
Lectura bíblica: Gn. 2:8-12; 1 Co. 3:9, 12; Jn. 1:42; He. 12:2; 2 Co. 3:18; Ap. 22:1-2; 21:18-21
Como hemos visto, el árbol de la vida es el tema central, el pensamiento central, de todas las Escrituras. En el principio Dios creó el universo y creó al hombre como vaso para que le contuviera. El hombre fue hecho como un recipiente para que recibiese a Dios como contenido. Por consiguiente, después de que Dios creó al hombre, lo puso delante del árbol de la vida, el cual simboliza al Dios Triuno, quien es nuestra vida, nuestro disfrute y nuestro todo. Dios se le presentó al hombre como disfrute para que el hombre le recibiera. Al comer el hombre del árbol de la vida, el propio Dios Triuno podría entrar y mezclarse con el hombre para ser uno con él. Dice en 1 Corintios 6:17 que nosotros los seres humanos podemos unirnos al Señor como un solo espíritu. Podemos ser un espíritu con el Creador, ¡con Dios mismo!
Dios se le presentó al hombre como disfrute, pero el hombre cayó. Así que, Dios cambió Su forma, del árbol de vida a Cordero redentor. En el Cordero redentor, Dios se le presentó al hombre caído como vida y como todo. Por medio del Cordero redentor, el hombre caído podía ser llevado a disfrutar a Dios como vida. Nuestro segundo nacimiento, el cual tuvo lugar en nuestro espíritu (Jn. 3:6), introdujo a Dios mismo en nosotros para ser nuestra vida. Después de nuestro nacimiento continuamos disfrutando a Cristo, la corporificación del Dios Triuno, como nuestro alimento, bebida, aire y morada, día tras día. De este modo, Cristo llega a ser todo para nosotros.
El árbol de la vida representa a Dios en el Hijo como el Espíritu siendo nuestra vida y nuestro todo. En Génesis 2 consta que Dios puso al hombre delante del árbol de la vida y que este hombre era un vaso de barro (vs. 8-9). Un río salió de Edén para regar el huerto, y este río se dividió en cuatro brazos (v. 10). El fluir del río trajo oro, bedelio (una especie de perla) y piedra de ónice (v. 12). Necesitamos acudir al Señor para que nos dé una visión celestial y espiritual del cuadro presentado en Génesis 2. Todos necesitamos ser transformados, de hombres de barro, vasos de barro, a materiales preciosos que sirven para el edificio de Dios: el oro, el bedelio y las piedras preciosas. Si vamos a ser transformados de barro a materiales preciosos, componentes del edificio de Dios, tenemos que comer el fruto del árbol de la vida. Si comemos el fruto del árbol de la vida, esta vida llega a ser el agua pura, celestial, viviente y espiritual que fluye en nosotros. Este fluir de vida transformará el barro en oro, perlas y piedras preciosas. Todos estos materiales preciosos están destinados para el edificio de Dios. La conclusión de la revelación divina nos muestra una ciudad construida de oro, perlas y piedras preciosas (Ap. 21:19-21). Cuando disfrutamos al Señor, o sea cuando disfrutamos el árbol de la vida, esta vida fluye en nosotros y nos transforma a la imagen de Cristo.
El apóstol Pablo nos dice en 1 Corintios 3 que somos la labranza de Dios, el edificio de Dios (v. 9). La edificación del templo de Dios, de la morada de Dios, sólo se puede realizar por el crecimiento en vida. Es por esto que la labranza se menciona primero y después el edificio. El crecimiento en vida hace posible el edificio. Pablo nos dice que los apóstoles son los colaboradores de Dios, los que laboran en la labranza de Dios plantando y regando. Por una parte, los apóstoles son los agricultores, los labradores, y por otra, son los edificadores. Plantan y riegan para que crezcamos en la vida divina. Por este crecimiento llegamos a ser los materiales preciosos que se usan en la edificación de la iglesia, los cuales son oro, plata y piedras preciosas (1 Co. 3:12). En Génesis el segundo material es la perla, mientras que en 1 Corintios, es la plata. El apóstol Pablo menciona la plata en vez de la perla porque en Génesis 2 el pecado todavía no había entrado y no se necesitaba la redención. La plata simboliza al Cristo redentor con todas las virtudes y atributos de Su persona y obra. Cuando Pablo escribió 1 Corintios 3 verdaderamente se necesitaba la plata, el Cristo redentor.
Ahora necesitamos ver cómo los seres humanos, hechos de barro, pueden ser transformados en oro, plata y piedras preciosas para ser útiles en el edificio de Dios. Originariamente, Pedro era un hombre de barro llamado Simón. Cuando conoció al Señor por primera vez, el Señor le puso el nombre Pedro, el cual significa piedra. (Jn. 1:42). Génesis 2 indica que el hombre fue hecho del polvo de la tierra, pero el Señor le llamó a Simón, piedra. El Señor le puso el nombre Pedro porque cuando éste empezaba a conocer al Señor y reconocerle como el Hijo de Dios, el Cristo viviente, ya había recibido al Señor en su interior. En aquel momento un cambio metabólico había sucedido dentro de Pedro. Cuando Cristo como la vida divina se añade a nosotros, una reacción química espiritual ocurre y un cambio metabólico sucede en nuestro ser. El barro se convierte en piedra. Con el tiempo, la piedra será transformada en una piedra preciosa, transparente y resplandeciente.
En la iglesia podemos obtener el oro, la plata y las piedras preciosas, los materiales celestiales y espirituales, al ser transformados por Cristo nuestra vida. Cuanto más disfrutemos a Cristo, cuanto más le recibamos comiéndole, bebiéndole e inhalándole, tanto más Su vida nos transformará. La vida cristiana no es cuestión de correcciones que intenten calibrar nuestra conducta, sino de la transformación, del cambio metabólico que sucede en nuestro ser interior.
Cuando yo era un cristiano joven, recibí varias enseñanzas acerca de la santidad y la santificación. La Asamblea de los Hermanos enseña que la santificación tiene que ver con nuestra posición. Remiten a lo que dijo el Señor Jesús a los fariseos en Mateo 23, de que el templo santifica el oro (v. 17) y el altar santifica la ofrenda (v. 19). El oro se vuelve santo en cuanto a su posición al ser trasladado de un lugar común a un lugar santo. Los Hermanos también hacen notar que la comida común que compramos se santifica por la palabra de Dios y por nuestra oración (1 Ti. 4:5). Esta santificación es posicional. Otra escuela afirma que la santificación es la erradicación de la naturaleza pecaminosa. Debemos darnos cuenta de que la verdadera santidad, la verdadera santificación, no tiene que ver meramente con un cambio de posición, o sea de lugar, ni con la erradicación de nuestra naturaleza pecaminosa. La santificación no sólo tiene que ver con el lugar donde hemos sido puestos, sino con nuestra manera de ser, nuestro carácter, es decir, es una cuestión de ser transformados de lo que somos naturalmente a un carácter espiritual. La santificación consiste en que la santidad de Dios sea forjada en nosotros al ser impartida Su naturaleza divina en nuestro ser. En esta santificación, Cristo, como Espíritu vivificante, satura todo nuestro ser interior con la naturaleza divina de Dios para que seamos transformados en vida.
Tal vez haya cierta hermana que ama mucho al Señor, pero en su carácter, en su modo de ser, tiene un problema relacionado con su mal genio. Quizás alguien le ayude a comprender que ha sido santificada posicionalmente, que su posición ha cambiado en Cristo. Anteriormente, estaba en Adán y ahora está en Cristo. Se ejercita en mantener esta posición dándose cuenta de que ha sido trasladada de Adán y puesta en Cristo. Puesto que está en Cristo, debe ser santa. Pero con el tiempo, esta amada hermana descubrirá que no sirve sólo comprender que está santificada posicionalmente. Aunque se dé cuenta de que está en Cristo, este conocimiento no impide que se enoje.
Otros cristianos creen que la santificación es la erradicación de nuestra naturaleza pecaminosa. Hace muchos años que un predicador en Shanghái enseñaba con gran convicción el concepto de la erradicación. Le dijo a la gente que no era posible que pecara después de ser salva. Un día este predicador y varios jóvenes que seguían sus enseñanzas, fueron a un parque en Shanghái. En aquel parque se requería que uno presentara boleto para entrar. Este hombre compró tres o cuatro boletos para cinco personas. ¿Cómo lo hizo? Primero, algunos de ellos entraron al parque con los boletos. Después, uno de ellos salió con los boletos y le dio un boleto a uno de los otros. Continuaron así hasta que todos entraron. De esta manera pecaminosa el predicador hizo entrar al parque a sus cuatro discípulos. Como resultado, uno de los jóvenes empezó a dudar de la enseñanza de la erradicación. Dijo para sí: ¿Qué está haciendo usted? Dice que el pecado se le ha quitado. ¿Qué es esto? Finalmente, el joven fue al predicador y le dijo: ¿Acaso esto no fue pecado? El predicador le respondió: “No, eso no fue pecado, sino cierta debilidad”. El líder de ese grupo, quien proclamó que su naturaleza pecaminosa había sido erradicada, estaba equivocado. Nunca debemos aceptar una enseñanza que afirma que hemos llegado a ser tan espirituales y santos que ya no es posible que pequemos. Si aceptamos tal doctrina, seremos engañados, y el resultado será la desgracia.
Ya que hemos recibido a Cristo, tenemos que disfrutarle en el espíritu día por día. Debemos comerle, beberle e inhalarle. Este Cristo viviente dentro de nosotros nos transformará y nos santificará en nuestra manera de ser mientras le disfrutamos. No sirve solamente mantenernos en el hecho de que hayamos sido santificados posicionalmente y luego esforzarnos por resistir la naturaleza pecaminosa que está en nosotros. Debemos comprender que el Espíritu vivificante y viviente, Cristo como vida, está en nosotros. Ahora necesitamos abrirle nuestro ser diariamente y aun hora por hora. Debemos comerle, beberle, inhalarle y permanecer en El para disfrutarle. Entonces El nos transformará. Esta transformación no consiste de correcciones en cuanto a nuestra conducta. Al disfrutar nosotros a Cristo como vida y al ser llenos de El como vida, Su vida absorberá todo lo negativo que haya en nuestro ser. Su vida devorará nuestro mal genio y transformará los vasos de barro en oro, perla y piedras preciosas.
No trate usted de vencer su mal genio por sus propios esfuerzos. Su mal genio es demasiado grande y usted no puede vencerlo. No toque su mal genio, toque a Cristo. Coma de El, pues El es el árbol de la vida. Descanse bajo Su sombra y disfrute de Su fruto. La vida de Cristo es activa y poderosa y absorberá todas las cosas muertas y negativas que haya en nuestro ser. El no sólo nos corregirá, librará y salvará, sino que también nos transformará. Debemos olvidarnos de nuestro mal genio, de nuestras debilidades, problemas y tribulaciones. No debemos mirar estas cosas, sino que debemos volver nuestros ojos y mirar a Cristo. Ponga los ojos en Jesús (He. 12:2) y fije su mente en El (Ro. 8:6). Coma de El, beba de El, inhálele, permanezca en El, alábele, adórele y mírele. Debemos ser como espejos que miran y reflejan la gloria del Señor (2 Co. 3:18). Cuando miramos al Señor de esta manera, El infunde en nosotros lo que El es y ha hecho. De este modo, somos transformados metabólicamente a Su imagen y todo lo negativo en nuestro ser se absorbe.
Disfrutar al Señor es la manera de ser salvo, santificado y transformado. Cuanto más seamos santificados, más seremos transformados y más santos llegaremos a ser. Nuestra santidad no sólo consistirá de un cambio de posición, sino de un cambio en nuestra propia naturaleza. Cuando somos transformados, estamos en la resurrección y en la ascensión. Estamos por encima de todo, y todo está bajo nuestros pies. No es correcto enseñar a otros a corregirse o mejorarse, ni es la manera celestial o divina. Lo divino no tiene que ver con la auto-corrección ni el mejoramiento del yo. Dios pone a Cristo en nosotros para que le disfrutemos comiéndole, bebiéndole, inhalándole, permaneciendo en El y permitiéndole ser todo para nosotros. El es viviente y poderoso, y nos transformará. La transformación es mucho mejor que la corrección o el mejoramiento de nuestra conducta. La transformación es un cambio metabólico celestial, espiritual y divino. El Señor nos está transformando de un nivel de gloria a otro. Somos cambiados, o sea transformados de barro en oro, perla y piedras preciosas. La manera de ser transformados es disfrutar al Señor y comerlo, pues El es un rico banquete para nosotros. La transformación es un banquete, un disfrute.
Todos nosotros somos como Mefi-boset, el nieto del rey Saulo (2 S. 4:4). Mefi-boset era cojo; no podía caminar. El rey David perdonó su vida, le restauró toda su herencia y le invitó a comer con él en la misma mesa (2 S. 9:1-13). Después de que Mefi-boset recibió gracia de manos de David, sólo miró las riquezas que estaban en la mesa de David y no a sus piernas inválidas que estaban debajo de la mesa. Cuando nos miramos a nosotros mismos, descubrimos que somos cojos y nos desanimamos. Después de ser salvos, debemos olvidarnos de nuestras piernas inválidas y sentarnos en la mesa de nuestro Rey, Jesucristo, para disfrutarle junto con todas Sus inescrutables riquezas. Sólo debemos mirar las riquezas de la mesa del Señor y disfrutarlas. Al disfrutar nosotros al Cristo inescrutablemente rico, El nos transformará.
Los materiales preciosos que están en el fluir del río de Génesis 2 están destinados para el edificio de Dios. Al final de la revelación divina tenemos el árbol de la vida, el río de agua de vida, y los materiales preciosos edificados como una ciudad santa, la Nueva Jerusalén (Ap. 22:1-2; 21:18-21). Esta ciudad es el complemento de Cristo y la morada de Dios donde El puede descansar. Como complemento de Cristo, la ciudad santa satisface a Cristo, y como morada de Dios, la ciudad santa satisface a Dios.
Al principio de las Escrituras se nos muestra el árbol de la vida y el río que fluye y produce los materiales preciosos. Al final de las Escrituras se ve una ciudad universal edificada de los materiales preciosos, y dentro de ella crece el árbol de la vida y fluye el río de agua de vida. Esto muestra que el propósito eterno de Dios, Su intención final, es obtener un edificio divino construido por el árbol de la vida y el fluir del río de agua de vida, el cual produce los materiales preciosos. Según la intención final y eterna de Dios, tenemos que ser transformados y edificados. La transformación tiene como fin el edificio de Dios. Nuestro nivel de espiritualidad depende del nivel de transformación que tengamos y del nivel de edificación que experimentemos.
El libro de Romanos provee un esbozo de la vida cristiana. Empieza con la justificación por la fe (3:21—5:11) y continúa con la santificación (5:12—8:13), la transformación (12:1—15:13), la conformación y la glorificación (8:14-39) para la vida del Cuerpo (12:1-21). Por medio de la obra redentora del Señor, somos justificados y llevados de nuevo a El. Ahora una obra de transformación se lleva a cabo dentro de nosotros, en el espíritu. Tenemos que ser santificados, transformados y conformados a la imagen del Hijo de Dios, y esto por el bien del Cuerpo de Cristo, el cual es el edificio. La justificación tiene como fin la santificación, la santificación sirve para la transformación y la meta de la transformación es el edificio de Dios. Somos transformados y así conformados a la propia imagen de Cristo para ser materiales útiles para el edificio de Dios.
El edificio de Dios es la expresión de Dios mismo. La Nueva Jerusalén tiene la apariencia de jaspe (Ap. 21:11), y el jaspe también es la apariencia de Dios (Ap. 4:3). El muro de la ciudad y el primer cimiento de ella se construyen con jaspe (21:18:19), lo cual significa que la Nueva Jerusalén lleva la imagen de Dios. Además, dentro de la ciudad santa está el trono de Dios y del Cordero (Ap. 22:1), lo cual significa que la autoridad de Dios se ejerce allí. Así que, el propósito y la intención de Dios se cumplen al disfrutar al Dios Triuno como el árbol de la vida.
Espero que podamos traer esta comunión al Señor en oración para que esta verdad se haga muy viva en nosotros. Necesitamos tomar a Cristo como nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro aire y nuestra morada. Necesitamos disfrutarle para ser transformados diariamente y edificados con otros. Entonces, la imagen de Dios será expresada entre nosotros y a través de nosotros, y Su autoridad será ejercida entre nosotros sobre el enemigo. De esta manera, se cumplirá la intención de Dios.