
En este mensaje veremos que, como parte de su presente, los creyentes han sido santificados por el Espíritu y se han arrepentido.
Los creyentes son santificados, apartados para Dios, por el Espíritu (1 P. 1:2). El título divino el Espíritu Santo denota a Dios que llega a nosotros para hacernos santos como Él es santo. El Espíritu Santo nos aparta para Dios con el propósito de hacernos santos. Por tanto, después del llamamiento de Dios, el Espíritu viene a santificarnos.
En 1 Pedro 1:2 se hace referencia a los “escogidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para la obediencia y la aspersión de la sangre de Jesucristo”. En este versículo la santificación del Espíritu no se refiere a la santificación que el Espíritu efectúa después que somos justificados mediante la obra redentora de Cristo, sino a la santificación que el Espíritu efectúa antes que seamos justificados mediante la redención efectuada por Cristo (1 Co. 6:11). Esto indica que la obediencia de los creyentes que da por resultado la fe en Cristo, proviene de la obra santificadora del Espíritu.
Hay dos aspectos en cuanto a la santificación que el Espíritu efectúa. El primer aspecto precede a nuestra experiencia de la justificación. Este aspecto de la santificación implementa la elección efectuada por Dios, Su selección, y conduce a los escogidos a la obediencia y a recibir la aspersión de la sangre para que sean justificados. Por tanto, este aspecto de la santificación del Espíritu tiene lugar antes de la justificación realizada por la obra redentora de Cristo. Entonces, después de la justificación, el Espíritu continúa Su obra a fin de santificarnos en cuanto a nuestra manera de ser. La secuencia es la siguiente: la elección de Dios, la santificación del Espíritu, la justificación y la santificación subjetiva.
En la eternidad pasada Dios, según Su presciencia, nos escogió. Él nos eligió y tomó la decisión de ganarnos para Sí. ¿Pero de qué manera podría ser aplicada esta elección a nosotros? Para que fuese aplicada, era necesario que el Espíritu nos apartase para Dios. Por tanto, después que Dios nos eligió en la eternidad, en el tiempo el Espíritu vino a nosotros para santificarnos, separarnos, del mundo a fin de que obedeciéramos la obra redentora de Cristo. Esto significa que el Espíritu vino a apartarnos para que obedeciéramos y recibiéramos la aspersión de la sangre de Cristo. Es el Espíritu que santifica quien nos aparta del mundo a fin de que experimentemos la obediencia correspondiente a la sangre de Cristo. Primero, nos arrepentimos y creemos, y luego obedecemos a lo hecho por Cristo en la cruz. Enseguida, recibimos la aspersión de la sangre de Cristo. En esto consiste la obra santificadora del Espíritu, la cual viene después de la elección efectuada por Dios, para llevar a cabo Su elección y llevarnos a que experimentemos la redención efectuada por Cristo.
Todos podemos testificar de esta obra santificadora del Espíritu con base en nuestra experiencia. Nos encontrábamos vagando sobre la tierra y es probable que ni siquiera pensáramos en Dios; pero un día el “viento” del Espíritu “sopló” sobre nosotros llevándonos a un lugar donde escuchamos la predicación del evangelio. Mientras escuchábamos el evangelio, la fe fue infundida en nosotros. De este modo, la elección efectuada por Dios fue aplicada a nosotros. En este sentido, la santificación del Espíritu fue anterior a nuestra experiencia de la redención efectuada por Cristo.
El Espíritu nos aparta para Dios al buscarnos iluminándonos. Esta iluminación del Espíritu se halla ilustrada en la segunda parábola de Lucas 15, la parábola de la mujer que busca. Lucas 15:8 dice: “¿O qué mujer que tiene diez monedas de plata, si pierde una moneda, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca cuidadosamente hasta encontrarla?”. Esta lámpara representa la palabra de Dios (Sal. 119:105, 130), la cual el Espíritu usa para iluminar y exponer la posición y condición del pecador a fin de que éste se arrepienta. La palabra barre denota el escudriñar y la limpieza que tiene lugar dentro de un pecador. Aquí la búsqueda del Espíritu se realiza dentro del pecador mediante la operación interna del Espíritu en el pecador arrepentido.
El Espíritu busca al pecador como la mujer busca cuidadosamente la moneda perdida hasta encontrarla. Esto significa que el Espíritu sale a buscarnos. Después que el Hijo realizó la redención, el Espíritu viene a buscarnos y encontrarnos al iluminarnos.
Como indica la parábola de la mujer que busca, el Espíritu nos ilumina internamente. El Espíritu nos busca al iluminar nuestro ser interior detallada y cuidadosamente. Como resultado de esta iluminación por parte del Espíritu, somos apartados para Dios y nos arrepentimos. El arrepentimiento resultante de la iluminación del Espíritu es algo interno. Tal obra subjetiva puede ser realizada únicamente por el Espíritu que penetra, pues el Espíritu es capaz de penetrar las profundidades de nuestro ser para iluminarnos y ponernos al descubierto.
Si unimos Hechos 26:18a y Lucas 15:8, veremos que la iluminación del Espíritu Santo consiste en abrirle los ojos a las personas y convertirlos de las tinieblas a la luz y de la autoridad de Satanás a Dios. El Espíritu abre los ojos de los creyentes y los convierte de las tinieblas a la luz para que puedan ver las cosas divinas en la esfera espiritual. Para ver estas cosas se requiere la vista espiritual y luz divina.
Volverse de las tinieblas a la luz es experimentar un traslado de las tinieblas a la luz, y volverse de la autoridad de Satanás a Dios equivale a ser trasladados de la autoridad de Satanás a Dios. Las tinieblas son señal de pecado y muerte; la luz es señal de justicia y vida (Jn. 1:4; 8:12). La autoridad de Satanás es el reino de Satanás (Mt. 12:26), el cual pertenece a las tinieblas. Satanás es el príncipe que gobierna este mundo (Jn. 12:31) y el príncipe de la autoridad del aire (Ef. 2:2). Él posee su autoridad y sus ángeles (Mt. 25:41) quienes, como subordinados suyos, son los principados, las potestades y los gobernadores del mundo de estas tinieblas (Ef. 6:12). Por tanto, Satanás tiene su propio reino, el cual es la autoridad de las tinieblas (Col. 1:13).
Según Hechos 26:18a, nosotros fuimos trasladados de la autoridad de Satanás a Dios. En realidad, ser trasladados a Dios equivale a ser trasladados a la autoridad de Dios, la cual es el reino de Dios que pertenece a la luz. Anteriormente estábamos en tinieblas bajo la autoridad de Satanás, pero ahora hemos sido trasladados para salir de las tinieblas y de la autoridad de Satanás a fin de entrar en la luz y en Dios.
Las tinieblas son la autoridad de Satanás. Siempre que estamos en tinieblas, estamos bajo la autoridad satánica. La luz es Dios mismo (1 Jn. 1:5). Por tanto, cuando estamos en la luz, estamos en Dios. Así como Satanás y las tinieblas son uno, también Dios y la luz son uno. El mayor traslado que podemos experimentar es el traslado de las tinieblas a la luz. Cuando por el Espíritu somos apartados para Dios, experimentamos este traslado.
El Espíritu ilumina a los creyentes para que éstos se arrepientan. Hebreos 6:4a se refiere tanto al arrepentimiento como a la iluminación. Únicamente mediante la obra iluminadora del Espíritu podemos arrepentirnos y volvernos a Dios.
Los creyentes son aquellos a quienes el Espíritu ha convencido de pecado, de justicia y de juicio. Juan 16:8-11 dice: “Cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en Mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. El Espíritu siempre redarguye a las personas con respecto a estos tres asuntos: el pecado, la justicia y el juicio. El pecado entró por medio de Adán (Ro. 5:12), la justicia es el Cristo resucitado (1 Co. 1:30) y el juicio está destinado para Satanás, quien es el autor y la fuente de pecado (Jn. 8:44). En Adán nacimos del pecado. La única manera de ser libertados del pecado es creer en Cristo, el Hijo de Dios. Debido a que hemos creído en Él, Él nos ha sido hecho justicia y fuimos justificados en Él (Ro. 3:24; 4:25). Quienes no se arrepientan del pecado que está en Adán y no crean en Cristo, permanecerán en pecado y por la eternidad serán partícipes del juicio reservado para Satanás (Mt. 25:41).
La obra de redargüirnos realizada por el Espíritu se relaciona con Adán, Cristo y Satanás. El pecado está relacionado con Adán, la justicia está relacionada con Cristo y el juicio está relacionado con Satanás. En Adán llegamos a ser seres humanos caídos, pero habiendo creído en Cristo fuimos justificados. Debido a que en Su muerte Cristo fue aceptado por Dios, Dios le levantó de entre los muertos, y ahora Cristo llega a ser justicia para todo aquel que en Él cree. Satanás, la fuente de muerte, ha sido juzgado y destruido mediante la muerte de Cristo (He. 2:14). Mientras que aquellos que creen en Cristo le reciben como su justicia, quienes no creen en Cristo sufrirán el juicio destinado a Satanás.
Un día el Espíritu vino a fin de apartarnos para Dios al convencernos de pecado, de justicia y de juicio. Nosotros nos arrepentimos, creímos en el Señor Jesús y escapamos del juicio que pende sobre Satanás. Mediante la obra de redargüirnos realizada por el Espíritu, fuimos santificados para Dios.
Después que hemos sido santificados, apartados para Dios por el Espíritu, nos arrepentimos. Esto se halla ilustrado por la segunda y la tercera parábola de Lucas 15. Los versículos 17 y 18a dicen: “Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre...”. El hijo pródigo despertó debido a la iluminación del Espíritu Santo, representado por la mujer que enciende la lámpara. Su arrepentimiento fue producido por la iluminación del Espíritu. En nuestra experiencia el Espíritu Santo vino a buscarnos e iluminarnos, con lo cual nos apartó para Dios. Esto resultó en arrepentimiento, lo cual es un cambio en nuestra manera de pensar que produce un cambio en la dirección de nuestra vida.
Los creyentes han tenido un cambio en su manera de pensar, y su mente se ha vuelto de aquellas cosas que no son Dios a Dios mismo y a Su reino. En Mateo 3:2 Juan el Bautista proclama: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. En Mateo 4:17 el Señor Jesús dice lo mismo. Tal como se usó en estos versículos, “arrepentirse” literalmente significa pensar de manera diferente a como uno lo hacía antes, esto es, experimentar un cambio en nuestra manera de pensar. Arrepentirse es experimentar un cambio en nuestra manera de pensar de tal modo que se sienta remordimiento por el pasado y se haga un giro con respecto al futuro. Arrepentirse delante de Dios es, en un sentido negativo, no solamente arrepentirse de los pecados e injusticias, sino también arrepentirse abandonando el mundo y su corrupción que usurpan y corrompen a los hombres que Dios hizo para Sí mismo y, además, arrepentirse de haber rechazado a Dios en el pasado. En un sentido positivo, arrepentirse es volverse a Dios en todo aspecto y en todas las cosas para el cumplimiento de Su propósito al crear a la humanidad. Éste es el “arrepentimiento para con Dios”; es arrepentirse y convertirse a Dios (Hch. 20:21; 26:20). Cuando nos arrepentimos, no solamente experimentamos un cambio en nuestra manera de pensar, sino que también en nuestra mente nos volvimos de todo aquello que no era Dios a Dios mismo y a Su reino.
Arrepentirse es experimentar un cambio en nuestra manera de pensar, en nuestra filosofía, en nuestra lógica. La vida del hombre caído se conforma por completo a su manera de pensar. Todo cuanto él es y hace está determinado por su mente. Antes de ser salvos, nosotros éramos dirigidos por nuestra mente. Nuestra manera de vivir era determinada por nuestra mentalidad, lógica y filosofía, pues estábamos bajo la dirección de nuestra mente caída. Estábamos lejos de Dios, y nuestra vida se encontraba en oposición directa a la voluntad de Dios. Bajo la influencia de nuestra mentalidad caída, nos alejamos más y más de Dios. Pero un día escuchamos la predicación del evangelio instándonos a arrepentirnos, a cambiar nuestra manera de pensar y experimentar un giro en nuestra manera de pensar, nuestra filosofía y nuestra lógica.
Según el Nuevo Testamento, arrepentirse es volverse no solamente a Dios mismo, sino también a Su reino. En Mateo 3:2 y 4:17 Juan el Bautista y el Señor Jesús instaron a las personas a arrepentirse no para que pudieran ir al cielo u obtener su salvación, sino que les dijeron que se arrepintieran por causa del reino. El reino denota el reinado de Dios, Su gobierno. Antes que fuéramos salvos no éramos gobernados por Dios. Sin embargo, cuando oímos la predicación del evangelio, nos volvimos al reino de Dios, al reinado de Dios, y ahora estamos en el reino de Dios. Nos hemos vuelto de todas las cosas que no son Dios a Dios mismo y a Su reino, poniéndonos así bajo Su gobierno de modo que estemos en Su reino.
Cuando nos arrepentimos nos volvimos, de manera concreta, de todas las cosas —sean buenas o malas— a Dios mismo. Esto significa no solamente volvernos en nuestra mente, sino también en nuestras actividades; además, no sólo nos volvemos dejando las cosas malas, sino también las cosas buenas. Debido a que las cosas buenas también pueden ser contrarias a Dios mismo, tenemos que volvernos de las cosas buenas a Dios. Como creyentes en Cristo, nos hemos vuelto — en términos concretos y en la práctica— de todas las cosas a Dios mismo.
Tres versículos que nos hablan de volvernos a Dios de manera concreta son Hechos 26:20; 14:15b y 1 Tesalonicenses 1:9b. En Hechos 26:20 Pablo testifica de que él anunció “primeramente a los que están en Damasco, y en Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento”. En Hechos 14:15b Pablo y Bernabé le dijeron a las personas: “Os anunciamos el evangelio para que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay”. Aquí “estas vanidades” se refieren a los ídolos y la idolatría. Por tanto, arrepentirse es volverse de los ídolos al Dios vivo, quien creó todas las cosas. Los creyentes tesalonicenses experimentaron tal giro, por lo cual Pablo les dijo: “Os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Ts. 1:9). Volverse de los ídolos a Dios es volverse no sólo de los dioses falsos que incluyen al diablo y los demonios que se esconden tras ellos, sino también de todas las cosas que no sean Dios. Esto es logrado mediante la fe infundida a los nuevos creyentes cuando oyen la palabra del evangelio. Servir al Dios vivo y verdadero es servir a Dios mismo, el cual es triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu— y quien pasó por un proceso para ser la vida de los creyentes y su suministro de vida para que le disfruten. Habiéndose arrepentido, esto es, habiéndose vuelto de manera concreta a Dios, ahora ellos deben experimentarle no solamente como el objeto de su adoración, sino también como Aquel que es todo-inclusivo y vive en ellos.
Los efectos del arrepentimiento en nosotros son tan profundos que Dios nos da el perdón de pecados, el don del Espíritu Santo y la herencia divina. Hechos 2:38 dice: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. El perdón de los pecados está basado en la redención que Cristo efectuó mediante Su muerte (10:43; Ef. 1:7; 1 Co. 15:3); es la bendición inicial y básica de la salvación plena que Dios provee. Con base en este perdón, la bendición de la plena salvación de Dios avanza y tiene su consumación al recibir los creyentes el don del Espíritu Santo.
Aquí el don del Espíritu Santo no se refiere a un don distribuido por el Espíritu, como se menciona en Romanos 12:6, 1 Corintios 12:4 y 1 Pedro 4:10; más bien, el don es el propio Espíritu Santo, dado por Dios a los que creen en Cristo como don único que produce todos los dones mencionados en Romanos 12, 1 Corintios 12 y 1 Pedro 4. El Espíritu Santo en Hechos 2:38 es el Espíritu todo-inclusivo del Dios Triuno procesado en Su economía neotestamentaria, tanto en el aspecto esencial para dar vida como en el aspecto económico para impartir poder; este Espíritu es dado a los creyentes en el momento en que se arrepienten y creen en Cristo (Ef. 1:13; Gá. 3:2) como bendición todo-inclusiva del evangelio completo de Dios (v. 14) a fin de que ellos puedan disfrutar todas las riquezas del Dios Triuno (2 Co. 13:14).
Hechos 26:18 se refiere a la necesidad de que nuestros ojos sean abiertos y nos convirtamos de las tinieblas a la luz y de la autoridad de Satanás a Dios, de modo que recibamos “perdón de pecados y herencia entre los que han sido santificados por la fe” en Cristo. Aquí vemos que el verdadero perdón de pecados viene por medio de que nos sean abiertos los ojos y experimentemos un traslado de Satanás a Dios. Por tanto, es necesario que nuestros ojos sean abiertos y experimentemos un traslado de la autoridad de Satanás a Dios para recibir el perdón de pecados completo y perfecto.
Como resultado de que nuestros ojos fueron abiertos y de que fuimos trasladados de la autoridad de Satanás a Dios, no solamente hemos recibido el perdón de pecados en el aspecto negativo, sino que también recibimos una herencia en el aspecto positivo. Esta herencia divina es el propio Dios Triuno con todo lo que tiene, todo lo que ha hecho y todo lo que hará por Su pueblo redimido. El Dios Triuno está corporificado en el Cristo todo-inclusivo (Col. 2:9), quien es la porción asignada como herencia a los santos (1:12). El Espíritu Santo, quien ha sido dado a los santos, es el anticipo, el sello, las arras y la garantía de esta herencia divina (Ro. 8:23; Ef. 1:14), de la cual ahora participamos y disfrutamos como anticipo en el jubileo neotestamentario de Dios, y la cual disfrutaremos en plenitud en la era venidera y por la eternidad (1 P. 1:4)
El arrepentimiento de los creyentes es conforme al requisito divino con miras a la economía neotestamentaria de Dios. Hechos 26:20 indica que todos deben arrepentirse y volverse a Dios. En Hechos 17:30b Pablo dice: “Dios [...] ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan”. Dios, en Su economía neotestamentaria, requiere nuestro arrepentimiento. Aun cuando Él ha “pasado por alto los tiempos de esta ignorancia” (v. 30a), ahora Él manda a todos los hombres que se arrepientan. Por tanto, el arrepentimiento es un elemento crucial en la economía neotestamentaria de Dios.
El arrepentimiento es un don dado por el Cristo que fue exaltado como Príncipe y Salvador. “A éste Dios ha exaltado a Su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch. 5:31). Aquí se revela claramente que el arrepentimiento es un don dado por el Cristo exaltado. Dar arrepentimiento y perdón de pecados a los escogidos de Dios requería que Cristo fuese exaltado como Príncipe y Salvador. Su gobierno soberano hace que el pueblo escogido de Dios se arrepienta, y la salvación, basada en Su redención, les proporciona el perdón de los pecados. El arrepentimiento tiene como fin el perdón de los pecados (Mr. 1:4). De parte de Dios, el perdón de los pecados está basado en Su redención (Ef. 1:7); de parte del hombre, el perdón de los pecados se consigue mediante el arrepentimiento.
El arrepentimiento y el perdón de pecados son dones de gran importancia, y únicamente el Señor Jesús, como Príncipe y Salvador, reúne los requisitos para poder otorgarlos. Nadie más es apto para dar a otros arrepentimiento y perdón de pecados.
Finalmente, el arrepentimiento es un elemento crucial de la proclamación de la economía neotestamentaria de Dios. En Lucas 24 el Cristo resucitado comisionó a Sus discípulos la predicación del arrepentimiento para el perdón de pecados. Después de recordarles lo que estaba escrito acerca de que el Cristo padecería y resucitaría de los muertos al tercer día, les instó a “que se proclamase en Su nombre el arrepentimiento para el perdón de pecados a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas” (vs. 47-48). Ya que se ha realizado la muerte vicaria de Cristo por los pecados de los hombres y ésta ha sido validada por Su resurrección (Ro. 4:25), debemos proclamar el perdón de pecados. Por tanto, en nuestra predicación tenemos que recalcar el arrepentimiento al proclamar el arrepentimiento para el perdón de pecados.
Con respecto al presente de los creyentes, hemos visto el llamamiento de Dios, la separación efectuada por el Espíritu y nuestro arrepentimiento. Después que Dios nos llamó, el Espíritu Santo vino a apartarnos para Dios al iluminarnos y convencernos de pecado, de justicia y de juicio. Iluminar y redargüir de tal forma es la obra que realiza el Espíritu Santo a fin de apartarnos para Dios en la etapa inicial de nuestra salvación. Como resultado de esta obra del Espíritu, nosotros nos arrepentimos y Dios nos otorgó el perdón de pecados, nos dio a Su Espíritu Santo e, incluso, se dio Él mismo a nosotros como nuestra herencia divina.