Mensaje 35
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Lectura bíblica: Ro. 5:12; 6:6; 7:7-8, 24; 8:2, 10-11
Ya vimos que el enfoque central de la revelación hallada en este libro consiste en que Dios transforma pecadores en hijos Suyos con el fin de formar con ellos el Cuerpo de Cristo. Dios se expresa en el Hijo, el Hijo se expresa en el Cuerpo, y éste se expresa en las iglesias locales. Antes de que llegáramos a ser hijos, fuimos constituidos pecadores (5:19), no sólo en nombre y en posición, sino aun en nuestra constitución. Nosotros fuimos constituidos pecadores debido a que el pecado había entrado en nuestro ser.
Es necesario que cierto elemento sea añadido a un organismo para que esté constituido de dicho elemento. Conforme a la manera en que Dios nos creó, nosotros fuimos hombres buenos y justos. Sin embargo, debido a la caída de Adán, el pecado fue inyectado en nuestro ser. Cuando el hombre cayó, no simplemente cometió un error o hizo algo indebido; si éste fuera el caso, su caída no habría tenido consecuencias tan serias. De hecho, en la caída sucedió algo más serio que un simple error, a saber: el pecado fue inyectado en el propio ser del hombre.
Supongamos que una madre tiene una botella de veneno en casa. Ella lo guarda en cierto lugar y le advierte a su hijo pequeño que nunca debe tocar esa botella. Un día, mientras la madre se encuentra fuera de casa, el niño pequeño, preguntándose lo que habrá en dicha botella, la alcanza, la abre y toma del veneno. Cuando la madre se da cuenta de lo que ha sucedido, ella no se preocupa tanto por el error que su hijo ha cometido, sino por el veneno que éste ha ingerido. La mayoría de los cristianos piensa que el hombre simplemente desobedeció a Dios, que cometió un error al tomar del fruto del árbol del conocimiento. Muy pocos comprenden que cuando el hombre comió del fruto del árbol del conocimiento, algo maligno y aun satánico entró en él. En la caída del hombre, un elemento maligno y satánico se inyectó en éste, el cual en la Biblia es llamado el pecado. El pecado no es simplemente un asunto de mentir o robar. Tales cosas son el fruto del pecado, y no el pecado mismo. El pecado es la naturaleza misma de Satanás, el maligno.
En los capítulos del 5 al 8 de Romanos hay muchos indicios de que el pecado tiene características de una persona viva: el pecado entró (5:12), reina (5:21), puede enseñorearse de nosotros (6:14), nos engaña (7:11), nos mata (7:11) y mora en nosotros (7:17). Una vez que el pecado, el elemento maligno de Satanás, fue inyectado en el hombre, éste fue constituido pecador. Ahora nosotros, en lugar de ser hombres justos, somos constituidos pecadores. La cantidad de bien o mal que hayamos hecho no cambia en nada la situación, porque el pecado está ahora en nuestro ser. Aunque nuestros hechos no sean tan pecaminosos exteriormente, interiormente tenemos una naturaleza pecaminosa.
El pecado trae como resultado varias cosas. Ha introducido la carne y la ley. Por lo tanto, tenemos los problemas del pecado, de la carne y de la ley. Pero tenemos un problema más, el resultado final del pecado, el cual es la muerte. Donde hay pecado, hay muerte. En Romanos 5:12 Pablo dice: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. La muerte entra por el pecado y reina por medio de él. De aquí que, el pecado trae como consecuencia tres elementos negativos: la ley, la carne y la muerte.
Romanos 5 revela que nosotros fuimos constituidos pecadores, y Romanos 6 revela que “el cuerpo de pecado” ha sido “anulado” (6:6) ya que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo. Mediante la muerte de este viejo hombre, somos librados del pecado. Hicimos notar en el mensaje anterior que somos librados del pecado en Romanos 6, de la ley en Romanos 7, y en Romanos 8, de la carne. Somos librados del pecado porque nuestro viejo hombre fue crucificado. La muerte del viejo hombre hizo que el cuerpo de pecado quedara desempleado, anulado. Debido a que el cuerpo de pecado perdió su empleo, no tenemos que servir más al pecado como esclavos. Esto quiere decir que hemos sido librados del pecado. De igual manera, fuimos librados de la ley gracias a que el viejo marido murió y fue sepultado. En el momento de ese funeral, nos casamos con nuestro nuevo marido. Al perder a nuestro viejo marido y al casarnos con el nuevo, somos librados de la ley. Según se revela en Romanos 8, somos librados de la carne al andar conforme al espíritu. En resumen, somos librados del pecado porque nuestro viejo hombre fue crucificado y el cuerpo de pecado fue anulado; somos librados de la ley al sepultar a nuestro viejo marido y al casarnos con uno nuevo; y somos librados de la carne al andar conforme al espíritu.
No obstante, ahora debemos enfrentar otro problema, el cual trata de cómo podemos ser librados de la muerte. Si hemos de saber esto, necesitamos entender lo que es la muerte. Todo hombre se encuentra bajo el reinado de la muerte y bajo su operación. Dentro de cada persona viva hay algo que la Biblia llama la operación de la muerte. Supongamos que cierto hermano ama al Señor. Una mañana, mientras tiene comunión con Él, decide que desde ese día en adelante él siempre honrará y obedecerá a sus padres, amará a su esposa y será amable para con sus hijos. Éste es el deseo de su corazón. Además, también decide nunca más enojarse. Sin embargo, poco tiempo después se levanta una situación difícil, y pierde la paciencia de nuevo. Tal vez usted diga que esto es fruto de la operación del pecado. Estoy de acuerdo con eso, pero la consecuencia del pecado es la muerte; es la muerte la que actúa en nosotros. Después de ser picados por el aguijón de la muerte, nosotros quedamos tan débiles que no importa cuánto nos esforcemos por honrar a nuestros padres, o amar a nuestra esposa, simplemente no somos capaces de hacerlo.
En Romanos 7:7-8 Pablo dice: “Pero yo no conocí, el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: ‘No codiciarás’. Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia”. La codicia no es un asunto externo, sino un deseo interior. Un día un misionero en la China le decía a su cocinero que todos los hombres eran pecadores. El cocinero discutió con él y le dijo que él era una persona honrada y que nunca había robado nada a nadie. Al discutir y argumentar entre sí, se descubrió que aun mientras razonaban acerca de la pecaminosidad y de la honradez, el cocinero estaba pensando acerca del caballo del misionero y de cómo podía tomar posesión de él. Al momento el misionero le dijo: “Eso es codicia, y la codicia es pecaminosa”. En Romanos 7 Pablo también usa la codicia como un ejemplo. ¡Cuán difícil le es al hombre dominar la codicia! Cuanto más tratemos de no codiciar, más codiciosos nos volvemos. El apóstol Pablo estaba tratando de ser recto, santo y perfecto. Pudo tener éxito al menos hasta cierto grado. Pudo abstenerse de robar, pero no pudo evitar la codicia. De hecho, aprendió que le era imposible controlar su codicia. Por lo tanto, él clamó: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” (7:24).
Cuando Pablo mencionó “esta muerte”, ¿qué quería decir? Él quería decir que esa muerte, en forma de codicia, lo mataba constantemente. De igual manera, algo dentro de nosotros nos mata a cada minuto del día. Si somos ociosos o descuidados, no lo percibiremos. Pero si nos esforzamos por ser rectos, santos, espirituales y perfectos, descubriremos que en lugar de alcanzar la perfección, estamos siendo constantemente invadidos por la muerte. Para experimentar la muerte no es necesario esperar hasta que envejezcamos y estemos a punto de morir físicamente. Incluso con la muerte física morimos poco a poco. Cada día morimos un poco más, aunque sigamos viviendo. Cuanto más viejos nos volvemos, más morimos. Supongamos que usted recibe setenta dólares. Si gasta cinco dólares, sólo le quedarán sesenta y cinco. Y cuando usted haya gastado sesenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos, únicamente le quedará un centavo. De igual manera, nosotros estamos gastando la duración de nuestra vida. Seamos jóvenes o viejos, estamos muriendo gradualmente. Yo soy un hombre viejo con muchos nietos, y cuando ellos me dicen cuántos años tienen, a veces pienso: “Ustedes no están viviendo, sino muriendo”.
La muerte es un asunto muy profundo; mata nuestro cuerpo, alma y espíritu. Ahora mismo está matando el cuerpo, la mente, la voluntad y la parte emotiva; incluso mata el corazón y especialmente el espíritu. Ésta es la razón por la cual muchos vienen a las reuniones de la iglesia en condiciones de muerte. Se sientan en las reuniones sin orar ni funcionar porque están muertos y sepultados. Es imposible para tales muertos exclamar: “¡Alabado sea el Señor!”. Algunos hermanos están muertos en las reuniones porque se han peleado con sus esposas. Aun si usted se siente interiormente infeliz con su esposa, aunque no tenga ningún altercado externamente con ella, su espíritu estará muerto. En algunas ocasiones los hermanos que llevan la delantera me preguntan por qué tantos hermanos y hermanas no funcionan en las reuniones. Yo les he dicho que esto se debe a que aquellos santos están muertos y en un ataúd. ¿Cómo pueden esperar que un muerto funcione? No se los puede exhortar ni imponerles reglamentos. En lugar de eso, es necesario hacer algo que los resucite y que los levante del sepulcro. Entonces hablarán en las reuniones. Mi argumento es que todos tenemos algo en nosotros que la Biblia llama la muerte. No debemos pensar que la muerte nos llegará sólo en el futuro. En realidad la muerte puede estar en nosotros ahora mismo de una manera prevaleciente. Aunque se le nombra muerte, en realidad es muy activa y fuerte; es mucho más poderosa que nosotros. Por nosotros mismos nunca podremos derrotarla.
Muchas veces en las reuniones usted probablemente ha tenido el deseo de alabar al Señor o dar un testimonio. Sin embargo, inmediatamente empieza a considerar y a analizar, pensando que no debería expresar nada ligeramente. El hecho de que usted analice así antes de decir algo es indicio de que se encuentra bajo la influencia de la muerte. Si tuviera que comparecer en un tribunal ante el juez, entonces sí debe ser muy cauteloso para hablar, pero cuando viene a la reunión de la iglesia, no debe actuar tan cuidadosamente. Lo que usted tiene que hacer es dejar de ser tan cauteloso, liberar su espíritu y decir: “¡Alabado sea el Señor! ¡Amén! Quiero dar testimonio de que Cristo es mi vida”. Si empieza a considerar y a analizar, la muerte lo invadirá. ¿Sabe por qué es tan cauteloso en las reuniones? Porque busca su propia gloria y no quiere exponerse a perder su prestigio. Esta clase de cautela mata su espíritu.
Hemos visto que debido al elemento del pecado que mora en nuestro ser, nosotros fuimos constituidos pecadores. El fruto del pecado es la muerte, la cual nos mata y hace que seamos invadidos por la muerte. Hoy no solamente tenemos el problema del pecado, sino además el de la muerte. El hecho de que el pecado y la muerte se hallan juntos es demostrado por Romanos 8:2, donde dice: “Porque la ley del Espíritu de vida me ha librado en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte”. La ley del pecado y de la muerte no son dos leyes diferentes, sino una sola ley con dos elementos: el pecado y la muerte. Donde se encuentra la ley del pecado, también está la ley de la muerte.
Romanos 6:6 habla del “cuerpo de pecado” y 7:24, del “cuerpo de esta muerte”. El cuerpo de pecado es muy activo y posee mucha energía para cometer hechos pecaminosos. Cuando estamos por hacer las cosas de Dios, a menudo nos sentimos cansados, soñolientos, y tenemos gran necesidad de descanso. Sin embargo, cuando se nos presenta la oportunidad de hacer algo pecaminoso, el cansancio desaparece porque el cuerpo de pecado es muy vigoroso. Aunque el cuerpo de pecado es fuerte, el cuerpo de muerte es muy débil. Si se trata de participar en las diversiones mundanas, el cuerpo de pecado es muy activo, pero si se trata de asistir a las reuniones de la iglesia, el cuerpo de muerte es demasiado débil. El cuerpo de muerte puede llevarnos a decir: “No puedo ir a la reunión, no me siento muy bien; además, mi hijo no me dejó dormir bien anoche. Me siento muy débil y agotado; necesito quedarme a descansar”. Dependiendo de lo que se trate, el mismo cuerpo puede ser el cuerpo de pecado o el cuerpo de muerte. En cuanto al pecado, el cuerpo es muy fuerte, pero en cuanto a Dios, es muy débil. Cuando nuestro espíritu está avivado, viviente y ejercitado, nuestro cuerpo no siente ningún cansancio. Pero cuando nuestro espíritu está frío o tibio, no sentimos ningún deseo de ir a la reunión y preferimos quedarnos en casa a descansar. Algunas hermanas tal vez digan: “He estado bastante ocupada durante los últimos tres días y me siento exhausta. No puedo ir a la reunión; necesito descansar”. Aunque esto parece ser muy razonable, en realidad es una excusa falsa.
Como hemos visto, en 7:24 Pablo clamó: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. La manera de ser librados de esta muerte se encuentra en 8:2. Es por medio del Espíritu de vida. Necesitamos volvernos a nuestro espíritu y andar conforme a él. No debemos hacer caso al cansancio que sentimos, pues la mayoría de las veces que nos sentimos cansados, dicho cansancio es una falsedad. Cuando llega la hora de ir a la reunión, no digamos que nos sentimos cansados, pues es una mentira que no debemos creer. Tampoco debemos esforzarnos por cumplir con cierto requisito, pues no dará resultados. Lo que tenemos que hacer es en realidad muy sencillo: volvernos a nuestro espíritu, estar en el espíritu y actuar, comportarnos y andar conforme al espíritu. Si hacemos esto, el Espíritu de vida infundirá vida incluso a nuestros cuerpos mortales. Aquellos que se sienten motivados por el Señor para ayunar, pueden pasar días sin comer ni sentir hambre ni cansancio, porque viven no por su propia fuerza física, sino por la fuerza que proviene de su espíritu. El espíritu en su ser se convierte en la fuente de poder para su vida. Si los incrédulos ayunaran de esta manera, estarían desfalleciendo de hambre después de sólo uno o dos días, pero si nosotros los creyentes somos guiados por el Señor a ayunar, y si lo hacemos en el espíritu, podemos continuar por muchos días sin ningún problema. Durante ese tiempo, viviremos no por nuestra propia fuerza natural, sino por la fortaleza que proviene de nuestro espíritu. Desde nuestro espíritu, el Espíritu que mora en nosotros imparte vida a nuestro cuerpo mortal. Según este mismo principio somos librados de la muerte.
Si permanecemos en silencio en las reuniones, es una señal de que somos afectados por la muerte, es decir, la muerte está operando en nosotros para matarnos. En dichas ocasiones debemos volvernos a nuestro espíritu y alabar al Señor. Si estamos cansados de asistir a las reuniones, de orar y de tener comunión con los santos, eso también es una señal de que somos afectados por la obra aniquiladora y debilitante de la muerte. Si queremos ser librados de esto, debemos volvernos a nuestro espíritu y decir: “¡Alabado sea el Señor! ¡Señor Jesús! ¡Aleluya! ¡Amén!”. Inmediatamente sentiremos que el poder y la fortaleza que brotan de nuestro espíritu estarán siendo transmitidos a nuestro cuerpo mortal.
Romanos 8 es un capítulo muy profundo, no sólo en doctrina sino también en experiencia. Cuanto más lo experimentamos, más profundo parece ser. En términos doctrinales, es muy fácil recitar los versículos de este capítulo, pero la experiencia contenida en él es insondablemente profunda. Por ejemplo, es imposible agotar la experiencia presentada en el versículo 11, donde dice: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo vivificará también vuestros cuerpos mortales por Su Espíritu que mora en vosotros”. Este versículo revela que el Espíritu que mora en nosotros vivifica nuestro cuerpo mortal. Debemos examinar este versículo a la luz del versículo anterior que dice: “Pero si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo está muerto a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia”. Debido a que Cristo está en nosotros, nuestro espíritu es vida, aunque nuestro cuerpo está muerto a causa del pecado. El versículo 11 dice que este Cristo, quien es el Espíritu, no sólo debe estar en nosotros, sino que también debe morar en nuestro interior. El hecho de que Cristo esté en nosotros es una cosa, pero el que Cristo more en nosotros, es otra. En el versículo 10 vemos que Cristo está en nosotros, pero en el versículo 11 ya no sólo está en nosotros, sino que mora en nuestro ser. ¿Es el caso suyo que Cristo sólo está en usted o que mora en usted? Necesitamos que Él more en nosotros. Por eso, debemos darle toda libertad en nuestro ser. Cristo está en nosotros, pero puede ser que no more en nuestro interior porque lo restringimos y no le damos completa libertad. Si permitimos que Cristo more en nuestro ser, este Cristo, quien es el Espíritu, impartirá vida a nuestro cuerpo mortal desde nuestro espíritu. Esto quiere decir que el Espíritu que mora en nuestro interior, se extenderá desde nuestro espíritu a los miembros de nuestro cuerpo.
Después de que este Cristo vivifique el espíritu de usted, Él quiere vivificar los miembros de su cuerpo de muerte. Tengo la confianza de que Cristo está en el espíritu de usted y su espíritu es vida, pero lo que me preocupa es que Cristo no haya podido impartir vida a los miembros de su cuerpo de muerte, es decir, a su cuerpo mortal. Por una parte, nuestro cuerpo es un cuerpo de muerte; por otra, es un cuerpo mortal. ¡Alabado sea el Señor que en Romanos 8:11 vemos la forma en que la vida puede ser suministrada a nuestro cuerpo de muerte! La manera es permitir que Cristo more en nosotros, que haga Su hogar en nuestro ser. La palabra griega traducida “morar en” no es la palabra que se traduce “permanecer”; proviene de la misma raíz que la palabra usada en Efesios 3:17, donde habla de que Cristo haga Su hogar en nuestros corazones. Esta raíz significa “casa” u “hogar”. Por lo tanto, no es la palabra ordinaria que se traduce “permanecer”, sino una palabra con mayor peso relacionada con el hecho de que Cristo haga Su hogar en nosotros.
Cristo desea ganar más lugar en nosotros y hacer Su hogar en nuestro interior; pero es posible que no tenga la libertad para establecer Su hogar en nuestro ser. Indudablemente, nuestro espíritu es vida, pero tal vez no tengamos vida en nuestro cuerpo. Podemos tener a Cristo en nuestro espíritu, pero no expresarlo. Algunos han dicho que clamar y alabar es una práctica vana, pero si esto es verdad, ¿por qué sólo algunos pueden decir: “¡Alabado sea el Señor!” y otros no pueden? Muchos pastores no pueden decir esto porque, en cierto sentido, a ellos se les dio muerte. Hace algunos años un joven se puso de pie en una conferencia y dijo que él no estaba de acuerdo con la práctica de invocar el nombre del Señor Jesús. Pero mientras él hablaba, espontáneamente clamó: “¡Oh, Señor Jesús!”. Ha habido muchos casos como éste.
Muchos no alaban al Señor porque su espíritu está débil y su cuerpo, el cual no ha sido vivificado por el Cristo que mora en los creyentes, está en condiciones de muerte por causa de la muerte que mora en ellos. Sin embargo, si permitimos que Cristo gane al menos una pulgada de terreno dentro de nosotros, la vida será suministrada a nuestro cuerpo mortal. Se extenderá de nuestro espíritu a los miembros de nuestro cuerpo, los cuales están en condiciones de muerte, y empezaremos a alabar al Señor. Cuanto más alabemos al Señor, más poder recibirá todo nuestro ser.
No podemos negar que los elementos del pecado y de la muerte están en nosotros. ¡Cómo agradecemos al Señor que tenemos también un elemento llamado “el Espíritu de vida”! Además, tenemos el elemento del Cristo que mora en nosotros. Con tantos elementos que están en nuestro ser, la pregunta que surge es: ¿Cuáles elementos usaremos para “cocinar”? Una ama de casa cuenta con muchos ingredientes en su cocina, pero todo depende de cuáles elementos ella escoge para cocinar. Necesitamos siempre volvernos a nuestro espíritu y vivir conforme al espíritu. Si hacemos esto, el Cristo que mora en nuestro interior será muy real para nosotros, y veremos cuán ilimitado es Él. Gradualmente Él se extenderá de nuestro espíritu a nuestro cuerpo mortal. De esta manera seremos completamente librados de la muerte.
Cuando somos librados del pecado, de la ley, de la carne y de la muerte, llegamos a ser personas que son verdaderamente liberadas. Como tales, ya no estamos bajo el pecado, la ley, la carne ni la muerte. La manera de ser librados de todas estas ataduras es permitir que nuestro viejo hombre sea crucificado, que nuestro viejo marido sea sepultado, y además debemos volvernos al espíritu, poner nuestra mente en el espíritu y andar conforme al espíritu. Si hacemos esto, con el tiempo seremos completamente librados. Lo dicho aquí tal vez sea sencillo y breve, pero si lo ponemos en práctica y lo experimentamos, veremos cuán ilimitado, profundo e insondable es.