Mensaje 46
(15)
Lectura bíblica: Nm. 33:50-56; 34:1-29
En este mensaje, que trata sobre lo dispuesto de antemano con respecto a la repartición de la buena tierra, consideraremos los estatutos para heredar la buena tierra (33:50-56) y también los linderos de la buena tierra y los encargados de repartirla (34:1-29).
Estos estatutos fueron dados a Moisés en las llanuras de Moab cerca del Jordán, a la altura de Jericó (33:50), una tierra que ha sido escenario de muchos conflictos. Hasta el día de hoy, la tierra que está al oriente del Jordán es una tierra donde hay muchos conflictos.
Jehová mandó a Moisés que le dijera al pueblo: “Cuando hayáis pasado el Jordán entrando en la tierra de Canaán, echaréis de delante de vosotros a todos los habitantes de la tierra, destruiréis todas sus piedras grabadas y todas sus imágenes fundidas, y demoleréis todos sus lugares altos; y tomaréis posesión de la tierra y habitaréis en ella, porque Yo os la he dado para que toméis posesión de ella” (vs. 51-53). Estos versículos revelan que después de echar de la tierra a los diabólicos moradores, el pueblo de Israel debía destruir todos los ídolos y los lugares altos, los lugares donde se adoraban ídolos. Sólo entonces serían aptos para tomar posesión de la tierra y disfrutarla.
Este mismo principio se aplica a nuestro disfrute de Cristo hoy. Cristo nos fue dado por porción para que le disfrutásemos; no obstante, hay un requisito que debemos cumplir si hemos de participar en dicho disfrute. Este requisito es que cooperemos con lo dispuesto por Dios, expulsando de nuestro ser todo lo que no sea Dios y Cristo. Eso significa que tenemos que destruir todos los ídolos erigidos en nuestro ser. Un ídolo es todo aquello que nos ocupe, lo cual no sea Dios. Un título universitario, un buen trabajo, una bonita casa, una posición o cierto rango, una buena reputación, todo ello puede llegar a ser un ídolo que ocupe nuestro ser. Debemos destruir cualquier ídolo que pueda estar en nosotros y no dar cabida alguna en nuestro ser a la adoración de ídolos. Si no eliminamos los ídolos que haya en nosotros, no podremos experimentar el disfrute genuino de Cristo.
Algunos hablan de disfrutar a Cristo, pero para ellos eso no es más que un lema. Si realmente hemos de disfrutar a Cristo o no, ello dependerá de la medida en la que hayamos purificado nuestro ser interior. Hoy Cristo es la buena tierra en nosotros, pero para disfrutar esta buena tierra es necesario eliminar completamente todo lo que nos ocupe y que no sea Dios. Dar lugar, aunque sea un poco, a la adoración de algo que no sea Dios, anulará nuestro disfrute de Cristo. Que todos eliminemos completamente toda clase de ídolos para que podamos disfrutar a Cristo como la buena tierra.
“Heredaréis la tierra por suertes conforme a vuestras familias; a los más numerosos daréis una heredad mayor, y a los menos numerosos daréis una heredad menor. Donde a cada uno le toque por suertes, allí será su propiedad. Conforme a las tribus de vuestros padres heredaréis” (v. 54). Aquí vemos que los hijos de Israel heredarían la tierra de dos maneras: por sus tribus y por suertes. El tamaño de las tribus tenía que ver con el aumento en vida, y las suertes tenían que ver con la soberanía de Dios. Esto indica que el disfrute que tenemos de Cristo hoy depende principalmente de nuestro aumento en vida y de la soberanía de Dios.
En los versículos 55 y 56 vemos las consecuencias de no echar a los habitantes de la tierra de delante de ellos. Si el pueblo de Dios no echaba a los habitantes, sino que los dejaba allí, ellos serían como aguijones en sus ojos y como espinas en sus costados. Además, esos habitantes los afligirían en la tierra donde ellos habitaran, y Dios haría a ellos como pensó hacer a dichos habitantes. Eso significa que la porción que correspondía a los gentiles bajo la maldición de Dios, vendría a ser la porción de Israel.
Números 34:1-15 habla sobre los linderos de la buena tierra. Los linderos de la tierra de Canaán representan a Cristo en Su resurrección y ascensión.
El límite del sur (vs. 3-5) era a partir del desierto de Zin a lo largo de Edom; empezaba desde el extremo del mar Salado (el mar Muerto) por el oriente, rodeaba hacia el sur hasta la subida de Acrabim y pasaba hasta Zin; se extendía al sur de Cades-barnea, y continuaba a Hasar-adar; luego pasaba hasta Asmón, rodeaba este límite desde Asmón hasta el arroyo de Egipto, y su término era el mar Grande (el mar Mediterráneo).
El límite occidental (v. 6) era el mar Grande y su costa, de sur a norte. El mar Grande representa la muerte todo-inclusiva de Cristo.
El límite por el norte (vs. 7-9) era desde el mar Grande hasta el monte Hor, del monte Hor hasta la entrada de Hamat, siguiendo hasta Zedad; luego se extendía hasta Zifrón, y terminaba en Hazar-enán.
El límite oriental (vs. 10-12) era desde Hazar-enán hasta Sefam; y bajaba desde Sefam a Ribla, al lado oriental de Aín; y alcanzaba la ribera oriental del mar de Cineret (el mar de Galilea); después descendía al Jordán (que representa la muerte de Cristo) y terminaba en el mar Salado.
La mejor parte de la buena tierra está rodeada por dos mares, el mar Mediterráneo y el mar Muerto, y por un río, el Jordán. Estos dos mares y el río representan, todos ellos, la muerte de Cristo. Esto indica que el disfrute que tenemos de Cristo está estrechamente relacionado con Su muerte. El disfrute de Cristo tiene que ser experimentado en la esfera, el territorio, de Su muerte.
Los linderos de la buena tierra también indican que es una tierra levantada y elevada. Esto representa al Cristo ascendido, el Cristo celestial. El Cristo a quien disfrutamos en Sus riquezas es un Cristo resucitado y ascendido. El Cristo que fue crucificado y sepultado entró en nosotros en Su resurrección, y ahora estamos en Su ascensión, de modo que le disfrutamos como la tierra levantada con todas Sus riquezas.
“Mandó Moisés a los hijos de Israel, diciendo: Ésta es la tierra que heredaréis por suertes, que ha mandado Jehová que se dé a las nueve tribus y a la media tribu. Porque la tribu de los hijos de Rubén según las casas de sus padres, la tribu de los hijos de Gad según las casas de sus padres y la media tribu de Manasés, han recibido su heredad. Las dos tribus y media recibieron su heredad al otro lado del Jordán, a la altura de Jericó al oriente, hacia el nacimiento del sol” (vs. 13-15). Los versículos del 1 al 12 describen los límites de la tierra que sería dada a las nueve tribus y media. La tierra dada a las dos tribus y media, la tierra que les correspondía por su propia elección, podía ser alcanzada sin necesidad de cruzar el Jordán. Esto indica que era territorio ajeno a la muerte de Cristo y, por lo cual, en realidad, no formaba parte de la buena tierra. Asimismo, nuestra elección personal es completamente ajena a la muerte de Cristo y, por ende, no guarda ninguna relación con el auténtico disfrute de Cristo en Su riqueza. Si no pasamos por la muerte de Cristo, no podemos entrar en Su resurrección y ascensión. Esto nos muestra que no debemos optar por nuestra elección. Cada vez que actuamos conforme a nuestra propia elección, nos hallaremos fuera de la muerte de Cristo y, como consecuencia, no estaremos en la esfera de Su resurrección y ascensión a fin de disfrutarle como Aquel que es celestial y fue elevado.
Como lo indica el tipo de la buena tierra, el Cristo que nos ha sido asignado según lo ordenado por Dios es un Cristo de grandes dimensiones, un Cristo vasto. Sin embargo, el tamaño del Cristo que realmente experimentemos dependerá de nosotros. En Sí mismo, Cristo es universalmente vasto y no varía en tamaño; pero la experiencia que tengamos de este Cristo podría variar de modo significativo y diferir en tamaño. Para algunos, Cristo podría ser una estrecha franja de tierra; para otros, Él puede ser un vasto territorio. Así como la experiencia que tenemos de Cristo como las ofrendas puede diferir en tamaño —un carnero, un cordero o un palomino—, del mismo modo, nuestra experiencia de Cristo como buena tierra también puede variar en medida.
En los versículos del 16 al 29 se nos habla de los que estaban encargados de repartir la buena tierra. Los líderes de las dos tribus y media no figuraban en la lista de los que estaban encargados de la repartición. Las dos tribus y media poseyeron algo, pero lo que poseyeron no formaba parte de la buena tierra. En principio, éste podría ser también nuestro caso en la vida de iglesia. Tal vez se nos conceda nuestra elección y obtengamos alguna ganancia. Aunque lo que obtengamos parezca estar en concordancia con la promesa de Dios, de hecho es algo que simplemente concuerda con nuestra propia elección y que no puede ser contado como parte del cumplimiento de la promesa de Dios.
“Éstos son los nombres de los varones que os repartirán la tierra por heredad: el sacerdote Eleazar y Josué, hijo de Nun” (v. 17). Eleazar y Josué tipifican, ambos, a Cristo. Por una parte, Cristo es nuestro Sacerdote; por otra, Él es nuestro Líder.
El versículo 18 añade: “Tomaréis también de cada tribu un líder para repartir la tierra por heredad”. En los versículos del 19 al 28 encontramos una lista de dichos líderes: Caleb, de la tribu de Judá, el primero; Semuel, de la tribu de Simeón; Elidad, de la tribu de Benjamín; Buquí, de la tribu de Dan; Haniel, de la tribu de Manasés; Kemuel, de la tribu de Efraín; Elizafán, de la tribu de Zabulón; Paltiel, de la tribu de Isacar; Ahiud, de la tribu de Aser; y Pedael, de la tribu de Neftalí. “A éstos mandó Jehová que hiciesen la repartición de las heredades a los hijos de Israel en la tierra de Canaán” (v. 29).
Debe de tener algún significado que esta lista no incluya los nombres de los líderes de las dos tribus y media. Creo que sus nombres no aparecen porque esas tribus actuaron conforme a su propia elección. Hoy en día, si optamos por nuestra propia elección, es posible que nuestros nombres no sean incluidos en la “lista” de Dios. En cuanto a esto, no nos debe importar la opinión, la evaluación, el aprecio, la crítica ni la condenación del hombre. Hoy es “el día del hombre” (lit., 1 Co. 4:3), la era actual, en la cual el hombre juzga. Esperemos, más bien, el día del Señor, cuando Él juzgará (1 Co. 4:4-5). El Señor es el único apto para dar la última palabra. Por consiguiente, aprendamos a no optar por nuestra propia elección, pues esto nos mantendrá fuera de la muerte de Cristo. Preocupémonos por lo que el Señor elija, no por lo que nosotros elijamos, para que así nuestros nombres estén en Su lista y no en la nuestra.
Por último, debemos ver que hay una diferencia entre los líderes mencionados en Números 1 y los que se mencionan en Números 34. Los líderes en el capítulo 1 se mencionan por causa del conteo; los líderes del capítulo 34 se mencionan por causa de la repartición de la buena tierra. Tanto los límites de la buena tierra como aquellos que fueron encargados de repartirla son significativos.