
En este mensaje continuaremos considerando a Cristo en calidad de Sacerdote que despabila los candeleros, las iglesias.
Apocalipsis 3:20-21 dice: “He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. Al que venza, le daré que se siente conmigo en Mi trono, como Yo también he vencido, y me he sentado con Mi Padre en Su trono”. Cristo es Aquel que cenará con los vencedores y les concederá sentarse con Él en Su trono, así como Él también venció y se sentó con Su Padre en Su trono. Aquí vencer significa vencer la tibieza y el orgullo de la iglesia recobrada que cayó en degradación, pagar el precio para comprar lo necesario (oro, vestiduras blancas y colirio), y abrir la puerta para que el Señor pueda entrar y cenar con aquellos que abren la puerta.
La puerta no es la puerta de los corazones de individuos, sino la puerta de la iglesia. El Señor como Cabeza de la iglesia está fuera de la iglesia degradada, llamando a la puerta. La iglesia recobrada que cayó en degradación debe comprender esto. Aunque esta puerta es la puerta de la iglesia, es abierta por los creyentes individualmente. La iglesia en Laodicea tiene conocimiento, pero no tiene la presencia del Señor. El Señor está llamando a toda la iglesia, pero la aceptación del llamamiento del Señor debe ser un asunto personal. El llamamiento del Señor es objetivo, pero la aceptación de los creyentes debe ser subjetiva.
Con frecuencia le cerramos la puerta al Señor, dejándolo fuera. Nuestra condición podría ser semejante a la de la iglesia en Laodicea. Aunque amamos al Señor y con regularidad oramos y asistimos a las reuniones, podríamos no estar dispuestos a pagar un precio en términos prácticos, y a la postre nos volvemos tibios. El Señor no halla cabida en nosotros, y le hemos dejado fuera habiéndole cerrado la puerta como tibios laodicenses. Aunque Él está en nuestro espíritu, con frecuencia le cerramos la puerta dejándolo fuera. Por ejemplo, le cerramos la puerta que da acceso a nuestra parte emotiva. Nuestro espíritu es como una prisión en la que el Señor está confinado. Por consiguiente, el Señor no puede entrar en nuestras recámaras internas ni en nuestro corazón. El Señor está de pie golpeando la puerta en nuestro espíritu que está frío, anhelando entrar en nuestro corazón y parte emotiva. El Señor desea tener mutuo disfrute con nosotros.
En el versículo 20 el Señor también dijo que después de entrar en aquel que le abra la puerta, tal persona y el Señor cenarán el uno con el otro. La palabra griega traducida “cenar” se refiere a la comida principal del día, tomada por la tarde. Cenar no es meramente ingerir algún alimento, sino participar de las riquezas de un banquete. Esto puede implicar el cumplimiento de lo tipificado por los hijos de Israel al comer del rico producto de la buena tierra de Canaán (Jos. 5:10-12). Durante las fiestas anuales los hijos de Israel celebraban banquete juntamente con Dios, y Dios celebraba banquete con ellos. Siempre que los israelitas tenían tal fiesta, ellos comían con Dios, ofreciéndole a Dios lo que ellos comían y permitiéndole a Dios comer con ellos. Asimismo, el Señor dice que Él cenará con nosotros y que nosotros cenaremos con Él.
El banquete aquí prometido no es solamente algo para el futuro, sino también para la actualidad. Si somos un vencedor, tendremos el especial privilegio de cenar con el Señor cuando Él venga en el reino. Antes de aquel día, sin embargo, podremos disfrutar el hecho de que Él cene con nosotros.
Si tenemos una visión panorámica de las siete epístolas contenidas en Apocalipsis 2 y 3, veremos que el Señor exalta el hecho de que lo comamos a Él, es decir, de ingerirlo a Él como nuestro suministro de vida, a fin de que podamos crecer, ser transformados y ser iguales a Él. En Sus promesas con respecto a la recompensa dada a los vencedores en las siete iglesias, Cristo es considerado como el árbol de la vida, el maná escondido y el banquete que nosotros podemos disfrutar juntamente con Él. Esto corresponde a las tres etapas del comer practicado por el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. El pueblo de Dios estaba destinado a comer el árbol de la vida, al pueblo que Dios redimió se le concedió comer del maná mientras vagaba en el desierto, y en la buena tierra ellos celebraban una fiesta, un banquete, tres veces al año en el monte Sion a fin de disfrutar del rico producto de la tierra. Estas tres etapas en la práctica de comer se repiten en Apocalipsis, el libro que da conclusión a la Biblia, y son presentadas como la recompensa dada a los vencedores, para quienes Cristo será el árbol de la vida, el maná escondido y el rico producto de la buena tierra. Todo esto tiene por finalidad nuestro disfrute de Cristo. Podemos comer a Cristo como árbol de la vida, como maná escondido y como banquete que disfrutamos. Mediante nuestro disfrute de Cristo podemos ser constituidos de Él. A la postre, seremos mezclados con Él en nuestra constitución intrínseca formando con Él una sola entidad a fin de expresarlo a Él como la Nueva Jerusalén.
Lo dicho por el Señor en Apocalipsis 3:20 con respecto a disfrutar de Él como un banquete iba dirigido a la iglesia en Laodicea, la cual había caído en tibieza. Los santos tibios son personas satisfechas de sí mismas; por tanto, se han vuelto orgullosas. La mejor manera de ayudar a estos santos a vencer su tibieza consiste en ayudarles a abrir sus corazones al Señor a fin de que permitan que el Señor entre a cenar, a celebrar banquete, con ellas. El disfrute de Cristo como tal banquete hará que obtengamos fe en Cristo, las vestiduras blancas y el colirio (v. 18).
Debemos ser aquellos que cenen, que celebren banquete, con el Señor en esta era a fin de que podamos sentarnos con el Señor en Su trono en la era del reino. Sentarse con el Señor en Su trono será un premio dado a los vencedores, a fin de que participen de la autoridad del Señor en el reino milenario venidero. Esto significa que los vencedores serán co-reyes junto con Cristo al gobernar sobre toda la tierra. Estrictamente hablando, todas las promesas en estas siete epístolas están relacionadas con el reino venidero. Todo lo negativo que se dice con respecto a sufrir pérdida o padecer sufrimiento está relacionado con sufrir pérdida durante el reino venidero, y todo lo positivo que se dice con respecto a obtener ganancia o disfrute está relacionado con el disfrute de Cristo como nuestra porción especial durante la era del reino. Es imprescindible ser perspicaces para entender estas promesas de la manera correcta. No obstante, en principio, estas promesas también podrían aplicarse en la actualidad, y actualmente podríamos gustar de un anticipo de las mismas. No hay necesidad de esperar hasta que entremos en la era del reino para disfrutar estas porciones especiales. Actualmente, en la vida de iglesia tenemos el privilegio de disfrutar el reino.
Los vencedores estarán en el trono juntamente con Cristo como Sus co-reyes (2:26-27; 3:21). Cristo está en el trono, y ellos también estarán en el trono. Él tiene la autoridad, y ellos también tendrán la misma autoridad para gobernar sobre las naciones.
La intención de Dios es operar en el hombre para que el hombre pueda estar en el trono. Dios no estará satisfecho sino hasta que estemos en el trono. La intención de Dios es llevarnos al trono. Su deseo es hacernos personas del trono. El reino de Dios no puede venir en toda su plenitud sino hasta que estemos en el trono. Además, el enemigo de Dios no será subyugado sino hasta que estemos en el trono. La meta de Dios, por tanto, no es meramente librarnos del infierno, sino también llevarnos al trono.
Dios desea llevarnos al trono porque la rebelión de Satanás es contra el trono de Dios (Is. 14). Si leemos detenidamente la Biblia, veremos que la mayor dificultad que Dios enfrenta en el universo es que hay fuerzas rebeldes que se oponen a Su trono y lo atacan. El trono de Dios es absoluto, pero una de Sus criaturas se ha rebelado y procura exaltar su propio trono para que sea igual al de Dios. En su rebelión contra el trono de Dios, Satanás intentó exaltar su propio trono hasta los cielos y, con ello, entrometerse con la autoridad de Dios. Isaías 14:12-14 dice: “¡Cómo has caído del cielo, / oh Lucero de la mañana, hijo de la aurora! / ¡Cómo has sido derribado a tierra, / tú que hacías caer postradas a las naciones! / Pero tú dijiste en tu corazón: / Subiré al cielo; / por encima de las estrellas de Dios / exaltaré mi trono. / Y en el monte de la asamblea me sentaré, / en lo extremo del norte. / Subiré sobre las alturas de las nubes; / me haré semejante al Altísimo”. Desde el tiempo de la rebelión de Satanás hasta ahora ha tenido lugar una contienda en el universo con relación a la autoridad. Gran parte de lo que sucede en la tierra es expresión de la resistencia que Satanás opone al trono de Dios. La pregunta crucial que debemos hacernos es: ¿quién reina verdaderamente en la tierra: Dios o Satanás?
El Señor Jesús se hizo hombre y, como hombre, fue al trono. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, Él se sujetó de manera absoluta a la autoridad de Dios. Obedecer a Dios es ser una persona sujeta al trono. Debido a que el Señor Jesús obedeció a Dios el Padre y se sujetó a la autoridad de Dios de manera absoluta, después que Él resucitó de entre los muertos Dios le dio toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mt. 28:18) y lo exaltó al trono. Ahora, Aquel que está sentado en el trono no es solamente Dios, sino también hombre, pues esta Persona es la mezcla de Dios y el hombre. Por tanto, después de la ascensión del Señor Jesús, ha habido un hombre en el trono.
Por medio de Su crucifixión, resurrección y ascensión, el Señor Jesús fue llevado al trono. ¡Un auténtico hombre llamado Jesús está en el trono! Por eso proclamamos: “¡Jesús es Señor!”, y debido a esto clamamos: “¡Oh, Señor Jesús!”. Dios siempre ha sido el Señor, pero ahora un hombre está en el trono como Señor. Mediante Su resurrección y en Su ascensión, “a este Jesús [...] Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hch. 2:36). Dios hizo a Jesús, un nazareno, el Señor, y ahora el Señor del cielo y de la tierra es un hombre.
No sería extraño para nosotros afirmar que Jehová Elohim es el Señor del universo. Pero no es fácil para nosotros ver que un hombre a quien se le pudo crucificar y sepultar pueda ser el Señor del universo. Cuando Judas y la multitud vinieron a arrestarle, Él no corrió. Él voluntariamente se hizo débil y permitió que le arrestaran y le crucificaran. En palabras de 2 Corintios 13:4: “Fue crucificado en debilidad”. Pero después que Él fue crucificado y sepultado, Dios lo resucitó y lo puso a Su diestra, haciéndolo Señor de todo el universo. Actualmente el Señor del universo es un hombre.
Debemos ver que el Señor Jesús tomó la delantera en el camino al trono. Él fue el Pionero, el Precursor (He. 6:20), quien abrió la senda al trono (2:10). Esto indica que Él no es el único hombre destinado al trono. Él abrió el camino y tomó la delantera para que nosotros le sigamos. Él fue el primero en el trono, y nosotros vendremos después de Él. Ahora estamos marchando hacia el trono, pues Dios se ha propuesto llevarnos a la gloria y ponernos en el trono. Cuando venzamos, nos sentaremos con Cristo en Su trono y tendremos autoridad para reinar con el Señor y reinar sobre las naciones.
Los pensamientos de Dios están puestos en el hombre (v. 6), y Él desea que el hombre le exprese y ejerza Su autoridad. El hombre posee la imagen de Dios y ejerce el dominio de Dios con Su autoridad. Dios desea manifestarse por medio del hombre y desea reinar, administrar, por medio del hombre. La intención de Dios es echar abajo a Satanás y redimir a muchos de los que Satanás hizo prisioneros para llevarlos a Su trono. Dios no puede recibir gloria en plenitud sino hasta que seamos llevados al trono. Llegará el día cuando seamos llevados al trono, y entonces Dios podrá gloriarse ante Satanás. Él proclamará triunfante que Sus escogidos, quienes habían sido hechos prisioneros por Satanás, han sido llevados al trono.
Sin embargo, debemos darnos cuenta de que en nuestra condición actual podríamos no ser aptos para estar en el trono. Esto reviste mucha seriedad. Hemos sido llamados para ser hijos de Dios y estamos destinados a ser reyes, pero es necesario que Dios trabaje en nosotros y con nosotros a fin de hacernos aptos para el reinado.
En Apocalipsis 2 y 3 Cristo es el Espíritu que habla a todas las iglesias (2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22). Al principio de cada una de las siete epístolas de los capítulos 2 y 3, el Señor es el que habla a una iglesia específica (2:1, 8, 12, 18; 3:1, 7, 14). Pero al final de cada epístola, el Espíritu es el que habla a todas las iglesias (2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22). En Apocalipsis 2 y 3 el Cristo pneumático, siete veces intensificado, que imparte vida y es ilimitado habla a las siete iglesias al principio de cada epístola, y al final de cada una de estas epístolas este hablar se convierte en el hablar dado a nivel universal por el Espíritu vivificante, todo-inclusivo y siete veces intensificado. Aquí vemos que el Cristo que habla se convierte en el Espíritu que habla, el Espíritu que habla a todas las iglesias. Esto implica que el Padre, el Hijo y el Espíritu son uno. Cristo como Espíritu que habla a las iglesias es el Dios Triuno procesado. En Cristo, el Dios Triuno pasó por un proceso para nuestro disfrute de modo que podamos ser constituidos de todo lo que Él es a fin de que lleguemos a ser Su manifestación y expresión consumada por la eternidad.
El hablar de Cristo y el hablar del Espíritu son uno solo. Cristo se dirige a una iglesia en particular, y el Espíritu se dirige al Cuerpo universal. Esto demuestra que el Cristo que habla es el Espíritu y que Él habla en el Espíritu, con el Espíritu y por medio del Espíritu. Todo cuanto Cristo habla, eso es el hablar del Espíritu. Esto no sólo indica que el Espíritu es el Señor y que el Señor es el Espíritu; también recalca que en la oscuridad de la degradación de la iglesia, el Espíritu es de vital importancia, tal como lo indica la mención del Espíritu siete veces intensificado en 1:4. El mismo énfasis se ve también en 14:13 y en 22:17.
Es significativo que el Señor hable como Espíritu no solamente a cierta iglesia, sino a todas las iglesias. El Espíritu, como ojos del Señor, observa la situación de todas las iglesias (5:6), y Él habla acerca de la situación en su totalidad. El Señor como Espíritu habla a las iglesias sin ninguna limitación propia del tiempo o del espacio. Mientras la iglesia en cierta localidad lee la epístola dirigida a Éfeso, el Espíritu escudriña a la iglesia en aquella localidad y habla a los que están allí. Los siete Espíritus de Dios son enviados no solamente a Éfeso, sino a toda la tierra. Las siete epístolas en Apocalipsis 2 y 3 son palabras dichas por el Señor Jesús, pero al leerlas hoy en día los siete Espíritus de Dios nos hablan estas palabras en nuestro espíritu con el propósito de que la administración de Dios sea ejercida. Las palabras del Señor al principio están dirigidas a cierta iglesia local, pero después, cuando las gentes de todas las eras las leen, se convierten en el hablar del Espíritu dirigido a todas las iglesias. Todo cuanto el Señor habla está contenido en la Biblia, pero cuando leemos estas palabras, es imprescindible que el Espíritu nos las hable. Primero, esto prueba que el hablar del Señor es el hablar del Espíritu y que el hablar del Espíritu es el hablar del Señor. Esto indica que el Espíritu es uno con el Señor y que el Señor es uno con el Espíritu. El Señor habla en el Espíritu, por medio del Espíritu y con el Espíritu, porque el Señor es el Espíritu y el Espíritu es el Señor. Además, aunque las palabras del Señor ya fueron dichas a cierta iglesia local, en la actualidad cuando las iglesias quieren escuchar Sus palabras, todavía es necesario que el Espíritu las hable. Esto indica que el Espíritu que tenemos dentro de nosotros es el Espíritu que habla.
Si Aquel que habla fuese únicamente Cristo y no el Espíritu que habla, Él no podría hablar tales palabras al interior de nuestro espíritu, y Su hablar no sería tan subjetivo ni conmovedor para nosotros. Pero como testifica nuestra experiencia, si al leer estas epístolas estamos abiertos a Él en nuestro espíritu, inmediatamente el Espíritu nos hablará infundiendo Cristo a nuestro interior. Debido a que Aquel que habla no es el Cristo externo y objetivo, sino el Espíritu interno y subjetivo para nosotros, Él habla no solamente por medio del texto en blanco y negro de la Biblia, sino también en nuestro espíritu. Una vez que oímos Su hablar, algo indeleble es forjado en nuestro ser, y nada puede quitárnoslo. Siempre que oímos Su hablar, Cristo es forjado en nosotros.
El hablar del Espíritu siempre hace que nos volvamos para recibir la infusión de Cristo. El hablar del Espíritu es la infusión de Cristo. Si estamos atentos a Su hablar, inmediatamente estaremos bajo la transfusión e infusión de Cristo y seremos sumergidos en Cristo. En la actualidad los siete Espíritus hablan a las iglesias, y todo el que tenga oído para oír y esté atento a este hablar se volverá para recibir la infusión de Cristo. Siempre que atendemos al hablar de los siete Espíritus de Dios a las iglesias, inmediatamente estamos bajo una querida, dulce y preciosa transfusión, una infusión que nos cambia, nos transforma, nos convierte en el material apropiado y nos edifica en el edificio de Dios. Todo lo que tiene que ir al lago de fuego es incinerado por las siete lámparas, y ahora nos encontramos bajo los siete ojos siendo infundidos con todo lo que Cristo es a fin de que lleguemos a formar parte de la Nueva Jerusalén.
Puesto que hoy el Espíritu habla a las iglesias, debemos estar en las iglesias a fin de tener la posición correcta para escuchar lo que el Espíritu dice. Quienes no están en las iglesias no pueden oír lo que el Espíritu dice a las iglesias. Aun cuando los creyentes en las iglesias se encuentren en posición de oír el hablar del Espíritu y, por tanto, podrían fácilmente tener oído para oír, no todos ellos atenderán fielmente a Su hablar. Por tanto, se hace un llamado a los vencedores. Cuando la mayoría del pueblo de Dios le ha fallado a Dios y no puede atender a Su necesidad, Dios llama a un pequeño grupo de vencedores. Todo el que tenga oído para oír lo que el Espíritu dice a las iglesias debe primero oír y después ser un vencedor. Los vencedores son producidos al tener un oído que puede oír, y el oído para oír es producido mediante el hablar del Espíritu a las iglesias. El Espíritu habla a las iglesias. Quienes tienen oído para oír lo que el Espíritu dice a las iglesias deben oír, y quienes realmente oigan serán vencedores.
Cada una de las epístolas fue dirigida a una iglesia particular en determinada localidad; no obstante, todas las siete epístolas concluyen de la misma manera: con el Espíritu que habla a todas las iglesias. Esto significa que cada una de estas epístolas fue dirigida a todas las iglesias, y esto indica que todas las iglesias deberían ser iguales. Ésta es la base para que todas las iglesias pongan en práctica la unanimidad. Tiene que haber unanimidad entre todas las iglesias. Todas las iglesias deben escuchar la palabra que los apóstoles recibieron de Dios, la cual es la enseñanza del Nuevo Testamento. Esto implica que todas las iglesias, como testimonio del Señor en el Espíritu, deberían ser idénticas.
En Apocalipsis 1 vemos muchos títulos dados a Aquel que es maravilloso: Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Soberano de los reyes de la tierra, el Redentor, Aquel que hizo de nosotros un reino y sacerdotes para Su Dios y Padre, Aquel que viene y el Hijo del Hombre que se manifiesta como Sumo Sacerdote. No obstante, en el capítulo 2 vemos a Cristo, la Cabeza todo-inclusiva, y al Espíritu que habla. Esto significa que el Cristo que está en el capítulo 1 ha sido condensado en el Cristo todo-inclusivo y el Espíritu que habla en el capítulo 2.