Mensaje 8
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Lectura bíblica: Ro. 4:1-25
Cuando Pablo escribió el libro de Romanos, debe de haber tenido en mente el Antiguo Testamento. En Romanos 1 se hace una clara referencia al libro de Génesis. La cláusula que dice: “Las cosas invisibles de Él ... se han visto con toda claridad desde la creación del mundo, siendo percibidas por medio de las cosas hechas”, se refiere a Génesis 1. Las “cosas invisibles” que son los atributos divinos, pueden ser percibidos por medio de la creación. Así que, Pablo empezó el libro de Romanos haciendo alusión al primer capítulo de Génesis. Además, el relato de Pablo acerca de la condenación ejercida sobre la humanidad, sigue las etapas de la caída del hombre narradas en Génesis. En Génesis 4 Caín desechó a Dios y no aprobó tenerle en cuenta, y en Génesis 11 vemos que el linaje humano caído había abandonado a Dios y se había vuelto a los ídolos. Ellos cambiaron la gloria de Dios por ídolos vanos, y se degradaron cayendo en fornicación y confusión, lo cual se manifestó plenamente en Sodoma. Esto resultó en la práctica de todo tipo de perversidades imaginables. Pablo utilizó la historia de la corrupción de la especie humana como trasfondo para desarrollar la sección de Romanos sobre la condenación de la humanidad. En Romanos 3 Pablo hace alusión al arca de Dios con su cubierta, mostrando así a Cristo como el lugar de propiciación. Por lo tanto, también escribió Romanos 3 teniendo presente el Antiguo Testamento. Además, cuando Pablo llegó a la conclusión de la justificación, tomó como ejemplo principal la historia de Abraham. La historia de Abraham nos proporciona un modelo completo de la genuina y subjetiva justificación de Dios. Si sólo tuviéramos los escritos de Pablo de Romanos 3, jamás podríamos apreciar las profundidades de la obra justificadora de Dios. Sólo tendríamos la semilla de la justificación, sin la médula.
Me parece necesario hablar un poco más acerca de la experiencia subjetiva de la justificación. Siento profundamente en mi espíritu que Romanos 4 debe ser plenamente revelado al pueblo del Señor. Como dijimos anteriormente, el capítulo 4 de Romanos, el cual nos presenta la experiencia de Abraham con Dios, es mucho más profundo de lo que podemos imaginar. Abraham es un ejemplo de la experiencia que todo hombre llamado tiene con Dios. Nos faltan las palabras humanas para poder describir tal experiencia. Después de considerar seriamente este asunto, he seleccionado la palabra transfundir con el fin de que nos ayude a entender la interacción que se efectúa entre Dios y el hombre.
La aplicación de la electricidad depende del interruptor, y podemos decir que la potencia de la electricidad es aplicada a través del mismo. En esto consiste la transfusión. La electricidad celestial se encuentra muy lejos, en los cielos, pero aquí en la tierra es el lugar donde debe ser aplicada. Si esta electricidad divina ha de llegar a nosotros, necesitamos una transfusión. Así que, Dios se transfunde a Sí mismo a nosotros. Una vez que recibamos esta transfusión, experimentaremos una infusión celestial a medida que se infiltre en nuestro ser la esencia de Dios. La infusión del elemento divino nos saturará e impregnará. La transfusión trae consigo la infusión, la cual nos satura del elemento de Dios.
Esta saturación produce una reacción. Las virtudes espirituales y los atributos divinos que son transmitidos a nuestro ser producirán una reacción en nuestro interior. La primera reacción es creer, o sea, ejercer nuestra fe. Ésta es la definición más elevada de la fe. La fe no es nuestra habilidad o virtud natural. La fe es nuestra reacción hacia Dios, la cual se produce cuando Dios se transfunde a nosotros e infunde Sus elementos divinos en nuestro ser. Cuando los elementos divinos saturan nuestro ser, reaccionamos hacia Dios y esta reacción constituye un acto de fe. La fe no es una virtud humana, sino una reacción provocada por la infusión divina, la cual satura e impregna todo nuestro ser. Una vez que tenemos tal fe, jamás la perderemos. Nuestra fe forma parte de nuestro ser intrínseco, porque ha sido infundida en él y ha llegado a ser parte de nuestra constitución intrínseca. Aunque queramos dejar de creer, nunca podremos lograrlo. A esto se refiere la Biblia cuando habla de creer en Dios.
Si mi memoria no me falla, Pablo nunca usó la expresión por la fe en Jesús. Sin embargo, por lo menos dos o tres veces mencionó “la fe de Jesús”, lo cual causa problemas a la mayoría de los traductores. Algunos de ellos, hallando difícil definir dicha frase, cambian la preposición de por en. Si cambiamos la preposición, la cláusula sería “la fe en Jesús” y significaría que creemos en Jesús por nosotros mismos. Pero esto no fue lo que Pablo quiso decir. Pablo dijo que creemos en el Señor Jesús por medio del propio Señor Jesús quien es nuestra fe. Ya que nosotros no tenemos la habilidad de creer, necesitamos tomar a Cristo como nuestra habilidad para creer. Debemos creer en el Señor Jesús por medio de Su fe. He tratado de entender esto por unos cuarenta años. En el pasado expliqué que la fe era Cristo forjado en nosotros. Ésta era la mejor definición que tenía en ese tiempo. Sin embargo, en estos últimos días el Señor me ha dado una mejor manera de definir la fe: la fe es nuestra reacción hacia Dios producida por Su transfusión, infusión y saturación.
¿Cómo se lleva a cabo la transfusión divina? Dios es la electricidad celestial y, como tal, viene a Sus escogidos. Por ejemplo, Dios vino a Abraham apareciéndose a él. Si estudiamos Génesis del capítulo 11 al 24, incluyendo la narración de Hechos 7, descubriremos que Dios apareció a Abraham en varias ocasiones. Hechos 7:2 dice que el Dios de la gloria apareció a Abraham. Ciertamente Abraham fue atraído por la apariencia del Dios de la gloria. El hecho de que fuese atraído por Dios simplemente significa que Dios se transfundió a Sí mismo en Abraham sin que éste lo comprendiera o estuviera consciente de ello. Esto es semejante al tratamiento de radiación practicado por la medicina moderna. Los pacientes son expuestos a los rayos X, sin estar conscientes de los haces de radiación que están penetrando en ellos. Dios mismo es la radiación más potente que existe. Si somos expuestos a Su radiación por una hora, Él se transfundirá a Sí mismo a nosotros. Por medio de esta transfusión, nosotros seremos infundidos, saturados e impregnados con Dios mismo.
En toda predicación apropiada del evangelio, debe haber una transmisión en la cual Cristo se infunde a Su pueblo. ¿Cómo puede transfundirse Cristo a nosotros? Lo hace por medio de la predicación del evangelio. Siempre que predicamos el evangelio de Jesucristo de una manera normal, el Cristo viviente se aparecerá, lo cual transfundirá a Cristo a Su pueblo.
Puedo confirmar esto por mi propia experiencia. Aunque nací en China y aprendí las enseñanzas de Confucio, éstas no me atrajeron en absoluto. El cristianismo como religión tampoco me atrajo. Cuando tenía diecinueve años el Señor envió a una hermana joven a predicar el evangelio en mi pueblo natal. Yo tenía curiosidad de verla. Cuando me senté en el salón de reunión y escuché su canto y su predicación, se apareció la gloria de Dios y fui atraído por Él. Nadie tuvo que convencerme para que creyera. Al escucharla, Dios se transfundió a Sí mismo en mí, y esta transfusión me cautivó y conquistó, causando en mí una reacción positiva. Después de la reunión, mientras andaba solo por el camino, alcé mis ojos hacia el cielo y dije: “Dios, Tú sabes que soy un joven ambicioso, pero aun si la gente me prometiera dar todo el mundo para que fuera mi imperio, yo lo rechazaría. Sólo quiero a Ti. Desde este día en adelante quiero servirte. Quisiera ser un pobre predicador yendo de villa en villa, diciéndole a la gente cuán bueno es el Señor Jesús”. De esta manera, el Cristo viviente se transfundió en mi ser. Inmediatamente reaccioné a Dios, y Dios reaccionó de vuelta a mí. Mi reacción hacia Dios fue un acto de fe en Él, es decir, creí en Él. En respuesta a mi reacción, Dios me justificó, me dio Su justicia, Su paz y Su gozo. La justicia de Dios reaccionó hacia mi, y desde ese momento he tenido esa justicia. Cristo fue hecho la justicia de Dios para mí. Así que, tuve gozo y paz, y fui lleno de esperanza. Había sido justificado por Dios. Él me había llamado a dejar todo lo que no fuera Él mismo.
Una vez que Cristo se transfunde a Sí mismo en nosotros, nunca más podemos escapar; de ahí en adelante tenemos que creer en Él. Estoy muy familiarizado con lo que pasó en diferentes casos como resultado de mi propia predicación del evangelio. Algunos dijeron: “No sé qué me pasó. Después de escuchar a ese predicador, al regresar a casa me dije que yo no quería tener nada que ver con Cristo, que Jesús no me agradaba. Pero algo había entrado en mí. Traté de no hacer caso a ello, pero no pude. Y aunque no quiero regresar, algo dentro de mí me impulsa a ir a escucharlo una y otra vez”. ¿Qué es esto? Esto es el efecto de la transfusión de Cristo en el hombre. Como resultado de esta transfusión, brota una reacción: creer en Jesús por la fe de Él.
Dios apareció a Abraham una y otra vez. Muchos de nosotros hemos sostenido un concepto erróneo acerca de Abraham, a saber, que él era un gigante de la fe. Cuando de joven escuché esto, me impresionó y dije: “Olvídate de ello, nunca podrás ser un gigante de la fe”. Más tarde, al estudiar la historia de Abraham, me di cuenta de que él no fue un gigante de la fe; sólo Dios es tal gigante. Dios como el gigante de la fe se transfundió a Sí mismo en Abraham. Después de que Abraham pasó tiempo en la presencia de Dios, no pudo menos que creer en Él, porque Dios se había transfundido en él. De esta manera, Abraham fue atraído por Dios y reaccionó hacia Él con fe. Su reacción fue su acto de creer. Supongamos que un hombre pobre hubiera visitado a Abraham y hubiera dicho: “Abraham, yo sé que tú no tienes ningún hijo. El año que viene te daré la capacidad para que tengas un hijo con tu esposa”. Abraham habría echado a ese hombre diciéndole que dejara de hablar tonterías. Pero el que apareció a Abraham era el propio Dios de la gloria. Dios no sólo le apareció en Génesis 15; hubo otras apariciones de Dios anteriores a ésta.
En Hechos 7 se encuentra el relato de la primera vez que Dios apareció a Abraham. Otras dos ocasiones se hallan en Génesis 12. En la primera de éstas (vs. 1-3) Dios dijo a Abraham que saliera de su tierra, de su parentela y de la casa de su padre. Y en la segunda (vs. 7-8), Dios le prometió que le daría la tierra como heredad a su descendencia. Después de esto, Abraham, quien tenía poca experiencia en cuanto a tener fe, descendió a Egipto. Dios apareció a Abraham por cuarta vez en Génesis 13:14-17, diciéndole que alzara la vista y mirara al horizonte en todas direcciones, y que toda la tierra que alcanzara a ver la daría a él y a sus hijos. Por lo tanto, la ocasión narrada en Génesis 15:1-7 es en realidad la quinta vez que Dios apareció a Abraham; ya no era ninguna novedad para Abraham. Dios se le había aparecido repetidas veces, y él ya había experimentado las riquezas de la aparición de Dios y había llegado a depender de ellas. Durante las primeras cuatro apariciones, el elemento divino ya había sido transfundido y infundido en su ser, pues cuando Dios aparecía a Abraham, no lo dejaba inmediatamente, sino que permanecía con él por un período de tiempo. ¿Cuánto tiempo permaneció Abraham con Dios en Génesis 18? Aproximadamente se quedó con él durante medio día, conversando con él por horas como con un amigo muy íntimo. Durante toda la visita Abraham era infundido con Dios. La quinta vez que Dios apareció a Abraham (Gn. 15), le dijo que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo. Para ese entonces, Abraham había experimentado una infusión de Dios tan rica, que le llevó a creer. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Ro. 4:3; Gn. 15:6).
La fe de Abraham no provino de su habilidad natural, ni se originó en sí mimo. El hecho de que Abraham creyera en Dios fue el resultado de una reacción a la radiación celestial, una respuesta a la infusión divina. En lenguaje figurado, la fe de Abraham era simplemente Dios mismo operando en él como radiación. ¿Cuál es la fe apropiada? La fe genuina es Dios que obra en nosotros. Ésta es la razón por la cual Dios contó la fe de Abraham por justicia. Es como si Dios estuviera diciendo: “Esta fe es algo que procede de Mí. Es algo que me corresponde. Ésta es la justicia de Abraham delante de Mí”. ¿Qué justicia era ésa? Era la justicia de Dios.
La palabra divina de la Biblia es muy profunda, y nosotros no somos capaces de entenderla si la leemos de manera superficial. Abraham recibió el elemento de Dios mediante el proceso de la infusión divina. Aunque la justicia había sido contada a favor de Abraham, él aún no la había experimentado de una manera sólida y concreta. De igual forma, nosotros tenemos a Cristo como nuestra justicia, pero realmente no le hemos experimentado de una manera substancial. Desde el momento en que invocamos Su nombre, recibimos a Cristo, y Él vino a ser nuestra justicia. Sin embargo, es menester que Él llegue a ser nuestra experiencia. Así que, necesitamos a Sara.
Sara tipifica la gracia. Agar, la concubina de Abraham, tipifica la ley (Gá. 4:22-26). Ciertamente tenemos a Cristo dentro de nosotros, pero no le experimentamos de una manera plena. ¿Quién puede ayudarnos a tener esta experiencia? Sara. Recordemos que Sara tipifica la gracia de Dios. No debemos cooperar con la ley acudiendo a Agar, sino que debemos colaborar con la gracia yendo a Sara. Si nos unimos a Sara, experimentaremos a Cristo como nuestra justicia. No vayamos a la ley ni nos propongamos a hacer buenas obras. Es preciso recordar la experiencia de Pablo según lo relatado en Romanos 7, donde dice: “El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”. Si uno decide hacer el bien, esto significa que se ha vuelto a la ley. Si se propone honrar a sus padres, amar a su esposa o someterse a su esposo, está acudiendo a la ley y casándose con Agar. El resultado de esta unión será siempre un Ismael. Pero si se une a la gracia, esta unión producirá a Cristo, el verdadero Isaac.
Isaac representa la experiencia sólida de la justicia que Dios contó a favor de Abraham. El día que usted creyó en el Señor Jesús, Cristo le fue concedido e infundido en su ser. Usted respondió en fe, y esa fe le fue contada por Dios como justicia. De esta forma, Dios hizo a Cristo su justificación y su justicia. Sin embargo, en aquel momento usted aún no tenía la experiencia de la misma. Después de ser salvo, acudió a Agar, a la ley, tomando la decisión de hacer el bien. Hasta cierto grado tuvo éxito, pero un Ismael fue producido. Ahora tiene que unirse a la gracia de Dios, a Sara. Con Sara siempre experimentará de manera genuina al Cristo que ya recibió.
En tipología, la justicia que Dios contó a favor de Abraham era Isaac. Según Génesis 17:21, Dios vino a Abraham y dijo: “Estableceré Mi pacto con Isaac, el que Sara te dará a luz por este tiempo el año que viene” (heb.). En Génesis 18:10 Dios volvió a decir lo mismo pero con otras palabras: “De cierto volveré a ti el año próximo por esta época, y he aquí Sara tu mujer tendrá un hijo” (heb.) Si conjugamos estos dos versículos, entenderemos que el nacimiento de Isaac era en realidad la venida de Dios. Lamentablemente, algunas versiones obscurecen estos dos versículos usando la frase en el tiempo de la vida. La traducción correcta es: “El año próximo por esta época”. El Señor dijo a Abraham que el nacimiento de Isaac al siguiente año sería la venida de Dios. Por lo tanto, concluimos que el nacimiento de Isaac era un evento extraordinario: era la venida de Dios.
Podemos aplicar todo esto a nuestra experiencia. En la predicación del evangelio, por medio de la aparición y transfusión de Cristo, reaccionamos a Dios y creemos en Él mediante Cristo como nuestra fe. Entonces Dios contó esta fe por nuestra justicia, lo cual constituyó una verdadera experiencia de Cristo en el momento de nuestra salvación. Esto fue un regreso de Cristo, una venida adicional de Cristo a nosotros, después de que reaccionamos a Dios creyendo en Aquel que es nuestra fe. Como resultado de la aparición de Cristo y de Su transfusión divina, Él mismo llegó a ser nuestra fe, con la cual reaccionamos o respondimos a Dios. Dios nos contó esta fe por nuestra justicia, y luego Cristo mismo en Su venida adicional llegó a ser la justicia de Dios para nosotros. Por medio de la venida adicional de Cristo a través de la gracia de Dios, obtuvimos a Cristo como nuestra justicia delante de Dios. Podemos resumir este proceso de la siguiente manera: En Su aparición y transfusión, Cristo llegó a ser nuestra fe hacia Dios, y como una reacción de Dios, Cristo vino a ser la justicia de Dios para nosotros. Finalmente, Cristo llegó a ser nuestra verdadera experiencia.
Además, no sólo tenemos a Cristo como la justicia de Dios contada como la nuestra, sino que también tenemos la experiencia de Cristo como nuestro Isaac. Valoramos mucho esta experiencia, estimándola como algo sumamente valioso y precioso y apreciándolo como nuestro unigénito.
Puede ser que Dios aparezca de nuevo y pregunte: “¿Estás dispuesto a seguir adelante conmigo? ¿Deseas disfrutar Mi aparición adicional? Si quieres esto, debes ofrecerme a Isaac. Ofrecer en sacrificio lo que Yo te he dado. Esto no quiere decir que tengas que echar fuera a Isaac, sino que debes ofrecérmelo a Mí. Esto es, traer al Cristo que has experimentado, ponerlo sobre Mi altar y ofrecérmelo para que Yo sea satisfecho. Lo que tú has experimentado de Cristo ha venido a ser tu porción, y eso te satisface. Ahora, Yo te pido que me ofrezcas esa porción para que Yo sea plenamente satisfecho”. ¿Harías esto? De cien creyentes que han tenido esta clase de experiencia, ni uno solo está dispuesto a cumplirlo. Todos argumentan: “¿Cómo puedo renunciar a mi valiosa y preciosa experiencia de Cristo? Es incorrecto que se me pida que renuncie a ella. Nunca podré estar de acuerdo con esto”. Sin embargo, todo aquel a quien se le ha pedido ofrecer a Dios su experiencia de Cristo, como su Isaac, y no ha estado dispuesto a hacerlo, ha experimentado la muerte en su vida espiritual. A tales personas Dios pareciera decirles: “Ya que tú valoras tu Isaac, y no estás dispuesto a ofrecerme esta experiencia, dejaré que te quedes con ella. Pero no puedo avanzar contigo. Tú tienes tu disfrute y satisfacción, pero Yo no tengo el Mío. No puedo utilizarte en el cumplimiento de Mi propósito”.
Abraham ofreció a Isaac para satisfacer a Dios, lo cual constituyó un verdadero holocausto. Sobre el monte Moriah Dios fue plenamente satisfecho. En Génesis 22 vemos que Dios no es únicamente el Dios que llama las cosas que no son como existentes —ciertamente Él fue revelado como tal en Génesis 15 y 17—, pero también Él es el Dios que da vida a los muertos. A los ojos de Dios Isaac murió cuando Abraham lo puso sobre el altar y alzó el cuchillo para inmolarlo. Dios detuvo a Abraham, prohibiéndole que matara a Isaac. En tipología esto quiere decir que Dios impartió vida al Isaac muerto. Según Hebreos 11:17-19, Isaac fue resucitado, y Abraham lo recibió de nuevo de parte de Dios en resurrección. Esto resultó en una transfusión e infusión adicional de Dios, que saturó ricamente el ser de Abraham.
La experiencia espiritual que Abraham tuvo, alcanzó su nivel más alto en el monte Moriah. Como resultado de esto, Abraham llegó a ser tan espiritual y maduro en vida, que en Génesis 24 él tipifica a Dios el Padre. ¿En dónde pudo alcanzar esta madurez? En el monte Moriah, donde él recibió la máxima porción de Dios. Dios el Padre se transfundió a él. Por lo tanto, Abraham llegó a ser padre no solamente de un Isaac individual, sino de miles de descendientes quienes corporativamente constituyen el reino de Dios sobre la tierra para el cumplimiento de Su propósito eterno.
Ahora podemos ver por qué Pablo, después de escribir Romanos 3, fue conducido a usar la historia de Abraham en el capítulo 4 para mostrar el clímax de la justificación de Dios. El propósito de la justificación de Dios es lograr una reproducción de Cristo en millones de creyentes. Estos creyentes o santos, como la reproducción de Cristo, llegan a ser los miembros de Su Cuerpo (Ro. 12:5). El Cuerpo entonces constituye el reino de Dios sobre la tierra (Ro. 14:17) para el cumplimiento del propósito de Dios. El Cuerpo como reino de Dios es revelado en Romanos del capítulo 12 al 16. Todas las iglesias locales son expresiones del Cuerpo de Cristo como reino de Dios. La iglesia como reino de Dios no se compone de un solo Isaac, sino de muchos Isaacs, quienes proceden de la justificación de Dios. Todos estos Isaacs son el producto de una subjetiva y profunda experiencia de justificación.
Todavía necesitamos ver algo más. Volvamos de nuevo al primer capítulo de Génesis.
Según Génesis 1, el hombre no sólo fue creado por Dios, sino también para Dios y conforme a Él. El hombre fue creado conforme a Dios a fin de que pudiera expresar la imagen de Dios y ejercer el dominio de Dios, para la edificación de Su reino. El hombre fue creado de esta manera por causa de este propósito tan elevado. En Génesis 2 vemos que Dios fue representado por el árbol de la vida, lo cual indica que el hombre creado según Dios debía comer continuamente de este árbol. El hombre necesitaba acercarse a Dios, tener contacto con Él, y recibir la transfusión e infusión de Dios en su interior. Sin embargo, el hombre falló en hacer esto y volvió a la fuente incorrecta, el árbol del conocimiento. Así que, el hombre que fue hecho conforme a Dios, se alejó de Él. Éste es el significado preciso de la caída del hombre.
Dios apareció a Abraham para llamarlo a salir de esa condición caída, lo cual significa que Dios deseaba hacer que el hombre volviera a Él. Cuando Dios llamó a Abraham a salir de Ur de los caldeos, nunca le dijo a dónde debía ir, porque la intención de Dios era traerlo de nuevo a Sí mismo. El hombre debía volver a Dios a fin de que Dios pudiera infundirse en él.
Dios, al llamar a Abraham a salir de Ur, estaba volviéndolo al árbol de la vida. El principio del árbol de la vida es la dependencia; por el contrario, el principio del árbol del conocimiento es la independencia. Acudir al árbol de la vida significa depender de Dios; en cambio, desviarnos hacia el árbol del conocimiento significa abandonar a Dios. Cada día y en todo momento tenemos que depender de Dios como nuestra vida y nunca alejarnos de Él. Por lo tanto, Abraham fue devuelto a Dios, al árbol de la vida. Cuando Dios le apareció a él, también le apareció el árbol de la vida. Todo el tiempo que Abraham pasaba en la presencia de Dios, él disfrutaba del árbol de la vida. Siempre que esto pasaba, más de la esencia de Dios se transfundía en él. De esta manera, Dios adiestró a Abraham a siempre recibir la transfusión y la infusión de Dios, a ser totalmente saturado de Él, y a no actuar más por sí mismo. Ésta no fue una lección fácil para Abraham.
Hoy en día nosotros estamos bajo el mismo adiestramiento. Dios nos llamó a salir de nuestra condición caída, y a volver a Él, al árbol de la vida. Ahora mismo estamos gozando de Su transfusión, infusión y saturación. No debemos hacer nada por nosotros mismos. Nuestro yo debe ser anulado. El viejo yo debe ser cortado y sepultado para que Dios pueda ser nuestro todo. Entonces podremos afirmar realmente: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gá. 2:20). Ésta era la vida de Abraham. Hoy nosotros, siendo los descendientes de Abraham, somos iguales a él. Seguimos sus pisadas de fe y estamos bajo la obra saturadora de Dios.
Mientras estamos en este proceso, tenemos varias reacciones hacia Dios. Nuestra primera reacción es creer en Él con la fe de Cristo. Esto causa otra reacción de parte de Dios, que consiste en que Cristo es contado como nuestra justicia. Después de esto, tal vez actuemos por nosotros mismos cometiendo alguna falta. Acudimos a la fuente equivocada, que es Agar, la ley, y engendramos un Ismael. Después de esto, necesitamos ser circuncidados, lo cual trae una experiencia adicional de Cristo como nuestro Isaac actual. Posteriormente, se nos pedirá ofrecerle nuestro Isaac a Dios como sacrificio para Su satisfacción. Si obedecemos este mandato, Dios reaccionará una vez más dándonos una experiencia de resurrección que produce muchos Isaacs. Una vez que ofrecemos nuestra experiencia individual de Cristo a Dios, nos encontraremos en la iglesia rodeados de muchos Isaacs, y obtendremos la experiencia corporativa de Cristo. Entonces dejaremos de ser individualistas y seremos un reino, el Cuerpo de Cristo, el cual cumple el propósito de Dios.
Éste es el significado más profundo de la justificación mostrada por el ejemplo de Abraham. Debemos reconocer que la fuente de todo esto es la transfusión, infusión y saturación de Dios. Este proceso de transfusión e infusión produce muchas reacciones entre Dios y el hombre. Este tráfico o intercambio entre nosotros y Dios, nos hace uno con Él, y hace posible la existencia de un hombre universal y corporativo para el cumplimiento del propósito eterno de Dios. En este proceso, la divinidad se mezcla con la humanidad. Esto es la consumación de la justificación de Dios.