Mensaje 33
Lectura bíblica: Ro. 5:12, 14, 17, Ro. 5:19; 6:3; Jn. 3:15; 5, 1 Co. 1:30, Ro. 6:6, 8, 11, 13, 19; 7:6, 18-20, 25; 8:4, 6, 11
En este mensaje veremos algunos de los asuntos básicos de los capítulos del 5 al 8 de Romanos.
La última parte del capítulo 5 nos lleva a reconocer el hecho de que hemos estado en Adán. Es un hecho indiscutible que anteriormente estuvimos en Adán. Todo ser humano está en Adán o estuvo en él. El capítulo 6 demuestra el hecho de que ahora nos encontramos en Cristo. Así que, podemos darle al capítulo 5 el título: “En Adán” y al capítulo 6: “En Cristo”. Recordemos que hablamos de dos hechos, uno pasado y el otro presente. Nosotros estuvimos en Adán, pero ahora estamos en Cristo. ¡Cuánto mejor es el hecho presente!
El capítulo 7 abarca nuestra experiencia en la carne, lo cual no es simplemente un hecho, sino una experiencia. Por lo tanto, encima del capítulo 7 podemos escribir: “En la carne”.
El capítulo 8 describe nuestra experiencia en el espíritu. Es difícil determinar si éste es el Espíritu Santo o el espíritu humano, porque se refiere al espíritu mezclado. Por lo tanto, el título del capítulo 8 puede ser: “En el espíritu”.
En los capítulos 5 y 6 tenemos dos hechos: el hecho de estar en Adán y el de estar en Cristo. En los capítulos 7 y 8 tenemos dos clases de experiencias: la experiencia que se tiene al estar en la carne y la que se tiene al estar en el espíritu. La experiencia de la carne es la que corresponde a la experiencia relacionada con el hecho de estar en Adán. Este hecho, revelado en el capítulo 5, se experimenta en la carne según lo descrito en el capítulo 7. Si tuviéramos solamente el capítulo 5 sin el capítulo 7, tendríamos el hecho de estar muertos, pero no tendríamos la experiencia correspondiente. De la misma manera, la experiencia que se tiene al estar en el espíritu, tal como se presenta en el capítulo 8, es la experiencia relacionada con el hecho de estar en Cristo, tal como se revela en el capítulo 6. En otras palabras, el hecho de estar en Cristo puede ser experimentado sólo en el espíritu.
En Adán hay tres elementos principales: el pecado, la muerte y el ser constituidos pecadores (5:19). En Adán, heredamos el pecado, estábamos bajo el reinado de la muerte (5:12, 14) y fuimos constituidos pecadores. Además, Dios ejerció Su condenación sobre nosotros. El hecho de que fuéramos buenos o malos no cambiaba en nada nuestra situación. Aun si fuéramos las mejores personas, por el simple hecho de estar en Adán, seguiríamos siendo pecadores bajo condenación por parte de Dios. En Adán heredamos el pecado, estábamos bajo el reinado de la muerte, y fuimos constituidos pecadores que estaban bajo condenación. Éstos son hechos. Todos estábamos condenados aun antes de haber nacido. Así era el caso nuestro.
¡Alabado sea el Señor porque tenemos el segundo hecho: estamos en Cristo! Como resultado de estar en Cristo, tenemos la gracia con la justicia (5:17). En Adán teníamos pecado; en Cristo tenemos la gracia con la justicia. No tenemos la justicia sola ni la gracia por separado, sino que tenemos la gracia con la justicia. La gracia con la justicia es contraria al pecado. En Adán heredamos el pecado. En Cristo hemos recibido la gracia con el don de la justicia. La gracia y la justicia obran juntamente, porque la gracia obra a través de la justicia. Además, en Cristo tenemos vida eterna en vez de la muerte. Podemos aun reinar en esta vida eterna (5:17). Aunque la muerte una vez reinó sobre nosotros (5:14), ahora nosotros podemos reinar en vida. Además, en Cristo no somos condenados por Dios, sino justificados. En Cristo todos hemos sido justificados.
Quizá usted se pregunte cómo es que puede estar en Cristo. No tenemos duda de que estuvimos en Adán. Pero ahora ¿cómo podemos saber que estamos en Cristo? Estamos en Cristo al ser bautizados en Él (6:3) y al creer en Él (Jn. 3:15). El hecho de que somos bautizados en Cristo incluye el que hemos creído en Él. Por lo tanto, estamos en Cristo al creer en Él y al ser bautizados. Cuando creemos en Cristo, en realidad entramos en Él por nuestra fe. De la misma manera, el hecho de ser bautizados en el agua indica que somos bautizados en Cristo. Dios nos ha puesto en Cristo (1 Co. 1:30); todos debemos creer este hecho y contarlo como tal. ¡Aleluya, estamos en Cristo! Hemos sido trasladados de Adán a Cristo. Hoy puedo dar testimonio con gran confianza que no estoy más en Adán, sino en Cristo. Ya que estoy en Cristo, en Su muerte y en Su resurrección, todo lo que Él es ha llegado a ser mío. Todo lo que Él ha realizado es mío porque yo estoy en Él.
Consideremos el ejemplo del arca de Noé. El arca con las ocho personas a bordo pasó a través de muchas situaciones. Todo lo que el arca pasó fue también la experiencia de aquellas ocho personas, porque ellos estuvieron en el arca. Esto tipifica claramente el hecho de que estemos en Cristo. Cristo es nuestra arca, y nosotros, el pueblo en resurrección, estamos en Él. (El número ocho significa resurrección). Todo lo que Cristo ha obtenido y logrado y todo lo que Él es, ahora es nuestro. Su muerte, Su resurrección, Su vida, todo es nuestro. La muerte de Cristo puso fin a todo asunto negativo en el universo, y Su muerte es nuestra. Nada pone fin a una persona tanto como la muerte. Si alguien pregunta si usted está muerto o no, debe contestarle enfáticamente: “Sí, yo morí desde hace dos mil años (Ro. 6:6). La muerte de Cristo en la cruz se encargó de todo por mí y me llevó a mi fin de manera definitiva. Así que, estoy muerto”. ¡Alabado sea el Señor porque todos nosotros estamos muertos! Por un lado, morimos con Cristo; por otro, fuimos resucitados juntamente con Él (6:8, 11). Hemos resucitado, somos personas vivientes y estamos creciendo juntamente con Cristo en la semejanza de Su resurrección (6:5). Todos debemos creer estos hechos, reconocerlos como veraces, y considerarnos a nosotros mismos según ellos.
Si nos basamos en estos hechos, podemos presentarnos a Dios como esclavos y presentar nuestros miembros como armas de justicia para santificación (6:13, 19). Cuando nos apoyamos en el hecho de que nuestro viejo hombre fue crucificado y que vivimos para Dios en Cristo Jesús, y cuando nos presentamos a nosotros mismos junto con nuestros miembros a Dios como armas de justicia, se abre el camino para que la vida divina obre en nuestro interior con toda libertad. Esta vida divina transfundirá todo lo que Dios es dentro de nuestro ser y así seremos santificados. Ésta no es la redención objetiva efectuada en la cruz, sino la obra santificadora de Dios que opera subjetivamente en nuestro mismo ser.
Después de comprender que morimos con Cristo, debemos también entender que no tenemos ya nada que ver con la ley. Debido a que hemos muerto, estamos libres, libertados, de la ley (7:6). No debemos regresar a la ley. Regresar a la ley significa decidir hacer el bien. Siempre que usted determine hacer el bien, estará volviendo a la ley. Si usted ora: “Oh, Dios, ayúdame a ser humilde de ahora en adelante”, estará regresando a la ley. Aunque usted ore a Dios, no acude a Él sino a la ley. Consideremos a un esposo que se arrepiente de no amar a su esposa. Él hace una determinación de amar a su esposa de ahora en adelante y pide al Señor que le ayude a amar más a su esposa. Esta oración indica que él está regresando a la ley. Puedo asegurarle que él no será capaz de amarla; cuanto más trate de amarla, más fracasara en hacerlo. Él se encontrará a sí mismo en Romanos 7, en la situación de no poder hacer lo que desea hacer, y de hacer lo que no quiere (7:19). Aunque usted quiera amar a su esposa, no es capaz de hacerlo. Tal vez usted determine no enojarse nunca más, pero finalmente usted terminará enojándose más que nunca. ¿Por qué? Porque acudir a la ley es ir a la fuente equivocada. Aún no ha comprendido que es un caso completamente perdido y desahuciado. Debemos rechazarnos a nosotros mismos y decirle al yo: “No confío en ti. No debes determinar hacer nada por ti mismo. Tú no eres capaz de hacer nada”. Siempre que un esposo es tentado a tomar la decisión de amar a su esposa, inmediatamente debe decir: “Satanás, apártate de mí. Yo nunca intentaré hacer esto. En cambio, rechazaré al yo. Mi yo debe llegar a su fin”.
No debemos proponernos a hacer el bien. Pablo dijo: “Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (7:18). Pablo añadió: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico” (7:19). Por lo tanto, en el siguiente versículo él concluyó: “Mas si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (7:20). Ya hicimos notar que ésta fue la experiencia de Pablo antes de que fuera salvo, pero casi todos los cristianos pasan por esta misma experiencia después de ser salvos. Si no tenemos tal experiencia, no será posible que seamos puestos al descubierto, y no nos daremos cuenta de que somos un caso sin esperanza.
Tal vez aun hoy usted ha decidido hacer el bien. Es muy natural y fácil ejercitar la voluntad para hacerlo. Cuando estamos un tanto fríos para con el Señor, tal vez no nos propongamos hacer el bien por amor de Él. Sin embargo, una vez que estamos avivados y regresamos al Señor, inmediatamente determinamos hacer el bien. Cada vez que resolvemos hacer el bien, fabricamos un mandamiento, una ley creada por nosotros mismos para nosotros mismos. Ésa no es la ley dada por Moisés, sino una ley establecida por el yo. No obstante, el principio es el mismo. Ya sea la ley dada por Moisés o la ley estipulada por el yo, el resultado será que estaremos puestos al descubierto.
Hace muchos años solía orar: “Oh, Señor, no quiero enojarme con mi esposa. Deseo ser un buen esposo y amar a mi esposa siempre. Señor, ayúdame a amarla”. De acuerdo con mi experiencia, el Señor nunca ha contestado dichas oraciones mías. De hecho, cuanto más oraba pidiendo no perder la paciencia, más la perdía. Si no oramos pidiendo esto, es posible que no nos enojemos por una o dos semanas, pero tan pronto oremos acerca de ello, nos enojaremos poco después que terminemos de orar. Durante los años pasados muchas hermanas han venido a mí diciendo que han orado para tener una buena actitud con sus esposos e hijos, pero que el mismo día en que oraban, sus actitudes eran peores que nunca. Cuando la gente me hacía tales preguntas en los primeros años de mi ministerio, me encontraba en la misma situación que ellos. Hablando doctrinalmente, les contestaba que eso les sucedía para que ellos se dieran cuenta de lo que eran en realidad. Esto es simplemente una doctrina para nosotros hasta que un día somos forzados a entender que no somos buenos en absoluto. Una vez que vemos esto, nunca más volveremos a decidir hacer el bien; y en vez de ello acudiremos a Romanos 8.
En Romanos 8 encontramos algo muy sencillo. Olvidémonos de decidir hacer el bien. La mente debe ser como una esposa sumisa, pero pretende ser el esposo. En el capítulo 7 Pablo dijo claramente: “Yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios” (v. 25). Una mente así es demasiado independiente. La mente debe ser como una mujer dócil, pero insiste en ser un hombre dominante. En el capítulo 8 vemos que simplemente debemos andar conforme al espíritu (8:4); pero, ¿qué debemos hacer con nuestra mente? La mente debe ser puesta en el espíritu (8:6). Debemos andar conforme al espíritu y poner la mente en el espíritu. Esto es suficiente. No haga más determinaciones de hacer el bien ni ore para que el Señor le ayude a hacerlo. Olvídese de tales conceptos religiosos. Todo lo que necesitamos hacer es andar, comportarnos y regir nuestro ser conforme al espíritu y constantemente fijar la mente en el espíritu. Entonces tendremos libertad, y el Cristo que mora en nosotros impartirá vida a cada parte de nuestro ser, aun a los miembros más débiles de nuestro cuerpo mortal (8:11). Entonces todo nuestro ser será infundido con la vida divina. Esto no es un asunto de hacer el bien, de guardar la ley ni de cumplir con sus requisitos. Al contrario, tiene que ver con la vida que se vive a partir de nuestro espíritu. Esta vida hará aun más que cumplir los justos requisitos de la ley. Cuando andamos, nos comportamos, y regimos nuestro ser conforme al espíritu mezclado, y cuando ponemos nuestra mente en el espíritu, no permitiendo que la mente actúe por su propia cuenta para hacer nada, el Cristo que mora en nuestro interior nos impartirá Su vida. Disfrutamos la salvación que Dios nos concede y la santificación que es producida en nosotros cuando somos saturados de Su vida.