Mensaje 40
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En este mensaje llegamos al segundo factor de la unidad genuina. El primer factor tiene que ver con estar en el nombre del Padre por la vida eterna, y el segundo, con estar en el Dios Triuno mediante la santificación de la santa palabra (Jn. 17:14-21). La santa palabra es la que santifica. La segunda etapa, o el segundo terreno de la unidad es la separación del mundo mediante la palabra. Aunque todos nacimos del mismo Padre y en la misma familia, es lamentable que muchos hermanos y hermanas no se encuentran en casa, sino que han sido atraídos por las cosas mundanas, tales como surfing, el cine, los deportes o incluso los juegos de azar. Si hemos sido atraídos por tales cosas, aunque seamos hijos del mismo Padre y tengamos la misma vida, nos será difícil mantener una unidad genuina, porque aún estamos en el mundo y no hemos sido santificados. Después de haber nacido de nuevo como hijos de Dios, debemos ser separados del mundo por la santa palabra del Señor, la cual tiene el poder santificador que nos separa del mundo. Una vez que hayamos sido separados del mundo por la santa palabra, podremos centrarnos para tener la verdadera unidad.
En el versículo 14 el Señor dijo: “Yo les he dado Tu palabra”. El Señor ha dado a los creyentes dos clases de palabras: el lógos, la palabra constante (Jn. 17:14, 17), y el réma, la palabra para el momento (Jn. 17:8). Ambas clases de palabras son santas y tienen el poder santificador para separar a los creyentes del mundo. Cuanto más recibimos la palabra constante del Señor o la palabra que nos habla para el momento, más somos santificados. Cuanto más somos nutridos, saturados e impregnados con estas palabras, más santos llegamos a ser. Y cuanto más participamos de la santidad, más estamos en la unidad genuina.
En 1 Jn. 5:19 dice que todo el mundo está en el maligno. El maligno es el diablo, y el mundo es un sistema maligno arreglado sistemáticamente y gobernado por el diablo, Satanás (Jn. 12:31). Satanás ha sistematizado todas las cosas de la tierra, especialmente todo lo relacionado con la humanidad, y las cosas del aire, formando un reino de tinieblas para usurpar a los hombres, distraerlos del disfrute de Dios e impedir que cumplan el propósito de Dios. Cada aspecto del mundo, sin importar de qué se trate, pertenece a este sistema satánico. Ya que todo el mundo está en el maligno, los creyentes deben ser guardados del maligno (Jn. 17:15), y ellos necesitan pedir que sean librados del maligno (Mt. 6:13).
Los creyentes no son del mundo (Jn. 17:14, 16), sino que están separados del él (Jn. 17:19). No han sido quitados del mundo (Jn. 17:15), sino enviados a éste (Jn. 17:18) para cumplir la comisión del Señor (v. 18). El versículo 18 dice: “Como Tú me enviaste al mundo, así Yo los he enviado al mundo”. El Padre envió al Hijo al mundo, con el Padre mismo como vida y todo para el Hijo. De la misma manera, el Hijo envía a Sus creyentes al mundo consigo mismo como la vida y todo para ellos, o sea, que Él envía a los discípulos de la misma manera que el Padre lo envió a Él. Cuando vine a este país, tuve el profundo sentir dentro de mi ser de que el Señor me había enviado, y pude decirle: “Señor, Tú me enviaste a este país. Ya que Tú me has enviado, debes venir conmigo. Señor, si Tú no vas, yo tampoco iré”. Ésta es la manera en que el Señor nos envía al mundo para Su testimonio.
En el versículo 17 el Señor oró: “Santifícalos en la verdad; Tu palabra es verdad”. La palabra del Padre conlleva la realidad del Padre. Cuando la palabra dice: “Dios es luz”, transmite a Dios como la luz. Por lo tanto, la palabra de Dios es la realidad, la verdad, a diferencia de la palabra de Satanás, la cual es vanidad, una mentira (8:44). La palabra, que es la verdad, trabaja como realidad en los creyentes para santificarlos.
La palabra viviente de Dios obra en los creyentes separándolos de todo lo mundano, separándolos del mundo y su usurpación y apartándolos para Dios y Su propósito, no solamente en posición (Mt. 23:17, 19), sino también en cuanto a su manera de ser (Ro. 6:19, 22). Esto es lo que significa ser santificado por la palabra del Señor, la cual es la verdad y la realidad. Esta santificación no sólo cambia nuestra posición, sino también nuestra manera de ser, nuestro ser interior. En la Biblia la santificación tiene dos aspectos: uno se relaciona con nuestra posición, y el otro con nuestro modo de ser. En Mateo 23:17 vemos que el oro es santificado al ser puesto en el templo. Cuando el oro está en el mercado, es común y profano, pero cuando es introducido en el templo, su posición cambia e inmediatamente es santificado; llega a ser el oro santo que está en el templo santo. Pero esta clase de cambio no afecta la naturaleza ni el elemento del oro; al contrario, sólo cambia su posición. Por esto, decimos que está santificado en cuanto a su posición. Algunos cristianos solamente ven este aspecto de la santificación; no ven nada con respecto a la santificación en su manera de ser. En 1 Tesalonicenses 5:23 dice: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y vuestro espíritu y vuestra alma y vuestro cuerpo sean guardados perfectos e irreprensibles para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Aquí se nos dice que nuestro espíritu, alma y cuerpo deben ser santificados. Esto no se refiere a santificarnos con respecto a nuestra posición, sino a nuestra manera de ser. La santificación mencionada en Juan 17 implica ambos aspectos, porque para mantener la unidad, debemos ser santificados tanto en posición como en nuestro modo de ser.
El versículo 19 dice: “Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad”. Aunque el Hijo es completamente santo en Sí mismo, para establecer un ejemplo de santificación para Sus discípulos, Él se santificó a Sí mismo en cuanto a Su manera de vivir mientras estuvo en la tierra. Veamos la manera como el Señor se puso en contacto con la mujer samaritana (4:5-7). Él no se encontró a solas con ella de noche en una casa privada, sino a pleno día y al aire libre. En lo que al Señor se refiere, Él podía haberse reunido con la mujer samaritana, quien era una persona inmoral, en cualquier lugar y a cualquier hora. Pero como un hombre de apenas un poco más de treinta años de edad, no habría sido un buen ejemplo para Sus discípulos hablar con ella de forma privada en su casa y de noche. Si Él hubiera hecho eso, los discípulos se habrían confundido. A fin de establecer un buen ejemplo para ellos, Él actuó de una manera santificada. Este ejemplo fue una gran ayuda para Sus discípulos. No está bien que ningún predicador joven tenga contacto con una mujer en privado de noche, debido a que en ello hay mucha tentación. Hacer tal cosa no es santo, sino mundano. Miren el ejemplo del Señor Jesús: Él habló con Nicodemo, un caballero de edad avanzada, de noche y en una casa privada (3:1-2), pero con la samaritana, una mujer inmoral, habló a la luz del día y en un lugar público. Al hacer esto, el Señor se santificó a Sí mismo y estableció un principio para que Sus discípulos lo siguieran.
El versículo 21 dice: “Para que todos sean uno; como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros; para que el mundo crea que Tú me enviaste”. La palabra Nosotros en este versículo se refiere al Dios Triuno. Todos los creyentes son uno en el Dios Triuno. Para llegar a ser uno en el Dios Triuno, debemos ser santificados por la santa palabra. Sólo después de haber sido santificados, es decir, separados del mundo por la santa palabra, disfrutaremos al Dios Triuno y seremos uno en Él. Si queremos estar en el Dios Triuno, primero debemos separarnos de las playas, de las salas de cine, de los estadios de fútbol, de los casinos, de los lugares de juegos de azar y de todo lugar mundano, y apartarnos para el Dios Triuno. Muchos cristianos aún no han sido apartados para Dios. Dado que ellos todavía asisten a lugares mundanos, ¿cómo pueden ser uno? En cuanto a la vida, ustedes son hermanos; pero ¿dónde se encuentran? Nosotros tenemos que separarnos de todos los entretenimientos mundanos santificándonos para Dios. En el Dios Triuno, esto es, en el Padre y por el Hijo como el Espíritu, seremos uno.
El segundo aspecto de la unidad de los creyentes es la unidad que tenemos en el Dios Triuno mediante la santificación por la santa palabra. En este aspecto de la unidad, los creyentes, habiendo sido separados del mundo para Dios, disfrutan al Dios Triuno como el factor de su unidad. Para mantener esta unidad, debemos primero ocuparnos de la realidad de la vida divina y después de la santificación por la santa palabra. Ésta nos separa del mundo y nos restaura para el Padre y para Su casa. Aunque muchos hermanos han sido distraídos por el mundo durante los últimos años, agradecemos al Señor que muchos de ellos ya han sido recobrados para la vida de iglesia por medio de la santa palabra. Tanto la vida divina como la santa palabra son necesarias para lograr la unidad genuina, la cual produce la verdadera edificación de la iglesia.
Ahora llegamos al tercer factor de la unidad genuina de los creyentes: la unidad en la gloria divina para la expresión del Dios Triuno (vs. 22-24). Ya vimos que el primer terreno de la unidad es la regeneración, la cual es recibir la vida del Padre, y el segundo terreno es la santificación, esto es, ser separado de todo lo que no sea Dios. El mundo es simplemente todo lo que está fuera de Dios. Cuando dejamos todo lo que no es de Dios y nos apartamos para Él, estamos entonces en el terreno de la santificación, siendo separados de todos los lugares y cosas mundanas para estar en éste centro único. Y este centro es el Dios Triuno: el Padre en el Hijo como el Espíritu. Hemos sido santificados a este centro, y aquí está la unidad. El tercer terreno de esta unidad es todavía más profundo y elevado que el anterior. Es la unidad que se tiene en la manifestación de la gloria divina. Después de ser regenerados, debemos ser santificados renunciando al mundo; después de ser separados del mundo, debemos de negar nuestro yo para vivir por medio de Cristo como nuestra vida, quien es la esperanza de gloria en nosotros (Col. 1:27).
El versículo 22 dice: “La gloria que me diste, Yo les he dado, para que sean uno, así como Nosotros somos uno”. ¿Cuál es la gloria que el Padre dio al Hijo? Es la filiación con la vida y la naturaleza divinas del Padre (5:26), la cual tiene como fin expresar al Padre en Su plenitud (1:18; 14:9; Col. 2:9; He. 1:3). El Señor Jesús tiene la vida y la naturaleza de Dios, las cuales lo hacen que sea el Hijo de Dios y la manifestación de Dios. Por lo tanto, la gloria que Dios dio al Hijo es la vida y la naturaleza divinas, las cuales hacen que el Hijo sea la expresión y manifestación de Dios. La vida y la naturaleza del Padre fueron dadas al Hijo para que expresara al Padre en Su plenitud. Supongamos que el presidente de los Estados Unidos encarga a su propio hijo que nos visite en representación suya. Cuando el hijo del presidente llega, traerá consigo cierta gloria, la gloria de la representación de su padre, el presidente de los Estados Unidos.
El Hijo les ha dado a Sus creyentes la misma gloria que el Padre le ha dado a Él, para que ellos también puedan tener la filiación con la vida y la naturaleza divinas del Padre (Jn. 17:2; 2 P. 1:4), a fin de expresar al Padre en el Hijo en Su plenitud (Jn. 1:16). La gloria que primero fue dada al Hijo, ha sido ahora otorgada a la filiación corporativa. Ahora nosotros, como Sus muchos hijos, tenemos la filiación divina con la vida y la naturaleza divinas, para expresar al Padre en el Hijo con toda Su plenitud. ¡Qué gloria es ésta!
Muchos cristianos tienen un concepto vano e imaginario de la gloria, pensando que es simplemente un brillo o resplandor objetivo en el aire, en el que algún día hemos de entrar. Según este concepto, cuando entramos en este brillo o resplandor, entramos en la gloria; pero esto es sólo un sueño. ¿Qué es la gloria? La gloria es la filiación con la vida y la naturaleza divinas con las cuales expresamos al Padre en toda Su plenitud. A menudo, cuando la reunión es muy buena, tenemos la sensación de que estamos en esta gloria.
Si hemos de ser uno en la gloria divina, debemos negarnos y olvidarnos de nosotros mismos. Ya no debo vivir yo, mas Cristo debe vivir en mí (Gá. 2:20). Puesto que el “yo” ha sido crucificado, debemos negarnos a nosotros mismos para que Cristo viva en nosotros. Debemos no solamente renunciar al mundo, sino también a nosotros mismos. Por un lado, hemos sido santificados y separados de muchas cosas y lugares mundanos, y hemos llegado a nuestro verdadero hogar, la casa del Padre. Pero por otro lado, cada uno de nosotros tiene sus propias ideas, conceptos y opiniones. Si ésta es la situación, ¿cómo podemos ser uno? En un tiempo estuvimos dispersos en diferentes lugares mundanos, pero ahora, aunque hemos regresado al hogar, es posible que todavía tengamos problemas con el yo. Por esta razón, ya no debemos vivir por nuestra propia vida, sino por la vida de la gloria, la vida divina. Después de ser regenerados, debemos ser santificados y luego glorificados. En otras palabras, después de recibir la vida de Dios, debemos renunciar al mundo, y después de renunciar al mundo, debemos negarnos a nosotros mismos y vivir por la vida divina. Entonces, en la gloria de esta vida seremos uno. Por lo tanto, hay tres terrenos, o pasos, de la unidad de los creyentes: la regeneración, la santificación y la glorificación. El primer paso es tener a Dios como nuestro Padre por medio de la regeneración; el segundo es ser separados del mundo y apartados para el Dios Triuno mediante la santa palabra; y el tercero es vivir por la vida divina de gloria al negar nuestro yo. Es cuando apliquemos y experimentemos la vida divina de gloria que seremos uno.
A fin de participar en esta unidad el Hijo les dio tres cosas a los creyentes: la vida eterna para el primer aspecto de la unidad (v. 2), la santa palabra para el segundo aspecto de la unidad (vs. 8, 14), y la gloria divina para el tercer aspecto de la unidad (v. 22). Es posible que tengamos la vida divina y seamos separados del mundo por medio de la palabra santa, y aun así no estemos resplandeciendo con la gloria de Dios. Cuando comprendamos que con la filiación obtenemos la vida y la naturaleza divinas con las cuales podemos expresar al Padre en Su plenitud, brillaremos con la gloria. En ese momento nuestra unidad no sólo será en la vida eterna y por la santa palabra, sino que también tendrá la gloria divina para expresar a Dios. Ahora vemos que nuestra unidad tiene una meta: expresar a Dios el Padre en Su plenitud, y lo podemos hacer aun durante esta era tan oscura y en esta tierra tan corrupta. En algunas ocasiones en las iglesias locales hemos experimentado esta glorificación. Hemos estado en Su gloria santa, Su gloria divina, expresando al Padre en toda Su plenitud. Al leer lo que el Señor oró en Juan 17, necesitamos ver que la unidad genuina se realiza por Su vida, por Su palabra y en la gloria divina con miras a la expresión de Dios.
En el versículo 23 el Señor dice: “Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad, para que el mundo conozca que Tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a Mí me has amado”. ¿Cómo podemos ser perfeccionados en unidad? Únicamente en la gloria de la vida divina. Debemos vivir por esta gloriosa vida divina de tal modo que podamos ser completamente perfeccionados en la gloria de la vida divina. Al negarnos a nosotros mismos, podemos experimentar la vida divina a tal grado que seamos perfeccionados en unidad. Si los hermanos en la vida de iglesia argumentan y discuten unos con otros un día, y al siguiente día admiten su error y se disculpan entre sí, esto demuestra que no han sido perfeccionados en unidad. El día que ellos entiendan plenamente lo que pasó en la crucifixión, que el “yo” ha sido crucificado y que ellos viven por la vida de la gloria divina, ése será el día en que todos ellos serán perfeccionados en unidad. Cuando ese día llegue, ninguno discutirá ni disputará más, porque el yo y las opiniones habrán terminado. Entonces seremos perfeccionados en unidad.
Si no hemos llegado al punto de estar en la gloria divina, no hemos sido aún plenamente perfeccionados en unidad. Pero cuando lleguemos a este punto, estaremos en el nivel más alto de la unidad y habremos sido perfeccionados en la unidad por la gloria divina que es dada a los creyentes para que expresen al Dios Triuno de una forma corporativa. Cuando lleguemos a este punto, estaremos dispuestos a renunciar a todo. No sólo abandonaremos todas las atracciones mundanas, sino también a todas las doctrinas y conceptos. Abandonaremos todo y nos dedicaremos a una sola cosa: la gloriosa expresión del Dios Triuno. Esta expresión es una miniatura de la Nueva Jerusalén. En la Nueva Jerusalén no habrá diversiones mundanas, doctrinas, enseñanzas, conceptos ni opiniones. Únicamente habrá la gloriosa expresión del Ser Divino. Todos estaremos en esa gloria para expresarle adecuadamente para siempre. En el pasado, llegamos a experimentar esta etapa en algunas de las iglesias locales. Por la gracia del Señor, hoy también podemos llegar a esa etapa. Tal unidad es el verdadero disfrute de la gloria divina en la expresión corporativa del Dios Triuno. Cuando entramos en esta unidad tan gloriosa, estamos dispuestos a perderlo todo, incluso nuestras vidas. Cuando estamos en esta unidad, nada es más importante. Este tercer aspecto de la unidad genuina es la unidad con una comisión, con una meta: expresar al Dios Triuno de una manera corporativa.
El tercer aspecto de la unidad de los creyentes es la unidad que se tiene en la gloria divina para expresar corporativamente al Dios Triuno. En este aspecto los creyentes, habiendo negado completamente su yo, disfrutan la gloria del Padre como el factor de su unidad perfeccionada, y así expresan a Dios de una manera corporativa, de una manera edificada. Ésta es la unidad de la comisión divina, la cual cumple la oración del Hijo de ser completamente expresado, es decir, glorificado, en la edificación de los creyentes, y que el Padre sea plenamente expresado, glorificado, en la glorificación del Hijo. Por lo tanto, la unidad máxima de los creyentes está en la vida eterna (en el nombre del Padre), se da mediante la santa palabra, y está en la gloria divina que expresa al Dios Triuno por la eternidad.
El Padre dio seis cosas al Hijo para que Él llevara a cabo la unidad; éstas son: la potestad (v. 2), los creyentes (vs. 2, 6, 9, 24), la obra (v. 4), las palabras (v. 8), el nombre del Padre (vs. 11, 12) y la gloria del Padre (v. 24). El Padre dio todo esto al Hijo para que Él pudiera perfeccionar la unidad.
La última parte del versículo 23 dice: “Para que el mundo conozca que Tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a Mí me has amado”. Aquí vemos el amor que el Padre mostró hacia el Hijo y hacia Sus creyentes. El Padre amó al Hijo en el sentido de que le dio Su vida, Su naturaleza, Su plenitud y Su gloria para que el Hijo lo expresara. ¡Qué amor es éste! De la misma manera, el Padre amó a los creyentes del Hijo, dándoles Su vida, Su naturaleza, Su plenitud y Su gloria a fin de que ellos lo expresaran a Él en el Hijo. Ésta es una historia de amor y también de gloria. Muy pocos de nosotros valoramos este amor, el amor del Padre al darnos Su vida, Su naturaleza, Su plenitud y Su gloria para que le expresemos. Éste es el verdadero amor. Es mucho mejor y mucho más elevado que cualquier otra cosa.
El versículo 24 dice: “Padre, en cuanto a los que me has dado, quiero que donde Yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean Mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”. El Hijo está en la gloria divina para la expresión del Padre. Por lo tanto, si los creyentes del Hijo estarán con Él donde Él esté, ellos deben estar con Él en la gloria divina para expresar al Padre. El cumplimiento de este hecho comenzó con la resurrección del Hijo, cuando Él llevó a Sus creyentes a participar de Su vida de resurrección, y tendrá su consumación en la Nueva Jerusalén, cuando Sus creyentes sean completamente introducidos en la gloria divina para la máxima expresión corporativa del Dios Triuno por la eternidad.
Nosotros estamos donde está el Hijo. El Hijo está en el Padre, y nosotros también estamos en el Padre. Además, el Hijo está en la gloria del Padre, y nosotros también estamos en la gloria del Padre. El Hijo pasó por la muerte y la resurrección para que nosotros pudiéramos participar de la vida, naturaleza, plenitud y gloria del Padre, y para que expresemos al Padre juntamente con Él, en el mismo lugar donde Él está. ¡Esto es maravilloso! El Hijo está en la gloria para la expresión del Padre, y los creyentes también estarán en la gloria para la expresión corporativa del Dios Triuno por la eternidad. Para mí, esto es inmensamente mejor que ir al cielo. Finalmente, la Nueva Jerusalén descenderá del cielo (Ap. 21:2). No me gustaría estar en un cielo vacío; prefiero estar en la Nueva Jerusalén, en la gloriosa expresión corporativa del Dios Triuno.
En los versículos 25 y 26 el Señor oró: “Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, Yo te he conocido, y éstos saben que Tú me enviaste. Y les he dado a conocer Tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y Yo en ellos”. El mundo ni conoce al Padre ni quiere conocerle, pero el Hijo y los creyentes sí. El Padre se muestra justo al amar al Hijo y a Sus creyentes, dando Su gloria tanto al Hijo como a los creyentes. Al santificar a los creyentes del Hijo, el Padre es santo (v. 11), y al amar al Hijo y a Sus creyentes, y al darles Su gloria, el Padre es justo. A las personas mundanas el Padre no les revelará nada de lo que se relacione con la vida, porque no lo conocen. Sin embargo, ha revelado todo lo relacionado con la vida al Señor Jesús y a Sus creyentes, porque el Señor y Sus creyentes sí conocen al Padre. De manera que el Padre se muestra justo en Su discernimiento, porque debido a Su justo juicio Él nos revela los asuntos relacionados con la vida. Dios es justo en este respecto.
El amor mencionado en el versículo 26 es el amor del Padre al dar Su vida y Su gloria al Hijo y a los creyentes del Hijo, para que ellos le puedan expresar. El Hijo oró para que así como Él permanece en los creyentes, este amor también permanezca en ellos, y para que ellos siempre tengan un sentir de este amor al conocer el nombre del Padre, al darse cuenta del amor que el Padre tiene por el Hijo y al permanecer en el Hijo.