Mensaje 53
En este mensaje llegamos a Mt. 19:1-22, una porción en la que Mateo relaciona ciertos eventos de la vida de Cristo con el fin de mostrar los requisitos del reino. En Mateo 19:3-12 los fariseos le tentaron al Señor preguntándole acerca del divorcio, y del versículo 16 al 22 un hombre rico le pregunta acerca de la vida eterna. El Evangelio de Juan no menciona ninguno de estos casos, pero no sólo constan en el Evangelio de Mateo, sino que los dos aparecen en la misma porción de este evangelio. En el capítulo diecinueve enfocamos el problema del divorcio y el del amor a las riquezas. Entre estos dos asuntos tenemos lo de recibir a los niños pequeños (vs. 13-15). Aparentemente estas tres cosas no están relacionadas entre sí, pero cuando profundizamos el significado de estas cosas, vemos que las tres tienen que ver con la entrada al reino de los cielos. Por consiguiente, concluimos que estas cosas son los requisitos del reino.
Mateo 19:1-2 dice: “Y aconteció que cuando Jesús terminó estas palabras, partió de Galilea, y vino a las regiones de Judea al otro lado del Jordán. Y le siguieron grandes multitudes, y los sanó allí”. Debido a que los judíos habían rechazado al Rey celestial, El los dejó y se dirigió a Galilea, en el norte. Después El regresó a Jerusalén para realizar Su muerte y resurrección, según había profetizado en 16:21 y 17:22-23, para el establecimiento del reino. Regresó con el poder de sanidad, lo cual indica que, como Rey del reino celestial, El tenía autoridad sobre las cosas negativas que dañaron la creación de Dios.
Si en serio nos hemos entregado a los intereses del Señor en cuanto al reino, debemos terminar con la concupiscencia, el orgullo y el amor a las riquezas. El Evangelio de Juan no dice nada acerca de tratar con la concupiscencia, porque es un libro de vida. Pero debido a que el tema del Evangelio de Mateo es el reino, aquí se habla de terminar con la concupiscencia así como con otros asuntos negativos. El reino es un adiestramiento, el cual requiere que nos neguemos en lo que se refiere a la concupiscencia, el orgullo y el amor a las riquezas, los cuales nos impiden entrar en el reino. El amor al dinero sin duda está relacionado con el yo. Por naturaleza, todos amamos al dinero. Sin embargo, para entrar en el reino de los cielos debemos negarnos y rechazar este amor al dinero. Una y otra vez el Evangelio de Mateo toca el asunto de la concupiscencia. En la constitución del reino celestial, el Rey explícitamente habla de la necesidad de enfocar este problema. La referencia de sacarnos el ojo o cortarnos la mano, en Mateo 5:29-30, nos muestra cuán estrictos y serios debemos ser en cuanto a este asunto. De otra forma, no hay manera de entrar en el reino de los cielos. Lo de negar la concupiscencia cabalmente ha sido descuidado por los cristianos de hoy. Muy pocos creyentes han escuchado una palabra sobria de Mateo 5 y 19 acerca de la concupiscencia. Por causa de esta deficiencia, la práctica genuina de iglesia o la vida del reino no existe entre los cristianos de hoy. ¡Cuánta necesidad tiene el Señor de un testimonio sobre la tierra! El testimonio del Señor necesita ser recobrado. Por nuestra parte, no estamos preocupados por tener un gran número. En los tiempos del profeta Elías, el Señor solamente contaba con siete mil personas. Si el Señor tuviera siete mil personas en este país, El tendría un testimonio prevaleciente contra todos los asuntos relacionados impuros.
Mateo 19:3 dice: “Entonces se le acercaron unos fariseos, poniéndole a prueba y diciéndole: ¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?” Los fanáticos religiosos no dejaban tranquilo al Señor, sino que volvían para probarlo. No obstante, las pruebas que le ponían le proporcionaban la oportunidad para revelarse a Sí mismo y para revelar la economía de Dios. En este versículo la oposición de los religiosos le proporcionaron al Señor la oportunidad para exponer la seriedad del divorcio. Este es motivado por la concupiscencia; si no hubiera concupiscencia no habría ningún divorcio.
Lo dicho por el Señor en Mateo 19:4-6 no sólo reconoce que Dios creó al hombre, sino que también confirma lo que Dios dispuso con respecto al matrimonio, es decir, que un solo hombre y una sola mujer sean unidos y uncidos como una sola carne, y que no deben ser separados por el hombre. El matrimonio entonces es la unión de un hombre y una mujer. Así Dios lo dispuso, y es muy serio que alguien se atreva a quebrantarlo. Lo que Dios ordenó aquí no sólo incluye lo físico, sino también lo espiritual, porque la unión de un hombre y una mujer en matrimonio representa la unidad de Cristo y la iglesia. Así como hay un solo esposo para una esposa, así también hay sólo un Cristo para una iglesia. No debe haber más que una esposa para un hombre, ni más que un esposo para una mujer. ¡Cuán serio sería que hubiera un Cristo para muchas iglesias, o una iglesia para más de un Cristo! Según lo dispuso Dios, hay un solo Cristo y una sola iglesia. En figura y sombra, debe haber una sola esposa para un solo hombre. Está escrito claramente en la Palabra que ésta fue la ordenanza de Dios en la creación original.
En el versículo 7 los fariseos le preguntaron al Señor: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla?” Este mandamiento no formaba parte de la ley básica, sino que fue añadido a la ley. Fue dado por Moisés no conforme a lo que Dios dispuso desde el principio, sino como algo temporal, debido a la dureza del corazón del hombre.
El Señor, en lugar de discutir con los fariseos, les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero desde el principio no ha sido así”. El mandamiento que Moisés dio con respecto al divorcio era una desviación del mandato original de Dios, pero para el reino de los cielos Cristo como Rey celestial restauró lo que era en el principio. Esto indica que el reino de los cielos, que corresponde al mandato original de Dios, no permite el divorcio.
En el versículo 8 vemos el principio fundamental de recobro. Recobrar significa regresar al principio. Es posible que las cosas que existen ahora no se remonten al principio, y por eso necesitamos regresar al principio. En el principio Dios dispuso que fuesen un esposo y una esposa, y no existía el divorcio. Pero debido a la dureza del corazón del hombre, Moisés toleró el divorcio y permitió que el hombre se divorciara de su esposa extendiéndole una carta de divorcio. El Señor estaba preguntando a los fariseos si a ellos les importaba más el mandato de Dios o la dureza de su corazón. Todo aquel que busca genuinamente a Dios debería decir: “Oh Señor, ten misericordia de mí para que a mí me interese más lo que Tú dispusiste originalmente. No quiero inclinarme más por la dureza de mi corazón. La condeno y rechazo y regreso a Tu plan original”. Este es el significado de recobro.
Hoy ciertos cristianos se aferran a ciertos asuntos. Por causa de la dureza del corazón del hombre caído, el Señor tolera algunos de estos asuntos. ¿Debemos estar de acuerdo con esta tolerancia y con la dureza del corazón humano? Ciertamente que no. En lugar de eso, debemos echar mano de la gracia del Señor para regresar al mandato original de Dios. En otras palabras, debemos regresar al principio.
El versículo 9 dice: “Y Yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada, comete adulterio”. La palabra griega para fornicación significa prostituirse, lo cual es peor que el adulterio. Aquí la palabra del Señor indica que sólo la fornicación puede romper la relación conyugal. (Por supuesto, la muerte la rompe espontáneamente.) Así que, con excepción de la fornicación, no debe haber pretexto para divorciarse.
El versículo 10 dice: “Le dijeron Sus discípulos: Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse”. En ese momento los discípulos se dieron cuenta de que el matrimonio es el enlace más estricto según lo dispuesto por Dios. Una vez que alguien se casa, está totalmente obligado, y no tiene manera de librarse a menos que el cónyuge cometa fornicación (o muera). Al comprender esto los discípulos pensaron que no convenía casarse. Pero este asunto no dependía de ellos.
En el versículo 11 el Señor dijo a Sus discípulos: “No todos son capaces de aceptar esta palabra, sino aquellos a quienes es dado”. No todos los hombres pueden abstenerse del matrimonio, sino únicamente aquellos a quienes Dios ha dado el don. Sin el don de Dios, cualquiera que trate de quedarse soltero, tropezará con tentaciones.
El versículo 12 continúa: “Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos”. Aquellos que son hechos eunucos por causa del reino de los cielos, son aquellos a quienes Dios ha dado el don de quedarse solteros por causa del reino de los cielos. Pablo era uno de ellos (1 Co. 7:7-8; 9:5).
Por nosotros mismos no podemos mantener la ordenación original de Dios. Por esta razón necesitamos la gracia; requerimos el don de Dios. Sólo aquellos que han recibido el don de gracia pueden aceptar la palabra del Señor con respecto a Su ordenación original.
Un eunuco es uno que termina completamente con la concupiscencia, esto es, con los deseos de la carne. Para ser un eunuco espiritual requerimos la gracia. Unicamente la gracia puede proporcionarnos la fuerza y el suministro suficiente para tratar cabalmente con la lujuria. Esta es un gran problema en nuestras vidas. Ya que por nosotros mismos no podemos eliminar este “escorpión”, necesitamos acudir al Señor y orar: “Señor, ten misericordia de mí y concédeme la gracia que necesito”. Solamente por la gracia es posible subyugar el sutil y maligno “escorpión” de la concupiscencia que hace tanto daño a nuestras vidas.
La lujuria no sólo daña la vida del reino y la vida de iglesia, sino también la vida humana, pues, arruina los matrimonios y la sociedad, y perjudica el espíritu, la mente y el cuerpo. Todo aquel que se encuentra bajo el dominio de este “escorpión” de concupiscencia, será arruinado y nunca logrará llevar una vida humana apropiada, una vida familiar, una vida social, una vida de iglesia, y una vida del reino apropiadas. La concupiscencia perjudica toda clase de vida. La corrupción que se halla en la sociedad actual proviene principalmente de la lujuria. Si elimináramos la concupiscencia, la mayoría de la corrupción desaparecería. En la vida de iglesia debemos subyugar por completo la lujuria. Por eso, debemos depender completamente de la gracia del Señor.
Cuando los fanáticos religiosos tentaron al Señor, le proporcionaron la oportunidad de revelar algo adicional acerca del reino de los cielos. El capítulo dieciocho nos enseña cómo debemos tratar a los hermanos para poder entrar en el reino de los cielos, mientras que este capítulo revela que la vida conyugal (vs. 3-12) y nuestra actitud hacia las riquezas (vs. 16-30) están relacionadas con el reino de los cielos. La vida conyugal está relacionada con la concupiscencia, y nuestra actitud hacia las riquezas tiene que ver con la codicia. El reino de los cielos excluye todo indicio de concupiscencia y codicia.
Cuando los discípulos reprendieron a los que traían unos niños pequeños ante el Señor Jesús, El dijo: “Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a Mí; porque de los tales es el reino de los cielos” (19:14). Entonces El impuso Sus manos sobre ellos. Aquí el Señor subrayó de nuevo que para participar del reino de los cielos, debemos ser como niños pequeños.
Visto superficialmente, Mateo 19:13-15 parece tratar de un asunto insignificante. Pero en realidad estos versículos están relacionados con el orgullo. El Señor parecía estar diciendo a Sus discípulos: “Vosotros no deberíais rechazar a estos pequeños. Por el contrario, vosotros mismos debéis haceros como niños pequeños. El orgullo está escondido dentro de vosotros. Debéis rechazar y condenar vuestro propio orgullo. Si rechazáis vuestro orgullo y os hacéis como niños, entraréis al reino de los cielos.
Mateo ubica la porción acerca de rechazar el orgullo entre la que trata de eliminar la concupiscencia y la que trata del amor al dinero. Este arreglo es muy significativo. Toda persona carnal que ama el dinero es una persona orgullosa. El orgullo se halla siempre entre la concupiscencia y el amor al dinero.
En el versículo 16 dice: “Y he aquí, se le acercó uno, y le dijo: Maestro, ¿qué bien he de hacer para tener la vida eterna?” Tener vida eterna no tiene el mismo significado en el Evangelio de Mateo que en el Evangelio de Juan. En el libro de Mateo tiene que ver con el reino, mientras que en el libro de Juan habla de la vida. En Juan, tener vida eterna equivale a ser salvos por medio de la vida increada de Dios para vivir por esa vida hoy y por la eternidad; pero en Mateo, tener vida eterna es participar de la realidad del reino de los cielos en esta era por la vida eterna de Dios, y así tomar parte en la manifestación del reino en la era venidera.
En el Evangelio de Juan la vida eterna principalmente nos regenera, o sea, por ella nacimos de nuevo. Por medio de la regeneración llegamos a ser hijos de Dios. Además, el Evangelio de Juan revela que por la vida eterna, es decir, por la vida de Dios que mora en nosotros, podemos llevar fruto. Por lo tanto, la vida eterna se presenta en el Evangelio de Juan con relación a la reproducción. Pero en el Evangelio de Mateo la vida eterna tiene como fin producir el reino. Muchos cristianos confunden la vida eterna en Juan, con la vida eterna en Mateo. Ciertamente es la misma vida eterna, pero con diferentes propósitos. Repetimos que la vida eterna en Juan nos da un nacimiento nuevo, pero en Mateo produce el reino. Nadie puede tener la vida del reino sin tener primero la vida eterna de Dios.
En el versículo 17 el Señor contestó al que le había preguntado qué bien tenía que hacer para tener la vida eterna: “¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Sólo uno es bueno”. [El “uno” de este versículo] es Dios. Sólo Dios es bueno. Esto no sólo indica que el hombre joven que hizo la pregunta no era bueno, sino también que el Señor Jesús es Dios, quien es bueno. Si no fuera Dios, tampoco sería bueno.
El Señor también dijo a este hombre joven: “Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Aquí el Señor habla acerca de entrar en la vida. Entrar en la vida significa entrar en el reino de los cielos (v. 23). El reino de los cielos es una esfera de la vida eterna de Dios. Así que, cuando entramos en ella, entramos en la vida de Dios. Esto es diferente de ser salvos. Ser salvos significa dejar que la vida de Dios entre en nosotros, mientras que entrar en el reino de los cielos equivale a entrar en la vida de Dios. En el primero de los casos, somos redimidos y regenerados con la vida de Dios; en el segundo caso, vivimos y andamos por la vida de Dios. El primero es un asunto de volver a nacer, el segundo es un asunto de nuestro vivir.
De acuerdo con el Evangelio de Juan, tener vida eterna es recibir la vida eterna dentro de nuestro ser. Pero de acuerdo con el Evangelio de Mateo, tener vida eterna es entrar en la vida eterna. Esta entra en nosotros para darnos un nacimiento nuevo a fin de hacernos hijos de Dios. Después, nosotros entramos en la vida eterna para disfrutar de la vida del reino. De manera que, en Juan, la vida eterna se relaciona con la salvación, pero en Mateo, éste no es el caso.
“Si quieres entrar en la vida eterna”, el Señor dijo al hombre joven, “guarda los mandamientos”. Guardar los mandamientos no es el requisito para recibir la salvación, pero sí se relaciona con entrar en el reino de los cielos. Según la constitución del reino de los cielos, entrar en el reino de los cielos requiere que satisfagamos no sólo las normas de la ley antigua, sino también las normas de la ley nueva y complementada que fue dada por el Rey (5:17-48). La salvación sólo requiere fe, mientras que el reino de los cielos requiere la justicia sobresaliente, la cual resulta de guardar la ley antigua y la ley complementada que fue dada por el Rey celestial.
La pregunta que los discípulos hicieron en el versículo 25, “¿Quién, pues, podrá ser salvo?”, indica que ellos pensaban que entrar en el reino de los cielos era lo mismo que ser salvos. Muchos cristianos hoy tienen este mismo concepto. Ellos saben solamente acerca de la salvación, pero no saben nada acerca del reino de los cielos. Cuando nosotros empezamos a predicar el evangelio hace más de cincuenta años, proclamábamos la seguridad de la salvación. Aunque los misioneros habían estado en la China durante más de cien años, ellos no les dejaron en claro a los santos chinos la seguridad de la salvación. Así que, adondequiera que íbamos, tratábamos de ayudar a los creyentes acerca de la seguridad de su salvación. Cuando nosotros predicamos la seguridad de la salvación, muchos pastores se nos opusieron y nos acusaron de ser orgullosos. Algunos dijeron: “Nosotros hemos sido pastores por muchos años, y aún no nos atrevemos a decir que somos salvos. ¿Cómo pueden ustedes asegurar que son salvos? Ustedes son muy orgullosos. Todos nosotros debemos creer en el Señor Jesús, portarnos bien, y esperar hasta que muramos y vayamos ante el Señor. Entonces el Señor nos dirá si somos salvos o no”. Pero nosotros peleamos la batalla por la seguridad de la salvación, dando a la gente versículo tras versículo que demostrara que podemos tener la seguridad de que hemos sido salvos y que no hay necesidad de esperar hasta morir e ir al Señor para saber si somos salvos. Después de algunos años de batalla, nosotros ganamos la victoria.
Después de ganar esta batalla, predicamos acerca de la recompensa del reino. Empezamos a decir a la gente: “Sí, no hay duda de que usted ha sido salvo, pero ser salvo es una cosa, y recibir la recompensa del reino es otra”. Esta palabra ofendió a muy pocos pastores pero, sí ofendió a muchos cristianos descuidados. Cuando predicamos la seguridad de la salvación, todos los cristianos descuidados estaban felices y decían: “¡Aleluya, somos salvos! La Biblia nos lo dice. Por cuanto hemos creído en el Señor Jesús, somos salvos”. Pero su felicidad no duró por mucho tiempo, porque los mismos que les predicamos la seguridad de la salvación, les dijimos que podían tener ciertos problemas, perder la recompensa del reino y ser disciplinados. Ninguno de los cristianos descuidados y mundanos querían escuchar esto. Después de dar un mensaje acerca del reino, una mujer rica me dijo: “Hermano Lee, lo que usted está diciendo, ¿puede determinar si yo voy al cielo o no? A mí no me interesa ninguna otra cosa, sólo esto. Con tan solo cruzar la puerta del cielo estaré satisfecha”. Muchos cristianos tienen esta idea. En tanto ellos sean salvos y tengan por destino el cielo, están contentos con ello. Aquellos que piensan de esta manera han sido embotados, pues sólo les importa ser salvos e ir al cielo. Pero en Mateo 19 el Señor habla de entrar en el reino de los cielos. Aunque usted pueda ser salvo, puede estar en peligro de no entrar en el reino de los cielos. Ciertamente lo que el Señor dice acerca de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios, no se relaciona con la salvación, sino con el reino de los cielos. Es muy difícil que alguien que ama las riquezas entre en el reino de los cielos.
Cuando el hombre joven dijo al Señor que él había guardado todos los mandamientos, el Señor le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (v. 21). Aunque el joven había guardado los mandamientos de la ley antigua como él lo aseguraba, no era perfecto, ni llegaba al nivel que requería la ley nueva y complementada porque aún no estaba dispuesto a vender lo que tenía y hacer tesoros en el cielo, como lo requería la constitución del reino de los cielos (6:19-21). Seguir al Señor es amarle por encima de todas las cosas (10:37-38). Este es el requisito supremo para entrar en el reino de los cielos.
El versículo 22 dice: “Oyendo el joven esta palabra, se fue entristecido porque tenía muchas posesiones”. Los que aman las posesiones materiales más que al Señor se entristecen, pero los que aman a Cristo por encima de todas las cosas, aceptan con gozo la pérdida de sus bienes (He. 10:34).
Hay dos clases de hombres ricos: aquellos que son ricos con muchas posesiones materiales, y aquellos que sueñan con ser ricos, aunque en la realidad no lo sean. En el pasado, algunos de nosotros podemos habernos soñado con ser millonarios. En el sentido de soñar con las riquezas, todo hombre es rico. El deseo de algunas jovencitas es casarse con un hombre rico. Ese es su sueño. Si usted no pertenece a la primera clase de hombres ricos, entonces probablemente pertenece a la segunda.
El Señor dijo que era más difícil que alguien que amaba las riquezas entrara al reino, que pasar un camello por el ojo de una aguja. Este ejemplo revela lo serio que es amar el dinero, en cuanto al reino se refiere. El amor al dinero es el mayor estorbo para entrar al reino.
El Señor trató con el hombre joven en el capítulo diecinueve de una manera muy sabia. Este había venido al Señor para preguntarle lo que debía hacer para tener la vida eterna, esto es, para vivir en el reino. El Señor, conociendo el corazón del joven, le dijo que debía guardar los mandamientos. Cuando éste le preguntó al Señor cuáles mandamientos, el Señor nombró seis de ellos: los mandamientos relacionados con el homicidio, el adulterio, el robo, el testimonio falso, la honra que se debe a los padres y el amor para con el prójimo como a uno mismo (vs. 18-19). Luego el joven dijo: “Todo esto lo he guardado. ¿Qué más me falta?” El Señor estaba listo para contestarle, y le dijo lo que tenía que hacer para ser perfecto. En Su respuesta el Señor decía: “Aun si has guardado todos los mandamientos, aún no eres perfecto. Tú podrás ser perfecto de acuerdo con la ley de Moisés, pero no de acuerdo con la constitución del reino de los cielos. Para ser perfecto de acuerdo con la constitución del reino, debes vender tus posesiones, darlas a los pobres y seguirme”. Esta palabra lo aniquiló. Cuando el Señor mencionó seis de los mandamientos, el joven estaba muy animado, porque él era alguien que guardaba la ley. Pero cuando el Señor le dijo que abandonara su amor por el dinero y que lo siguiera, él se alejó muy triste.
Cuando yo era joven, fui perturbado por lo que el Señor le dijo acerca del perdón, en el capítulo dieciocho. Yo la consideraba como una palabra muy seria, y la tomé con mucha sobriedad. Yo me preguntaba a mí mismo si estaba dispuesto a perdonar a todos. Pero cuando llegué al capítulo diecinueve, me pregunté si podría desarraigar de mí el amor al dinero. Al igual que la mayoría de los estudiantes en China en ese tiempo, yo era muy pobre. Pero aun un humilde estudiante chino podía soñar con llegar a ser rico. En ese tiempo no tenía el atrevimiento de decir: “Sí, Señor, yo puedo desarraigar de mí el amor por el dinero”. Yo sentía que probablemente no tendría éxito para hacer esto. El amor al dinero expone cuán lejos se encuentran del camino muchos de los cristianos de hoy. Para ellos, el Evangelio de Mateo es un simple libro histórico. Cuando lo leen, parece que nada los toque. Pero la palabra seria que el Señor da en el capítulo diecinueve respecto a los requisitos del reino debe conmovernos profundamente. ¿Le interesa a usted el reino del Señor? Si es así, entonces ¿qué diría acerca del amor al dinero? ¿Aún hay cabida en usted para el amor al dinero? Este es un asunto muy serio.
Unicamente por medio de la vida divina podemos cumplir los requisitos del reino. Es fácil cumplir con esos requisitos cuando tenemos la gracia para hacerlo. Por nuestra vida humana es imposible, pero por la vida divina con la gracia divina, esto es fácil. De hecho, es un disfrute. ¡Qué gozo es hacer tesoros en el cielo!
Nosotros, los ciudadanos del reino, somos totalmente diferentes de la gente mundana. Incluso somos diferentes de aquellos que están en el cristianismo. Nuestro corazón ha sido tocado, y en serio buscamos los intereses del Señor con respecto a Su reino. Las riquezas y las posesiones materiales no significan mucho para nosotros. Por nuestra vida natural es muy difícil tener esta actitud hacia las riquezas, pero por la vida divina con la gracia divina, podemos decir que es un gozo para nosotros hacer tesoros en el cielo.
Hemos visto tres requisitos que deben cumplirse para entrar uno en el reino de los cielos: negarnos en cuanto a la concupiscencia, al orgullo y al amor a las riquezas. Juzgar en nosotros el amor a las riquezas equivale a negarse. Aquellos que aman el dinero lo hacen por dos razones: por seguridad y por placer. La gente de este país está preocupada por su seguridad. Ellos están ansiosos de ahorrar para su futuro y para su vejez. Otros aman el dinero por el placer que éste les proporciona; disfrutan contando cuánto dinero tienen en el banco. Tanto la seguridad como el placer están relacionados con el yo. De manera que, el amor al dinero es un asunto del yo, y por eso juzgar el amor al dinero es poner fin al yo, aunque de forma indirecta.
Las palabras serias que el Señor da con respecto a los requisitos del reino no deben ser simples doctrinas para nosotros. Debemos tomar Su palabra de una manera seria, y abrir nuestro ser al Señor con respecto a la concupiscencia, el orgullo y el amor a las riquezas que quedan escondidos en nosotros por causa del yo. Que el Señor tenga misericordia de nosotros para que nos neguemos por completo en todo lo relacionado con estos asuntos, por causa del reino de los cielos.