Mensaje 6
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Lectura bíblica: Lv. 1:5-17; 6:10-11; 7:8
Lo más crucial que debemos interpretar y entender acerca del holocausto es la diferencia que existe en la manera en que éste era ofrecido. Por muchos años los maestros de la Biblia han resaltado la diferencia que había en el tamaño de la ofrenda: el novillo era la ofrenda más grande; el cordero o la cabra le seguía en tamaño; y un par de aves era la ofrenda más pequeña. Es fácil ver que hay una diferencia en tamaño, pero no es fácil percatarnos de la diferencia en la manera en que estas ofrendas eran ofrecidas, pese a que ello se describe claramente en Levítico 1. Aun si viéramos las diferentes maneras en que se ofrecía el holocausto, probablemente nos resultaría difícil comprender la importancia de esta diferencia.
Para entender el significado del holocausto debemos comprender que cada vez que presentamos un holocausto, repasamos la experiencia que hemos tenido en nuestra vida cotidiana. Puesto que el holocausto, en un sentido subjetivo, está totalmente relacionado con nuestra vida diaria, con nuestro andar diario, presentar el holocausto equivale a hacer una demostración, una exhibición, de nuestra experiencia cotidiana. Si a diario y a cada hora llevamos una vida en la que experimentamos a Cristo, tendremos entonces a Cristo como nuestro holocausto, el cual podremos ofrecer a Dios. Sin embargo, si no experimentamos a Cristo en nuestro andar diario, no podremos tenerlo a Él como nuestro holocausto y, en tal caso, únicamente podremos ofrecerlo como ofrenda por las transgresiones. El punto aquí es que no podremos ofrecer a Cristo como holocausto si no vivimos a Cristo ni le experimentamos en nuestro andar diario.
Consideremos las experiencias de tres hermanos. El primer hermano experimenta a Cristo como novillo; el segundo experimenta a Cristo como cordero o cabra; y el tercero experimenta a Cristo como un par de aves.
El hermano que experimenta a Cristo como novillo vive a Cristo en todo momento, en todo aspecto y en su relación con todos. Al vivir a Cristo, él primeramente experimenta la crucifixión de Cristo; él experimenta la degollación de Cristo en la cruz. Esto es experimentar verdaderamente la muerte de Cristo, la verdadera experiencia de ser conformados a la muerte de Cristo (Fil. 3:10). Este hermano experimenta la muerte de Cristo en la relación con sus padres, con su esposa y con sus hijos. En su vida diaria, él es verdaderamente conformado a la muerte de Cristo.
Al experimentar la muerte de Cristo de esta manera, este hermano también experimentará el hecho de que Cristo fue despojado de Su belleza externa. En los cuatro Evangelios vemos que mientras nuestro Señor vivió en la tierra, Él tuvo la experiencia de ser despojado de Su belleza externa. Esto significa que Él fue despojado de la expresión externa de Sus virtudes humanas, algo que está muy relacionado con Su muerte. Por consiguiente, a medida que este hermano experimenta el ser conformado a la muerte de Cristo, espontáneamente experimenta el hecho de que Cristo fue despojado de Su belleza externa. Esta experiencia en realidad equivale a ser objeto de mala fama (2 Co. 6:8). El Señor Jesús fue objeto de mala fama muchas veces, y todas estas calumnias lo despojaron del aspecto externo de Sus virtudes humanas.
Además, a medida que este hermano sea conformado a la muerte de Cristo, también será cortado en trozos. Esto significa que él experimentará lo mismo que Cristo experimentó cuando fue cortado en trozos. Este tipo de experiencia quizás sea lo contrario de lo que esperamos. Tal vez pensemos que cuanto más amemos al Señor y temamos a Dios, más bendiciones recibiremos. Consideremos el caso de Juan el Bautista, el precursor del Señor Jesús. En lugar de recibir bendiciones, Juan fue encarcelado y decapitado. Consideremos también el caso del propio Señor Jesús. ¿Cuánta bendición recibió Él? ¿Acaso no fue cortado en trozos? Los Evangelios revelan que, en lo referente a Su humanidad, el Señor Jesús fue cortado en trozos en todo sentido. Ni un solo aspecto de Su vida humana quedó entero; al contrario, todo aspecto de Su vida humana fue cortado en trozos. Por tanto, el Señor Jesús es el ejemplo único de uno que fue cortado en trozos en todo sentido.
Ser cortado en trozos también será la experiencia de los que siguen al Señor Jesús hoy en día. Por eso Pablo dice: “A fin de conocerle, y el poder de Su resurrección, y la comunión en Sus padecimientos, configurándome a Su muerte” (Fil. 3:10). Llevar una vida en la que somos conformados a la muerte de Cristo requiere el poder de Su resurrección, pues a medida que experimentemos el ser conformados a la muerte de Cristo, seremos cortados en trozos. Todo nuestro ser y toda nuestra vida serán cortados en trozos. El hermano que experimenta a Cristo como novillo tiene la experiencia de ser cortado en trozos.
A medida que dicho hermano lleve una vida en la que es conformado a la muerte de Cristo y es cortado en trozos, comprenderá que ciertamente necesita sabiduría. Una persona insensata no puede llevar una vida que concuerde con la experiencia de la vida de Cristo. Para llevar tal vida se requiere la sabiduría más elevada. La sabiduría humana no es lo suficientemente adecuada; de nada sirve. Esta clase de vida requiere la misma sabiduría con la cual se condujo Cristo cuando vivió en la tierra. Los cuatro Evangelios revelan que el Señor Jesús es la persona más sabia que jamás ha vivido. Todo cuanto Él hizo estaba bien y fue hecho en el momento preciso. Él nunca desperdició ninguna palabra, ni jamás hizo algo que fuera vano, imprudente o sin sentido. Él fue alguien que llevó una vida sabia en todo sentido.
Esta sabiduría es tipificada por la cabeza del novillo usado para el holocausto. El hermano que experimenta la misma vida que Cristo llevó en la tierra experimentará también la cabeza de Cristo; esto es, experimentará la sabiduría de Cristo. Supongamos que, conforme a la soberanía de Dios, la familia de este hermano, incluyendo a sus padres, su esposa y sus hijos, fuese una familia difícil. Al vivir en esta clase de entorno, él comprende que necesita la sabiduría de Cristo. Al relacionarse con los miembros de su familia, él experimenta espontáneamente la cabeza, la sabiduría, de Cristo. De este modo, la sabiduría con la cual se condujo Cristo en relación con Su familia, vendrá a ser la experiencia de este hermano en su vida diaria.
Asimismo, el hermano que ofrece a Cristo como novillo experimentará el lavamiento de las piernas y las partes internas del holocausto. Esto significa que el lavamiento continuo efectuado por el Espíritu Santo, quien es el agua, no permitirá que este hermano se contamine externa ni internamente. A medida que él lleva una vida en la que es conformado a la muerte de Cristo, experimentará al Espíritu Santo, el cual lo guardará, protegerá y resguardará de toda contaminación. El lavamiento del Espíritu Santo lo guardará de contaminarse externamente, y este lavamiento también anulará el factor contaminante de cualquier cosa que pueda entrar en él.
Cuando este hermano venga a la reunión de la iglesia para presentar a Cristo, él presentará a Cristo no sólo como ofrenda por las transgresiones, sino también como holocausto. Al presentar su holocausto, este hermano lo degollará, lo desollará, lo cortará en trozos y lavará sus piernas y sus partes internas. Tal degollación del holocausto será un repaso de las experiencias que él ha tenido de la muerte de Cristo. La acción de desollar la ofrenda y cortarla en trozos será una demostración, una exhibición, de las experiencias diarias que él ha tenido de los sufrimientos de Cristo. Asimismo, la acción de lavar la ofrenda será un repaso de las experiencias en las cuales el Espíritu Santo lo lavó interna y externamente, esto es, su experiencia del lavamiento que Cristo experimentó cuando estuvo en la tierra. Por consiguiente, la manera en que este hermano presente el holocausto será una demostración de su experiencia; será un repaso de su experiencia diaria. Sin esta experiencia diaria no habría nada que repasar, por lo cual no habría nada que exhibir o demostrar. Todo lo que el hermano hace al presentar el holocausto constituye un repaso, una exhibición y una demostración de las experiencias diarias que él ha tenido de Cristo. Sin embargo, lo que le ofrece a Dios no son sus experiencias, sino al Cristo que ha experimentado.
Levítico 1:4 dice que la ofrenda del ganado vacuno será aceptada a favor del oferente “para hacer expiación por él”. El versículo 5 continúa diciendo que después que el oferente degollaba la ofrenda, los sacerdotes “presentarán la sangre, y la rociarán sobre el altar y alrededor del mismo, el cual está a la entrada de la Tienda de Reunión”. Rociar la sangre tenía como finalidad hacer expiación, propiciación, lo cual todo oferente necesita. Puesto que a los ojos de Dios todavía tenemos deficiencias, todos necesitamos que se haga propiciación por nosotros. Por consiguiente, lo primero que hace el holocausto por el oferente es hacer propiciación por él, a fin de que Dios esté complacido y satisfecho con él.
Un hermano que ofrece a Cristo en calidad de cordero o cabra no es tan experimentado como el hermano que ofrece a Cristo en calidad de novillo, pero su ofrenda sigue siendo muy buena. El hecho de que él degüelle la ofrenda indica que también ha experimentado la crucifixión de Cristo. Sin embargo, esta ofrenda no es desollada. Puesto que la acción de desollar representa el ser despojado de la expresión externa de las virtudes humanas, el hecho de que no desuelle la ofrenda indica que este hermano no ha tenido la experiencia que Cristo tuvo al ser despojado de Su belleza externa, esto es, ser despojado de la expresión externa de Sus virtudes humanas; al respecto, este hermano no tiene nada que repasar ni exhibir cuando presenta su holocausto. No obstante, la ofrenda de este hermano es cortada en trozos, lo cual significa que, en alguna medida, él ha tenido la experiencia de ser cortado en trozos. Además, él ha experimentado de algún modo la cabeza de Cristo, la sabiduría de Cristo. Su acción de presentar a Cristo es, por tanto, un repaso, una exhibición y una demostración de las experiencias diarias que él ha tenido de Cristo.
Consideremos ahora el caso de un hermano que ofrece a Cristo como holocausto tipificado por las tórtolas o palominos. Éste es un hermano que quizás fue salvo recientemente. Él es muy ferviente y asiste a todas las reuniones de la iglesia. Sin embargo, en su vida cotidiana no aprecia el hecho de que, por causa de él, Cristo llevó una vida de absoluta entrega a Dios. Con el tiempo, él comienza a conocer a Cristo como Aquel que llevó tal vida, y empieza a apreciarlo en este aspecto. Puesto que, en cierta medida, siente aprecio por el Cristo que llevó una vida de absoluta entrega a Dios, él ahora trae una ofrenda a las reuniones, pero su ofrenda es un par de aves. Luego, los sacerdotes que sirven desnucan el ave, le quitan el buche y las plumas y la hienden por sus alas. Esto indica que cuando este hermano ofrece a Cristo como su holocausto, él no tiene nada que repasar o exhibir.
En la reunión de la mesa del Señor, raras veces oímos a alguien orar de tal modo que ofrezca a Cristo como holocausto, haciendo un rico repaso, exhibición y demostración de las experiencias diarias que haya tenido de Cristo. Esta carencia se debe a que no muchos entre nosotros tienen una experiencia rica de Cristo en Su crucifixión así como en el hecho de que Él fue despojado y cortado en trozos. Puesto que nuestra experiencia de Cristo no es completa, no tenemos mucho que repasar, exhibir y demostrar. En contraste con esto, a menudo la alabanza que se ofrece en la mesa del Señor consiste de oraciones que elevan algunos jóvenes fervientes al ofrecer a Cristo como un par de aves, sin que haya ningún repaso del proceso que consiste en degollar, desollar y cortar la ofrenda en trozos.
Los que presentan el holocausto en las reuniones de la iglesia no se ofrecen a sí mismos ni tampoco ofrecen su propia experiencia. Pablo, por ejemplo, no se ofreció a sí mismo ni tampoco ofreció sus propias experiencias del holocausto; más bien, él presentó al Cristo que había experimentado. Cuando ofrecemos el holocausto, no debemos ofrecer a Dios lo que somos ni tampoco nuestras propias experiencias; más bien, debemos ofrecerle a Dios el Cristo que es nuestro holocausto, pero dicha ofrenda no debe ser simplemente Cristo, sino el Cristo que hemos experimentado. No podemos ofrecerle a Dios un Cristo que no hayamos experimentado como holocausto. Por una parte, no debemos ofrecernos nosotros mismos ni nuestras experiencias; por otra, no debemos ofrecer simplemente a Cristo. Lo que debemos ofrecerle a Dios es el Cristo que hemos experimentado como holocausto en nuestra vida diaria.
Hemos señalado que la acción de degollar, desollar, cortar el holocausto en trozos y lavarlo denota las experiencias que el oferente tiene de lo que Cristo padeció y experimentó durante Su vida en la tierra y durante Su muerte en la cruz. Cuando el oferente presenta a Cristo como holocausto, él repasa su experiencia. Lo que él repase corresponderá a lo que ha experimentado de Cristo. Él ha experimentado a Cristo hasta cierto grado, y el repaso de sus experiencias equivaldrá a ese grado. Sin embargo, su repaso no es en sí la ofrenda; más bien, el repaso de su experiencia determina el tamaño de su ofrenda así como también la manera en que él la presenta.
El ofrecimiento del holocausto requería la participación de dos personas distintas; el oferente toma el primer paso, y el sacerdote toma el segundo paso. El oferente siempre actúa primero al traer la ofrenda a la Tienda de Reunión y, en el caso de las ofrendas del ganado y del rebaño, también cumple con lo requerido para preparar la ofrenda. Sin embargo, el oferente no tiene derecho a rociar la sangre, ni tampoco tiene derecho a presentar la ofrenda. Este servicio le corresponde al sacerdote que sirve, quien coloca la ofrenda sobre el fuego para que ésta sea consumida.
Después de haber abarcado las distintas maneras en que se ofrecía el holocausto, lo cual es un asunto de crucial importancia, consideremos ahora otros aspectos del holocausto.
El agua (Lv. 1:9, 13) representa al Espíritu de vida (Jn. 7:38-39). Mientras el Señor Jesús llevaba Su vida humana en la tierra, el Espíritu de vida, el Espíritu Santo, lo guardaba continuamente de todos los factores contaminantes. Ésta es la razón por la cual el Señor Jesús nunca se ensució ni se contaminó por nada con lo cual tuvo contacto. El Espíritu Santo como agua viva que estaba en Él lo mantuvo limpio.
Según Levítico 1:9 y 13, el oferente debía lavar con agua las partes internas y las piernas de su ofrenda. Esto de ningún modo significa que Cristo necesitara ser lavado por aquellos que lo ofrecían como holocausto. Que el oferente degüelle la ofrenda constituye un repaso de las experiencias diarias que él ha tenido de la crucifixión de Cristo. Este mismo principio se aplica al lavamiento del holocausto. El lavamiento constituye un repaso de las experiencias que el oferente ha tenido de la vida de Cristo, una vida en la que el Espíritu Santo que moraba en Él lo lavaba continuamente de todo factor contaminante. El Espíritu Santo, representado aquí por el agua, guardó a Cristo para que no se contaminara al tener contacto con las cosas terrenales. Puesto que el oferente ha experimentado esto en su vida diaria, él lo repasa y lo exhibe al ofrecer a Cristo como holocausto.
Varios versículos de Levítico 1 hablan del fuego (vs. 7, 8, 9, 12, 13, 17). El fuego aquí representa al Dios santo. Esto lo confirma Hebreos 12:29, que dice: “Nuestro Dios es fuego consumidor”.
Con relación al holocausto, el fuego es fuego de aceptación para la satisfacción de Dios (vs. 9, 13, 17). Podríamos considerar que el fuego de Levítico 1 es la boca de Dios en la cual Él recibe y acepta lo que le ofrecemos.
Con relación a la ofrenda por el pecado, el fuego es fuego de juicio para la redención del hombre. La incineración de la ofrenda por el pecado es una señal del juicio de Dios. Esto es mencionado en 4:12.
Aparentemente, el fuego del holocausto y el fuego de la ofrenda por el pecado son dos fuegos distintos. En realidad, hay un solo fuego con dos funciones distintas: la función de aceptar y la función de juzgar.
Según Levítico 6:12 y 13, el fuego del holocausto nunca debía apagarse. Esto difiere del fuego de la ofrenda por el pecado, el cual no ardía continuamente.
En Levítico 1, los versículos 9, 13, 15 y 17 hablan de quemar el holocausto, esto es, la incineración del holocausto hacía que éste se elevara en el humo.
El holocausto ardía como incienso aromático (Éx. 30:7-8; Lv. 16:12-13). La palabra hebrea traducida “quemará” [lit., hará que se eleve en el humo], un término especial usado para referirse a la incineración del holocausto sobre el altar, hace alusión al incienso. Así que, quemar el holocausto sobre el altar era semejante a hacer arder el incienso aromático. Esta incineración producía un aroma que satisfacía a Dios, un olor grato que ascendía a Dios para Su deleite y satisfacción.
La incineración del holocausto difería de la incineración de la ofrenda por el pecado y de la ofrenda por las transgresiones (4:12).
Levítico 6:9 dice: “Manda a Aarón y a sus hijos, diciendo: Ésta es la ley del holocausto: el holocausto estará encima del altar, en el lugar donde arde el fuego, toda la noche y hasta la mañana, y el fuego del altar ha de mantenerse encendido en éste”. Aquí vemos que el holocausto debía arder todo el tiempo. Para asegurarse de que el fuego ardiera continuamente, a los sacerdotes debían añadir constantemente leña al fuego.
Las cenizas son señal de que Dios acepta el holocausto. Dios demuestra Su aceptación del holocausto al convertirlo en cenizas. Al respecto, Salmos 20:3 dice: “Que se acuerde de todas tus ofrendas de harina / y acepte tu holocausto”. La palabra hebrea traducida aquí “acepte” en realidad significa “convierta en cenizas”. Cuando nuestra ofrenda es reducida a cenizas, ello constituye una clara señal de que Dios la ha aceptado.
Comúnmente la gente no consideraría las cenizas como algo agradable. Sin embargo, para nosotros los que ofrecemos el holocausto, las cenizas son agradables, e incluso preciosas, por cuanto son una señal que nos asegura que nuestro holocausto ha sido aceptado por Dios.
La palabra hebrea traducida “acepte” no sólo puede ser traducida “convierta en cenizas”, sino también “acepte como grosura”, “engorde” y “sea como grosura”. Al aceptar nuestro holocausto, Dios no solamente lo convierte en cenizas, sino que además lo acepta como grosura, algo que Él considera agradable y placentero. A nuestros ojos la ofrenda ha sido reducida a cenizas, pero a los ojos de Dios, dicha ofrenda es grosura; es algo que le agrada y lo satisface.
Que el holocausto se convierta en cenizas significa que Dios está satisfecho y que nosotros, por ende, podemos estar en paz. Si entendemos esto, comprenderemos que en nuestra vida cristiana debe haber muchas cenizas.
Las cenizas no eran desechadas; más bien, eran colocadas al lado oriental del altar (1:16; 6:10), el lugar de las cenizas. El lado oriental es el lado de la salida del sol. Colocar las cenizas junto al altar, hacia el oriente, hace alusión a la resurrección.
Levítico 6:11, refiriéndose al sacerdote, dice: “Después se quitará sus vestiduras, se pondrá otras vestiduras y llevará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio”. Una vez más vemos que las cenizas no eran desechadas. Esto indica que debemos tener en alta estima el resultado de nuestro ofrecimiento del holocausto a Dios. No debemos desecharlo jamás.
Todo el holocausto era incinerado con excepción de la piel.
La piel del holocausto era una porción reservada para el sacerdote que lo presentaba. “El sacerdote que presente el holocausto de alguno conservará para sí la piel del holocausto que haya presentado” (7:8).
La piel del holocausto significa que la expresión externa de la belleza de Cristo es atribuida al servidor. Cuanto más ofrezcamos a Cristo como novillo, más vendrá a ser nuestra la expresión externa de la belleza de Cristo. Entonces seremos revestidos con la expresión externa de las virtudes humanas de Cristo.