
En este mensaje abordaremos otros cinco aspectos de nuestra experiencia y disfrute de Cristo revelados en el Evangelio de Lucas.
En Lucas 15:3-32 el Señor Jesús relató tres parábolas que describen cómo opera la Trinidad Divina para traer a los pecadores de regreso al Padre mediante el Hijo y por el Espíritu. En la primera parábola (vs. 4-7), Cristo es descrito como Aquel que encuentra a la oveja, como un hombre que sale a buscar la oveja perdida y la encuentra.
“¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?” (v. 4). Aquí “el desierto” representa el mundo. A los ojos de Dios el mundo es un lugar agreste y desolado, donde es fácil perderse. Aquel que encuentra a la oveja perdida se interna en el desierto a fin de buscar a dicha oveja, lo cual indica que el Hijo vino al mundo para estar con los hombres (Jn. 1:14).
El Hijo vino en Su humanidad como Aquel que encuentra la oveja a fin de encontrar al pecador, la oveja perdida, y traerlo de regreso al hogar. Al respecto Lucas 15:5-6 dice: “Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”. Que Aquel que encuentra la oveja la ponga sobre sus hombros muestra la fortaleza y el amor para salvar que manifiesta el Salvador.
Lucas 15:22 presenta a Cristo como el mejor vestido. En la parábola del padre que recibe al hijo pródigo (vs. 11-32), el hijo regresó a su padre y le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v. 21). Sin embargo, mientras todavía estaba hablando, su padre le interrumpió y dijo a sus esclavos: “Sacad pronto el mejor vestido, y vestidle” (v. 22). Que se use el artículo definido el para modificar “mejor vestido” denota que se trataba de un vestido particular que había sido preparado con este propósito específico, y que los esclavos sabían que ése era el mejor vestido. Aquí la palabra griega traducida “mejor” literalmente significa “el primero”. Cuando el hijo regresó a su padre, era un pobre mendigo vestido con harapos. Pero después de ser vestido con el mejor vestido, se encontró cubierto por una vestimenta espléndida preparada especialmente para él. Vestido con esta prenda, él era apto para estar al mismo nivel que su padre.
Este vestido representa la justicia que Dios ha preparado para los pecadores que regresan. En particular, este vestido representa a Cristo como Aquel que es la justicia que satisface a Dios, la cual cubre al pecador penitente (Jer. 23:6; 1 Co. 1:30).
Como mejor vestido, Cristo es nuestra justicia a fin de que seamos justificados por Dios externamente. Por tanto, vestir al hijo pródigo con el mejor vestido representa la justificación que tenemos en Cristo. Todos aquellos que tienen a Cristo como mejor vestido, han sido justificados por Dios.
En Lucas 15:23 Cristo como vida interna para nutrimento es tipificado por el becerro gordo. Aquí el padre de la parábola del hijo pródigo dice: “Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y regocijémonos”. Aunque el hijo pródigo estaba vestido con el mejor vestido, él todavía tenía hambre y debe haber estado muy contento de escuchar a su padre hablar acerca de comer el becerro gordo. Mientras estaba vestido con el mejor vestido y de pie en presencia de su padre, el hijo tal vez haya dicho: “Padre, el mejor vestido es para tu satisfacción, pero yo estoy hambriento y necesito algo de comer”. Cuando ellos comenzaron a comer el becerro gordo, toda la familia comenzó a alegrarse.
Mientras que el mejor vestido es la justicia de Dios preparada para los pecadores que regresaron, el becerro gordo es la porción del suministro de vida preparada por Dios para los pecadores que han creído (1 Co. 1:9). El becerro gordo representa al rico Cristo (Ef. 3:8) inmolado en la cruz para que los creyentes puedan disfrutarle. Al comer de Cristo como becerro gordo, tomándolo al interior de nuestro ser, somos llenos con la vida divina para nuestro disfrute.
Mientras que el mejor vestido tiene por finalidad que seamos justificados externamente, el becerro gordo tiene por finalidad que seamos satisfechos internamente. El vestido es para vestirse con él, pero el becerro gordo es para comer. Comer es ingerir algo que está fuera de uno para después digerirlo a fin de que orgánicamente llegue a formar parte de nuestro ser. Como becerro gordo, Cristo ha de ser comido, digerido y asimilado por nosotros a fin de convertirse en las fibras mismas de nuestro ser.
La parábola del hijo pródigo que regresa nos muestra que la salvación de Dios tiene dos aspectos: el aspecto objetivo y exterior, representado por el mejor vestido, y el aspecto subjetivo e interior, representado por el becerro gordo. Cristo como nuestra justicia tiene por finalidad nuestra salvación externa; Cristo como nuestra vida y suministro de vida tiene por finalidad nuestra salvación interna. Después de regresar a su padre, el hijo pródigo disfrutó todas las riquezas de la provisión de Dios en Su salvación, una salvación que no sólo implica vestirse de ella, sino también alimentarse con ella. El mejor vestido hizo apto al hijo pródigo para corresponder a la justicia de su padre, y el becerro gordo satisfizo su hambre. Por tanto, el vestido representa el aspecto jurídico de la salvación de Dios, y el becerro representa el aspecto orgánico de la salvación de Dios.
Actualmente experimentamos y disfrutamos a Cristo como nuestra justicia externa y como nuestra vida y nuestro suministro de vida internos. Al estar vestidos de Cristo como nuestro vestido, nos alimentamos de Él como becerro gordo, le digerimos, le asimilamos y somos constituidos con Él. Como resultado, somos sustentados, satisfechos y fortalecidos, y experimentamos un cambio metabólico interno.
En Lucas 17:20-24 se revela que Cristo es el reino de Dios. El Salvador humano es, Él mismo, la esencia y el elemento del reino de Dios.
Al respecto, debemos considerar lo dicho por el Señor en los versículos 20b y 21: “El reino de Dios no vendrá de modo que pueda observarse, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros”. Estas palabras fueron dirigidas a los fariseos que le interrogaban. En la respuesta que el Señor dio a los fariseos encontramos un claro indicio de que el reino de Dios en realidad es Cristo mismo. El Señor Jesús les dijo a los fariseos que ellos no podían ver el reino de Dios, aun cuando el mismo estaba en medio de ellos. El reino de Dios estaba presente, pero ellos carecían de la percepción espiritual necesaria para verlo. Necesitamos ojos espirituales para ver que el reino de Dios en realidad es la persona maravillosa de Cristo. Dondequiera que Él esté, allí está el reino de Dios.
El capítulo 4 del Evangelio de Marcos revela que Cristo es la semilla del reino de Dios sembrada en los creyentes a fin de desarrollarse para producir el reino de Dios. El versículo 3 dice: “He aquí, el sembrador salió a sembrar”. Aquí el sembrador representa al Señor Jesús, el Hijo de Dios, quien vino como semilla de vida contenida en Su palabra (v. 14) a sembrarse dentro del corazón del hombre de modo que Él pueda crecer y vivir en los hombres y ser expresado desde el interior de ellos.
El versículo 26 dice: “Así es el reino de Dios, como si un hombre echara semilla en la tierra”. Aquí el “hombre” se refiere al Señor Jesús como “sembrador” mencionado en el versículo 3. La “semilla” se refiere a Cristo como semilla de la vida divina (1 Jn. 3:9; 1 P. 1:23) sembrada en los creyentes. Esta semilla del reino no está relacionada con el poder ni la autoridad, sino con la vida divina corporificada en Cristo. Esta semilla del reino, esta semilla de vida, es Cristo mismo como elemento básico del reino. El reino de Dios, por tanto, en realidad es el Dios-hombre, Jesucristo, sembrado como semilla de vida en Sus creyentes. Después que esta semilla ha sido sembrada en ellos, crecerá en ellos y, a la postre, se desarrollará hasta producir un reino.
Jesucristo es la semilla del reino de Dios, y esta semilla ha sido sembrada en nosotros, los creyentes. Ahora esta semilla crece y se desarrolla dentro de nosotros. Con el tiempo, este crecimiento y desarrollo tendrá un resultado, y dicho resultado será el reino.
Si hemos sido salvos y regenerados (Jn. 3:3, 5), entonces formamos parte del reino de Dios. Formamos parte del reino no conforme a nuestra vieja creación, la cual no tiene nada que ver con el reino de Dios, sino conforme a nuestra nueva creación (2 Co. 5:17). Ahora cuando ejercitamos la vida de la nueva creación, la vida que recibimos mediante nuestra regeneración, nos ejercitamos en el reino de Dios. Cuando ejercitamos aquella parte de nosotros que es la vieja creación, en términos prácticos vivimos en el reino de Satanás. Pero cuando ejercitamos aquella parte de nuestro ser que es la nueva creación —Cristo mismo como elemento constitutivo del reino de Dios— vivimos en el reino de Dios.
Tal reino está dentro de los creyentes en la iglesia. “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Ro. 14:17). Este versículo es prueba contundente de que, en la era de la iglesia, la iglesia misma es el reino de Dios, porque el contexto trata de la vida de iglesia en la era actual.
El reino de Dios es la esfera en la cual Dios ejerce Su autoridad a fin de expresar Su gloria para el cumplimiento de Su propósito. En tal reino, lo que importa no es el comer ni el beber, sino la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo. El reino que está dentro de los creyentes en la iglesia es, por tanto, una vida “triangular”, es decir, una vida de justicia, paz y gozo. La justicia denota lo que es recto y cabal. Aquellos que viven en el reino de Dios deben ser rectos y cabales para con los demás, para con las cosas y para con Dios. Esto requiere que ellos sean estrictos consigo mismos. La paz, el fruto de la justicia (He. 12:11), caracteriza la relación que las personas que viven en el reino de Dios deben tener con los demás y con Dios. Si somos justos para con los demás, para con las cosas y para con Dios, tendremos una relación pacífica con los demás y con Dios. Como resultado de ello, tendremos gozo en el Espíritu Santo y, en particular, delante de Dios. De esta manera estaremos llenos de gozo y del Espíritu Santo (Hch. 13:52), y en nuestro vivir expresaremos justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Cuanto más vivamos justa, pacífica y gozosamente en el Espíritu Santo, más el reino de Dios será manifestado en nuestro diario vivir en la vida de iglesia.
El último aspecto de la experiencia y disfrute de Cristo presentado en el Evangelio de Lucas atañe al hecho de que Él es Aquel del cual profetiza el Antiguo Testamento. Lucas 24:27 dice: “Comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les explicaba claramente en todas las Escrituras lo referente a Él”. Según el versículo 44, el Señor Jesús dijo: “Éstas son Mis palabras, las cuales os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de Mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”. La ley de Moisés, los profetas y el libro de los Salmos forman las tres secciones del Antiguo Testamento, es decir, conforman “todas las Escrituras” (v. 27). Aquí la palabra del Salvador revela que todo el Antiguo Testamento es una revelación de Él, y que Él es su centro y su contenido.
El versículo 47 dice: “Que se proclamase en Su nombre el arrepentimiento para el perdón de pecados”. Este versículo indica que Cristo, Aquel del cual profetizó el Antiguo Testamento, sirve al propósito de que los creyentes reciban perdón de pecados mediante el arrepentimiento.
En el versículo 46 el Señor Jesús les dijo a Sus discípulos: “Así está escrito que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos al tercer día”. Esto indica que es en la muerte y resurrección de Cristo que le recibimos a Él como Aquel del cual profetizó el Antiguo Testamento.
El Evangelio de Lucas no parece tener mucha teología. Sin embargo, este libro aborda dos temas misteriosos en teología: el nacimiento de Cristo, que involucra la encarnación divina, y la resurrección de Cristo. Nadie puede explicar de manera exhaustiva la encarnación y la resurrección de Cristo. Cristo es Dios encarnado, y Él es un hombre resucitado. Tanto la encarnación como la resurrección son necesarias para que Cristo sea Cristo. Cristo es Cristo porque Él es Dios encarnado y un hombre resucitado.
La concepción y el nacimiento de Cristo son un gran misterio. La Biblia revela que Dios mismo en Su elemento que nos alcanza —el Espíritu Santo— vino a una virgen humana para nacer en ella y de ella. Al respecto, el ángel le dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso también lo santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (1:35). Tal como la concepción provino del Espíritu Santo, así lo nacido de esta concepción era “lo santo”, algo intrínsecamente santo. Éste es Jesús nuestro Salvador.
Según Lucas 1:35, podría parecer que el Espíritu Santo solamente estuvo sobre María como el poder para que ella concibiera al niño santo. Sin embargo, Mateo 1:18 y 20 nos dicen que María “estaba encinta por obra del Espíritu Santo”, y que “lo engendrado en ella, del Espíritu Santo es”. Esto indica que la esencia divina que procedía del Espíritu Santo había sido engendrada en el vientre de María antes que ella diera a luz al niño Jesús. Tal concepción del Espíritu Santo en la virgen humana, realizada tanto con la esencia divina como con la humana, constituye una mezcla de la naturaleza divina con la naturaleza humana, lo cual produjo un Dios-hombre, uno que es el Dios completo y el hombre perfecto, y que posee la naturaleza divina y la naturaleza humana de manera distinguible, sin haberse producido una tercera naturaleza. Ésta es la persona de Jesús, la más maravillosa y más excelente, quien es Jehová el Salvador.
La concepción del Salvador fue la encarnación de Dios (Jn. 1:14), no solamente constituida por el poder divino, sino también de la esencia divina, produciendo así al Dios-hombre de dos naturalezas: la divina y la humana. A través de esto Dios se unió a la humanidad para poder manifestarse en la carne (1 Ti. 3:16) y ser el Salvador-Hombre (Lc. 2:11).
Además del misterio de la encarnación de Cristo, Lucas también habla respecto a la resurrección de Cristo. Él es tanto Aquel que se encarnó como Aquel que resucitó. Como Dios, Él se encarnó para ser un hombre. Como hombre, se le dio muerte y, después, Él se levantó de entre los muertos. Ahora Él, Aquel que se encarnó y resucitó, está en resurrección. Como Aquel que se encarnó, Cristo introdujo a Dios en el hombre; y como Aquel que resucitó, Cristo introdujo al hombre en Dios. Actualmente le recibimos como Aquel que se encarnó y resucitó, y podemos experimentar y disfrutar de esta transacción en virtud de la cual Dios es introducido en el hombre y el hombre es introducido en Dios.
Cristo, Aquel que se encarnó y resucitó, es nuestro Salvador. A fin de ser experimentado y disfrutado por nosotros, este Salvador es revelado en el Evangelio de Lucas como el sol naciente, la luz, la gloria, un prestamista, un samaritano, Aquel que encuentra la oveja perdida, el mejor vestido, el becerro gordo, el reino de Dios y Aquel del cual profetiza el Antiguo Testamento. Esta Persona maravillosa lo es todo en la salvación de Dios.