testamento, no muchos cristianos le prestan atención a este asunto.
El cristianismo fundamentalista da énfasis a las enseñanzas, pero hay por lo menos dos versículos de la Biblia, Hebreos 8:11 y 1 Juan 2:27, que dicen que no necesitamos que nadie nos enseñe. Hebreos 8 revela que debido a que la ley de vida está en nosotros, no tenemos necesidad de que nadie nos enseñe. Ni aun el más pequeño entre nosotros requiere que alguien le enseñe. En 1 Juan 2:27 leemos que, debido a que la unción permanece en nosotros, no necesitamos que nadie nos enseñe. Ya que la ley de vida y la unción están operando y actuando en nosotros, no necesitamos de las enseñanzas externas del hombre. Algunos quizás se opongan a esto, pero ¿qué pueden decir de Hebreos 8:10-11 y 1 Juan 2:27? Debemos aceptar las palabras de la Biblia, que son claras y puras.
En el llamado cristianismo pentecostal, la gente le da mucha importancia a los dones, y en especial al hablar en lenguas. Ellos se sienten insatisfechos si vienen a una reunión donde no se escucha el hablar en lenguas ni hay ninguna manifestación de los “dones espirituales”. Sin embargo, en el Nuevo Testamento sólo un porcentaje muy bajo de versículos menciona el hablar en lenguas. En cambio, hay muchísimos versículos que hablan del Cristo que mora en nosotros. Esto nos muestra la astucia de Satanás. Por un lado, el cristianismo fundamentalista exalta las enseñanzas; por otro, el cristianismo pentecostal enfatiza el hablar en lenguas. Incluso cuando el hablar en lenguas es falso, con todo, lo disfrutan, y aun si sus profecías no se cumplen, siguen adictos a ellas. Hace más de doce años, hubo algunos que profetizaron que la ciudad de Los Ángeles se hundiría en el océano. Si bien ésta profecía nunca se cumplió, muchos creyentes pentecostales siguen adictos a sus profecías. No estoy en contra de estas cosas, pero sí siento carga por los hijos de Dios.
Cuando Cristo entró a nosotros como nuestra vida, recibimos también Su naturaleza, la naturaleza de Su ser maravilloso. Antes de ser regenerados, sólo disponíamos de la naturaleza baja, caída y corrupta. Pero cuando fuimos regenerados, la naturaleza más elevada fue añadida a nuestro ser. Ahora en nosotros está la naturaleza misma de la persona de Cristo. A fin de entender cómo opera esta maravillosa naturaleza, tomemos como ejemplo a un bebé. Cuando uno pone algo dulce en su boca, espontáneamente él se lo come. Pero si le damos a probar algo amargo, inmediatamente lo rechaza. ¿Quién le enseña esto al bebé? Nadie. Mientras esté vivo, él no necesita que nadie le enseñe lo que es dulce o amargo. La reacción de un bebé a lo dulce y lo amargo no tiene nada que ver con el conocimiento, sino con el sentido del gusto, que es conforme a su naturaleza. Un bebé posee la naturaleza humana, a la cual le desagrada el sabor amargo. Podríamos decir que nuestra naturaleza “sabe” lo que le agrada y lo que le desagrada. Del mismo modo, por más infantiles que seamos en las cosas espirituales, mientras estemos en Cristo, tenemos una naturaleza especial, que corresponde a la vida divina. Al entrar Cristo en nosotros, Él introdujo en nuestro ser una vida maravillosa y Su respectiva naturaleza. Y dicha naturaleza no es meramente divina, pues se trata de la naturaleza divina junto con la naturaleza humana elevada.
La operación que efectúa la ley de vida se refiere a la función que realiza la naturaleza de esta vida. Cada tipo de vida tiene una ley. La ley de cierta vida se refiere a las capacidades propias de dicha vida. Estas capacidades son innatas y se manifiestan de forma espontánea, automática, constante e inmediata. Sin excepción, esta ley opera igual en todos los casos. En tanto que usted esté vivo, las capacidades propias de la vida humana se hallan en usted. Si un bebé llega a morir, no reaccionará más al sabor dulce o amargo de los alimentos. Pero mientras esté vivo, será capaz de discernir los distintos sabores puesto que cuenta con las capacidades inherentes a la vida humana. Cuando Jesucristo nuestro Señor entró en nosotros, Él infundió en nuestro ser Su naturaleza maravillosa. Por lo tanto, la operación que realiza la ley de vida son todas las actividades y funciones que realiza esta naturaleza. Esta naturaleza opera automáticamente en nosotros, y no requiere de enseñanzas sino que depende únicamente de la vida.
Antes de ser salvos, todos nosotros hicimos cosas indebidas como por ejemplo: apostar, beber, fumar, bailar e ir al cine. Pero inmediatamente después que fuimos salvos, comenzamos a percibir algo que nos hacía sentir incómodos interiormente y desaprobaba ciertas actividades nuestras. Aunque quizás seguimos yendo a bailes, sin embargo esa actividad nos dejó un mal sabor en nuestro interior. Antes de ser salvos, nos sentíamos muy bien al respecto, pero ya no nos sentimos así. Todos hemos tenido esta clase de experiencia. Si usted no ha experimentado esto, dudo que haya sido salvo. Esta experiencia se debe a la función que realiza la naturaleza de la vida divina, la cual es simplemente Cristo mismo forjado en nuestro ser. Esta función no es otra cosa que la operación que realiza la ley de vida. Usted no necesita que nadie le enseñe. De hecho, puesto que la naturaleza de Cristo opera en usted, ni siquiera necesita que Él le diga que hacer. Volviendo a nuestro ejemplo, ya que una madre ha impartido su naturaleza a su bebé, y ya que esta naturaleza opera en él, no se necesita que nadie le enseñe al bebé cómo debe reaccionar a los sabores amargos. La naturaleza humana que el bebé posee opera automáticamente. Esta función no es más que la operación que realiza la ley de la vida humana. Asimismo, la función que desempeña la naturaleza de la vida de Cristo en nuestro ser es sencillamente la operación que realiza la ley de la vida divina. Esto no tiene nada que ver con enseñanzas ni con milagros.
Cuando Cristo entró en nosotros, no sólo nos impartió Su naturaleza sino también Su propia Persona. Nada nos causa más molestias que una persona. No me gusta vivir solo, más bien, prefiero tener al menos dos o tres personas viviendo conmigo. Sin embargo, vivir con otros nos causa muchas molestias. Cuando Cristo entró en nosotros, Él entró para ser una Persona. ¿Se ha dado cuenta que el Cristo que está en usted es una Persona viviente que lo “perturba” continuamente? Por supuesto, es muy positivo que Él nos perturbe, pues esto nos trae mucho provecho. De todos modos, no deja de ser una molestia para nosotros. Antes de ser salvos, nos sentíamos libres para hacer lo que quisiéramos. Por ejemplo, tal vez sentíamos libertad para salir a bailar. Pero después de ser salvos, y especialmente después de que entramos en la vida de iglesia, la Persona viviente de Cristo empezó a incomodarnos. Cada día, Él nos incomoda interiormente.
La Biblia usa un término especial para referirse al mover de la Persona de Cristo en nosotros: la unción (1 Jn. 2:27). No es fácil entender lo que significa la unción. La unción que permanece en nosotros es una Persona que actúa constantemente en nosotros. Esta Persona es Cristo mismo. Además, esta unción nos enseña. Dentro de cada uno de nosotros hay algo que se llama la unción, la cual nos enseña. Por consiguiente, dentro de nosotros está tanto la naturaleza de Cristo como Su propia Persona.
La unción es el mover del ungüento en nuestro interior. En tipología, el ungüento estaba compuesto de aceite de oliva y de algunas especias muy finas (Éx. 30:22-25). El principal elemento de este compuesto era el aceite, al cual se le añadían otros ingredientes. Cuando el tabernáculo, los utensilios del mismo y los sacerdotes eran ungidos, todos los componentes de este ungüento quedaban sobre la persona o cualquier cosa que se ungía. En tipología, este ungüento representa a Cristo. El Cristo que ahora mora en nuestro espíritu es un ungüento que se compone del Espíritu de Dios y otros elementos. Como el ungüento, Él se mueve y vive en nosotros día tras día. A medida que este ungüento se mueve en nuestro interior, nos imparte enseñanzas vivas. Ésta es la manera en que Cristo nos enseña.
Cuando Cristo entró en nosotros, nos impartió Su naturaleza maravillosa. Todo lo que esta naturaleza hace en nosotros corresponde a la operación de la ley de vida. Cristo también está en nosotros como el ungüento que nos unge continuamente. Esta unción nos proporciona una sensación agradable y placentera. Cada vez que el Señor Jesús nos enseña interiormente, Su enseñanza es Su misma unción, la cual nos da una sensación agradable y placentera. Como cristianos, todos experimentamos la operación automática, espontánea, constante e inmediata de la ley de vida, la cual opera según la naturaleza maravillosa de Cristo, y disfrutamos de la unción, la cual se mueve en nosotros conforme a la Persona de Cristo.
Usemos nuevamente el ejemplo de salir de compras. Salir de compras es como ir al infierno. Hace más de dos años que no salía de compras y recientemente tuve que ir a comprar una lámpara. En la tienda vi algunas lámparas muy lujosas, pero éstas no le gustaron a mi maravillosa naturaleza. De hecho, experimenté un sabor amargo. Otras lámparas me sabían a ajo, y mi sentido interior del gusto no podía tolerarlas. Cuando las hermanas van a los grandes almacenes, muchas veces su paladar interior les prohíbe comprar cierto artículo. Esto se debe a la maravillosa naturaleza que está en ellas. Hace cincuenta años, quizá habría sido capaz de comprar una lámpara lujosa. Pero si tratara de hacerlo hoy, la naturaleza de la vida que poseo me incomodaría y no me dejaría dormir en toda la noche. Todos tenemos esta naturaleza, la cual opera en nosotros de forma automática. Si usted trata de suprimirla, se levantará aún con más fuerza, porque cuanto más usted la reprime, más manifiesto hace su sentir. Todos hemos experimentado la operación de la ley de vida.
Como hemos visto, en nuestro interior no sólo se halla esta naturaleza, sino también una Persona. Si yo he de salir de compras hoy o no, eso no depende de la naturaleza que opera en mí, sino de la enseñanza de la unción. Dentro de nosotros está una Persona viviente que vive y actúa constantemente. A medida que vive y se mueve en nosotros, nos enseña. Así que, antes de salir de compras, debemos abrir nuestro ser al Señor, y decirle: “Señor, soy uno contigo, y sé que Tú eres uno conmigo. Señor, ¿quieres Tú salir de compras conmigo esta mañana?”. Si hacemos esto, percibiremos la unción en nuestro interior. Ésta es la Persona viviente que actúa en nuestro interior. A medida que esta querida Persona opera en nosotros, experimentamos una sensación agradable y placentera. ¡Cuán agradable es esta sensación! En realidad, lo que importa no es si vamos de compras o no, sino que por haber acudido al Señor y haber tenido comunión con Él, experimentamos la unción. Cada vez que estamos bajo Su unción, sabemos exactamente lo que debemos hacer. Si damos un paso que Él no quiere que demos, la unción se detendrá, y disminuirá la sensación de satisfacción y alivio. Entonces entenderemos que no debemos proseguir. En esos momentos debemos decir: “Señor, soy uno contigo. Si Tú no quieres ir allí, yo tampoco”. Si hacemos esto, experimentaremos de nuevo la unción y la sensación de bienestar.
Cristo nos enseña interiormente mediante la unción, la cual vive y se mueve en nosotros. En nuestro interior está una Persona viva que no cesa de enseñarnos. A veces mientras tenemos comunión con los santos, percibimos que la unción interna se detiene. Si sentimos esto, no debemos seguir hablando. Tal vez hayamos dicho sólo la mitad de una frase; pero si sentimos que la unción cesa, no debemos concluirla. Simplemente debemos ser uno con la unción interior. Sin embargo, muchas veces no prestamos atención a la unción, y hacemos lo que queremos. De joven le dije al Señor en muchas ocasiones: “Señor, te pido que por favor me perdones y me dejes hacer esto una vez más”. Después le decía: “Señor, déjame hacer esto una vez más”. Muchos jóvenes han hecho lo mismo. Quizás algunas hermanas hayan dicho: “Señor, yo sé que Tú no quieres que yo salga de compras, pero por favor, déjame ir sólo una vez más”. Cada vez que hacemos esto, caemos en muerte, y pueden incluso pasar varios días antes de que volvamos a sentirnos vivientes.
No estamos hablando aquí de enseñanzas ni de milagros, sino de cómo vivir a esta Persona maravillosa de una manera normal. Yo vivo en completa armonía con la ley de vida, y me conduzco, actúo y comporto conforme a la unción. No necesito que nadie me enseñe. La maravillosa naturaleza de la vida de Cristo y la unción de la Persona de Cristo, son más que suficientes para vivir una vida cristiana normal. Esto nos llevará a tener más comunión con el Señor y a crecer en la vida divina. El Cristo que mora en nuestro interior se extenderá en cada parte de nuestro ser, y estaremos en el proceso de transformación que Dios efectúa en nosotros. También experimentaremos la vida de iglesia y la verdadera edificación. De este modo, nos prepararemos para el regreso del Señor.