Mensaje 25
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Lectura bíblica: Mr. 8:27-38; 9:1-13
En 8:34 el Señor Jesús dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”. En el mensaje anterior recalcamos que ir en pos del Señor es obtenerle, experimentarle, disfrutarle y participar de El. Si queremos ir en pos de El, debemos negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle. Examinemos lo que significa tomar nuestra cruz.
Muchos cristianos tienen un concepto erróneo acerca de la cruz. Piensan que tomar la cruz es sufrir adversidad. Este era mi concepto hace más de cuarenta años. Yo les decía a las personas que las dificultades que experimentaban en su entorno eran su cruz. Por ejemplo, si su cónyuge lo mortifica, eso es una cruz. Pero cuando el Señor Jesús habla de tomar la cruz, no se refiere a esto. El verdadero significado de la cruz no es hacer sufrir, sino matar. En la antigüedad, la crucifixión no se usaba para torturar, sino para matar. Por lo tanto, la crucifixión equivale a matar, a poner fin.
Tomar la cruz equivale a llegar uno a su fin. Quiero realzar que el objetivo de la cruz es matar; no es causar sufrimiento. A veces el sufrimiento no ayuda en nada a los creyentes. Conozco algunas personas que sufrieron bastante y lo único que esto produjo fue que se volvieran más obstinadas. Cuanto más sufre una persona así, más se endurece su voluntad, y resulta sumamente difícil conmover a personas que han pasado por adversidades en la vida y que como consecuencia se han vuelto obstinadas. Finalmente, cuando una persona así llega a la edad de sesenta o setenta años, es posible que se haya vuelto tan dura de voluntad que nada la pueda cambiar.
La idea de que la cruz tiene que ver con el sufrimiento es contraria a lo que dijo el Señor en 8:34. En este versículo El dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”. Aquí el Señor habla de negarse a uno mismo. Negar el yo significa renunciar a él; es no protegerlo de los padecimientos.
Tomar la cruz no es cuestión de sufrir, sino que consiste en aplicar a nuestra vida lo que Cristo hizo en la cruz para darnos fin. Así que, tomar la cruz es aplicarnos esta aniquilación. Día tras día debemos experimentar esta muerte. Si lo hacemos, comprobaremos que ésta no nos hace sufrir, sino que nos aniquila, nos acaba, nos pone fin.
Supongamos que un hermano dice: “Doy gracias a Dios porque, en Su providencia, me dio una esposa que me hace sufrir y llevar la cruz. Mi esposa es la cruz que Dios me dio, y ahora tengo que llevar esta cruz”. Esto constituye un serio malentendido de lo que significa llevar la cruz, y está relacionado con los conceptos del catolicismo. Por lo menos hasta cierto punto, este malentendido se promueve en el libro titulado Imitación de Cristo.
Un hermano casado no necesita aprender a sufrir, sino comprender que ya murió en Cristo y que ahora debe vivir como un esposo eliminado, disfrutando el hecho de que Cristo le puso fin. Entonces podrá decir a su esposa: “Querida, no estoy aquí esforzándome por ser un esposo bueno y caballeroso, sino como un esposo aniquilado. Cuanto más dispuesto esté a experimentar la muerte que efectuó Cristo, mejor esposo seré, ya que entonces Cristo vivirá en mí. A medida que El viva en mí, El será tu esposo por medio de mí”.
Ir en pos del Señor es participar de El, disfrutarle, experimentarle y dejar que sea nuestra propia persona. Esto requiere que nos neguemos a nosotros mismos. Necesitamos aplicarnos la muerte que Cristo efectuó en la cruz. Así que, llevar la cruz es aplicarnos el hecho de que Cristo nos dio muerte. Al hacer esto, no llegamos a ser personas que sufren, sino personas eliminadas. Entonces podemos testificar: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”.
Lo que Cristo dijo en cuanto a tomar la cruz es un misterio, y si sólo tuviéramos 8:34 no podríamos entenderlo. Para entenderlo debidamente, necesitamos las catorce epístolas de Pablo.
La cruz no se limita a hacer sufrir, sino que mata; le da muerte al criminal. Cristo primero llevó la cruz y luego fue crucificado. Nostros, los creyentes, primero fuimos crucificados con El y ahora día tras día llevamos la cruz. Para nosotros, llevar la cruz es permanecer bajo la operación aniquiladora de la muerte de Cristo, la cual acaba con nuestro yo, nuestra vida natural y nuestro viejo hombre. Hacer esto equivale a negar nuestro yo para seguir al Señor.
Antes de que el Señor fuera crucificado, los discípulos le seguían físicamente. Pero ahora, habiendo El resucitado, le seguimos interiormente. Puesto que en la resurrección el Señor fue hecho el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45) que mora en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22), ahora le seguimos en nuestro espíritu (Gá. 5:16-25).
En 8:35 el Señor añade: “Porque el que quiera salvar la vida de su alma, la perderá; y el que la pierda por causa de Mí y del evangelio la salvará”. En este versículo el Señor habla de la vida del alma, mientras que en el versículo anterior, del yo (uno mismo). En realidad, estas dos expresiones son sinónimas. Nuestra vida anímica es nuestro yo, y viceversa. Nosotros mismos somos un alma viviente.
Las tres expresiones contenidas en 8:33-35 se relacionan entre sí: la mente, uno mismo y la vida del alma. La mente es la expresión del yo, y el yo es la totalidad de la vida del alma. La vida del alma es expresada y vivida en el yo, y el yo es expresado por medio de la mente, los pensamientos, los conceptos y las opiniones personales. Cuando no ponemos la mente en las cosas de Dios sino en las de los hombres, ella aprovecha la oportunidad para actuar y expresarse independientemente, como en el caso de Pedro. Así que, el Señor dijo que tenemos que negarnos a nosotros mismos; es decir, que en lugar de salvar la vida del alma, tenemos que perderla. Perder la vida del alma es la realidad de negarse a uno mismo. Esto es tomar la cruz.
En el versículo 35 el Señor habla de salvar la vida del alma y de perderla. Podemos decir que salvar la vida del alma es permitir que el alma obtenga su disfrute y evite el sufrimiento. Perder la vida del alma es hacer que el alma pierda su disfrute y que, por ende, sufra. Si los seguidores del Salvador-Esclavo permiten que su alma se deleite en esta era, harán que pierda su disfrute en la era venidera del reino. Si dejan que su alma pierda su disfrute en esta era, por causa del Señor y del evangelio, harán posible que el alma tenga su disfrute en la era del reino.
En el versículo 35 el Señor habla de perder la vida del alma por causa de El y del evangelio. Muchas personas que leen el Evangelio de Marcos interpretan mal lo dicho por el Señor acerca de perder la vida del alma por causa de El y del evangelio. Algunos quizás digan: “Las palabras por causa de Mí quieren decir por causa del propósito del Señor y de Su gloria, mientras que el significado de la expresión y del evangelio, en efecto debe significar por el bien de la predicación del evangelio, por el bien de su eficacia y su fruto. Así que, debo conducirme apropiadamente para la gloria de Dios y por causa de la predicación del evangelio”. Este concepto es erróneo y no concuerda con lo que el Señor dijo aquí.
¿Cuál es, entonces, el significado correcto de la expresión por causa de Mí y del evangelio? Perder la vida del alma por causa del Señor realmente equivale a decir: “Ya no vivo yo, sino el evangelio”. A nosotros se nos puso fin en Cristo, y ahora debemos aplicar este hecho a nosotros mismos y a cada aspecto de nuestra vida. Entonces nuestro vivir expresará la realidad de: “Ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí; ya no vivo yo, mas el evangelio vive en mí”. Esto significa que viviremos a Cristo y el evangelio, lo cual es muy diferente a tratar de comportarnos como buenos cristianos por el bien de la gloria del Señor y de la eficacia del evangelio.
Permítanme mostrarles la diferencia que hay entre vivir a Cristo y el evangelio, y tratar de comportarse bien por causa de ellos. Supongamos que un hermano trabaja en una oficina, y dice para sí: “Mis colegas saben que soy cristiano y que soy miembro de una iglesia del recobro del Señor. No hace mucho que les prediqué el evangelio. Ahora debo comportarme bien y tener cuidado con lo que digo y hago. Por causa del evangelio, tengo que ser precavido ante mis compañeros”. En realidad esto es sólo el esfuerzo propio del hermano. Además, manifiesta una comprensión incorrecta de lo que dijo el Señor en 8:35.
Si el hermano que trabaja en la oficina tuviera la compresión correcta de lo dicho por el Señor, diría para sí: “Como seguidor del Señor Jesús, soy participante de El. Fui crucificado con El, y ahora ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí. No necesito tratar de comportarme bien. No necesito esforzarme ni preocuparme de mi conducta; simplemente debo vivir a Cristo día tras día. Al despertar por la mañana, debo invocar al Señor Jesús e inhalarlo. Al hacer esto, El llega a ser mi aliento, el elemento intrínseco y esencial de mi ser, la esencia de mi vivir, y en el trabajo, simplemente lo vivo. No debo tratar de predicar el evangelio a mis colegas por mi propia voluntad, ni tampoco debo afanarme por haberles dicho que soy miembro de la iglesia. Sólo me interesa una cosa: vivir a Cristo. Quiero inhalarlo y vivirlo siempre”. Esta es la comprensión correcta de lo que significa perder la vida del alma por causa del Señor.
El mismo principio aplica a vivir por causa del evangelio. Cuando vivamos a Cristo, con toda seguridad viviremos también el evangelio. Al vivir a Cristo, otros no sólo oirán el evangelio, sino que también lo verán expresado en nuestra vida. Nuestra vida será Cristo, y Cristo llegará a ser el evangelio para los demás de manera práctica y concreta. Con esto vemos que vivir por causa de Cristo y del evangelio no tiene nada que ver con nuestra conducta; es cuestión de vivir a Cristo en la práctica. Con respecto a esto, reitero que necesitamos las epístolas de Pablo para recibir una comprensión adecuada de lo que dijo el Señor en el versículo 35.
En 8:27-38 se halla una revelación no sólo de la maravillosa persona del Señor, sino también de Su muerte y Su resurrección. Esta revelación incluye la aplicación que le damos a la muerte del Señor y la vida que llevamos en resurrección. Cuando nos aplicamos la muerte de Cristo, podemos vivirle en resurrección.
Después de la revelación de la persona de Cristo y de Su muerte y resurrección, el Señor añadió en 9:1: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder”. Esto se cumplió en el monte cuando el Señor se transfiguró (9:2-13). Su transfiguración fue el reino de Dios venido con poder. Esto lo vieron tres de Sus discípulos: Pedro, Jacobo y Juan.
La transfiguración del Señor en el monte fue la venida del reino. El reino es en realidad el aumento de Cristo. Primero, Cristo se siembra en nuestros corazones. Luego, esta semilla crece y se desarrolla hasta manifestarse en gloria. Esto es el reino. Pero aún no ha llegado la hora en que ha de manifestarse en plenitud. No obstante, Cristo, por medio de Su transfiguración, mostró a tres de Sus discípulos la realidad del reino. Su transfiguración fue la manifestación del reino de Dios.
Marcos 9:2 dice: “Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos”. Puesto que la transfiguración del Señor sucedió seis días después de que Cristo revelara Su persona, Su muerte y Su resurrección (lo cual ocurrió al pie del monte Hermón) en el capítulo ocho, el monte alto que se menciona en 9:2 debe ser el monte Hermón. Para recibir la revelación acerca de Cristo, Su muerte y Su resurrección, debemos estar lejos del ambiente religioso; pero para tener la visión del Cristo transfigurado, debemos estar en un monte alto, muy por encima del nivel terrenal.
En el versículo 4 el relato continúa: “Y se les apareció Elías con Moisés, y hablaban con Jesús”. Moisés murió, y Dios escondió su cuerpo (Dt. 34:5-6); y a Elías Dios lo arrebató al cielo (2 R. 2:11). Dios realizó estos dos actos intencionadamente para que ellos aparecieran con Cristo en el monte donde éste se transfiguró. Además, fueron preservados por Dios para que fuesen los dos testigos en la gran tribulación (Ap. 11:3-4). Moisés representaba la ley, y Elías, los profetas; la ley y los profetas son los constituyentes del Antiguo Testamento como testimonio completo de Cristo (Jn. 5:39). Moisés y Elías aparecieron y hablaron con Cristo acerca de Su muerte (Lc. 9:31), de la cual se había profetizado en el Antiguo Testamento (Lc. 24:25-27, 44; 1 Co. 15:3).
En el monte, Pedro, Jacobo y Juan —estando con el Señor Jesús— experimentaron un anticipo del reino venidero. Ahí vemos una miniatura del milenio: están presentes los santos del Antiguo Testamento —Moisés y Elías— y los creyentes del Nuevo Testamento —Pedro, Jacobo y Juan. Además, podemos decir que Moisés, uno de los santos del Antiguo Testamento, representa a los que mueren y son resucitados, mientras que Elías, Pedro, Jacobo y Juan, todos vivos, representan a los que son arrebatados vivos.
Pedro estaba muy emocionado y dijo al Señor Jesús: “Rabí, bueno es que nosotros estemos aquí; hagamos tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés, y otra para Elías” (v. 5). Al hacer esa absurda propuesta, Pedro puso a Moisés y a Elías en el mismo nivel que Cristo; es decir, igualó la ley y los profetas a Cristo. Esto iba absolutamente en contra de la economía de Dios, en la cual la ley y los profetas solamente dan testimonio de Cristo, y no deben ser puestos en el mismo nivel que El.
Marcos 9:7 dice: “Entonces apareció una nube que los cubrió, y vino de la nube una voz: Este es Mi Hijo, el Amado; a El oíd”. Esta declaración del Padre, dada para exaltar al Hijo, se pronunció por primera vez después de que Cristo subió del agua bautismal, lo cual representaba Su resurrección de entre los muertos. La segunda vez que el Padre hizo tal afirmación fue en este versículo, y la hizo para dar testimonio del Hijo en Su transfiguración, la cual prefigura el reino venidero.
En el versículo 7 Dios nos manda que oigamos a Su Hijo. Según la economía de Dios, habiendo venido Cristo, debemos escucharlo a El, y no a la ley ni a los profetas, ya que éstos se cumplieron en Cristo y por medio de El.
El versículo 8 añade: “Y de pronto, al mirar alrededor, no vieron más a nadie consigo, sino a Jesús solo”. Pedro propuso que se quedaran Moisés y Elías junto con Cristo, o sea, que permanecieran la ley y los profetas. Sin embargo, Dios se llevó a Moisés y a Elías y no permitió que quedara nadie más que Jesús. La ley y los profetas solamente eran sombras y profecías; no eran la realidad misma; la realidad es Cristo. Ahora que Cristo, la realidad, está presente, no se necesitan las sombras ni las profecías. En el Nuevo Testamento no debe quedar nadie más que Jesús. Jesús es el Moisés de hoy, y como tal, imparte la ley de vida a Sus creyentes. Jesús también es el Elías de hoy, y como tal, habla por Dios y lo proclama en los que creen en El. Esta es la economía neotestamentaria de Dios.
La era neotestamentaria gira en torno a Jesús solo. Debemos oírlo a El, y no a la ley representada por Moisés, ni a los profetas, representados por Elías. Cristo mismo es el Nuevo Testamento. En el capítulo nueve de Marcos aparece brevemente una miniatura del milenio, como un ejemplo que se le mostró a los discípulos del Señor. Luego la narrativa vuelve a la era del Nuevo Testamento.
Marcos 9:9 dice: “Y mientras descendían del monte, les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto, sino cuando el Hijo del Hombre resucitase de los muertos”. Esto muestra que la visión del Jesús transfigurado y glorificado sólo se puede recibir en la resurrección de Cristo.
El versículo 10 dice: “Y guardaron la palabra, discutiendo entre sí qué sería aquello de resucitar de los muertos”. Pedro, Jacobo y Juan no entendieron las palabras del Señor cuando dijo que el Hijo del Hombre había de resucitar de entre los muertos. Ellos habían recibido la visión de la resurrección, pero no la entendían en su totalidad. Sin embargo, Pedro, en el día de Pentecostés, cuando se puso de pie con los once, la entendió claramente y pudo dar testimonio de ella. La resurrección del Señor Jesús fue el centro de su predicación; se convirtió en el centro del evangelio que proclamaba. No sólo llegó a entender qué era la resurrección, sino que estaba en ella. Aprendió a vivir a Cristo en Su muerte y Su resurrección.