Mensaje 64
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Lectura bíblica: Ro. 12:2; Ro. 8:29; 11:24; Ro. 5:10, 17; 6:4; 8:2, 6, 10, 11; Gn. 1:26; Ro. 7:4; Jn. 16:7; 14:20; 15:4; 3:16; Gá. 2:20
En los mensajes anteriores hemos abordado la impartición del Dios Triuno y la vida injertada. En este mensaje examinaremos la función de la vida injertada. Con el fin de ver esto, debemos pedir al Señor que quite todos los velos, pues nos impiden recibir un verdadero entendimiento de este libro. Podemos leer el libro de Romanos una y otra vez sin darnos cuenta de que nos cubren una capa tras otra de velos. Debido a que muchos lectores de este libro tienen estos velos, no pueden ver la impartición de la vida del Dios Triuno ni la vida injertada ni tampoco el hombre tripartito tal y como se revelan en Romanos 8. Por lo tanto, es preciso que los velos nos sean quitados, y luego tenemos que leer este libro como si nunca antes lo hubiéramos hecho.
La vida injertada se relaciona con el hecho de ser transformados y conformados a la imagen de Cristo. En 12:2 Pablo se refiere a la transformación, diciendo: “No os amoldéis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestra mente”. El mundo, el sistema satánico, se compone de varios siglos o eras, y cada uno de ellos tiene su propia moda y estilo. La estratagema de Satanás es amoldarnos a esta era presente. Aunque Pablo menciona que la meta de Satanás consiste en cierta conformación negativa, aquí no dice nada del objetivo de la transformación. Simplemente nos exhorta a ser transformados por medio de la renovación de la mente.
En Romanos 8 vemos cuál es la meta de la transformación. El versículo 29 dice: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el Primogénito entre muchos hermanos”. Nosotros somos quienes hemos sido llamados y justificados y, como tales, nuestro destino ha sido determinado de antemano por Dios. Antes de la fundación del mundo, Dios nos predestinó para que fuésemos hechos conformes a la imagen de Su Hijo. Esto quiere decir que ser conformados a Cristo es nuestro destino y también el objetivo final de nuestro trayecto. ¿Sabe usted dónde termina nuestra jornada? Termina en la imagen del Hijo de Dios. Nuestro destino no es ir a los cielos; antes bien, es ser conformados a la imagen del Hijo de Dios.
Si hemos de entender el significado de la transformación y la conformación, debemos entender que el libro de Romanos habla de una clase particular de vida: la vida injertada. Una vida injertada es una vida mezclada, una vida que es el producto de la mezcla de dos vidas. En 11:24 Pablo habla del injerto de dos árboles de olivo, no de dos clases de árboles diferentes. Por lo tanto, el injerto descrito en Romanos se lleva a cabo entre dos árboles de la misma familia. La diferencia es que uno es un olivo cultivado, y el otro, un olivo silvestre.
En el capítulo 5 de Romanos Pablo comienza a hablar acerca de la vida. En el versículo 10 él dice que nosotros seremos salvos en la vida de Cristo y que además, según 5:17, reinaremos en vida. En 6:4 Pablo habla de andar en novedad de vida. En el capítulo 8 él hace mención del Espíritu de vida en Cristo Jesús (v. 2). A continuación Pablo dice que nuestro espíritu es vida (v. 10), que la mente puesta en el espíritu es vida (v. 6) y que el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos desea impartir vida a nuestro cuerpo mortal (v. 11). La vida mencionada en todos estos versículos es una vida injertada.
Hemos hecho notar que una vida injertada es una vida mezclada. El injerto es eficaz solamente si las dos vidas que han de ser injertadas son similares. El que la vida humana y la vida divina se asemejen en sobremanera, se demuestra por el hecho de que Dios creó al hombre a Su imagen y conforme a Su semejanza (Gn. 1:29). Él hizo esto con el propósito de que la vida humana fuera muy semejante a la vida divina. Una vez más usemos el ejemplo del guante. En cuanto a su forma, semejanza y función, el guante es igual a la mano; de otro modo, la mano no encajaría en el guante. Todos nosotros somos guantes hechos conforme a la semejanza de la mano divina. ¡Cuánto debemos alabar a Dios por habernos creado a Su imagen y conforme a Su semejanza! ¡Alabémosle por habernos hecho vasos cuyo fin es contenerle! Dios nos creó de este modo intencionadamente a fin de que Él pudiera depositar a Su Hijo en nosotros.
Debido a que la vida humana y la vida divina son similares, se pueden conjugar. Esto quiere decir que estas vidas pueden “casarse”. El día en que fuimos salvos nos casamos con Cristo (Ro. 7:4). Por lo tanto, ser cristiano no es solamente un asunto de ser salvo y regenerado, sino también de casarse con Cristo. La vida mencionada en Romanos 8 es una vida injertada, una mezcla de dos vidas que son distintas pero muy similares a la vez. La transformación y la conformación se llevan a cabo por medio de tal vida injertada. Durante más de cincuenta años de ser cristiano he aprendido que la vida que está transformándome y conformándome a la imagen del Hijo de Dios es una vida injertada.
Desde el momento en que Dios nos creó a Su imagen y conforme a Su semejanza estábamos en condición de recibirle dentro de nosotros para que sea nuestra vida. Nos fue dado un espíritu con el cual recibirle y un alma con la cual expresarle. Aunque nosotros ya estábamos listos, Dios todavía no lo estaba. Él aún no había llenado todos los requisitos como para entrar en el hombre. A fin de ser apto para esto Él tenía que vestirse de humanidad, es decir, tenía que encarnarse. En los tiempos del Antiguo Testamento Dios podía venir sobre los profetas, pero no podía entrar en ellos. Muchos cristianos de hoy sólo saben cómo Dios viene sobre la gente, pero no saben cómo es que Él puede entrar en ellos. En cierto sentido, ellos todavía son creyentes antiguotestamentarios.
El Nuevo Testamento revela que mediante la encarnación de Cristo, Dios entró en la humanidad. Él entró al género humano por una puerta estrecha, es decir, por haber nacido de una virgen en un pesebre de Belén. Durante treinta años Él vivió en el hogar de un carpintero. Pero un día, Él salió de allí para comenzar Su ministerio. Nadie podía reconocer que ese hombre era Dios mismo. Al tener contacto con algunos pescadores jóvenes de Galilea, Él les dijo: “Venid en pos de Mí”, y ellos lo hicieron, aunque aparentemente no había nada de extraordinario en Él. Lo que Él tenía era un poder tan cautivador que Sus seguidores estaban fuera de sí por amor Suyo. Ellos fueron atraídos al Señor porque había algo “magnético” en Él. En efecto, ellos pasaron un tiempo maravilloso los tres años y medio que estuvieron a Su lado. Sin embargo, un día Él repentinamente les dijo que los iba a dejar porque tenía que ser crucificado. Esta palabra los turbó profundamente, en especial a Pedro. Luego el Señor les dijo que les convenía que Él se fuera ya que si no se iba, el Espíritu de realidad no vendría a ellos (Jn. 16:7). Hasta ese momento el Señor sólo había podido estar entre ellos, pero aún no había entrado en ellos. Después de Su resurrección Él sería capaz de estar en ellos, y ellos podrían estar en Él (Jn. 14:20). No obstante, Pedro y los otros discípulos tal vez preferían que el Señor permaneciera entre ellos en lugar de que Él se fuera a fin de que, una vez en resurrección, Él pudiera entrar en ellos.
Cuando era un joven creyente, me hubiese gustado estar vivo cuando el Señor Jesús estaba en la tierra; hubiera deseado haberlo visto, oído y tocado en la carne. Aun me quejé con el Señor acerca de esto y le pregunté por qué razón Él no permitió que yo hubiera vivido en el tiempo que Él estuvo sobre la tierra, para así haber estado físicamente en Su presencia. Aún no me daba cuenta de que es mucho mejor que Cristo esté dentro de mí que simplemente estar a Su lado. ¿Prefiere usted que el Señor esté físicamente entre nosotros o que esté en nuestro ser interior como Espíritu? Tal vez con su boca usted declare que prefiere que Él esté en usted, pero en su ser interior usted probablemente preferiría que el Señor estuviera a su lado, tal como Él estaba con Sus primeros discípulos. Si el Señor Jesús apareciera repentinamente en una forma física, nos maravillaríamos. Esto demuestra que preferimos que Cristo esté entre nosotros, en lugar de que Él esté en nuestro ser. Pero si Cristo todavía estuviera solamente entre nosotros, Su vida no podría ser injertada junto con la nuestra, debido a que Él no estaría en nosotros. Él podría realizar milagros entre nosotros, pero nosotros seguiríamos siendo iguales, sin que ningún cambio ni transformación se realizara en nosotros. Podríamos abrazarlo, pero no podríamos ser injertados en Él. Por lo tanto, Cristo prefiere estar dentro de nosotros a fin de que podamos mezclarnos con Él. Cristo desea que permanezcamos en Él, para que Él pueda permanecer en nosotros (Jn. 15:4). Ésta es la mezcla que produce la vida injertada. Es esta clase de vida la que nos transforma y nos conforma a la imagen de Cristo.
Con el fin de ser hecho apto para entrar en nosotros, Cristo tuvo que pasar por los procesos de encarnación, vivir humano, crucifixión, resurrección y ascensión. Además, como Espíritu tuvo que descender sobre nosotros. Entonces lo único que nos queda por hacer es invocarle con fe. Cuando decimos: “Oh, Señor Jesús, creo en Ti”, Su vida, que ahora ha sido hecha apta para ello, entra en nuestra vida, que fue dispuesta para ello, y así las dos vidas se unen. De este modo, nuestra vida es injertada en la Suya.
Tal vez usted haya sido un cristiano por muchos años sin darse cuenta de que la vida cristiana es una vida injertada, una mezcla de la vida divina con la vida humana. Tanto la vida divina como la vida humana son bastante complejas. La vida divina es en realidad Cristo mismo. Cristo es Dios y, como tal, es el Creador de todas las cosas. Un día Él se encarnó y se vistió de la naturaleza humana. ¡Qué gran misterio que la divinidad y la humanidad pudieran mezclarse como una sola entidad! Después de encarnarse, Cristo tuvo un vivir humano y pasó por la crucifixión, la resurrección y la ascensión. Todos estos elementos están ahora incluidos en la vida divina. Esta vida tiene el poder de poner fin a todas las cosas negativas y, además, cuenta con el poder de la resurrección, que tiene la capacidad de generar, de germinar, de transformar y de conformar. Esta vida compleja y apta es la misma vida que recibimos cuando creímos en el Señor Jesús.
Pero ¿qué diremos acerca de la vida humana con la cual se ha mezclado esta vida tan maravillosa? La vida humana creada por Dios vino a ser caída, corrupta, entenebrecida, mundana y satánica. Como consecuencia de esto, está lleno de los elementos demoníacos, malignos y negativos.
Juan 3:16 nos dice que Dios amó al mundo. Por años yo no pude entender por qué la Biblia no dice que Dios amó a la humanidad. A los ojos de Dios el hombre caído vino a ser el mundo. Esto quiere decir que la humanidad caída, corrupta, mundana y satánica, es en realidad el sistema satánico mismo. Antes de que fuéramos salvos, formábamos parte de ese sistema. Pero, a pesar de lo maligno que es este sistema, la Biblia declara que Dios amó al mundo. La razón por la que Dios ama al mundo es porque en el mundo se encuentra la vida que Él creó a Su imagen y conforme a Su semejanza con el propósito de que lo contuviera a Él como vida.
Tanto la vida divina como la vida humana son complejas. La vida divina es compleja en un sentido positivo, mientras que la vida humana lo es en un sentido negativo. Dios, conforme a Su economía, desea injertar esta vida humana que es negativamente compleja, en Su propia vida, la cual es igual de compleja, pero en un sentido positivo. Cuando nosotros creímos en el Hijo de Dios e invocamos el nombre del Señor, Su vida que es positivamente compleja entró en nosotros, y así nuestra vida que es compleja en un sentido negativo fue injertada en Él.
En los mensajes anteriores señalamos que, de acuerdo con el principio ordenado por Dios, la vida inferior no es capaz de subyugar a la vida superior; más bien, es la vida superior la que elimina los aspectos negativos de la vida más deficiente. La vida divina es como una dosis de medicina todo-inclusiva. En esta dosis está incluido el poder aniquilador de la crucifixión de Cristo que pone fin a los elementos negativos de nuestra vida humana. Además, el poder de resurrección de Cristo resucita y eleva todos los elementos apropiados de esta vida humana, es decir, los elementos que Dios creó a Su imagen y conforme a Su semejanza. Cuando Dios creó al hombre, le dio una mente, una parte emotiva y una voluntad. Sin embargo, todas estas partes de nuestro ser se corrompieron por la caída. Cuando la vida divina entra en nosotros y somos injertados en esta vida, el poder aniquilador que está en ella pone fin a la corrupción que se halla en nuestra mente, en nuestra parte emotiva y en nuestra voluntad. Luego, la vida divina, con miras a cumplir el propósito de Dios, resucita los elementos que Dios había creado a Su imagen y conforme a Su semejanza. La vida divina no anula lo que ha sido creado por Dios. Por el contrario, esta vida divina resucita nuestra vida creada y la restaura.
Los maestros de la Biblia pueden decir que como aquellos que hemos sido crucificados con Cristo, debemos rechazar nuestra alma. Sin embargo, cuanto más tratamos de rechazar el alma, más presente está con nosotros. Por ejemplo, después de haber sido salvos, podemos volvernos muy tiernos con relación a nuestra parte emotiva. De acuerdo con mi experiencia, cuanto más negaba mi alma, que incluye mi mente, parte emotiva y voluntad, descubría que mi mente se volvía más aguda, mi parte emotiva más sensitiva y mi voluntad más fuerte. Antes de ser salvo, yo era como una medusa, pero ahora mi voluntad es extremadamente fuerte. ¿Cómo podemos explicar este fenómeno? ¿No han sido crucificadas nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad? ¿No las hemos negado? Claro que sí. Pero recordemos que la Biblia no sólo dice que hemos sido crucificados con Cristo, sino que también hemos resucitado con Él. La crucifixión y la sepultura no son el fin. Una vez que nuestra alma ha sido crucificada y sepultada, también resucita, porque ha sido injertada en la vida divina. Debido a que la vida divina y la vida humana han sido injertadas, el poder aniquilador de la vida divina nos crucifica, y el poder de resurrección que está en ella, nos eleva.
Nuestra crucifixión con Cristo, efectuada hace más de 1900 años, es hecha real y se puede experimentar hoy por medio de la vida divina que está en nosotros. Esto mismo se aplica a la resurrección. Tanto la eficacia de la crucifixión como el poder de la resurrección están incluidos en el Espíritu vivificante todo-inclusivo. Desde el momento en que creímos en el Señor Jesús y fuimos injertados en Su vida todo-inclusiva, los diferentes ingredientes de esta vida han estado operando dentro de nosotros. Cuanto más le decimos al Señor Jesús que le amamos, cuanto más nos consagramos a Él para contenerle, y cuanto más tiempo pasamos con Él en la Palabra, cuanto más disfrutamos de comunión con Él, más actúan los ingredientes de esta vida divina con miras a darnos fin y resucitarnos. Esto hace que nuestra mente sea sobria, nuestra parte emotiva se vuelva tierna y nuestra voluntad, llegue a ser fuerte. El elemento corrupto de nuestra vida humana es crucificado y sepultado, pero el elemento positivo es elevado por la resurrección. Por consiguiente, ya no vivimos nosotros, mas vive Cristo en nosotros (Gá. 2:20). Aquí vemos la función que cumple la vida injertada, función que consiste en llevar a cabo la transformación, la cual da por resultado que seamos conformados a la imagen de Cristo. Mientras experimentamos interiormente la crucifixión, la sepultura y la resurrección, somos transformados y conformados a la imagen de Cristo. La transformación y la conformación son el resultado de la obra interior que realiza la vida injertada.