Mensaje 54
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Lectura bíblica: Gn. 1:26; Jer 31:3, 32; 2:2; Jn. 3:29; Mt. 9:15; Ef. 5:25-27; 2 Co. 11:2; Ap. 19:7; Jn. 21:15-17; 2 Co. 5:14-15; Jn. 14:21, 23; Cnt. 1:2-4.
En este mensaje estudiaremos acerca de la ley que Dios le dio a Su pueblo en Exodo 20. Como todos los estudiantes de la Biblia saben, la ley es un tema muy importante tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo.
Si queremos entender por qué Dios da la ley en las Escrituras, debemos ver cómo este asunto se relaciona con el tema principal de la Biblia. Para entender cualquier libro, o alguna porción de éste, debemos buscar primeramente su tema principal. Supongamos que un libro habla acerca del amor. Pero en ese libro, se hacean muchas referencias acerca de la ley. Si el lector saca estas referencias de su contexto y les da un énfasis incorrecto, él cambiará el tema del libro del amor a la ley. Muchos cristianos han hecho esto al querer entender el lugar que ocupa la ley de Dios en las Escrituras. No han podido entender la ley a la luz del tema principal de la Biblia y por tanto, no tienen una visión adecuada y equilibrada de la misma.
Hemos señalado muchas veces que prácticamente todo en el universo tiene dos aspectos. Por ejemplo, en veinticuatro horas, tenemos el día y también la noche. Sería absurdo que alguien insistiera en que sólo existe uno de estos. Así como cae la noche, sale un nuevo día. No podemos prolongar el día ni extender la noche. Este ejemplo del día y de la noche puede aplicarse al hecho de que Dios dio la ley. La ley tiene dos aspectos, dos lados: el aspecto de las “tinieblas”, el lado oscuro, y el aspecto de “la luz”, el lado brillante. En estos mensajes, estamos cubriendo el aspecto claro, y no el aspecto oscuro, el cual abarcaremos más adelante. Ahora que estamos cubriendo el aspecto de “la luz” en la ley, mencionamos lo que está claro. Pero cuando volvamos al aspecto de las “tinieblas”, señalaremos lo que es oscuro. No intento engañar al pueblo de Dios ocultando alguno de los aspectos. Tampoco me contradigo al presentar los dos aspectos de la ley de Dios. Al contrario, simplemente presento ambos aspectos de la verdad.
En cuanto a la ley que Dios dio a Su pueblo, el aspecto oscuro no es lo principal. Dios no creó el universo para que hubiese tinieblas. Las tinieblas son necesarias, pero no son la meta de Dios. La meta de Dios consiste en tener un día eterno. Apocalipsis 21:25, un versículo que habla de la Nueva Jerusalén en la eternidad, declara: “Allí no habrá noche”. Además, Apocalipsis 22:5 afirma: “No habrá más noche”. Cuando el propósito de Dios haya alcanzado su cumplimiento final en la Nueva Jerusalén, no habrá noche en esa ciudad eterna. Así vemos que la meta de Dios consiste en tener luz, y no tinieblas.
Como lo afirma Pablo, somos “hijos del día” (5, 1 Ts. 5:8). No obstante, al hablar acerca de la ley de Dios, muchos instructores cristianos ponen demasiado énfasis en el aspecto oscuro. De ninguna manera digo que no prestan atención al otro lado. Sólo digo que su énfasis está en las “tinieblas”. Por tanto, ciertamente necesitamos cubrir el lado de la “luz” de la ley así como el lado de las “tinieblas”.
Si queremos entender correctamente lo que es la ley de Dios, debemos saber lo que es el propósito eterno de Dios. El propósito eterno de Dios consiste en tener un pueblo que lo exprese. Dios desea cumplir este propósito, y por esta razón, El debe impartirse a Sí mismo dentro de Su pueblo escogido y forjarse a Sí mismo dentro de ellos. Esta es la razón por la cual, según Génesis 1:26, Dios creó al hombre de una manera muy particular: a Su propia imagen y conforme a Su semejanza. Dios creó al hombre a Su propia imagen y conforme a Su semejanza para que el hombre pudiera tomar a Dios y contenerlo a El. Dios desea que el hombre lo contenga. Esta es la razón por la cual la Biblia se refiere al hombre como un vaso, un vaso de honra y de gloria (Ro. 9:23). El hombre es un vaso que debe contener a Dios.
El Nuevo Testamento revela claramente y recalca también que Dios ha venido en Cristo a fin de impartirse en nosotros. Dios no viene simplemente para visitarnos. El desea hacer Su morada con nosotros. El Señor Jesús dijo: “El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). En Colosenses 1:27, Pablo habla de “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”. Otros versículos indican claramente que Cristo está en nosotros (Ro. 8:10; 2 Co. 13:5; Gá. 2:20; 4:19). Sabemos por Efesios 4:6 que el Padre está en nosotros y por Juan 14:17 y Romanos 8:11 que el Espíritu mora en nosotros. 1 Juan 4:12 dice: “Dios permanece en nosotros”. El versículo 15 del mismo capítulo declara: “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios”. Este asunto de morar en Dios y Dios morando en nosotros se repite varias veces en 1 Juan. Repetidas veces, el Nuevo Testamento señala que Dios permanece en nosotros. Aún somos llamados el templo de Dios (1 Co. 3:16; 6:19) y Su morada, Su casa (Ef. 2:22; 1 Ti. 3:15). Dios hace Su casa en nosotros. Efesios 3:17 indica que Cristo hace Su hogar en nuestros corazones. Sólo podemos expresarlo a El cuando El se forje dentro de nuestro ser.
Muchos cristianos contemporáneos descuidan este asunto crucial de la impartición de Dios dentro de nosotros y del hecho de que El se forje a Sí mismo dentro de nosotros. Cuando explicamos este punto y recalcamos su importancia, algunos nos acusan de enseñar el panteísmo y aún la evolución hacia Dios. ¡Qué ceguera! Efectivamente, decimos que Dios desea forjarse a Sí mismo dentro del hombre, pero ciertamente no enseñamos que el hombre evoluciona hacia la Deidad o que el hombre alcance algún día el estatuto de la Deidad. Los que nos acusan de enseñar esta doctrina están en tinieblas. Continuamente debemos recalcar un asunto fundamental: según la revelación divina en las Escrituras, Dios desea ser uno con Su pueblo y hacer que ellos sean uno con El. No tenemos la plena comprensión de cuanto Dios anhela ser uno con nosotros y hacernos uno con El. Los que piensan que eso es “evolucionar hacia Dios” ignoran totalmente la economía de Dios revelada en el Nuevo Testamento. A la luz de la palabra de Dios, vemos que El desea entrar en nosotros y morar en nosotros y hacernos morar en El. De esta manera, El y nosotros, nosotros y El, llegamos a ser uno.
Dios es divino y nosotros somos humanos, pero podemos ser uno con El. Para que Dios sea uno con nosotros y nosotros uno con El, debe haber amor entre nosotros. Sin amor mutuo, un hombre y una mujer no pueden vivir juntos como marido y esposa y ser verdaderamente uno. La unidad genuina entre un hombre y su esposa es un asunto de amor. El amor es el motivo, el incentivo de esta unidad. Si no amara a mi esposa, no podría vivir con ella en unidad. Dos personas deben amarse mutuamente para ser uno. Pasa lo mismo con la relación entre Dios y Su pueblo. Sin Dios, estamos vacíos, y todo es vano. Si no tuviéramos a Dios, tendríamos que decir como el autor de Eclesiastés: “Vanidad de vanidades; todo es vanidad” (1:2). No obstante, puesto que tenemos a Dios, tenemos la realidad.
Podemos comparar nuestra necesidad de Dios con la necesidad que tiene una mujer de tener un marido. Además, Dios nos necesita a nosotros como un hombre necesita una esposa. Ningún amor es más dulce que el amor entre marido y esposa. Este amor es necesario para obedecer la ley de Dios. Obedecemos la ley de Dios al amarlo a El y a Su palabra y al ser uno con El.
El amor que debemos tener por Dios no es el amor que tienen los padres por sus hijos, el amor que los hijos tienen al honrar a sus padres, el amor que los amigos tienen unos por otros, ni el amor compasivo que tiene un rico por un pobre. El amor que debemos tener por el Señor es un amor afectuoso como el de un hombre para con su esposa. Nuestro amor por el Señor debe ser el amor que es expresado en Cantar de Cantares, donde tenemos una descripción hermosa del amor afectuoso, profundo y tierno entre el amado (el Señor) y el que ama (Su amada que lo busca con amor). Este amor es tan dulce e íntimo que va más allá de nuestra capacidad de describirlo correctamente. Los cristianos afirman a menudo que la Biblia es un libro de amor. Citan Juan 3:16, acerca del amor de Dios por el mundo, 1 Juan 3:1 en cuanto al amor de Dios el Padre por Sus hijos, o Efesios 5:25, con respecto al amor de Cristo por la iglesia. No obstante, los creyentes quizá no se den cuenta de que el amor en estos versículos no es solamente el amor de Dios por el mundo, ni el amor de Dios el Padre por Sus hijos, sino también el amor de Cristo el marido por Su esposa, el amor afectuoso revelado en Cantar de Cantares. El amor entre Dios y Su pueblo que se revela en la Biblia, es principalmente el amor afectuoso entre el hombre y la mujer.
El Antiguo Testamento revela que Dios amó a Israel con este amor afectuoso. En Jeremías 31:3, el Señor dijo a Su pueblo escogido: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué Mi misericordia”. Este no es un amor entre amigos, ni de una persona rica hacia los pobres, sino un amor que corteja, un amor que lleva al compromiso y al matrimonio. Por sentir tal amor por Su pueblo, el Señor tomó “su mano para sacarlos de la tierra de Egipto” (Jer. 31:32). Este es también el amor en Jeremías 2:2, un versículo que habla del amor del desposorio de Israel. El amor revelado en la Biblia es principalmente este amor que incita al cortejo, compromiso y matrimonio.
Como dijimos en el mensaje anterior, al sacar a Su pueblo de Egipto y al darle Su ley, Dios los cortejaba y quería ganar su afecto. A primera vista eso puede parecer extraño, pero en realidad, Dios corteja a Su pueblo. A raíz de esto, estamos en la vida de iglesia hoy en día. Nuestro Dios no sólo se ha procesado, el Dios Triuno que ha pasado por la encarnación, el vivir humano, la crucifixión, la resurrección y la ascensión para entrar en nosotros como el Espíritu todo-inclusivo y vivificante; es también el Dios que corteja, el Dios que viene a nosotros y quiere ganar nuestra afecto. Esta clase de amor está exhibido en Exodo 20, en el momento en que Dios vino a Su pueblo y les dio Su ley.
Cuando llegamos a la revelación divina en la Biblia, debemos deshacernos de cualquier cosa que nos ciegue y nos impida ver la luz del Señor. Debemos abrir todo nuestro ser interior al Señor. Hace años, no veía tan claramente como ahora que en el Antiguo Testamento, Dios vino a cortejar a Su pueblo como un pretendiente corteja a una mujer. No obstante, hace poco en mi lectura de Exodo 20, me abrí al Señor de una manera fresca. No me centré en lo que sabía de este capítulo. Estaba abierto a lo que el Señor me diría. Puedo testificar que después de eso vino la luz. En 1932, di mensajes sobre este capítulo. Sin embargo, estos mensajes recalcaron el aspecto de las “tinieblas” de la ley que fue dada. Lo que el Señor me ha mostrado hace poco concierne el lado de la “luz”, y particularmente el hecho de que la ley dada en Exodo 20 funciona como un contrato de compromiso.
Debido a la iluminación del Señor a través de Su palabra, siento la confianza de decir que toda la Biblia es un libro acerca de un compromiso. En las Escrituras, tenemos un relato de cómo Dios corteja a Su pueblo escogido y finalmente se casa con él. Por la eternidad, el Dios Triuno como marido disfrutará de una vida matrimonial dulce con Su esposa, Su pueblo escogido y redimido. La Nueva Jerusalén será llamada la esposa del Cordero (Ap. 21:9). La conclusión de la Biblia es el matrimonio de Dios con Su pueblo. La Biblia puede ser llamada verdaderamente un libro acerca de un compromiso. El tema principal de las Escrituras es el compromiso de Dios con Su pueblo. Si eso no fuese el tema principal de la Biblia, ésta no concluiría con el matrimonio universal de Dios con Sus redimidos.
Hace poco, llegué a ver que el antiguo pacto era un pacto en el cual Dios desposó a Su pueblo para Sí mismo. Tanto Ezequiel 16:8 como Jeremías 31:32 se refieren a esto. En Ezequiel 16:8, Dios dijo a Su pueblo: “Y pasé Yo otra vez junto a ti, y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores; y extendí Mi manto sobre ti, y cubrí tu desnudez; y te di juramento y entré en pacto contigo, dice Jehová el Señor, y fuiste mía”. Este pacto es el antiguo pacto basado en la ley de Dios. Ezequiel 16:8 indica que el tiempo en que Dios entró en este pacto con Su pueblo era “el tiempo de amores”. Esto significa que el pacto de Dios con Su pueblo era un pacto de compromiso, un desposorio. Al entrar en este pacto con Su pueblo, Dios los desposó para Sí mismo, y El se desposó a Sí mismo con ellos. Jeremías 31:32 lo confirma: “No como el pacto que hice con sus padres el día en que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron Mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos dice Jehová”. Observe que aquí se usan las palabras pacto y marido. Una vez más, vemos que al hacer el antiguo pacto con los hijos de Israel, Dios se convirtió en su marido. Esto demuestra que el antiguo pacto era un contrato de matrimonio.
Con el nuevo pacto, el principio es el mismo. Jeremías 31 se refiere al antiguo pacto, el pacto de compromiso, y también al nuevo pacto que el Señor haría con Su pueblo (v. 31). Puesto que el antiguo pacto era un pacto de desposorio, el nuevo pacto debe ser idéntico en naturaleza. Tanto el antiguo pacto como el nuevo son pactos de compromiso. Al aplicar este hecho al relato de la ley dada en Exodo 20, vemos que al dar Su ley a Su pueblo, Dios deseaba que ellos fuesen uno con El, que fuesen Su esposa. Es absolutamente necesario que haya un amor afectuoso como el de un hombre con su esposa para que este compromiso suceda.
Cuando tenemos esta relación de amor con el Señor, recibimos Su vida, así como Eva recibió la vida de Adán. Si Eva no hubiera recibido la vida de Adán, no hubiese podido ser uno con él. Después de crear al hombre, Dios le trajo “toda bestia del campo, y toda ave del cielo, para que viese como las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre” (Gn. 2:19). En Génesis 2:20, vemos claramente que para Adán no se halló ayuda idónea para él. Entre el ganado, las aves y las bestias del campo, Adán no encontró ningún complemento; él no encontró nada que le correspondiera. Entonces Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, tomó una de sus costillas, y edificó a una mujer con ésta (Gn 2:21-22). Cuando la mujer fue presentada a Adán, él declaró: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada varona, porque del varón fue tomada” (v. 23). Finalmente, Adán encontró su complemento, la persona que le correspondía. Indudablemente, Adán y Eva se amaban uno a otro, pues Eva había recibido la vida de Adán, y le pertenecía. Ambos tenían una sola vida y una sola naturaleza. Cada fibra, tejido y célula de Eva tenía su fuente en Adán y era parte de El. Según Efesios 5, Adán y Eva describen a Cristo y a la iglesia. Así como Eva salió de Adán y poseyó su vida y naturaleza, también la iglesia procede de Cristo y posee su vida y naturaleza.
Ya que existe esta relación entre Cristo y la iglesia, recibimos la vida del Señor cuando le decimos que lo amamos. Nuestra experiencia nos muestra que Su vida nos infunde cuando decimos: “Señor Jesús, te amo”. Muchos cristianos no se dan cuenta de que al amar al Señor Jesús, El entra en ellos para ser su vida y suministro de vida. Los niños a menudo cantan: “¡Oh, cuanto amo a Jesús!” Y los jóvenes quizá invoquen al Señor, expresando su amor por El. Pero ellos no son los únicos que deben expresar su amor por el Señor. Los mayores también deben decir: “Señor Jesús, Te amo”. Nuestra necesidad de expresar nuestro amor por el Señor de esta manera puede ser aún mayor que la de los jóvenes. Cada vez más, debemos decirle al Señor cuanto lo amamos.
Durante los últimos meses, le he pedido al Señor que me muestre la manera adecuada de vivirle a El. Día tras día, he orado,de esta manera. Indudablemente, parte del secreto es decirle continuamente al Señor que lo amamos. Cuando le decimos al Señor que lo amamos, El nos suple con Su vida y esta vida nos permite ser uno con El y lo hace uno con nosotros.
Puesto que las verdades bíblicas son tan profundas, no podemos entenderlas, a menos que usemos ejemplos y parábolas. Es lo mismo en cuanto a la manera en que la vida de Dios entra en nosotros. La vida de Dios no puede entrar en nosotros como el agua que se derrama en un vaso. Recibimos la vida de Dios por medio de un proceso de concepción divina. El hecho de que hemos nacido de Dios (Jn. 1:12-13) indica que la vida de Dios entra en nosotros por medio de la concepción. El nacimiento siempre involucra la concepción de la vida.
He sido condenado por enseñar la mezcla de Dios con el hombre. Permítanme preguntarles: ¿cómo podríamos ser concebidos de Dios y nacer de El sin estar mezclados con El? Juan 3:6 dice: “lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Nuestra vida física describe la vida espiritual. En principio, el nacimiento espiritual es el mismo que el nacimiento físico. Ambas clases de nacimiento involucran la concepción de la vida. Por medio de la concepción y del nacimiento, hemos recibido la vida de Dios.
En el recobro del Señor, recalcamos los aspectos subjetivos de la verdad en la Biblia. Muchos religiosos se ofenden por eso. Cuando se dice que Cristo es grande, que El ha sido glorificado y entronizado en los cielos, se preguntan cómo el Cristo exaltado podría ser nuestra comida. Algunos hasta se burlan de nosotros, preguntando cuál es nuestra base para decir que Cristo es comestible. En su ceguera, ellos ignoran la verdad subjetiva de que Cristo, el pan de vida, es verdaderamente comestible. El mismo dijo: “El que me come, él también vivirá por causa de Mi” (Jn. 6:57). Comer a Cristo, es decir, vivir por El ciertamente son asuntos muy subjetivos.
Hemos visto que la vida de Dios es la que nos une a El. Un ejemplo de esta unidad en vida lo es el injerto de una rama de un árbol a otro árbol. El injerto involucra un proceso metabólico. Unos palos muertos pueden ser clavados, pegados o atados, pero no pueden ser injertados. Sólo las cosas vivientes pueden ser injertadas.
Dos sustancias que se van a injertar deben ser similares en vida. Sabemos que nuestra vida humana y natural no es idéntica a la vida divina. Génesis 1 presenta un principio según el cual cada vida es conforme a su género. Pero aunque la vida humana no es divina, fue creada conforme a la vida divina, pues el hombre fue hecho a la imagen y a la semejanza de Dios. Sólo la vida humana fue creada conforme a Dios. Por ser similares en ciertos aspectos, la vida humana y la divina pueden ser injertadas. Cuando se produce este injerto, la esencia de la vida divina fluye dentro de la vida humana y produce una unidad maravillosa de Dios y el hombre. ¿Entonces, cómo podríamos ser uno con Dios y cómo El podría ser uno con nosotros? Esta unidad viene con el injerto de la vida humana dentro de la vida divina y viceversa. Juan 15 declara claramente que somos ramas en Cristo, quien es la vida. Conforme al ejemplo usado por Pablo en Romanos 11, somos ramas injertadas dentro de Cristo. Ahora que permanecemos en Cristo y que El permanece en nosotros, compartimos una sola vida. Esta unidad en vida nos hace verdaderamente uno.
Otro ejemplo de nuestra unidad con el Señor que se presenta en las Escrituras es la unidad entre un hombre y su esposa. Un marido y su esposa son uno tanto en naturaleza como en vida. Finalmente, después de muchos años, un hombre y una mujer que han disfrutado una verdadera vida matrimonial llegarán a ser uno aún en expresión. Durante la luna de miel, el marido y la esposa son uno en amor. Con el tiempo, se hacen uno en vida. Pero finalmente, los que desarrollan una vida matrimonial adecuada llegan a ser uno en expresión. Este es un cuadro de nuestra relación con el Señor. Primero somos uno con El en amor; luego somos uno con El en vida y naturaleza; y finalmente seremos uno con El en expresión. Cuando somos uno con El en amor, experimentamos Su vida y disfrutamos de Su naturaleza. Cuando llevamos Su vida y caminamos conforme a Su naturaleza, llegamos a ser Su expresión.
En el mensaje anterior mencionamos que la ley describe lo que Dios es. Esto significa que la ley es la expresión de Dios. Si llegamos a ser uno con Dios en amor, vida, naturaleza y expresión, obedeceremos Su ley automáticamente. No necesitamos proponernos obedecerla, pues viviremos espontáneamente conforme a la ley de Dios.
Es importante ver que en el Nuevo Testamento, los Diez Mandamientos se repiten, desarrollan y exaltan. De hecho, la enseñanza del Nuevo Testamento va más allá de los Diez Mandamientos. Todo aquel que rechaza la ley de Dios, rechaza también todo el Nuevo Testamento, lo cual reitera de una manera extensa la ley promulgada en el Antiguo Testamento. En Mateo 5, el Señor Jesús completó la ley y la exaltó. Más de una vez, El dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos ... pero Yo os digo...” (Mt. 5:21-22, 27-28, 31-32, 33-34, 43-44). El Señor Jesús vino sin ninguna intención de abolir la ley. El mismo dijo: “No penséis que he venido para abolir la ley o los profetas; no he venido para abolir, sino para cumplir” (Mt. 5:17). En cuanto a la ley, la enseñanza del Nuevo Testamento es esencialmente la misma que la de los Diez Mandamientos.
Cuando algunos lean eso, se preguntarán acerca del cuarto mandamiento: guardar el día de reposo. Aún en cuanto al día de reposo, el Nuevo Testamento no cambia en principio. En el Antiguo Testamento, el séptimo día era una conmemoración, una marca de la creación de Dios. No obstante, nosotros los santos en la iglesia, hemos sido regenerados en la resurrección de Cristo (1 P. 1:3), y por esta razón, no somos solamente de la creación de Dios, sino también de Su nueva creación. A diferencia de Adán, no somos los que viven en la creación de Dios, sino los que viven en la resurrección de Cristo. Por consiguiente, nuestro día de conmemoración ya no es el séptimo día; sino el octavo día, el primer día de la semana, el día de resurrección. Hechos 20:7 nos dice que los discípulos se reunían en ese día, y no en el séptimo día, para celebrar la mesa del Señor. Según 1 Corintios 16:2, también en este día se apartaban cosas materiales para el uso de Dios. Además, en Apocalipsis 1:10, Juan afirma que él estaba en el espíritu en el día del Señor, el cual era el primer día de la semana. Puesto que existe un día de conmemoración tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, está correcto decir que en cuanto al cuarto mandamiento, no hay ningún cambio en principio. Puesto que los santos del Antiguo Testamento vivían en la creación de Dios, su día de conmemoración era el séptimo día. No obstante, ya que, los santos del Nuevo Testamento, estamos en resurrección, nuestro día de conmemoración es el octavo día. Este día fue cambiado del séptimo día al octavo. No obstante, Dios no ha anulado el principio de apartar un día para el Señor. Vemos nuevamente que en principio, toda la Biblia, el Antiguo Testamento como el Nuevo, es consistente en cuanto a la ley.
La meta de Dios consiste en hacernos uno con El. La manera en que podemos llegar a ser uno con El es con amor, vida, naturaleza y expresión. Nuestro amor por Dios debe ser como el amor de una mujer por su marido, el amor descrito en Cantar de Cantares. Para amar al Señor de esta manera, recibimos Su suministro de vida. Hemos dado muchos mensajes sobre la vida y la edificación, basándonos en Cantar de Cantares (ver Life and Building as Portrayed in the Song of Songs [La vida y edificación presentadas en Cantar de Cantares]). Mediante nuestro amor afectuoso por el Señor Jesús, recibimos el suministro de la vida. Mientras esta vida crece, se produce la edificación. En realidad, el crecimiento de vida es la edificación. Amar al Señor como a nuestro marido y experimentar Su vida y naturaleza, hará de nosotros Su expresión. El Cantar de Cantares describe esta secuencia. Finalmente, en un sentido auténtico, la que ama en Cantar de Cantares llega a ser igual a su amado. Los dos, el hombre y la mujer, llegan a ser uno absolutamente, aún en expresión, viviendo como si fuesen una sola persona.
En la unidad entre el hombre y la mujer, vemos la manera adecuada de obedecer la ley. No obedecemos la ley por el ejercicio de nuestra mente ni de nuestra voluntad. Lo hacemos amando al Señor como nuestro marido. Todos necesitamos este amor dulce, íntimo y afectuoso entre nosotros y el Señor. Debemos amarlo a El como una mujer ama a Su marido. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, necesitamos esta clase de amor. Cuanto más amemos al Señor de esta manera, más compartiremos de Su vida y más lo viviremos a El espontáneamente según Su naturaleza. Entonces nuestro vivir se convertirá automáticamente en guardar Su ley. Lo que expresemos será conforme a la ley como Su descripción, definición y expresión.
Como veremos en un mensaje más adelante, si intentamos obedecer la ley de Dios sin tener este amor afectuoso por El, estaremos en tinieblas, seremos condenados, quedaremos expuestos y hasta esta ley acabará con nosotros. Este es el aspecto oscuro de la ley, el aspecto de las “tinieblas”. En este mensaje, nuestro enfoque ha sido considerar el aspecto resplandeciente, el aspecto de la “luz”. Al considerar este aspecto, vemos que sólo podemos obedecer la ley de Dios cuando lo amamos y somos uno con El.