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Mensajes del libro «Conclusión del Nuevo Testamento, La (Mensajes 388-403)»
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LA CONCLUSIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO

MENSAJE TRESCIENTOS NOVENTA Y SEIS

EXPERIMENTAR, DISFRUTAR Y EXPRESAR A CRISTO EN LAS EPÍSTOLAS

(102)

116. Nuestra vida y nuestra victoria

  En 1 Juan 5 vemos a Cristo como nuestra vida y nuestra victoria.

a. Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios

  En 1 Juan 5:1 se nos dice: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. Tenemos que creer que Jesús es el Cristo enviado por Dios para ser nuestro Salvador antes de que podamos obtener la vida de Dios. No tenemos que hacer nada sino creer esto a fin de que el Espíritu Santo entre en nosotros, nos dé la vida de Dios y haga que seamos regenerados, nacidos de Dios. Todo el que cree que el hombre Jesús es el Cristo, Dios encarnado (Jn. 1:1, 14; 20:31), ha nacido de Dios y ha llegado a ser un hijo de Dios (1:12-13). Que hayamos nacido de Dios es la base para nuestro disfrute de Cristo.

b. Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo, y ésta es la victoria que ha vencido al mundo

  A continuación, en 1 Juan 5:4-5 se nos dice: “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. La palabra todo en el versículo 4 se refiere a todo aquel que ha nacido de Dios. Sin embargo, esta expresión debe de referirse especialmente a aquella parte de nuestro ser que ha sido regenerada con la vida divina, es decir, al espíritu de una persona regenerada (Jn. 3:6). El espíritu regenerado del creyente que ha sido regenerado no practica el pecado (1 Jn. 3:9) y vence al mundo. El nacimiento divino del creyente con la vida divina es el factor básico de una vida victoriosa.

  Tanto en el Evangelio de Juan como en esta epístola Juan hace énfasis en el nacimiento divino (Jn. 1:13; 3:3, 5; 1 Jn. 2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18), por medio del cual la vida divina es impartida en los que creen en Cristo (Jn. 3:15-16, 36; 1 Jn. 5:11-12). Este nacimiento divino, el cual trae la vida divina, es el factor básico de todos los misterios acerca de la vida divina, tales como la comunión de la vida divina (1:3-7), la unción de la Trinidad Divina (2:20-27), el permanecer en el Señor (v. 28—3:24) y el vivir divino que practica la verdad divina (1:6), la voluntad divina (2:17), la justicia divina (v. 29; 3:7) y el amor divino (vs. 11, 22-23; 5:1-3) para expresar a la Persona divina (4:12). El nacimiento divino con la vida divina da seguridad a los creyentes, a quienes Dios ha engendrado, dándoles confianza en la capacidad y virtud de la vida divina.

  La regeneración tiene lugar, de manera definitiva y particular, en nuestro espíritu. Juan 3:6 dice que lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. Esto indica que la regeneración tiene lugar en nuestro espíritu. Debido a que nuestro espíritu ha sido regenerado, no puede pecar. Por el contrario, nuestro espíritu puede vencer toda cosa negativa.

  Nuestro espíritu ha sido regenerado con la vida divina. Esto significa que la vida divina ha sido impartida, o infundida, en nuestro espíritu. Los creyentes regenerados tienen la capacidad en la vida divina para vencer al mundo, el poderoso sistema satánico. Con respecto a vencer al mundo, no debemos confiar en nuestra propia capacidad ni esfuerzo; en lugar de ello, debemos confiar en nuestro espíritu. Nuestro espíritu es plenamente capaz de vencer a Satanás y al mundo, el sistema diabólico. Pero en nosotros mismos no podemos vencer al mundo. Cuando ejercitemos nuestro espíritu, permanezcamos en nuestro espíritu y andemos por nuestro espíritu, veremos que nuestro espíritu posee la vida que es capaz de vencer toda cosa negativa. A esto se debe que debamos ejercitar nuestro espíritu para tener comunión con el Señor y orar con respecto al disfrute del Señor. También debemos ejercitar nuestro espíritu para invocar el nombre del Señor y orar-leer la Palabra. Este ejercicio estimula la capacidad existente en nuestro espíritu de vencer al mundo.

  Es la vida divina en nuestro espíritu la que posee la capacidad para vencer al diablo, al mundo satánico. Estamos rodeados de tentaciones. ¿Qué puede vencerlas? La vida divina en nuestro espíritu puede vencer la tentación. Todos debemos ver que nuestro espíritu está mezclado con la vida divina y es el órgano capaz de vencer al mundo.

  Aunque nacimos de Dios, en nuestra experiencia vemos que todavía cometemos pecados. Después que una persona ha sido salva mediante la regeneración, en términos de su experiencia, todavía puede pecar. Incluso en 1 Juan se nos dice que hasta el día de hoy todavía tenemos los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (2:16). Entonces, ¿por qué el capítulo 3 dice: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (v. 9)?

  Lo único en el universo que ha nacido de Dios es nuestro espíritu. Nuestra carne y nuestra alma —que incluyen nuestra mente, parte emotiva y voluntad— no nacieron de Dios. Nadie puede negar que el espíritu en nosotros ha nacido de Dios. Nuestra carne y nuestra mente pueden pecar, pero nuestro espíritu regenerado no puede practicar el pecado. De hecho, mientras nuestra carne peca, nuestro espíritu regenerado continuamente nos amonesta para que no pequemos. Hay únicamente un lugar en este universo que ha sido reservado por Dios y no tiene las huellas de Satanás: nuestro espíritu regenerado. Satanás no puede cruzar esta frontera para llegar a nosotros. ¡Cuánto necesitamos refugiarnos en esta torre alta!

  Nuestro espíritu regenerado, como aquello que es nacido de Dios, nos guarda de pecar. Podemos testificar que muchas veces fuimos guardados por este espíritu, el cual es nacido de Dios. Todos somos viles pecadores y capaces de cometer los peores pecados; no obstante, nuestro espíritu regenerado nos ha guardado. En nuestro espíritu estamos a salvo del maligno. Éste es nuestro escondite, nuestro refugio y nuestra torre elevada. A este lugar huimos cada vez que Satanás viene a nosotros. Si nos enojamos, no debemos esforzarnos por subyugar nuestros ánimos enardecidos; en vez de luchar por mantener el dominio propio, debemos retirarnos a nuestro espíritu. Éste es nuestro refugio.

  Los escritos de Pablo contienen este mismo pensamiento, si bien expresado en distintos términos. Gálatas 5:17 dice: “El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne”. Aquí la palabra Espíritu se refiere al Espíritu Santo mezclado con nuestro espíritu humano. Hay una parte de nuestro ser —la carne— que es contraria a otra parte: nuestro espíritu. En el versículo 16 Pablo nos exhorta a andar por el Espíritu a fin de que no satisfagamos los deseos de la carne. Es imprescindible que no permanezcamos en nuestra carne, sino que permanezcamos en nuestro espíritu, la parte de nuestro ser que es nacida de Dios. Romanos 8:4 también nos dice que no debemos andar “conforme a la carne, sino conforme al espíritu”. Dentro de nosotros no solamente tenemos un espíritu, el cual es nacido de Dios, sino también la carne, la cual es nacida de la naturaleza caída. Tenemos que escoger andar en la parte que es nacida de Dios, la cual no peca ni puede pecar, la misma que vence al mundo, ama lo que Dios ama y nos guarda del maligno.

  Ahora que hemos nacido de Dios en nuestro espíritu, tenemos que permanecer en nuestro espíritu. No debemos intentar hacer nada fuera de nuestro espíritu. No debemos intentar hacer nada en nuestra vida del alma. No debemos intentar resolver nuestros problemas recurriendo a nuestra mente, actuando según nuestras emociones o dependiendo de nuestra voluntad propia. La única parte dentro de nosotros que cuenta a los ojos de Dios es nuestro espíritu, el cual es nacido de Dios. Este nacimiento divino introduce la vida y naturaleza divinas en nuestro espíritu.

  Debemos mantenernos volviéndonos a nuestro espíritu. No debiéramos hacer nada estando fuera de nuestro espíritu. No debiéramos ni siquiera pensar en amar u odiar, en hacer el bien o hacer el mal. Debemos asegurarnos únicamente de que estamos en nuestro espíritu. Cuando tengamos que amar a alguien, debemos decirle al Señor: “Llévame a mi espíritu para que pueda amar a esta persona”. Debemos orar continuamente: “Señor, guárdame en mi espíritu”. Si usted es un estudiante, cuando estudie sus libros, haga sus tareas o asista a clase, debe permanecer en su espíritu. Siempre y cuando permanezcamos en nuestro espíritu, venceremos al mundo, no pecaremos, haremos lo que el Padre haría y amaremos lo que el Padre amaría.

  En 1 Juan 5:4b, Juan dice: “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. Ésta es la fe que nos introduce en la unión orgánica con el Dios Triuno y por la cual creemos que Jesús es el Hijo de Dios (v. 5) a fin de que nazcamos de Dios y tengamos Su vida divina, la cual nos capacita para vencer al mundo que Satanás ha organizado y usurpado. La fe es dar sustantividad a las cosas que no hemos visto y que son divinas y espirituales (He. 11:1); este poder que da sustantividad vence al mundo.

  En realidad, nuestra confianza no debiera estar puesta en nuestra fe. La fe en sí misma no vence al mundo. Nuestra fe nos introduce en una unión orgánica, y es esta unión orgánica, no la fe directamente, la que vence al mundo. Podríamos decir que la fe es el medio por el cual somos unidos con el Dios Triuno. Al creer en el Señor Jesús, somos introducidos en una unión orgánica con el Dios Triuno; entonces esta unión, producida por la fe, vence al mundo.

  En 1 Juan 5:5, Juan añade: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. Un creyente es alguien que fue engendrado por Dios y que ha recibido la vida divina (Jn. 1:12-13; 3:16). La vida divina le da poder para vencer al mundo maligno, al cual Satanás da energía. Los gnósticos y los cerintianos, quienes no eran esta clase de creyentes, siguieron siendo miserables víctimas del sistema satánico maligno. Pero creer que Jesús es el Hijo de Dios nos introduce en una unión orgánica con el Hijo, quien es la corporificación del Dios Triuno. Es esta unión orgánica con el Dios Triuno en el Hijo la que vence al mundo.

c. Su venida fue mediante agua, sangre y el Espíritu, quien es la realidad

  En 1 Juan 5:6-8 se nos dice: “Éste es Aquel que vino mediante agua y sangre: Jesucristo; no solamente por el agua, sino por el agua y por la sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la realidad. Porque tres son los que dan testimonio: El Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres tienden a lo mismo”. Aquí vemos que Jesús vino mediante agua, sangre y el Espíritu, quien es la realidad. La realidad aquí se refiere a la realidad de todo lo que Cristo es como Hijo de Dios (Jn. 16:12-15).

  Jesucristo es Aquel que vino como Hijo de Dios para que nosotros naciéramos de Dios y recibiéramos la vida divina (10:10; 20:31). Dios nos da vida eterna en Su Hijo (1 Jn. 5:11-13). Se afirmó que Jesús, el hombre de Nazaret, era Hijo de Dios mediante el agua por la que pasó en Su bautismo (Mt. 3:16-17; Jn. 1:31), mediante la sangre que derramó en la cruz (19:31-35; Mt. 27:50-54), y también mediante el Espíritu que Él dio sin medida (Jn. 1:32-34; 3:34). Mediante estas tres cosas Dios testificó que Jesús es el Hijo que Él nos dio (1 Jn. 5:7-10), y que en Él podemos recibir Su vida eterna creyendo en Su nombre (vs. 11-13; Jn. 3:16, 36; 20:31). El agua del bautismo da fin a las personas de la vieja creación al sepultarlas; la sangre derramada en la cruz redime a los que Dios ha escogido de entre la vieja creación; y el Espíritu, quien es la verdad, la realidad en vida (Ro. 8:2), hace germinar a los que Dios ha redimido de la vieja creación, regenerándolos con la vida divina. Por tanto, ellos han nacido de Dios y han sido hechos hijos Suyos (Jn. 3:5, 15; 1:12-13), y viven una vida que practica la verdad (1 Jn. 1:6), la voluntad de Dios (2:17), la justicia de Dios (v. 29) y el amor de Dios (3:10-11) para que Él sea expresado.

  Mediante estos tres pasos que consisten en dar fin, redimir y hacer germinar, no solamente ha sido testificado que Jesucristo es el Hijo de Dios, sino que también Él ha entrado en nosotros. Mediante el agua de Su bautismo, por medio de la sangre de Su cruz y como Espíritu, Cristo ha sido testificado como Hijo de Dios y entrado en nuestro espíritu. Esto significa que mediante el dar fin, la redención y la germinación, Cristo ahora está dentro de nosotros. Somos personas a las que se les ha dado fin, redimido y hecho germinar. Ya no somos la vieja creación; somos la nueva creación con el nuevo nacimiento y la nueva vida. Debido a que somos los hijos de Dios, tenemos la capacidad propia de la vida divina de vencer al mundo y todo lo negativo.

  En 1 Juan 5:6-8 se nos dice que Dios testificó que Jesucristo es el Hijo de Dios. Dios testificó de esto en tres pasos: mediante el agua, mediante la sangre y mediante el Espíritu. Cristo vino mediante el agua en Su bautismo, mediante la sangre en Su crucifixión y mediante el Espíritu, quien es la realidad, en Su resurrección. El agua se refiere al bautismo del Señor Jesús. Según el relato de los cuatro Evangelios, inmediatamente después que el Señor subió de las aguas, los cielos fueron abiertos y una voz declaró que Él es el amado Hijo de Dios. Éste fue el testimonio de Dios de que Jesucristo es Su Hijo, esto es, el testimonio mediante el agua, mediante el bautismo. Tres años y medio después, el Señor Jesús murió en la cruz derramando Su sangre. El centurión que estaba ante esa cruz, después que el Señor murió, dio testimonio diciendo: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (Mr. 15:39; Mt. 27:54). Ése fue el testimonio de Dios dado mediante la sangre derramada en la cruz, un testimonio de que Jesucristo es el Hijo de Dios. Después de esto tenemos el testimonio del Espíritu. En resurrección Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante. En Romanos 1:4 Cristo fue designado Hijo de Dios en resurrección según el Espíritu de santidad. En conformidad con esto, el Espíritu que unge constantemente testifica de que Jesucristo es el Hijo de Dios. Por tanto, hay tres ocasiones —Su bautismo, Su crucifixión y Su resurrección— que testifican que Jesucristo es el Hijo de Dios, el cual es apto para ser nuestra vida con miras a nuestra nacimiento divino de modo que podamos vencer al mundo.

  Siempre que el Nuevo Testamento usa el título el Hijo de Dios, su significado siempre involucra la impartición de la vida divina. El Hijo de Dios fue manifestado con el propósito de impartir la vida divina (1 Jn. 5:11-13). El Hijo de Dios vino para que tengamos vida (Jn. 10:10). Pero Él vino de una manera que desconcertó a las personas. Se presentó como un nazareno, carente de todo honor externo y sin nada que imponga respeto. No obstante, Jesús fue manifestado como Hijo de Dios de manera pública mediante el agua del bautismo, mediante la sangre que Él derramó en la cruz y mediante el Espíritu. Mediante estos tres medios Dios presentó Su Hijo a la humanidad a fin de que los hombres puedan creer y obtener la vida eterna.

  El bautismo de Jesús testifica que se dio fin a la vieja creación. Todos debemos ser sepultados, es decir, aniquilados. Dios no desea la vieja creación. Ya sea que nos consideremos buenos o malos, preciosos o sin valor, Dios declara que todos nosotros servimos únicamente para morir y ser sepultados. El agua del bautismo testifica del juicio de Dios que determina que nosotros y el resto de la vieja creación tenemos que ser aniquilados.

  La sangre tiene por finalidad la redención. Hay una parte procedente de la vieja creación —creación que debe ser aniquilada— que fue predestinada por Dios para la filiación divina (Ef. 1:4-5). Es necesario que esta parte sea redimida para Él. Cuando Jesús murió en la cruz, Su muerte todo-inclusiva dio fin a toda la vieja creación, incluyendo al viejo hombre y la carne. Al mismo tiempo, Él derramó Su sangre para redimir a los que Dios había escogido y predestinado.

  El Espíritu hace germinar. Se nos dio fin en la cruz; pero, desde antes de la fundación del mundo, habíamos sido escogidos para ser santos y habíamos sido predestinados para filiación. Debido a que Dios nos había escogido y predestinado, Él nos redimió. Sin embargo, no teníamos vida, pues se nos había dado fin. Cuando el Espíritu vino, Él hizo que la semilla de la vida divina, el propio Hijo de Dios, germinase dentro de nosotros. En la actualidad el Espíritu Santo es el Espíritu de vida. Esta vida es la semilla que germina dentro de nosotros.

  En 1 Juan 5:6 Juan dice que el Espíritu es el que da testimonio porque el Espíritu es la realidad. El Espíritu, quien es la verdad, la realidad (Jn. 14:16-17; 15:26), testifica que Jesús es el Hijo de Dios y que en Él está la vida eterna. Al testificar así, Él imparte al Hijo de Dios en nosotros para que sea nuestra vida (Col. 3:4).

  Se nos dio fin, fuimos redimidos y se nos hizo germinar. El germen de vida que está dentro de nosotros debe ser la fuente de nuestro vivir y de todas nuestras acciones, incluso de nuestra respiración. El libro de 1 Juan se concentra en el germen de vida, no en las obras externas. El Señor Jesús vino a nosotros mediante el agua, con lo cual nos dio fin; mediante la sangre, con lo cual nos redimió; y mediante el Espíritu, con lo cual nos hizo germinar. Una vez vemos que hemos sido aniquilados, que Dios nos ha escogido y redimido, y que Él desea que la vida que hizo germinar en nosotros fructifique, cesaremos nuestro obrar. Puesto que Él vive, nosotros viviremos con Él. Puesto que Él se mueve, nosotros nos moveremos con Él. Puesto que Él realiza Su obra, nosotros obraremos con Él.

d. Dios nos da vida eterna, y esta vida está en Él, e incluso es Él mismo

  En 1 Juan 5:11-12 se nos dice: “Éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida”. Dios nos ha dado Su vida eterna, y esta vida está en Cristo, el Hijo de Dios, e incluso es Cristo mismo.

  El testimonio de Dios no es sólo que Jesús es Su Hijo, sino también que Él nos da vida eterna, la cual está en Su Hijo. Su Hijo es el medio por el cual Él nos da Su vida eterna, lo cual es la meta que Él tiene para nosotros. Puesto que la vida está en el Hijo (Jn. 1:4) y el Hijo es la vida (11:25; 14:6; Col. 3:4), el Hijo y la vida son uno y son inseparables. Si tenemos al Hijo de Dios, tenemos vida eterna, porque la vida eterna está en el Hijo. Incluso podemos decir que el Hijo es el recipiente de la vida eterna. Cuando recibimos al Hijo al creer en Él, tenemos vida eterna. Por tanto, el que tiene al Hijo, tiene la vida, y el que no tiene al Hijo, no tiene la vida.

  Podemos afirmar que la vida eterna, la vida divina, es el “capital” de nuestra vida cristiana. En realidad, esta vida eterna es el Hijo, y el Hijo es la corporificación del Dios Triuno. Esto nos permite ver que la vida eterna es el propio Dios Triuno. Ahora el Dios Triuno se mueve y opera dentro de nosotros como la unción. Esta unción es también el mover de la vida eterna. La vida eterna no es una cosa, sino una persona, quien es la corporificación del Dios Triuno. Ahora esta persona se mueve dentro de nosotros para ungirnos consigo mismo, esto es, con la vida eterna y con la esencia de esta vida, la cual es el Dios Triuno. El Dios Triuno es el contenido, la esencia, de la vida eterna. Por tanto, cuando la vida eterna nos unge, ella nos unge con el Dios Triuno. Esto nos da el fundamento y el medio para poder llevar una vida que practica la justicia divina, practica el amor divino y vence al mundo, a la muerte, al pecado, al diablo y a los ídolos.

  La economía neotestamentaria de Dios enseña que la vida eterna es la corporificación del Dios Triuno y que esta vida nos unge constantemente con la esencia del Dios Triuno. A la postre, mediante este continuo ungir llegaremos a ser iguales al Dios Triuno en vida y naturaleza en el sentido de que Su esencia llegará a ser la nuestra, haciéndonos iguales a Él. Entonces llevaremos una vida llena de justicia y amor, una vida que espontáneamente vence al mundo, a la muerte, al pecado, al diablo y a los ídolos. No es necesario que nos esforcemos por llevar tal clase de vida, pues siempre y cuando estemos morando en la comunión de la vida eterna conforme a la unción, espontáneamente practicaremos la justicia y el amor y, simultáneamente, venceremos todas las cosas negativas.

  En 1 Juan 5:13, Juan dice: “Estas cosas os he escrito a vosotros los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”. Las palabras escritas en las Escrituras son la garantía dada a los creyentes, quienes creen en el nombre del Hijo de Dios, de que ellos tienen la vida eterna. Creer para recibir la vida eterna es el hecho; las palabras de las Santas Escrituras son la garantía de este hecho, es decir: son el título de propiedad de nuestra salvación eterna. Mediante estas palabras se nos da la certeza, las arras, de que siempre y cuando creamos en el nombre del Hijo de Dios, tenemos vida eterna.

  Las palabras de la Biblia nos son dadas en arras que nos garantizan la vida eterna. La Biblia es también el título de propiedad de nuestra salvación. A esto se debe que la Biblia sea llamada un pacto o un testamento. No solamente tenemos el hecho de la vida eterna, sino que también tenemos las arras, la garantía, el título de propiedad, para demostrar que tenemos la vida eterna. ¡Debemos alabar al Señor por tener la salvación y la vida eterna, y también por tener el título de propiedad que lo demuestra!

e. Todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues el que es nacido de Dios se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca

  El versículo 18 dice: “Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues el que es nacido de Dios se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca”. Según el contexto del capítulo 5, la frase el que es en este versículo se refiere a nuestro espíritu regenerado. Esto indica que nuestro espíritu ha sido regenerado y que este espíritu regenerado se guarda a sí mismo, de modo que no es tocado por el maligno.

  El pecado no sólo interrumpe la comunión de la vida divina (1:6-10), sino que también puede producir la muerte física (5:16-17). A fin de que no pequemos, el apóstol Juan nos asegura respecto a la capacidad de la vida divina y recalca nuestro nacimiento divino, el cual constituye la base de la vida victoriosa. El simple hecho de haber experimentado el nacimiento divino impide que nosotros, los que fuimos regenerados, practiquemos el pecado (3:9), es decir, que vivamos en pecado (Ro. 6:2).

  En 1 Juan 5:18 Juan dice que todo aquel que ha nacido de Dios no practica el pecado. Después dice que el que es nacido de Dios se guarda a sí mismo y el maligno no le toca. Las personas regeneradas pueden guardarse de pecar. Su nacimiento divino con la vida divina en su espíritu es el factor básico para tal salvaguardia.

  Entender de este modo la frase el que es del versículo 18 está sustentado por lo que Juan dijo en el versículo 4: “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo”. Estrictamente hablando, este versículo se refiere a nuestro espíritu regenerado. Es este espíritu regenerado el que nos guarda de pecar.

  El versículo 18 dice que el maligno no toca al que es nacido de Dios y que se guarda a sí mismo. Aquí “toca” significa “apresar, echar mano de, para dañar y cumplir propósitos malignos”. La palabra griega traducida “maligno” es ponerós. Esta palabra es distinta de kakós, que se refiere a un personaje esencialmente indigno y perverso, y también es diferente de saprós, que indica indignidad y corrupción, la degeneración por caer de una virtud original. La palabra griega ponerós significa alguien que es maligno de una manera perniciosa y dañina, alguien que afecta a otros, influyendo en ellos para hacerlos malignos y despiadados. Satanás, el diablo, es esta persona maligna, en cuyo poder el mundo entero yace (v. 19).

  Por lo menos una versión del versículo 18 dice: “El maligno no puede tocarle”. Decir que el maligno no puede tocarle es diferente de decir que el maligno no le toca. La traducción correcta es: “El maligno no le toca”. La idea aquí presentada no es que el maligno no puede tocarnos, sino que el maligno no nos toca. Aquí Juan afirma que siempre y cuando permanezcamos en nuestro espíritu regenerado, este espíritu nos guardará de pecar, y que el maligno no nos toca. Él sabe que si intenta tocarnos cuando estamos permaneciendo en nuestro espíritu regenerado, no logrará nada. Por tanto, el pensamiento aquí no es que el maligno no puede tocarnos, sino que él no nos toca cuando estamos en el espíritu. Sabemos por experiencia que cuando estamos en la carne, olvidando nuestro espíritu regenerado, somos una presa fácil para el maligno; en tal caso, el maligno no solamente nos tocará, sino que nos devorará. Pero cuando estamos en nuestro espíritu regenerado, él no perderá su tiempo con nosotros.

  El pensamiento en el versículo 18 es que nosotros hemos nacido de Dios y tenemos la vida divina. Este nacimiento divino tuvo lugar en nuestro espíritu regenerado, y ahora la vida divina está en nuestro espíritu regenerado. Por tanto, debemos simplemente permanecer en nuestro espíritu regenerado. La regeneración con el nacimiento divino y la vida divina nos guarda del pecado, de los fracasos y de toda contaminación. Cuando permanecemos en nuestro espíritu regenerado, Satanás sabe que le es imposible tocarnos y no intentará hacerlo. Siempre y cuando permanezcamos en nuestro espíritu regenerado, estaremos en un refugio, en un lugar de protección y salvaguardia, y el maligno no nos toca.

  Los cristianos con frecuencia se quejan sobre cuán fuerte es el diablo. Pero los escritos de Juan dicen que nacimos de Dios y que el diablo no nos toca. El diablo sabe que sus esfuerzos serán en vano si él intenta tocar al que nació de Dios y se guarda a sí mismo.

  Juan también dice que el mundo entero yace en poder del maligno (v. 19). El mundo incluye los eventos, las cosas y las personas del mundo. A los ojos de Dios el mundo entero, incluyendo a todos los seres humanos y sociedades, están bajo el poder de Satanás. La única excepción es nuestro espíritu regenerado. No debiéramos pensar que los incrédulos están bajo la autoridad de Satanás y nosotros no. Nuestra mente podría estar todavía bajo la autoridad de Satanás, pero nuestro espíritu regenerado no lo está. En realidad, incluso nuestra lectura de la Palabra y nuestras oraciones podrían estar bajo la autoridad de Satanás debido que tales actividades podrían no proceder de nuestro espíritu regenerado, sino de nuestra mente, nuestras emociones o nuestras preferencias. Aparte de nuestro espíritu regenerado, todas las otras partes de nuestro ser podrían estar bajo el poder de Satanás.

  Consideren el día en que el Señor Jesús visitaba aquella casita en Betania, donde solía tener comunión con Sus discípulos. Mientras el sumo sacerdote ofrecía sacrificios y hacía arder incienso en el templo en Jerusalén, Dios no estaba allí: Él estaba en aquella casita en Betania. El servicio del sumo sacerdote, hacer arder el incienso y la adoración que se rendía en el templo, todo ello, se encontraba bajo el poder del maligno. Por esta razón, aunque los judíos adoraban a Dios y aprendían las Escrituras en sus sinagogas, el Señor Jesús dijo que los que se llamaban judíos en realidad eran “sinagoga de Satanás” (Ap. 2:9; 3:9). Aunque los judíos adoraban a Dios, estudiaban las Escrituras y servían a Dios en sus sinagogas, Dios no estaba allí. Cuando el Señor dijo aquellas palabras, Él estaba en el espíritu de los creyentes, la Betania actual, donde Él tenía comunión con ellos. Esto indica que toda adoración o servicio en la que el Señor Espíritu no esté presente, procede del diablo. Este asunto reviste gran seriedad.

  Tenemos que preguntarnos si el Señor está en nuestras oraciones, en nuestra lectura de la Biblia y en nuestras reuniones de partimiento del pan. Si no estamos en el espíritu, entonces el Señor no está en estas cosas, y todas estas cosas todavía están bajo el poder de Satanás. No solamente los entretenimientos inmorales y mundanos están en manos de Satanás, sino incluso nuestra lectura de la Palabra, nuestras oraciones y nuestra asistencia a las reuniones de la iglesia podrían estar bajo su poder, a menos que realicemos tales cosas en el espíritu. Esto se debe a que la única cosa en el universo en la que Satanás no está presente es nuestro espíritu regenerado. A menos que estemos en nuestro espíritu, todo cuanto hagamos estará bajo el poder de Satanás.

  En la actualidad, Dios está en nuestro espíritu; nuestro espíritu es el Lugar Santísimo de Dios. Las tres partes de nuestro ser —nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo— corresponden a las tres partes del tabernáculo: el Lugar Santísimo, el Lugar Santo y el atrio. Nuestro espíritu es el Lugar Santísimo, y la habitación de Dios en los cielos es también el Lugar Santísimo. Estos dos ámbitos se hallan conectados. Únicamente nuestro espíritu regenerado —que es el Lugar Santísimo— no se halla bajo la autoridad de Satanás. Aparte de nuestro espíritu regenerado, todo lo demás en el universo ha sido contaminado por Satanás.

  En el universo, Dios ha trazado una línea de separación alrededor de una sola cosa: nuestro espíritu. Dios le puso límites a Satanás prohibiéndole traspasar esta línea demarcatoria. Siempre y cuando permanezcamos en nuestro espíritu regenerado, seremos guardados y Satanás no tendrá cabida en nosotros ni podrá dañarnos o tocarnos. Únicamente nuestro espíritu regenerado está libre de la influencia de Satanás. Aparte de esto, todo lo demás, incluyendo nuestra carne, nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad, yace en poder del maligno.

  Además, la totalidad de los espíritus regenerados de los creyentes constituye la iglesia. La iglesia no está en un edificio físico. La iglesia está en nuestro espíritu (Ef. 2:22). La iglesia es el Lugar Santísimo de Dios debido a que la iglesia es el conglomerado formado por nuestros espíritus regenerados, en los cuales Dios mora. Por tanto, cuando oramos, leemos la Palabra, adoramos a Dios y le servimos, tenemos que estar en nuestro espíritu y en la iglesia. Satanás no puede tocar a la iglesia como conglomerado formado por nuestros espíritus. Él sabe que cada vez que intente tocar a tal iglesia, él sufrirá pérdida.

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