Mensaje 6
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En el mensaje anterior, cubrimos cuatro aspectos del llamamiento que hace Dios al que El prepara: la motivación del mismo, el tiempo y el lugar de éste, y la persona que llama. En este mensaje, vamos a estudiar el propósito del llamamiento de Dios y la persona llamada.
Tanto en lo negativo como en lo positivo, el llamamiento que Dios hizo a Moisés tenía un propósito muy importante. Negativamente, Dios lo llamó a liberar a los hijos de Israel de la tiranía de los egipcios. En Exodo 3:8, el Señor dijo: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios”. Cuando Dios llamó a Moisés, Egipto era el país más avanzado de la tierra, y Faraón tenía poder absoluto. Aquí estaba un hombre que tenía ochenta años de edad, alguien que había pasado los últimos cuarenta años de su vida apacentando un rebaño en el desierto. ¿Cómo esta persona podía liberar a los israelitas del poder tiránico de Faraón? Para Moisés, esto pudo parecer imposible. No obstante, esto era el propósito del llamamiento de Dios por el lado negativo.
El propósito de Dios en Su llamamiento no consistía solamente en sacar a los hijos de Israel de Egipto, la tierra del cautiverio, sino en introducirlos en Canaán, una tierra “que fluye leche y miel” (Éx. 3:8, 10, 17). El lado positivo del llamamiento de Dios parecía más imposible que el lado negativo. Sólo podía ser un sueño. Pero esto era precisamente por lo que Dios llamó a Moisés, aunque cuarenta años antes, él se había alejado de la cultura más elevada de la tierra y había pastoreado un rebaño en el desierto.
La nación de Egipto representa el reino de las tinieblas, y Faraón representa a Satanás, el diablo. ¿Cómo puede el pueblo de Dios ser liberado de un poder tan maligno y ser rescatado del reino de las tinieblas? Hoy esto se hace por medio de la predicación del evangelio. No piense que la predicación del evangelio, es decir, guiar a las personas a la salvación es algo fácil. Sacar a una persona de la mano de Satanás y del reino de las tinieblas es una obra poderosa. Por esta razón, la revelación divina en el Nuevo Testamento valora mucho la predicación del evangelio. Pablo dice que el evangelio es el poder de Dios (Ro. 1:16).
El propósito del llamamiento de Dios es muy importante. En tipología, el introducir a los hijos de Israel en la buena tierra equivale a introducir a la gente en Cristo, la persona toda-inclusiva representada por la tierra de Canaán. Hoy Cristo es una buena tierra que fluye leche y miel.
En Su sabiduría, Dios usa la expresión “fluye leche y miel” para describir las riquezas de la buena tierra. La leche y la miel son productos de la combinación de la vida vegetal y la animal. La leche proviene del ganado, que se alimenta de hierbas. La vida animal produce leche a raíz del suministro de la vida vegetal. Por ende, la leche es un producto de la mezcla de dos tipos de vida. Lo mismo sucede con la miel. La miel tiene mucho que ver con la vida de las plantas. Se deriva principalmente de las flores y de los árboles. Por supuesto, una parte de la vida animal; la abeja, está involucrada también. Por tanto, en la producción de la miel, cooperan dos clases de vida. Estas se mezclan mutuamente, y producen la miel.
La leche y la miel representan las riquezas de Cristo, riquezas que proceden de los dos aspectos de la vida de Cristo. Aunque Cristo es una sola persona, El tiene la vida que redime, tipificada por la vida animal, y la vida que se genera, tipificada por la vegetal. Por una parte, Cristo es el Cordero de Dios que nos redime; por otra, El es un pan de cebada que nos suministra. Ambas clases de vida formaban parte de la comida de la Pascua, pues ésta incluía el cordero y el pan sin levadura con las hierbas amargas. Estas vidas se combinaban para el disfrute del pueblo redimido de Dios. No obstante, el propósito del llamamiento de Dios no consiste en dar a Su pueblo un poco de disfrute de la vida animal y de la vida vegetal en Egipto; sino en llevarlos a una tierra extensa donde fluye leche y miel. ¿Tiene la seguridad de que hoy en la vida de iglesia disfruta de Cristo como la buena tierra? Puedo testificar que a diario disfruto de Cristo como una tierra extensa donde fluye leche y miel.
¿Quién estaba calificado para sacar al pueblo de Dios de la tierra de Egipto e introducirlo en esta tierra maravillosa? Antes de que Moisés fuese soberanamente preparado por Dios, nadie podía hacer esto. Aún antes de los cuarenta años de edad, Moisés sabía que su pueblo, los hijos de Israel, se encontraban en cautiverio, y sufrían persecuciones. Al darse cuanta de esto, él pudo haber decidido aprender todo lo necesario para equiparse y rescatar a su pueblo. No obstante, es probable que Moisés no haya visto claramente que la meta no consistía solamente en liberar al pueblo de Dios de Egipto, sino en introducirlos en la buena tierra. Después de ser sacados de Egipto, los hijos de Israel necesitaban una meta, un destino. Aunque Moisés no entendía esto totalmente, esperaba hacer algo por el bien de su pueblo. El “rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (He. 11:24-25). A la edad de cuarenta años, él se consideró maduro, calificado y equipado para liberarlos. En realidad, él no podía hacer nada. En sí mismo, él no tenía el poder de rescatar al pueblo. En cuanto la situación se puso peligrosa, él huyó.
Le tomó a Dios cuarenta años más para llevar a este hombre capaz pero desilusionado hasta el final. No resulta fácil aniquilar esa clase de persona. Se necesitó cuarenta años de disciplina para que Moisés se diera cuenta de que él no estaba calificado para liberar el pueblo de Dios, sacarlo de Egipto e introducirlo en la buena tierra.
Durante sus primeros años en el desierto, Moisés pudo haberse quejado de su compañero hebreo que se había negado a reconocerlo a él como el liberador de Israel. Moisés pudo haber dicho: “¡Cuán ciego estaba! No se dió cuenta de que yo era aquel que le iba a liberar. Por su culpa, me vi obligado a huir. Entre los hijos de Israel, nadie pudo haber hecho lo que yo hice. Pero ahora todo está arruinado”. Creo que en el transcurso de los años, la actitud de Moisés empezó a cambiar; finalmente él dejó de echar la culpa a los demás por su situación.
Resulta fácil educar a una persona, pero es muy difícil acabar con ella. No obstante, después de esos años en el desierto, Moisés fue plenamente aniquilado. Cuando Dios se le apareció en la zarza ardiente, Moisés se consideraba a sí mismo como una persona que no servía para otra cosa que la muerte. Sin embargo, cuando Moisés pensaba ser aniquilado, Dios vino y lo llamó.
Dios disciplinó a Moisés y lo preparó durante un período de cuarenta años (Hch. 7:30). Sabemos que Moisés fue disciplinado por el simple hecho de que él tuvo que vivir en el desierto después de haber sido criado en el palacio real. Supongamos que alguien criado en Estados Unidos se vea obligado de repente a vivir en un país muy subdesarrollado. Día tras día esta persona sentiría que es disciplinada. Sin lugar a dudas, Moisés tuvo este sentimiento en el desierto mientras trabajaba como pastor cuidando a un rebaño que ni siquiera le pertenecía, pues era de su suegro. Mediante esta disciplina, Moisés fue preparado gradualmente.
Después de aquellos años en el desierto, Moisés perdió toda confianza en si mismo (3:11; cf. 2:11-13). Cuando Dios llamó a Moisés, éste dijo: “¡Ay Señor! Nunca he sido hombre de fácil palabra ni antes, ni desde que Tú hablas a Tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua” (4:10). ¿Entonces por qué dice Esteban en Hechos 7:22 que Moisés era poderoso en palabras y hechos? Cuando Moisés tenía cuarenta años de edad él era poderoso en palabras y hechos. Eso significa que él era elocuente. Pero después de cuarenta años más, él perdió confianza en sí mismo; él se consideraba a sí mismo como tardo de habla. El relato de Exodo 4 y el de Hechos 7 son verdaderos. El relato de Hechos 7 se aplica a Moisés a la edad de los cuarenta años, mientras que el relato de Exodo 4 se aplica a él cuando tenía ochenta años, después de ser disciplinado y después de que su habilidad natural fuese despedazada.
Pocos cristianos conocen realmente la manera que Dios usa al disciplinar a la gente. Me he encontrado con muchos santos que tenían muchísima confianza en que habían recibido de parte de Dios la carga de hacer una obra particular para El. No obstante, sin ninguna excepción, en cuanto empezaron a hacer algo, Dios intervino para disciplinarlos. Cuando estamos tan seguros de que somos llamados y tenemos carga, debemos esperar la disciplina de Dios. Puede que esperemos que otros nos apoyen, pero en lugar de eso se oponen a nosotros. Desanimados por este rechazo, quizá decidamos abandonar totalmente la carga. Pero no podemos abandonar ninguna carga que procede verdaderamente de Dios. Si usted puede abandonar una carga, esto indica que no venía de Dios desde un principio. Cuando hemos recibido la carga por parte del Señor, no podemos desechar esa carga por mucho que se opongan los demás a nosotros. Podemos estar muy desilusionados, pero la carga permanece con nosotros. Tarde o temprano esta se levanta nuevamente en nosotros.
Sin lugar a dudas, cuando Moisés tenía cuarenta años de edad le vino una carga del Señor. Estoy convencido de que los padres de Moisés, particularmente su madre, lo había consagrado a Dios. Indudablemente, Moisés aceptó voluntariamente la carga de Dios. No obstante y por confiar tanto en que tenía la habilidad y el poder de llevar a cabo esta carga, Dios arregló las cosas para que él fuese rechazado. Moisés debió haber estado profundamente desilusionado. Año tras año, Dios operó en Moisés, no para eliminar la carga, sino para terminar la habilidad natural de Moisés y hacer que él no tuviese ninguna confianza en sí mismo.
Nuestro problema es éste: si recibimos una carga del Señor, tenemos la tendencia a usar nuestra fuerza natural para llevarla a cabo. Pero si nuestra fuerza natural es aniquilada, entonces tenemos la tendencia a desechar la carga. No separamos la carga de Dios de nuestra fuerza natural. Nos gusta combinar estas dos cosas, pero Dios quiere separarlas, es decir, guardar la carga y desechar nuestra fuerza natural. Por consiguiente, a Dios le tomó cuarenta años aniquilar la fuerza natural de Moisés. En principio, El hará lo mismo con nosotros.
Cuando Dios llamó a Moisés, Moisés dijo que él era tardo de habla. Parece que Moisés estaba diciendo: “Señor, ahora que has aniquilado mi habilidad, ya no puedo aceptar Tu carga, quiero renunciar. No soy la persona adecuada para ser enviada a Faraón y liberar a los hijos de Israel de sus manos. Soy tardo de habla. ¿Cómo podré hablar a Faraón?” Al hablar de esta manera al Señor, Moisés en apariencia era sincero. No obstante, Dios se enojó con él (4:14). Esto indica que por parte de Moisés había algún problema. Dios deseaba “contratar” a Moisés, pero él se negó a aceptar el trabajo. Mientras Moisés estaba negociando con el Señor, Dios sabía lo que estaba en su corazón. Interiormente Moisés pudo haber dicho: “Señor, hace cuarenta años, hice todo lo posible para rescatar a los hijos de Israel, pero no me permitiste tener éxito. Fui rechazado, y tuve que huir a este desierto, donde he sufrido durante cuarenta años. He olvidado todo lo que aprendí en el palacio real, he llegado a ser nada. Ahora Tú me pides que vaya a Faraón. Cuando yo era calificado, Tú me despediste. Pero ahora que no estoy calificado ni soy capaz, quieres contratarme”. Secretamente, Moisés quizá haya culpado al Señor. Esta pudo haber sido la razón por la cual Dios no estaba contento con él.
En Moisés y en Dios había algo que no fue expresado. Dentro de Sí mismo, el Señor quizá haya dicho: “Moisés, no necesito que hagas nada. ¿No ves la zarza allí? Está ardiendo, pero no se consume. Todo lo que quiero es que tu me manifiestes a Mi. Moisés, no rechaces la carga, recíbela, pero no uses tu habilidad y fuerza para llevarla a cabo. Puesto que te consideras como muerto, ahora puedo usarte. Moisés, no me rechaces. No procuro usarte según tu concepto natural. Quiero usarte a Mi manera, como una zarza ardiente que no se consume”.
No es fácil hacer algo por el Señor sin usar nuestra propia fuerza o habilidad. En el transcurso de los años he aprendido esta lección, principalmente por medio de sufrimientos y fallas. A menudo la gente tiene la siguiente actitud: si les piden hacer algo, deben ser capaces de hacerlo por su propia manera sin interferencia ni consejo de los demás. Aún los ancianos en la iglesia a veces tienen esta actitud. Nuestro sentir puede ser: “si quieres que haga eso, entonces apártate y déjame hacerlo”. No obstante, cuando Dios nos llama a hacer algo, El quiere que lo hagamos pero no por nosotros mismos. Cuando El nos llama, parece que Dios dice: “Sí, quiero que hagas eso, pero quiero que lo hagas por Mi, y no por ti”. A menudo nuestro problema reside en el hecho de que si no podemos hacer cierta cosa por nosotros mismos, entonces nos negamos a hacerla. Esta actitud ha sido un gran impedimento para la obra del recobro del Señor.
Muchos santos saben que necesitamos la vida de iglesia; no obstante, por estar desilusionados, son renuentes a ir a las reuniones. Se parecen a Moisés desilusionado en el desierto y disciplinado por Dios hasta que perdió su confianza. No obstante, todavía estaba dispuesto a tomar la carga del Señor. Moisés recibió la carga de Dios antes de la edad de los cuarenta años. No obstante, Moisés tuvo que aprender a cooperar con Dios sin usar su habilidad ni fuerza natural. Dios no pudo llamar a Moisés hasta que éste hubiese perdido toda la confianza en si mismo. En principio, Dios nos disciplina de la misma manera. Cuando dejamos de confiar en nosotros mismos, El viene y nos llama.
Moisés también tenía que estar consciente de su incapacidad (Éx. 4:10-13). El llegó a darse cuenta plenamente de que en sí mismo, no era la persona adecuada para contestar al llamamiento de Dios. Quizá durante los cuarenta años en el desierto él hasta experimentó fracaso al apacentar al rebaño. En Su soberanía Dios pudo haber creado ciertas circunstancias que Moisés no pudo vencer. Todo esto fue designado para ayudar a Moisés a ser consciente de su incapacidad.
Cuando Dios lo llamó, Moisés se consideró a si mismo como digno sólo de muerte. Recuerde, cuando Dios apareció a Moisés en el capítulo 3, Moisés tenía ochenta años de edad. En el Salmo 90, escrito por Moisés, él dijo: “los días de nuestra edad son setenta años; y en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos” (v. 10). Esto indica que a la edad de ochenta años, Moisés pensaba que estaba a punto de morir. Cuando Dios llamó a Moisés, éste pudo haber razonado en su corazón: “Señor, ¿por qué no me usaste cuando yo tenía cuarenta años? En aquel entonces yo era capaz, activo, y audaz. Pero ahora estoy listo para morir. Tengo ochenta años de edad, y mi muerte se acerca. No obstante, vienes a mi y me pides que haga algo. Me parece que te equivocaste de tiempo. Señor, ya he dejado de ser capaz o útil. No soy más que un viejo a punto de morir”. Este fue el sentir de Moisés acerca de sí mismo cuando Dios vino a él para llamarlo y liberar a los hijos de Israel de Egipto.
En 1950 di un mensaje acerca de esto a los jóvenes en Manila. Al día siguiente, los jóvenes empezaron a fingir que estaban viejos y que estaban listos para morir. Aunque muchos de ellos todavía eran adolescentes, actuaron como si tuviesen ochenta años de edad. Sin embargo, este comportamiento duró solamente unos días. Si somos viejos, somos viejos, y si somos jóvenes, somos jóvenes. No tiene caso fingir o actuar como si tuviéramos otra edad. Sólo podemos ser lo que somos. Si usted es como Moisés al matar al egipcio, entonces se encuentra en tal condición. Y si es como Moisés a la edad de ochenta años, entonces esa es su condición. Un día todos llegaremos a considerarnos dignos sólo de muerte. Todo aquel que es llamado por el Señor debe pasar por un período de tiempo en el cual él pierda su confianza, tome conciencia de su incapacidad, y considerese a sí mismo digno solo de muerte. Finalmente, tendremos la misma conciencia acerca de nosotros mismos que tuvo Moisés a la edad de ochenta años.
Al mismo tiempo en que Moisés se consideraba a sí mismo listo para morir, Dios vino y le encargó ser un enviado (Éx. 3:10, 15). Dios era el que enviaba, el iniciador y Moisés había de ser el enviado para cumplir los deseos de aquel que lo envió. Para poner más énfasis en este punto, la palabra “enviar” se usa muchas veces en los capítulos tres y cuatro. Al llamar a Moisés, Dios parecía decir: “Moisés, Yo el Señor, te mando. No has de ser el que envía ni el iniciador. Debes ser el enviado para llevar a cabo Mi voluntad”. En un próximo mensaje, veremos que cuando Moisés se enfrentó con Faraón, él no hizo nada por su cuenta. Por el contrario, él actuó como el enviado del Señor, haciendo todo lo que Dios le pedía.
Ser un enviado significa que no hacemos nada por nosotros mismos. Por el contrario, llevamos a cabo simplemente los deseos de quien nos manda. Ser un enviado es una bendición y nos introduce plenamente en el descanso. Para ser un enviado, debemos pasar por mucho adiestramiento y disciplina. Muchas veces he enviado a la gente para hacer alguna tarea para mi. Aunque pretendían entender lo que yo quería de ellos, finalmente hicieron cosas conforme a su opinión. Esto indica que necesitamos adiestramiento para ser un enviado.
Antes de hablar a Moisés, Dios le mostró la señal de la zarza ardiente. El se le apareció en una llama de fuego en medio de una zarza (v. 2), una zarza que ardía con fuego sin ser consumida. Al ver esta zarza ardiente, Moisés dijo: “iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema” (v. 3). La zarza representaba a Moisés. Esto indica que todo aquel que es llamado por Dios debe estar consciente de que no es más que una zarza con fuego ardiendo dentro de él y que este fuego es Dios mismo. Dios desea arder dentro de nosotros y sobre nosotros, pero El no nos quemará, es decir, El no nos usará como combustible.
Según Génesis 3, las espinas representan la maldición que viene por el pecado. Esto indica que, como llamado de Dios, Moisés era un pecador bajo la maldición de Dios. Moisés era una zarza, y no un cedro del Líbano.
El fuego que ardía dentro de la zarza representa la manifestación de la santidad de Dios. Génesis 3:24, donde se menciona por primera vez un fuego en la Biblia, habla de una “espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”. Este fuego apareció después de la caída del hombre por comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Esta llama excluyó al hombre del árbol de la vida. Le impidió aún tocarlo. En Exodo 3, se vuelve a mencionar el fuego. Aquí el fuego no excluye al hombre de nada; por el contrario, indica que la gloria de la santidad de Dios debía quemar dentro de Moisés y sobre él, aunque él era una zarza, un pecador bajo la maldición de Dios. ¿Cómo la santidad de Dios puede arder dentro de nosotros? Esto es posible solamente mediante la redención de Dios, que cumple los requisitos de la santidad de Dios. Por consiguiente, hoy en día, la santidad de Dios ya no nos excluye del árbol de la vida; arde dentro de nosotros, aunque antes éramos pecadores bajo la maldición de Dios. El fuego santo es ahora uno con el pecador condenado y aún arde sobre él.
El hecho de que la zarza ardía sin ser consumida indica que la gloria de la santidad de Dios debe arder dentro de nosotros, pero que no debemos estar agotados. Si un siervo de Dios está agotado, puede significar que él está usando su propia energía para hacer algo por Dios. Dios no desea usar nuestra vida natural como combustible. El arderá solamente usándose a Si mismo como combustible. Nosotros hemos de ser solamente una zarza con el fuego divino que arde dentro de nosotros.
Creo que Moisés nunca olvidó la visión de esta zarza ardiente. El recuerdo de esta visión debe haber obrado dentro de él para recordarle continuamente que no debía de usar su fuerza ni habilidad natural. Mediante la señal de la zarza ardiente, Dios impresionó a Moisés con el hecho de que él era una vasija, un canal por el cual Dios había de manifestarse. No resulta fácil aprender que no somos más que una zarza para la manifestación de Dios. En el transcurso de los años, he aprendido una sola lección: laborar por Dios sin usar la vida natural como combustible, sino dejar que Dios arda dentro de mi.
En Marcos 12:26, el Señor Jesús se refiere a la zarza de Exodo 3:2. En una traducción se añaden las palabras: “la sección de” antes de “zarza”; mientras que otra versión dice: “el lugar acerca de”. El relato de la zarza ardiente ha de ser un recuerdo continuo y un testimonio permanente para los llamados de Dios. Testifica el hecho de que no podemos ser nada más que zarzas.
En estos días, hemos visto que todos los santos pueden ser apóstoles, profetas, evangelistas, y pastores y maestros. No obstante, si deseamos funcionar como estos dones para el Cuerpo de Cristo, primero debemos ser zarzas ardientes, aquellos que, como Moisés, no tienen ninguna confianza en si mismos y que no arden por Dios conforme a su energía natural.
Desde el momento en que Dios llamó a Moisés, Moisés dejó de tener confianza en sí mismo. Cuando los demás se rebelaron en contra de él, él no argumentó con ellos, sino que fue a Dios y cayó delante de El. Al hacer esto, Moisés mostró que él era una zarza ardiente. Mientras Moisés se postraba delante de Dios, El apareció como un fuego resplandeciente, manifestándose a Sí mismo desde el interior de Moisés como la zarza.
Que este relato de la zarza nos impresione profundamente y que nunca lo olvidemos. En nosotros mismos, no somos nada; somos simples zarzas. Pero Dios todavía nos atesora y desea manifestarse a Sí mismo como una llama de fuego desde nuestro interior. Debemos atesorar el hecho de que El arde al no poner ninguna confianza en lo que somos conforme al hombre natural. Nuestro hombre natural con su energía, fuerza, y habilidad debe ser aniquilado y olvidado. Nuestra habilidad y fuerza no significan nada. ¿Qué puede hacer una zarza? Nada. Usted se considerará capaz, pero finalmente se dará cuenta de que no es más que una zarza inútil. Todos debemos tener esta visión de nosotros mismos. Le damos gracias a Dios porque El nos visita, permanece con nosotros, y arde sobre nosotros. La llama divina arde dentro de nosotros y sobre nosotros, pero nosotros mismos no somos consumidos.
Después de que Dios llamó a Moisés y lo envió a Faraón, no fue Moisés sino Dios mismo El que lo hizo todo y que fue glorificado. Moisés no tenía ningun arma; él tenía solamente una vara. Con esa vara, él se fue a Faraón según la orden del Señor, y Dios lo hizo todo. Por consiguiente, la gloria fue manifestada no para Moisés, sino siempre para Dios. Dentro de Moisés y sobre él se manifestaba la gloria de Dios.
Todos debemos ser llamados como Moisés. Tarde o temprano, todos contemplaremos la misma visión que recibió Moisés en el capítulo tres de Exodo, la visión de una zarza que arde sin ser consumida. Esta visión debe ser grabada sobre nuestro ser. Entonces cada vez que toquemos la obra de Dios o el servicio de la iglesia, tendremos el recuerdo de que no somos más que una zarza. Un día todos estaremos conscientes de eso.