
En la etapa progresiva de la salvación completa de Dios, los creyentes no solamente experimentan y disfrutan al Dios Triuno procesado en Su impartición triuna, sino que también experimentan continuamente la redención efectuada por Dios.
Los creyentes experimentan la redención efectuada por Dios al ser perdonados de sus pecados. Que Dios nos perdone nuestros pecados significa que Él nos libera de la infracción de nuestros pecados.
El perdón de Dios es continuo, y nosotros tenemos necesidad del mismo momento a momento. No debiéramos pensar que una vez que hemos sido salvos ya no necesitamos del perdón de Dios. Mientras vivamos sobre esta tierra en la vieja creación, diariamente tendremos necesidad de la redención efectuada por Dios. Siempre que contactamos a Dios, debemos tener el sentir de que necesitamos Su perdón.
Nuestro pecado, el pecado que mora internamente en nuestra naturaleza (Ro. 7:17), es un asunto que ha sido resuelto por Cristo como nuestra ofrenda por el pecado (Lv. 4; Is. 53:10; Ro. 8:3; 2 Co. 5:21; He. 9:26). Cristo, nuestra ofrenda por las transgresiones, se ha encargado de nuestros pecados, de nuestras transgresiones (Lv. 5; Is. 53:11; 1 Co. 15:3; 1 P. 2:24; He. 9:28). Después de nuestra regeneración, todavía debemos tomar a Cristo como nuestra ofrenda por el pecado, según lo indica 1 Juan 1:8, y también debemos tomarlo como nuestra ofrenda por las transgresiones, según lo indica 1 Juan 1:9.
Algunos cristianos afirman que el pecado ha sido erradicado de los creyentes. Sin embargo, la Biblia no enseña que el pecado haya sido erradicado de nuestro ser. En 1 Juan 1:8 se nos dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Afirmar que no tenemos pecado es decir que el pecado no mora internamente en nuestra naturaleza. En su primera epístola, Juan vacuna a los creyentes contra esta falsa enseñanza. En 1 Juan 1:7—2:2 se aborda el asunto de los pecados cometidos por los creyentes después de ser regenerados. Tales pecados interrumpen su comunión con Dios. Si después de haber sido regenerados los creyentes no tuvieran pecado en su naturaleza, ¿cómo podrían pecar en su conducta? Aunque sólo pequen ocasionalmente, y no habitualmente, el hecho de que pequen prueba categóricamente que el pecado continúa operando dentro de ellos. Aquí la enseñanza del apóstol condena también la enseñanza actual del llamado “perfeccionismo”, según la cual en esta vida terrenal es posible llegar o se ha llegado a un estado en el cual uno es libre de pecado. La enseñanza del apóstol también anula la errónea enseñanza actual tocante a la erradicación de la naturaleza pecaminosa, la cual, interpretando incorrectamente lo dicho en 3:9 y 5:18, afirma que los que han sido regenerados no pueden pecar porque el pecado en su naturaleza ha sido totalmente erradicado. Decir que no tenemos pecado porque fuimos regenerados, es engañarnos a nosotros mismos y negar nuestra propia experiencia; de este modo, nos descarriamos a nosotros mismos. No debemos afirmar que ya no tenemos el pecado en nosotros. El pecado, aun después de nuestra regeneración, todavía permanece en nuestra carne, en nuestra naturaleza pecaminosa.
Por un lado, la Biblia revela que nuestra vieja creación ha sido crucificada con Cristo; por otro, en términos prácticos nuestra vieja creación, nuestro viejo hombre, todavía está con nosotros, y nosotros todavía nos encontramos en gran medida bajo su influencia. Únicamente cuando nuestro cuerpo haya sido transfigurado, redimido, podremos afirmar que el pecado ya no está con nosotros. Pero mientras todavía vivamos en el viejo cuerpo, el pecado permanece con nosotros y, tal vez sin proponérnoslo o sin darnos cuenta, podemos vernos enredados con el pecado y ser manchados con el mismo. Por tanto, en todo momento tenemos necesidad de que la sangre de Jesús que nos limpia sea aplicada a nuestra actual situación.
Los creyentes experimentan la redención efectuada por Dios al ser perdonados de sus pecados mediante la confesión de dichos pecados. En 1 Juan 1:9 se nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda injusticia”. Aquí la confesión denota la confesión de nuestros pecados, de nuestros fracasos, después de ser regenerados, y no la confesión de nuestros pecados antes de haber sido regenerados. Aun cuando hemos sido salvos y regenerados y estamos bajo la obra transformadora del Espíritu Santo, todavía es posible que pequemos. Puesto que todavía podemos pecar después haber sido salvos, debemos confesar nuestros pecados. Nuestra confesión es necesaria para recibir el perdón de Dios. Tal perdón, cuyo fin es restaurar nuestra comunión con Dios, es condicional y depende de nuestra confesión.
En 1 Juan 1:9 se nos dice que Dios es fiel para perdonarnos nuestros pecados. Dios es fiel a Su palabra. Su palabra es la palabra de la verdad de Su evangelio (Ef. 1:13), la cual nos dice que Él perdonará nuestros pecados por causa de Cristo (Hch. 10:43). Si confesamos nuestros pecados, Dios nos perdonará en conformidad con Su fidelidad a Su palabra; de otro modo, Él no sería fiel.
Dios perdona los pecados de los creyentes no solamente en conformidad con Su fidelidad, sino también conforme a Su justicia con relación a la sangre de Jesús Su Hijo, la cual nos limpia (1 Jn. 1:7). Dios es justo con relación a la sangre de Jesús Su Hijo. La sangre de Cristo ha satisfecho los justos requisitos de Dios para que Él pueda perdonar nuestros pecados (Mt. 26:28). Por tanto, si confesamos nuestros pecados, Dios, con base en la redención efectuada mediante la sangre de Jesús, nos perdona porque Él tiene que ser justo con relación a la sangre de Jesús; de otro modo, Él sería injusto.
Debido a que el Señor Jesús ha derramado Su sangre por nosotros, Dios, en Su rectitud, en Su justicia, tiene que perdonarnos. Él carece de fundamento para no perdonarnos. El procedimiento antiguotestamentario para que Dios perdonase los pecados de Su pueblo requería de las ofrendas, las cuales eran tipos que anunciaban al Cristo que vendría. Pero el procedimiento neotestamentario para que Dios nos perdone consiste en que Él tome como fundamento la muerte de Cristo en la cruz, en la cual Él murió por nuestros pecados. Debido a que el Señor ha derramado Su sangre por nosotros, Dios tiene un fundamento para perdonarnos de manera justa. Si confesamos nuestros pecados, Dios, a fin de ser justo, tiene que perdonarnos. En esto consiste Su justicia manifestada en el acto redentor de Cristo. Esta acción redentora fue realizada en la cruz y después nos fue predicada en conformidad con la palabra de Dios en la Biblia. Debido a que Dios es justo, Él, tomando como fundamento la sangre derramada por Cristo, tiene que perdonarnos nuestros pecados.
Los creyentes experimentan la redención de Dios no solamente en el hecho de ser perdonados sus pecados, sino también en el hecho de ser lavados, limpiados. En 1 Juan 1:9 se nos dice que Dios nos limpia de toda injusticia. Que Dios nos limpie de toda injusticia equivale a que Él nos lave de la mancha de nuestra injusticia.
Las palabras injusticia y pecados en 1 Juan 1:9 son sinónimas. Toda injusticia es pecado (5:17). Tanto “injusticia” como “pecados” se refieren a nuestras maldades. “Pecados” denota la infracción ante Dios y los hombres en la que incurrimos al cometer maldades; “injusticia” denota la mancha causada a consecuencia de nuestras maldades. La ofensa necesita del perdón de Dios, y la mancha requiere que Él nos limpie. Tanto el perdón de Dios como el hecho de que nos limpie son necesarios para la restauración de nuestra comunión con Él a fin de que podamos disfrutarle con una buena conciencia sin ofensa (1 Ti. 1:5; Hch. 24:16).
En 1 Juan 1:7 se nos dice: “Si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado”. Cuando vivimos en la luz divina, estamos bajo su iluminación, y ésta, conforme a la naturaleza de Dios, pone al descubierto todo nuestro pecado, transgresiones, fracasos y defectos, los cuales contradicen Su luz pura, Su amor perfecto, Su santidad absoluta y Su justicia excelente. Es entonces cuando en nuestra conciencia iluminada sentimos la necesidad de ser lavados por la sangre redentora del Señor Jesús, la cual limpia nuestra conciencia de todo pecado, a fin de mantener nuestra comunión con Dios y unos con otros.
En el griego, el tiempo del verbo traducido “nos limpia” denota una acción presente y continua. Esto indica que la sangre de Jesús el Hijo de Dios nos limpia todo el tiempo, de manera continua y constante. Este limpiar se refiere a la limpieza para ese momento que efectúa la sangre del Señor en nuestra conciencia. A los ojos de Dios, la sangre redentora del Señor nos ha limpiado una vez para siempre (He. 9:12, 14), y la eficacia de tal limpieza perdura por siempre ante Dios, por lo cual no es necesario repetirla. Sin embargo, en nuestra conciencia tenemos necesidad de aplicar al momento la limpieza constante que efectúa la sangre del Señor una y otra vez cuando nuestra conciencia es iluminada por la luz divina en nuestra comunión con Dios.
En 1 Juan 1:7 la frase todo pecado denota cada uno de los pecados que hemos cometido desde que fuimos regenerados. Los pecados que cometemos después de ser regenerados contaminan nuestra conciencia ya purificada y deben ser quitados por medio de la sangre de Jesús en nuestra comunión con Dios.
Es muy significativo que en 1:7 se hable de “la sangre de Jesús Su Hijo”. El nombre Jesús denota la humanidad del Señor, sin la cual la sangre redentora no podría ser derramada, y el título Su Hijo denota la divinidad del Señor, la cual hace que la sangre redentora tenga eficacia eterna. Así que, “la sangre de Jesús Su Hijo” indica que esta sangre es la sangre adecuada de un hombre genuino, derramada para redimir a las criaturas de Dios que cayeron, con la garantía divina que asegura su eficacia eterna, una eficacia que prevalece sobre todo y en todo lugar, y que es perpetua en cuanto al tiempo. La sangre por la cual somos limpiados es la sangre de una persona maravillosa —el Señor Jesús—, quien posee tanto humanidad como divinidad. La humanidad del Señor lo hacía idóneo a fin de poseer la sangre que sería derramada para nuestra redención. Su divinidad asegura la eficacia del poder de esta sangre redentora. La eficacia de la sangre de Jesús que limpia está asegurada para siempre por Su divinidad.
Los creyentes no sólo son lavados por la sangre de Jesús, sino también en el Espíritu. En 1 Corintios 6:11 se nos revela que, como creyentes, somos lavados en el Espíritu Santo. Este lavamiento es subjetivo para nosotros y se realiza en el poder y la realidad del Espíritu Santo. Ser lavados en el Espíritu en realidad equivale a experimentar la impartición del Espíritu a nuestro ser. El Espíritu imparte Su elemento en nosotros, y esta impartición del Espíritu es Su lavamiento. Este lavamiento es interno, subjetivo y atañe a nuestra manera de ser.
Los creyentes experimentan la redención efectuada por Dios de manera continua al ser santificados. Romanos 6:19 dice: “Presentad vuestros miembros como esclavos a la justicia para santificación”. La santificación no sólo implica un cambio de posición, es decir, que uno sea separado de una posición común y mundana para estar en una posición de utilidad a Dios, sino que también implica una transformación en la manera de ser, es decir, una transformación de nuestra manera de ser natural a un modo de ser espiritual. La santificación en cuanto a nuestra manera de ser implica un largo proceso, el cual comienza con la regeneración, atraviesa por toda nuestra vida cristiana y alcanza su compleción en el tiempo de nuestra madurez.
Romanos 6:22 dice: “Ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos esclavos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna”. Este versículo habla de la santificación en vida referente a nuestra manera de ser. La santificación redunda en que tengamos las riquezas de la vida divina; dicha santificación nos introduce en el disfrute de las riquezas de la vida divina.
Los creyentes son santificados en el Espíritu Santo como poder santificador. En 1 Corintios 6:11 se nos dice que somos santificados en el Espíritu de nuestro Dios. El Espíritu opera en los creyentes a fin de santificarlos, de separarlos enteramente para el propósito de Dios.
En 2 Tesalonicenses 2:13 se da gracias “de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación en santificación por el Espíritu”. Dios nos ha escogido para salvación en santificación, y esta santificación es por el Espíritu. Que nosotros estemos en santificación significa que estamos en el proceso de ser hechos santos. Día tras día somos santificados en el Espíritu Santo como poder santificador.
Romanos 15:16 dice que los creyentes son santificados “por el Espíritu Santo”. Esto se refiere a la santificación subjetiva, relacionada con nuestra manera de ser. El Espíritu Santo opera de continuo en nosotros a fin de santificarnos, de apartarnos para Dios con miras a Su propósito.
Los creyentes son santificados con Cristo como vida que santifica. En 1 Corintios 1:30 se revela que Cristo nos fue dado por Dios como nuestra santificación. Esto indica que la vida santificadora que está en nosotros es Cristo mismo, quien vive dentro de nosotros para santificarnos de continuo con Su vida eterna. Es con Cristo como vida que santifica que nosotros estamos siendo santificados en nuestra alma, es decir, somos transformados en nuestra mente, parte emotiva y voluntad.
En Juan 17:17 el Señor Jesús en Su oración al Padre dice: “Santifícalos en la verdad; Tu palabra es verdad”. En el versículo 19 el Señor añade: “Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad”. Estos versículos indican que los creyentes son santificados en la palabra de Dios como verdad, la cual nos comunica la realidad de la santidad de Dios el Padre: el atributo de la naturaleza santa de Dios. La palabra del Padre lleva consigo la realidad del Padre. Por tanto, Su palabra es la realidad, la verdad. La palabra, por ser la verdad, opera como realidad en los creyentes a fin de santificarlos.
La palabra viva de Dios opera en los creyentes para separarlos del mundo y su usurpación al apartarlos para Dios y Su propósito, tanto en cuanto a posición como también en cuanto a manera de ser. Esto es lo que significa ser santificados por la palabra de Dios como la verdad, la realidad. Esta santificación no solamente cambia nuestra posición, sino también nuestra manera de ser, nuestro ser interior.
La palabra de Dios es la verdad y, como tal, nos comunica la realidad de la santidad de Dios el Padre, la cual es el atributo de la naturaleza santa de Dios. La santidad no es directamente la naturaleza de Dios; más bien, la santidad es un atributo de la naturaleza de Dios, la cual es santa. La naturaleza santa de Dios nos es comunicada en Su palabra. Por tanto, la palabra de Dios como verdad nos comunica la realidad de la santidad de Dios el Padre, porque comunica la naturaleza santa de Dios el Padre. Cuando tenemos la palabra como realidad de Dios mismo, esta palabra nos santifica subjetivamente. Esta santificación subjetiva es llevada a cabo por el Espíritu como poder santificador, con Cristo como vida que santifica y en la palabra como realidad de la santidad de Dios el Padre. Esta palabra lleva consigo la naturaleza santa de Dios e imparte esta naturaleza a nuestro ser a fin de que podamos ser santificados subjetivamente.
Hebreos 12:10 dice que Dios el Padre nos disciplina “para lo que es provechoso, para que participemos de Su santidad”. Esto indica que los creyentes son santificados por la disciplina del Padre a fin de que ellos participen de Su santidad: el atributo de Su naturaleza santa. Participar de la naturaleza santa del Padre equivale a participar del atributo de Su naturaleza santa. El hecho de que el Padre nos discipline a fin de que podamos ser partícipes de Su santidad guarda relación con la obra transformadora del Espíritu (2 Co. 3:18), la cual es llevada a cabo internamente mediante la impartición divina y externamente mediante la disciplina proveniente de nuestro entorno.
Varios versículos en el Nuevo Testamento hablan de buscar la santidad. Hebreos 12:14 dice: “Seguid la paz con todos, y la santificación, sin la cual nadie verá al Señor”. En la vida cristiana apropiada tiene que haber un equilibrio entre la paz y la santidad. En cuanto a Dios, la santidad es un atributo de Su naturaleza santa; en cuanto a nosotros, la santidad consiste en ser apartados para Dios. Esto implica que mientras seguimos la paz con todos los hombres, también debemos prestar atención a la santidad ante Dios. Seguir la paz con todos los hombres debe estar en equilibrio con nuestra santidad ante Dios, con el hecho de que estemos apartados para Dios, sin la cual nadie verá al Señor ni tendrá comunión con Él.
En 1 Pedro 1:15 se nos dice: “Así como el Santo, quien os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir”. El Santo es el Dios Triuno: el Padre que escoge, el Hijo que redime y el Espíritu que santifica (vs. 1-2). El Padre regenera a Sus elegidos, impartiéndoles Su naturaleza santa (v. 3); el Hijo los redime con Su sangre de la vana manera de vivir (vs. 18-19); y el Espíritu los santifica conforme a la naturaleza santa del Padre, separándolos de todo lo que no sea Dios, para que ellos, por la naturaleza santa del Padre, sean santos en toda su manera de vivir, tan santos como Dios mismo. Llegamos a ser santos en toda nuestra manera de vivir mediante la santificación del Espíritu. Esto se basa en la regeneración, la cual nos imparte la naturaleza santa de Dios y resulta en una vida santa.
En 2 Pedro 3:11 se nos dice: “Puesto que todas estas cosas han de ser así disueltas, ¿qué clase de personas debéis ser en vuestra conducta santa y en piedad...?”. Aunque todas las cosas que están en la tierra o en los cielos han sido reconciliadas con Dios por medio de Cristo mediante Su sangre (Col. 1:20) —hasta las cosas celestiales fueron purificadas por la sangre de Cristo (He. 9:23)—, de todos modos será necesario purificarlas por fuego en el juicio gubernamental de Dios, para que sean renovadas en naturaleza y apariencia en el nuevo universo de Dios (2 P. 3:13). Por tanto, ¿qué clase de personas debemos ser nosotros los hijos del Dios santo, en nuestra conducta santa y en piedad? Es decir, ¿qué clase de transformación debemos experimentar para llevar una vida conforme a la naturaleza santa y la piedad de Dios a fin de expresarle y ser capacitados para corresponder a Su gobierno santo? Qué maravilloso que el poder divino nos haya provisto todas las cosas necesarias para llevar tal vida de manera santa y piadosa (1:3).
En 1 Tesalonicenses 4:3 y 4 se nos dice que la voluntad de Dios es nuestra santificación y que cada uno de nosotros debe saber “poseer su propio vaso en santificación y honor”. Aquí la santificación se refiere a una condición santa delante de Dios, y honor se refiere a tener una posición respetable delante de los hombres. El versículo 7 dice: “No nos ha llamado Dios a inmundicia, sino en santificación”. Puesto que Dios nos ha llamado en santificación, siempre tenemos que permanecer en santificación.
En 2 Timoteo 2:21 se nos dice: “Así que, si alguno se limpia de éstos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y dispuesto para toda buena obra”. Aquí “para honra” se refiere a la naturaleza, “santificado” a la posición, “útil” a la práctica, y “dispuesto” al adiestramiento.
Los creyentes son santificados también al perfeccionar la santidad. En 2 Corintios 7:1 Pablo dice: “Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. La santidad consiste en estar apartado para Dios separándonos de todo lo que no sea Él. Perfeccionar la santidad es hacer que esta separación sea completa y perfecta, que todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— sea completa y perfectamente apartado, santificado, para Dios (1 Ts. 5:23).
La palabra santos no sólo denota ser santificados, apartados para Dios, sino también ser diferentes, distintos, de todo lo profano. Sólo Dios es diferente, distinto, de todas las cosas. Por tanto, Él es santo. Según Efesios 1:4, Él nos escogió para que fuésemos santos. Él nos hace santos impartiéndose a Sí mismo, el Santo, en nosotros a fin de que todo nuestro ser sea empapado y saturado de Su naturaleza santa.
Finalmente, que los creyentes sean santificados equivale a que ellos sean santificados íntegramente en su cuerpo, alma y espíritu. En 1 Tesalonicenses 5:23 se nos dice: “El mismo Dios de paz os santifique por completo; y vuestro espíritu y vuestra alma y vuestro cuerpo sean guardados perfectos e irreprensibles para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Aquí la palabra santificado significa ser separado, apartado para Dios, de todas las cosas comunes o profanas. La frase por completo significa enteramente, a fondo, hasta la consumación. Dios nos santifica completamente para que ninguna parte de nuestro ser, ya sea nuestro espíritu o alma o cuerpo, permanezca como algo común o profano. Dios nos santifica primero al tomar posesión de nuestro espíritu mediante la regeneración (Jn. 3:5-6); luego, al extenderse como Espíritu vivificante desde nuestro espíritu hasta nuestra alma para saturarla y transformarla (Ro. 12:2; 2 Co. 3:18); y por último, al vivificar nuestro cuerpo mortal a través de nuestra alma (Ro. 8:11, 13) y al transfigurar nuestro cuerpo con el poder de Su vida (Fil. 3:21).