
En el capítulo anterior vimos las tres vidas y las cuatro leyes. Ahora consideraremos especialmente la ley de vida, que también es la ley del Espíritu de vida mencionada en el capítulo anterior. Entre las cuatro leyes, sólo la ley de vida es la capacidad natural de la vida de Dios, la cual nos capacita para vivir la vida de Dios de una manera muy espontánea; por lo tanto, si queremos tocar el camino de la vida, debemos entender claramente la ley de vida.
Podemos decir que en toda la Biblia sólo se hace mención directa o indirecta de la ley de vida en las cinco siguientes porciones:
A. Romanos 8:2: “la ley del Espíritu de vida...”
La ley del Espíritu de vida mencionada aquí es la ley de vida. El Espíritu, del cual proviene esta ley, contiene vida, o podemos decir que es vida; por tanto, la ley es una ley del Espíritu, y también es la ley de vida.
B. Hebreos 8:10: “Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré Mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a Mí por pueblo”.
C. Hebreos 10:16: “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré Mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré”.
En los dos pasajes de Hebreos 8 y 10 antes mencionados, primero se dice “pondré” y luego “escribiré”, y ambos hablan de la mente y del corazón; así que los dos tratan de lo mismo. Son citas de Jeremías 31:33.
D. Jeremías 31:33: “Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”.
E. Ezequiel 36:25-28: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra ... y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios”.
Estos versículos hablan de cinco asuntos por lo menos: (1) limpiarnos con agua limpia, (2) darnos un corazón nuevo, (3) darnos un espíritu nuevo, (4) quitar nuestro corazón de piedra y darnos un corazón de carne y (5) poner el Espíritu de Dios dentro de nosotros. Estos cinco asuntos combinados nos hacen andar en los estatutos de Dios, y nos hacen guardar y cumplir Sus ordenanzas. Seremos Su pueblo y El será nuestro Dios. Esto significa que el Espíritu Santo dentro de nosotros nos da nuevas fuerzas para cumplir la voluntad de Dios y agradarle, a fin de que Dios sea nuestro Dios y nosotros Su pueblo. Así que esto produce el mismo resultado que lo mencionado en Jeremías 31:33.
Si queremos hablar del origen de la ley de vida, debemos comenzar con la regeneración, porque ser regenerado significa recibir en nuestro espíritu la vida de Dios. Una vez regenerados, tenemos la vida de Dios en nuestro espíritu; y cuando tenemos la vida de Dios, tenemos por naturaleza la ley de vida que proviene de tal vida.
Cuando hablamos de la regeneración, debemos comenzar con la creación del hombre. Cuando el hombre fue creado por la mano de Dios, sólo tenía una vida humana buena y recta; no tenía la vida divina y eterna de Dios. No obstante, cuando Dios creó al hombre, Su propósito central consistía en mezclar Su vida en el hombre, unirse al hombre y llegar a la meta de la unidad de Dios con el hombre. Por lo tanto, cuando Dios creó al hombre, además del cuerpo y del alma del hombre, creó especialmente un espíritu para el hombre. Este espíritu es el órgano con el cual el hombre recibe la vida de Dios. Cuando usamos este espíritu para tener contacto con Dios, quien es el Espíritu, entonces podemos recibir Su vida y llegar a ser unidos a El, cumpliendo así el propósito central de Dios.
Sin embargo, el hombre cayó antes de recibir la vida de Dios. El factor determinante de la caída del hombre no fue simplemente que indujo al hombre a cometer el pecado y ofender a Dios, sino que también dio muerte a su espíritu, o sea, introdujo la muerte en el órgano que permite al hombre recibir la vida de Dios. Decir que el espíritu está muerto no significa que el espíritu no exista, sino que ha perdido su función de tener comunión con Dios y se ha separado de Dios; por consiguiente, el hombre ya no podía tener comunión con Dios. De allí en adelante, el hombre no podía usar su espíritu para tener contacto con Dios y así recibir Su vida.
En aquel tiempo, el hombre tenía una doble necesidad: debido a la caída, necesitaba que Dios resolviera el problema del pecado; además necesitaba que Dios lo regenerara dando vida a su espíritu muerto, para que recibiera la vida de Dios y cumpliera el propósito central con el cual Dios creó al hombre.
Debido a estas necesidades, la manera en que Dios nos libera consiste de dos aspectos, el negativo y el positivo. Por el lado negativo, el derramamiento de la sangre del Señor Jesús en la cruz efectuó la redención y resolvió el problema del pecado del hombre. Por el lado positivo, la vida de Dios fue liberada por medio de la muerte del Señor Jesús; luego, mediante la resurrección del Señor Jesús, la vida de Dios fue puesta en el Espíritu Santo; finalmente, la entrada del Espíritu Santo en nosotros, nos permite obtener la vida divina y eterna de Dios.
Cuando el Espíritu Santo nos capacita para obtener la vida de Dios, en efecto nos está regenerando. Pero ¿de qué manera nos regenera el Espíritu Santo? Lo hace por medio de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo primeramente prepara una oportunidad en nuestro ambiente para que escuchemos las palabras del evangelio. Luego, a través de esas palabras, nos ilumina y nos conmueve, induciéndonos a reconocer nuestros pecados, a reprendernos a nosotros mismos, a arrepentirnos y a creer, aceptando así las palabras de Dios y recibiendo la vida de Dios. En las palabras de Dios está escondida la vida de Dios, y las palabras de Dios “son vida” (Jn. 6:63). Cuando recibimos Sus palabras, la vida de Dios entra en nosotros y nos regenera.
Por lo tanto, la regeneración consiste simplemente en el hecho de que el hombre, además de su propia vida, reciba la vida de Dios. Cuando recibimos así la vida de Dios, recibimos una autoridad que nos capacita para ser hijos de Dios (Jn. 1:12). La autoridad misma es la vida de Dios; por lo tanto, cuando tenemos esta vida, tenemos la autoridad de ser los hijos de Dios.
Cuando tenemos la vida de Dios y somos hechos hijos de Dios, por supuesto tenemos la naturaleza divina (2 P. 1:4). Si vivimos por esta vida y por la naturaleza de esta vida, podemos llegar a ser como Dios y expresar la imagen de Dios en nuestro vivir.
¿Cómo trabaja la vida de Dios en nosotros para hacer que seamos como El? Obra desde el centro hasta la circunferencia, o sea, del espíritu al alma y luego al cuerpo, extendiéndose hacia el exterior. Cuando la vida de Dios entra en nosotros, primero entra en nuestro espíritu, vivifica nuestro espíritu muerto, haciéndolo viviente, fresco, fuerte, vigoroso y capaz de tocar a Dios, de sentir a Dios y de tener dulce comunión con Dios. Luego se extiende gradualmente desde nuestro espíritu hacia todas las partes de nuestra alma, haciendo que nuestros pensamientos, afectos y decisiones gradualmente lleguen a ser como los de Dios y que tengan el sabor de Dios; aun en nuestro enojo, hay algo de la semejanza de Dios, algo del sabor de Dios. ¡Oh, qué cambio tan maravilloso es éste!
Además, esta vida trabajará continuamente hasta expandirse a nuestro cuerpo, a fin de que nuestro cuerpo también tenga el elemento de vida. Esto es de lo que Romanos 8:11 habla: el Espíritu de Dios quien mora en nosotros puede vivificar nuestros cuerpos mortales.
La vida de Dios en nosotros trabajará continuamente y se extenderá cada vez más hasta llenar completamente nuestro espíritu, alma y cuerpo, o sea, todo nuestro ser, de la naturaleza de Dios, del elemento de Dios y del sabor de Dios; hasta que seamos arrebatados y transfigurados; hasta que entremos en gloria y lleguemos a ser completamente como El.
La vida de Dios que continuamente trabaja y se extiende en nosotros, no se abre paso por fuerza sin hacernos caso; más bien, requiere la inclinación de nuestra parte emotiva, la cooperación de nuestra mente y la sumisión de nuestra voluntad. Si rechazamos su operación, si no la seguimos fielmente y no cooperamos con ella, la vida de Dios no puede exhibir su poder ni manifestar su función. Debido a que el hombre es un ser viviente que tiene afecto, mente y voluntad, su cooperación y su capacidad de cooperar sigue siendo un problema. Por eso, cuando Dios nos regenera, además de darnos Su vida, también nos da un corazón nuevo y pone en nosotros un espíritu nuevo (Ez. 36:26). De esta manera nos da el deseo y también la capacidad de cooperar.
El corazón está relacionado con nuestro deseo o buena voluntad, mientras que el espíritu es un asunto de capacidad. Nuestro corazón original, debido a su rebelión en contra de Dios, se endureció, o sea, se envejeció; por lo tanto, es llamado un “corazón de piedra” o un “corazón viejo”. Este corazón viejo está en contra de Dios, no quiere tener a Dios y no está dispuesto a cooperar con Dios. Ahora Dios nos da un corazón nuevo. No nos da otro corazón además de nuestro corazón viejo, sino que por medio de la regeneración del Espíritu Santo, El ablanda nuestro corazón de piedra de modo que llegue a ser un “corazón de carne”, renovándolo así para que sea un corazón nuevo. Este corazón nuevo está inclinado hacia Dios y tiene afecto por Dios y las cosas de Dios. Es un órgano nuevo que nos permite volver a Dios y amarlo; nos predispone a cooperar con Dios y a permitir que Su vida se extienda y obre libremente desde el interior hacia el exterior.
Debido a nuestra separación de Dios, nuestro espíritu original está muerto y se ha envejecido; por lo tanto se llama un “espíritu viejo”. Ya que este espíritu viejo ha perdido su capacidad de tener contacto y comunión con Dios, naturalmente no tiene manera de cooperar con Dios. Ahora Dios nos da un “espíritu nuevo”. Esto no significa que nos dé otro espíritu además de nuestro espíritu viejo, sino que por medio de la regeneración del Espíritu Santo El vivifica nuestro espíritu muerto y lo convierte en un espíritu viviente, renovándolo así para ser un espíritu nuevo. Este espíritu nuevo puede tener comunión con Dios y puede comprender a Dios y las cosas espirituales. Es un órgano nuevo con el cual podemos tener contacto con Dios; nos capacita para cooperar con Dios y permite que la vida de Dios dentro de nosotros se extienda y obre hacia el exterior por medio de nuestra comunión con El.
Con el corazón nuevo, estamos dispuestos a cooperar con Dios, y con el espíritu nuevo tenemos la capacidad de cooperar con El. No obstante, un corazón nuevo y un espíritu nuevo sólo nos capacitan para desear a Dios y tener contacto con El, permitiendo así que la vida de Dios dentro de nosotros se extienda y obre libremente hacia el exterior; no pueden satisfacer el requisito ilimitado que Dios ha puesto sobre nosotros, el cual consiste en que lleguemos al nivel divino de Dios mismo. Por lo tanto, cuando Dios nos regenera, hace algo adicional que es muy glorioso y trascendente: El pone Su propio Espíritu, el Espíritu Santo, en nuestro espíritu nuevo. Este Espíritu Santo es la corporificación de Cristo, y Cristo, a Su vez, es la corporificación de Dios. Por lo tanto, cuando el Espíritu Santo entra en nosotros, es el Dios Triuno el que entra en nosotros. Así se unen el Creador y la criatura. ¡Oh, esto realmente merece nuestra alabanza! Además, el Espíritu de Dios, quien es el Espíritu eterno o el Espíritu infinito, tiene funciones ilimitadas y fuerza insuperable. Por tanto, cuando mora en nuestro espíritu nuevo, El puede usar Su poder ilimitado para ungirnos y suministrarnos todo lo necesario para obrar y moverse dentro de nosotros; de esta manera nos capacita para satisfacer el requerimiento ilimitado que Dios ha puesto sobre nosotros, permitiendo así que la vida de Dios se extienda continuamente desde nuestro espíritu, a través de nuestra alma, hasta llegar a nuestro cuerpo. Finalmente, ¡nos permite alcanzar la etapa gloriosa de ser completamente como Dios! ¡Aleluya!
Aquí se nos revela claramente una cosa: la liberación realizada por Dios y el mejoramiento del yo realizado por el hombre son esencialmente diferentes. El mejoramiento de uno mismo es simplemente una obra realizada en lo que el hombre ya tiene, a saber, su alma y su cuerpo con sus capacidades. Aun cuando haya mejoría, con todo y eso está muy limitada porque el poder del hombre está limitado. No obstante, aunque la liberación hecha por Dios también pasa a través de todas las partes de nuestra alma y gradualmente renueva cada una de ellas, llegando también hasta el cuerpo, el punto esencial de tal liberación es éste: el Espíritu de Dios, que trae consigo la vida de Dios, se añade a nuestro espíritu. Como tiene poder divino e ilimitado, está plenamente capacitado para satisfacer los requisitos ilimitados de Dios. Esto es una adición, y no un mejoramiento. Intentar reformarnos implica solamente la mejoría de lo que ya tenemos, y esto es limitado; pero añadir algo de Dios mismo es algo ilimitado.
Lo que acabamos de decir debe mostrarnos claramente que la regeneración nos proporciona la vida de Dios. Tal vida contiene una función natural que es la “ley de vida”. Por tanto, la vida de Dios es la fuente de esta ley de vida, y la regeneración es el origen de esta ley de vida. Aunque esta ley de vida procede de la vida de Dios, es por medio de la regeneración que esta ley entra en nosotros.
Si queremos conocer el significado de la ley de vida, debemos saber qué es una ley. Una ley es una regulación natural, una regla constante e invariable. Una ley no se proviene necesariamente de una vida, pero una vida ciertamente va acompañada de una ley. Llamamos la ley de vida la que acompaña una vida. La ley de cierta vida también es la característica natural, la función innata, de esa vida. Por ejemplo, los gatos pueden cazar ratones, y los perros pueden vigilar por la noche; nuestros oídos pueden oír, nuestra nariz puede olfatear, nuestra lengua puede probar y nuestro estómago puede digerir. Todas estas capacidades son las características y funciones innatas de una vida específica. Mientras cierta vida exista y esté libre, puede desarrollar espontáneamente sus características y manifestar sus capacidades. No requiere enseñanzas ni exhortaciones humanas; más bien, se desarrolla de modo muy natural sin el más mínimo esfuerzo. Tales características naturales y funciones innatas de una vida constituyen la ley de esa vida.
La vida de Dios es la vida más elevada; es la vida supereminente; por lo tanto, las características y capacidades de esta vida indudablemente deben ser las más elevadas y supereminentes. Puesto que estas características y capacidades superiores y supereminentes constituyen la ley de la vida de Dios, esta ley por supuesto es la ley más elevada y supereminente. Ya que recibimos la vida de Dios por medio de la regeneración, también hemos recibido de la vida de Dios la ley superior y supereminente de esta vida.
En el primer capítulo, llamado “¿Qué es la vida?”, dijimos que sólo la vida de Dios es vida; por lo tanto, la ley de vida de la cual hablamos se refiere específicamente a la ley de la vida de Dios.
La ley de vida es algo que Dios nos da especialmente bajo el nuevo pacto. Es muy diferente de las leyes que Dios dio en el monte Sinaí. En los tiempos del Antiguo Testamento, Dios dio una ley escrita en tablas de piedra fuera del cuerpo del hombre. Esa ley era una ley exterior, una ley de letras. Exigía mucho del hombre exteriormente, dando regla tras regla, poniendo requisitos con respecto a lo que el hombre debía hacer y lo que no debía hacer. Pero no produjo nada; nadie podía cumplirla. Aunque la ley era buena, el hombre, siendo malo y estando muerto, no tenía el poder de vida para satisfacer los requisitos de esa ley. Al contrario, el hombre cayó bajo la condenación de dicha ley. Romanos 8:3 se refiere a eso cuando dice: “Lo que la ley no pudo hacer, por cuanto era débil por la carne...”
En la era neotestamentaria, cuando Dios nos regenera mediante el Espíritu Santo, El pone en nosotros Su propia vida acompañada de la ley de vida. Esta ley de vida es la ley interior que es el don especial que Dios nos da en la era neotestamentaria. Esta cumple la promesa de Dios dada en el Antiguo Testamento: “Pondré mi ley en su interior” (Jer. 31:33).
Esta ley de vida fue puesta en nosotros; por lo tanto, según su ubicación, es una ley interior. No se parece a la ley del Antiguo Testamento, la cual estaba fuera del hombre y por eso era una ley exterior. Además, esta ley de vida proviene de la vida de Dios y pertenece a la vida de Dios; por lo tanto, según su naturaleza, es una ley de vida; así que puede suministrar. No es como la ley del Antiguo Testamento, la cual es una ley de letras y sólo puede exigir pero no puede dar el suministro. Esta ley de vida que está en nosotros, la cual es la característica y la capacidad naturales de la vida de Dios, muy espontáneamente por su regulación interior puede expresar a través de nosotros, punto tras punto, todo el contenido de la vida de Dios. El resultado de esta regulación satisface perfectamente los requisitos de la ley exterior de Dios.
Usemos dos ejemplos para ilustrar cómo funciona la ley de vida. Consideremos un melocotonero marchito. Supongamos que le establecemos algunas leyes como lo siguiente: “Debes echar hojas verdes, florecer con flores rojas y producir melocotones”. Sabemos que estos requerimientos, aunque hechos desde el principio del año hasta el fin, son absolutamente inútiles y vanos, porque el árbol ya se ha secado y no tiene el poder de vida para satisfacer los requisitos de estas leyes exteriores. Sin embargo, si pudiéramos infundirle vida y restaurarlo a la condición viva, aunque no le exigimos nada exteriormente, esa vida tendría una capacidad natural que lo permitiría brotar, florecer y dar fruto a tiempo, aun exceder lo que requiere la ley exterior. Esta es la función de la ley de vida.
Ahora supongamos que exigimos a un muerto, diciéndole: “Debes respirar, debes comer, debes dormir y debes moverte”. Sabemos que los requerimientos de estas leyes no surtirán efecto en el difunto; ninguno de ellos podrá cumplirse. Sin embargo, si pudiéramos poner en él la vida de resurrección y resucitarlo, espontáneamente él respiraría, comería, dormiría y se movería. Esto se debe a la función de la ley de vida.
En estos dos ejemplos podemos ver claramente que no podemos llevar a cabo nuestra vida espiritual ante Dios mediante nuestros propios esfuerzos; tampoco podemos lograrlo al mejorarnos con mucha energía; más bien, es la responsabilidad de la vida de Dios que ya hemos recibido. La vida de Dios, acompañada de la ley de esta vida, mora en nuestro espíritu; si vivimos y actuamos conforme a la ley de vida que está en nuestro espíritu, ésta espontáneamente por su regulación interior puede expresar a través de nosotros cada punto del contenido de la vida de Dios. Esto encuadrará bien con los requisitos de la ley exterior de Dios, y aun los excederá sin deficiencia alguna. Romanos 8:4 habla de esto: “Para que el justo requisito de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al espíritu”.
Esta ley de vida inscrita en la tabla de nuestro corazón es llamada “la ley del Espíritu de vida” en Romanos 8:2. Esto significa que esta ley no sólo proviene de la vida de Dios y pertenece a la vida de Dios, sino que también depende del Espíritu de Dios y pertenece al Espíritu de Dios. Esto se debe a que la vida de Dios depende del Espíritu de Dios y también podemos decir que el Espíritu de Dios es la vida de Dios. Cuando hablamos de la vida de Dios, damos énfasis a lo que en sí es la vida de Dios; cuando hablamos del Espíritu de Dios, ponemos énfasis en Aquel que imparte la vida de Dios. En otras palabras, la vida de Dios no es una persona, pero el Espíritu de Dios sí lo es. Esta vida que no es una persona pertenece al Espíritu, quien es una persona, y no puede ser separada de este Espíritu, quien es una persona. Este Espíritu, quien es una persona, introduce en nosotros la vida de Dios; y esta vida va acompañada de una ley, que es la ley de vida, o sea, la ley del Espíritu de vida. La fuente de esta ley es la vida eterna de Dios, y el Espíritu de Dios, quien es una persona de gran poder, comunica esta ley. Por lo tanto, esta ley del Espíritu de vida tiene el poder eterno e ilimitado que satisface los requerimientos ilimitados de Dios.
Hemos visto que la ley del Antiguo Testamento es la ley de letras inscrita en tablas de piedra. Aunque exigía mucho del hombre, el resultado era nulo. La ley del Nuevo Testamento es la ley de vida escrita en la tabla de nuestro corazón. Aunque no exige nada de nosotros, finalmente puede expresar de nosotros, por su regulación interior, todas las riquezas de Dios, capacitándonos así para satisfacer todo lo que exige Dios. ¡Cuán maravilloso y cuán glorioso es esto! ¡Es la gracia central que Dios nos da en el nuevo pacto! ¡Cuánto debemos agradecerle y alabarle!
La vida de la cual proviene la ley de vida es la vida de Dios. Cuando recibimos por primera vez esta vida al ser regenerados, la vida dentro de nosotros, aunque orgánicamente completa, no ha crecido ni madurado en cada parte de todo nuestro ser. Es como la fruta que nace de un árbol. Aunque la vida de tal fruta es completa cuando brota por primera vez, sólo lo es orgánicamente. Para ser completa en toda parte, debe esperar que madure. De igual manera, la vida de Dios que recibimos en el momento de la regeneración sólo es completa orgánicamente. Si queremos que esta vida madure completamente, también debemos dejarla crecer y madurar gradualmente en cada parte de todo nuestro ser. El crecimiento y la madurez de esta vida se llevan a cabo por medio de la operación de la ley de vida realizada en todas las partes de nuestro ser. Esto revela que la ley de vida obra en toda parte de nuestro ser. Esto es lo que Jeremías 31:33 llama nuestro “interior” (heb.).
¿Cuáles son nuestras partes interiores? Son nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro corazón. Este corazón no es el corazón biológico, sino el corazón psicológico. Dentro de nosotros los seres humanos, el espíritu y el alma son partes independientes, pero el corazón tiene una naturaleza compuesta. Según la Biblia, el corazón contiene al menos lo siguiente:
1. La mente. Por ejemplo: “pensáis mal en vuestros corazones” (Mt. 9:4), y “los pensamientos del corazón” (He. 4:12).
2. La voluntad. Por ejemplo: “con propósito de corazón” (Hch. 11:23) e “intenciones del corazón” (He. 4:12).
3. La parte emotiva. Por ejemplo: “No se turbe vuestro corazón” (Jn. 14:1), y “se gozará vuestro corazón” (Jn. 16:22).
4. La conciencia. Por ejemplo: “purificados los corazones de mala conciencia” (He. 10:22), y “si nuestro corazón nos reprende” (1 Jn. 3:20).
Estas referencias nos muestran que el corazón contiene la mente, la voluntad y la parte emotiva, las cuales son las tres partes del alma, y también la conciencia, la cual es una parte del espíritu. El corazón se compone de estas partes. Por consiguiente, el corazón no sólo constituye un componente del espíritu e incluye todos los componentes del alma, sino que realmente conecta el espíritu con el alma.
Entre las varias partes dentro de nosotros, las partes del espíritu que se llaman la intuición y la comunión tienen más relación con Dios y son para El; la parte del espíritu que se llama la conciencia, la cual puede discernir entre el bien y el mal, está más relacionada con el hombre y es para el hombre. La mente, la voluntad y la parte emotiva del alma, siendo el sitio donde se encuentra la personalidad del hombre, también tienen más que ver con el hombre y están relacionadas con el aspecto humano. El corazón, por contener la mente, las emociones, la voluntad y la conciencia, es una parte compuesta que reúne estas diversas partes interiores del hombre. Puede ser considerado como el representante principal del hombre.
La ley de vida que está en nosotros trabaja continuamente en estas varias partes interiores. Dondequiera que llegue su operación, allí se convierte en la ley de esa parte. Cuando su operación llega a la mente, se convierte en la ley de la mente. Cuando su operación llega a la voluntad, viene a ser la ley de la voluntad. Cuando su operación llega a la parte emotiva, viene a ser la ley de las emociones. Cuando su operación llega a la conciencia, viene a ser la ley de la conciencia. De esta manera, viene a ser una ley para cada una de nuestras partes interiores. Por eso, Hebreos 8:10 y 10:16 la llaman “leyes”. En realidad, estas “leyes” no son más que la única ley interior, la cual es la ley de vida, o sea, lo que Dios menciona como “ley” en Jeremías 31:33; pero ésta ha sido puesta en varias “partes” en nuestro interior.
En Jeremías esta ley de vida es llamada “ley” (singular), mientras que en Hebreos es llamada “leyes” (plural). Esto se debe a que cuando hablamos de la ley en sí, sólo hay una; por lo tanto, se menciona en singular. Sin embargo, al hablar de los efectos de la operación de esta ley, ya que manifiesta sus capacidades y funciones en las varias partes de nuestro ser, se convierte en varias leyes; por lo tanto, se menciona en plural. En Jeremías se la llama la ley singular y en Hebreos se la llama las leyes plurales, pero en ambos casos se refieren a la única y misma ley.
Hemos visto que la ley de vida trabaja en las diferentes partes de nuestro ser. Entre estas partes, el más destacado es el corazón. Esto se debe a que el corazón es el conjunto de las partes interiores del hombre, y es el representante principal del hombre. Por lo tanto, el corazón tiene una relación íntima con la ley de vida, la cual trabaja en las diferentes partes dentro de nosotros y así llega a ser las varias leyes. Por esta razón, profundizaremos lo concerniente al corazón.
Ya hemos mencionado que el corazón conecta el espíritu con el alma; así que, el corazón se encuentra entre el espíritu y el alma. Si la vida ha de entrar en el espíritu, debe pasar a través del corazón; si la vida ha de proceder del espíritu, también debe pasar por el corazón. Por eso, el corazón es la senda que la vida debe usar. Puede decirse que es la entrada y la salida de la vida. Por ejemplo, cuando alguien escucha el evangelio del Señor y percibe el dolor y la tristeza del pecado o la dulzura del amor de Dios, la emoción de su corazón es conmovida, su conciencia es contristada, su mente se arrepiente y su voluntad toma la decisión de creer. Luego su corazón se abre al Señor, él recibe salvación y así la vida de Dios entra en su espíritu. A la inversa, si su corazón no está de acuerdo ni está abierto, por mucho que uno le predique, la vida de Dios no podrá entrar en su espíritu. Es por esto que el gran evangelista británico, el señor Spurgeon, dijo una vez que para conmover el espíritu del hombre, debemos conmover su corazón. Esta afirmación es muy cierta; sólo cuando el corazón se ha conmovido, puede el espíritu recibir la vida de Dios.
De igual manera, si la vida de Dios ha de salir del interior de una persona salva, debe pasar por el corazón y tener la cooperación del corazón. Cuando el corazón está de acuerdo, la vida puede atravesarlo. Cuando el corazón no está de acuerdo, la vida no puede pasar. A veces el corazón está de acuerdo solamente en parte. Tal vez sólo la conciencia consienta, y las otras partes no. Quizás la mente del corazón esté de acuerdo, y la emoción no. Por tanto, la vida todavía no puede pasar. De esta manera, el corazón constituye realmente la entrada y la salida de la vida. Así como el acto de recibir la vida comienza con nuestro corazón, el hecho de vivir la vida también comienza con el corazón.
El corazón es la entrada y la salida de la vida: que la vida entre y salga, depende del corazón. Además, el corazón también es el interruptor de la vida. Si el corazón está cerrado, la vida no puede entrar ni expresarse por medio de la regulación interior. Sin embargo, cuando el corazón está abierto, la vida puede entrar y también expresarse libremente por medio de la regulación interior. La vida de Dios no puede regular ninguna parte cerrada del corazón; pero la vida de Dios puede regular cualquier parte del corazón que esté abierta. Así que el corazón es realmente el interruptor de la vida. Aunque la vida tiene gran poder, su gran poder es controlado por nuestro pequeño corazón. La operación de la vida depende totalmente de la apertura de nuestro corazón. Es semejante al poder eléctrico de una planta electrógena, el cual aunque poderoso, es controlado por el pequeño interruptor de la luz en nuestro cuarto; si no está prendido, la electricidad no puede pasar.
Por supuesto, esto no significa que todo está bien con tal de tener un corazón correcto. El corazón sólo puede inducirnos a amar a Dios e inclinarnos hacia El; no puede hacernos tocar a Dios ni tener comunión con El. El espíritu es lo que nos permite tocar a Dios y tener comunión con El. Esta es la razón por la cual muchos hermanos y hermanas, aunque aman mucho al Señor, no pueden tocar a Dios en oración. Tienen un corazón, pero no usan el espíritu. Entre los que fomentan avivamientos muchos sufren fracasos en su obra por la misma razón. Sólo conmueven la emoción del hombre, incitan la voluntad del hombre y hacen que los hombres amen a Dios y que deseen a Dios; ellos no guían a los hombres a que ejerciten su espíritu para tener comunión con Dios.
Es cierto que para poder entender las cosas espirituales es necesario usar la mente del corazón, pero primero debemos usar el espíritu para tener contacto con estas cosas, porque el espíritu es el órgano con el cual podemos tocar el mundo espiritual. Primeramente debemos tener contacto con todas las cosas espirituales por medio del espíritu, y luego comprenderlas y entenderlas con la mente del corazón. Es semejante a oír un sonido: primero lo percibimos con el oído y luego lo entendemos con la mente. También es semejante a mirar cierto color: primero los ojos deben tener contacto con el color y luego la mente debe discernirlo. Por lo tanto, cuando predicamos el evangelio a los hombres, si nuestro espíritu es débil, sólo usamos palabras que permiten a la gente comprender y entender con la mente; tal vez más tarde los conduzcamos a tocar al Espíritu. Sin embargo, cuando nuestro espíritu es fuerte, mandamos la salvación de Dios directamente al espíritu de los hombres por medio de las palabras del evangelio. Al oír el evangelio, tocan el espíritu y son salvos. Después de eso, gradualmente guiamos su mente para que comprendan y entiendan.
La función principal de tener contacto con Dios y con las cosas espirituales es el ejercicio del espíritu, pero si el corazón del hombre es indiferente, entonces su espíritu está encarcelado y no puede manifestar su capacidad. Aun cuando Dios quiere tener comunión con él, resulta imposible. Por lo tanto, para tener contacto con Dios y las cosas espirituales, necesitamos usar el espíritu e inclinar el corazón hacia El. El espíritu es el órgano con el cual tenemos contacto con la vida de Dios, y el corazón es la llave, el interruptor, el punto estratégico por el cual la vida de Dios puede pasar.
Puesto que el corazón es la entrada y la salida de la vida y también el interruptor de la vida, ejerce gran influencia sobre la vida; cualquier problema que exista en el corazón puede impedir completamente la operación de la vida. En cualquier parte del corazón donde haya un problema, allí se obstaculiza y se estanca la vida, y la ley de vida ya no puede llevar a cabo su regulación.
La vida de Dios en nosotros debe tener la capacidad de trabajar y crecer libremente, dándonos la revelación diaria y la luz frecuente. Esto es normal y también apropiado. Pero en realidad muchas veces no es el caso. La vida espiritual de muchos hermanos y hermanas no crece y su vivir espiritual no es normal. No es cuestión de que la vida de Dios en ellos no les es real; tampoco se debe a que la vida de Dios en ellos tenga algún problema; su corazón es el que tiene problemas. Su corazón no se inclina suficientemente hacia Dios, no ama al Señor adecuadamente, no busca al Señor lo suficiente, y no está suficientemente limpio ni abierto. Esto revela algún problema que el corazón tiene. O bien existe algún problema en la conciencia, la cual siente condenación pero no ha sido tratada, o bien la mente tiene algún problema con respecto a alguna preocupación, pensamiento malo, disputa o duda, etc. O bien existe un problema en la voluntad terca y obstinada, o bien hay un problema con las emociones, en el sentido de que tienen deseos carnales y una inclinación natural. Todos estos asuntos del corazón obstaculizan la operación de la vida dentro de nosotros, imposibilitando la regulación de la ley de vida. Por lo tanto, si deseamos crecer en vida, es necesario que primero resolvamos los problemas del corazón, y luego ejercitemos el espíritu. Si los problemas del corazón no han sido resueltos, es inútil mencionar el espíritu. El problema que muchos hermanos y hermanas tienen no radica en el espíritu, sino en el corazón. Si el corazón no está correcto, entonces la vida en el espíritu está impedida, y la ley de vida no puede obrar con libertad. Si deseamos buscar la vida y andar en la senda de vida, no debemos tener ningún problema en el corazón; entonces la ley de vida podrá obrar con libertad y moverse sin impedimento, alcanzando así cada parte de todo nuestro ser.
Puesto que el corazón está esencialmente relacionado con la vida, a Dios no le queda otra opción que resolver los problemas de nuestro corazón para que Su vida se exprese a través de nosotros por la regulación interior. Con respecto a Dios, nuestro corazón tiene cuatro grandes problemas: dureza, impureza, falta de amor e inquietud. La dureza es un asunto de la voluntad, la impureza tiene que ver no sólo con la mente sino también con la emoción, la falta de amor tiene que ver con las emociones, y la inquietud es un asunto de la conciencia. Cuando Dios disciplina nuestro corazón, se enfoca en estos cuatro aspectos para que nuestro corazón sea dócil, puro, lleno de amor y tranquilo.
En primer lugar, Dios quiere que nuestro corazón sea dócil. Que un corazón sea dócil significa que su voluntad es sumisa a Dios y que se rinde a El, sin mostrar dureza ni rebelión. Cuando Dios se pone a resolver los problemas de nuestro corazón para que sea dócil, El quita de nuestra carne el corazón de piedra y nos da un corazón de carne (Ez. 36:26). Esto significa que El ablanda nuestro corazón endurecido y de piedra, de modo que llegue a ser un corazón dócil y de carne.
Cuando somos recién salvos, nuestro corazón siempre es dócil. Pero después de cierto tiempo, el corazón de algunos vuelve atrás y se endurece otra vez. Puesto que no son sumisos al Señor y no le temen, gradualmente se alejan de Su presencia. Cada vez que nuestro corazón se endurece, tenemos un problema ante Dios. Si deseamos que nuestro vivir espiritual delante de Dios esté bien, nuestro corazón no debe endurecerse; al contrario, debe seguir ablandándose. De hecho, no debemos tener miedo de nada, pero sí debemos ser temerosos de Dios para no ofenderle. No tenga miedo del cielo ni de la tierra; solamente tema ofender a Dios. Nuestro corazón debe ser tratado hasta que haya sido ablandado a tal punto; entonces estará bien. En verdad es triste ver que muchos hermanos y hermanas son dóciles en muchas cosas y al mismo tiempo se vuelven muy duros tan pronto como se mencionan Dios y la voluntad de Dios. Incluso dicen: “Así soy; deja ver qué hará Dios conmigo”. ¡Esto es horrible! También hay hermanos y hermanas que se muestran duros frente a todas las cosas; pero a pesar de todo se ablandan cuando se menciona a Dios y Su voluntad. Estas personas tienen corazones dóciles. Debemos pedirle a Dios que ablande nuestros corazones para que sean así.
¿Cómo hace Dios que nuestro corazón sea dócil? ¿Cómo ablanda nuestro corazón? A veces El emplea Su amor para conmovernos; a veces El usa castigo para herirnos. Muchas veces Dios usa Su amor primero para conmovernos; si el amor no nos puede mover, El emplea Su mano, a través del ambiente, para herirnos hasta que nuestro corazón haya sido ablandado. Cuando nuestro corazón ha sido ablandado, la vida de El puede obrar en nosotros.
En segundo lugar, Dios quiere que nuestro corazón sea puro. Un corazón puro pone la mente específicamente en Dios. También su emoción es extremadamente pura y sencilla para con Dios (véase 2 Co. 11:3). Sólo ama a Dios y desea a Dios; aparte de Dios, no tiene otro amor, inclinación ni deseo. Mateo 5:8 dice: “los de corazón puro ... verán a Dios”. Por lo tanto, si el corazón no es puro, no podemos ver a Dios. Si nos ocupamos un poco de las cosas que están fuera de Dios, o si nuestra emoción abriga un poco de amor hacia las cosas que están fuera de Dios, nuestro corazón ha dejado de ser puro; la vida en nuestro espíritu también queda frustrada debido a esto. Así que, debemos seguir “con los que de corazón puro invocan al Señor” (2 Ti. 2:22), y ser personas que amen al Señor y lo deseen con un corazón puro; entonces podremos permitir que la vida de Dios obre libremente en nosotros.
En tercer lugar, Dios quiere que nuestro corazón esté lleno de amor. Un corazón lleno de amor es uno en el cual la emoción ama a Dios, desea a Dios, tiene sed de Dios, anhela a Dios y siente cariño por Dios. En la Biblia hay un libro que habla específicamente del amor de los santos para con el Señor, esto es, el Cantar de los Cantares, en el Antiguo Testamento. Allí dice que como pueblo del Señor nosotros debemos amar al Señor de la misma manera que una mujer ama a su amado. Este amor es sumamente profundo e inmutable, y es más poderoso que la muerte (8:6-7). Debido a que este libro habla especialmente de nuestro amor para con el Señor, también presenta nuestro crecimiento en la vida del Señor de una manera especial. Luego, en el Nuevo Testamento, en Juan 21, el Señor preguntó tres veces a Pedro: “¿Me amas?” Esto significa que el Señor deseaba inducir las emociones de Pedro a amar tanto al Señor que pudiera ser una persona que tuviera un corazón lleno de amor por el Señor. El Señor hizo esto porque quería que Pedro concediera a Su vida la oportunidad de obrar y crecer en él. Este acontecimiento está narrado en el Evangelio de Juan, un libro que trata de cómo recibir al Señor como vida y cómo vivir en esta vida. Si nuestro corazón tiene tal clase de amor para con el Señor, la vida del Señor en nuestro interior puede moverse sin dificultad y hacer lo que quiera.
En cuarto lugar, Dios quiere que nuestro corazón esté en paz. Un corazón tranquilo tiene una conciencia libre de ofensas (Hch. 24:16), condenación y reproche; está a salvo y es seguro. Nuestra conciencia representa a Dios y nos gobierna. Si nuestra conciencia nos reprende, Dios es mayor que nuestra conciencia, y El sabe todas las cosas (1 Jn. 3:20); El nos condenaría todavía más. Por eso, debemos hacer una confesión cabal de toda ofensa, condenación y reproche; de esta manera “aseguraremos nuestros corazones delante de El” (1 Jn. 3:19). Cuando nuestro corazón está en paz, Dios puede pasar a través de él, y la ley de la vida de Dios puede seguir obrando en nuestro interior.
Si nuestro corazón es dócil, puro, lleno de amor, y en paz, entonces es recto. Sólo un corazón tan recto constituye un apto complemento para la ley de vida. Puede permitir que la vida de Dios se exprese libremente a través de nosotros por medio de su regulación interior. Muy frecuentemente parece que nuestro corazón lleva una señal que dice: “Calle sin salida”. De esta manera impedimos que Dios lo atraviese. Obstaculizamos y estancamos la vida de Dios hasta el punto de que no puede obrar ni extenderse libremente desde nuestro interior.
Aunque estas palabras no son muy elocuentes ni sabias, deberían hacernos examinar con esmero, tal como en un examen físico, todas las condiciones de nuestro corazón. Debemos preguntarnos: ¿Realmente escoge a Dios la voluntad de nuestro corazón? ¿Es sumisa y rendida ante Dios? ¿O es de cerviz dura y rebelde? También debemos preguntarnos: ¿Es pura delante de Dios la mente de nuestro corazón? ¿O es perversa? Nuestros pensamientos, nuestras preocupaciones, ¿son puramente para Dios mismo? ¿O hay, aparte de Dios, una persona, un asunto o una cosa de que nos preocupamos profundamente y que ocupa nuestro corazón? Luego, debemos preguntarnos: ¿Es sencilla para con Dios la emoción de nuestro corazón? ¿Ama a Dios y desea a Dios completamente? ¿O tiene otro amor, otra inclinación o algún cariño por algo que no sea Dios? También debemos preguntarnos: ¿Cómo está nuestra conciencia delante de Dios? ¿Está nuestra conciencia libre de ofensa? ¿Tiene seguridad? ¿O tiene condenación y reproche? Debemos examinar cuidadosamente todos estos puntos y enfrentarlos con esmero, para que nuestro corazón llegue a ser un corazón dócil, puro, lleno de amor y tranquilo; en otras palabras, un corazón recto. Si tal es el caso, la vida en nuestro espíritu sin duda tendrá manera de salir, y la ley de vida podrá expresarse claramente a través de nosotros por medio de su regulación interior.
Por lo tanto, en cualquier área de nuestro corazón que ha pasado por este proceso, allí la vida de Dios puede obrar y allí la ley de la vida de Dios también puede regular. Cuando todas las partes de nuestro corazón hayan sido examinadas y tratadas, entonces la ley de la vida de Dios podrá extender su regulación desde nuestro espíritu, a través de nuestro corazón, hasta llegar a cada parte de todo nuestro ser. De esta manera, cada parte de todo nuestro ser podrá manifestar la capacidad de esta ley de vida y ser llena del elemento de la vida de Dios, alcanzando así la gloriosa meta de la unidad de Dios con el hombre.
Ya que hemos visto la sede de la ley de vida, sabemos que esta ley de vida obra en las diferentes partes interiores de todo nuestro ser. Sin embargo, en práctica, si la ley de vida ha de obrar libremente en nuestras diferentes partes interiores, tenemos que satisfacer dos requisitos:
El primer requisito es amar a Dios. El Evangelio de Juan habla especialmente de la vida; también habla enfáticamente de creer y amar. Creer es recibir la vida, mientras que amar es hacer fluir la vida. Si queremos recibir la vida, debemos creer. Si queremos expresar la vida, debemos amar. Sólo la fe puede permitir que la vida entre, y sólo el amor puede permitir que la vida fluya. Así que, el amor es una condición necesaria de la operación de la ley de vida.
En otro pasaje vemos que la Biblia nos exhorta a amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con toda nuestra fuerza (Mr. 12:30). Cuando amamos a Dios hasta el punto de permitir que nuestro amor por El llegue hasta nuestras numerosas partes interiores, entonces la vida de Dios puede comenzar a funcionar y regularnos en esas partes. De este modo esas partes gradualmente llegan a ser como Dios.
Por tanto, Dios primeramente siembra Su vida en nosotros; luego, El emplea Su amor para conmover la emoción de nuestro corazón y hacer que nuestro corazón lo ame, que se vuelva a El y se adhiera a El. Así se quita el velo dentro de nosotros (véase 2 Co. 3:16), y podemos ver la luz, recibir revelación y conocer a Dios y la vida de Dios. Además, cuando amamos a Dios con todo nuestro corazón, espontáneamente estamos dispuestos a someternos a Dios y a cooperar con El. De esta manera permitimos que la ley de la vida de Dios obre libremente dentro de nosotros y suministre a cada parte de nuestro ser todas las riquezas de la vida de Dios. La ley de la vida de Dios regula cualquier parte que esté llena de amor para con Dios. Si todo nuestro ser ama a Dios, entonces la ley de la vida de Dios opera por todo nuestro ser. Entonces, todo nuestro ser, tanto interior como exteriormente, llegará a ser como Dios y se llenará de las riquezas de la vida de Dios.
El segundo requisito es obedecer el primer sentir de la vida. En el capítulo siete, El sentir del espíritu y cómo conocer el espíritu, mencionamos que la ley de vida pertenece a lo consciente; nos proporciona cierto sentir. En cuanto somos regenerados y tenemos la vida de Dios, esta ley de vida en nosotros nos da cierta consciencia. Nuestra responsabilidad es obedecer el sentir de la ley de vida, permitiendo así que esta ley de vida obre libremente en nosotros.
No obstante, al principio quizás la consciencia que tenemos de esta ley de vida sea relativamente débil y poco frecuente. Pero si estamos dispuestos a obedecer el primer sentir, aunque sea relativamente débil, el sentir será cada vez más fuerte. Debemos comenzar sometiéndonos al primer sentir débil y seguir sometiéndonos. De esta manera la ley de vida puede obrar en nosotros sin cesar, hasta que llegue a las diferentes partes interiores de todo nuestro ser. Así la vida en nosotros podrá extenderse hacia afuera de manera espontánea y crecer en profundidad y altura.
Tal vez algunos hermanos pregunten: “Después de obedecer el primer sentir, ¿qué debemos hacer?” Nuestra respuesta es ésta: Antes de obedecer el primer sentir, no debemos preocuparnos por lo que tendremos que hacer después. Dios no nos da muchos sentimientos a la vez, sino que nos los da uno por uno, tal como nos da los días. Así como vivimos día tras día, así también obedecemos el sentir, cada vez que se nos da. Cuando Dios nos da un sentir, simplemente lo obedecemos. Cuando hayamos obedecido el primer sentir, Dios luego nos dará el segundo. Cuando Dios llamó a Abraham, sólo le dijo cuál sería el primer paso: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre”. Después de dejar todo esto, lo que debía hacer y dónde debía ir le sería mostrado. Dios le dijo: “Te mostraré” (Gn. 12:1). Cuando el Señor Jesús nació y el rey Herodes procuró destruirlo, Dios sólo le dijo a José cuál sería el primer paso, el cual fue escapar y entrar en Egipto; había de estar allí hasta que Dios le avisara del próximo paso (Mt. 2:13).
Esto nos muestra que Dios nos da un solo sentir a la vez porque quiere que acudamos a El paso por paso y que dependamos de El momento tras momento, sometiéndonos así a El. Por lo tanto, el sentir de la ley de vida tiene el mismo principio que el árbol de la vida: el principio de dependencia. Nos hace depender de Dios, es decir, depender de que El nos dé el sentir de la vida una y otra vez. No se trata de depender de El una sola vez, sino de depender de El continuamente. Es lo opuesto al principio del árbol del conocimiento del bien y del mal, el cual implica un vivir independientemente de Dios. Por tanto, cada uno de nosotros que desee vivir por la ley de vida debe considerar el primer sentir de la vida como algo importante y obedecerlo, y luego seguir obedeciéndolo.
A veces la ley de vida también nos da un sentimiento negativo. En otras palabras, cuando hacemos algo en contra de Dios, algo que no armonice con la vida de Dios, la ley de vida nos hace sentir incómodos e inseguros, y nos da el sabor de la muerte. Esto es el la experiencia de ser “prohibido” y de no ser “permitido” que proviene de Dios en nosotros (Hch. 16:6-7). No importa lo que queramos hacer ni qué estemos haciendo, en cuanto tengamos una sensación de prohibición dentro de nosotros, debemos detenernos. Si podemos movernos o detenernos conforme al sentir de la ley de vida interior, esta ley de vida podrá obrar en nosotros sin obstáculo. La vida dentro de nosotros también podrá crecer y extenderse continuamente. Por lo tanto, obedecer el sentir de la ley de vida, especialmente el primer sentir, también es una condición imprescindible para que obre en nosotros la ley de vida. La razón por la cual el apóstol, en Filipenses 2, nos exhorta a obedecer con temor y temblor es para que Dios obre dentro de nosotros (vs. 12-13). La operación de Dios dentro de nosotros requiere nuestra cooperación mediante la obediencia; por eso, nuestra obediencia llega a ser un requisito para la operación de Dios.
Hemos visto que el amor y la obediencia son los dos requisitos para tener la operación de la ley de vida. También son nuestras dos responsabilidades con respecto a la ley de vida. Si podemos amar y si estamos dispuestos a obedecer, la ley de vida puede obrar espontáneamente en nuestras diferentes partes interiores y manifestar su función natural.
La ley de vida tiene dos funciones distintas. Una es quitar o matar, y la otra es añadir o suministrar. Por un lado, nos quita lo que no debemos tener por dentro, y por otro añade lo que debemos tener en nosotros. Lo que se quita es el elemento de Adán, y lo que se añade es el elemento de Cristo, quien es el Espíritu vivificante. Lo que se quita es viejo, y lo que se añade es nuevo. Lo que se quita está muerto y lo que se añade está vivo. Cuando la ley de vida opera en nosotros, manifiesta allí estas dos funciones: por un lado, quita gradualmente todo lo que pertenece a la vieja creación y, por otro, añade gradualmente todo lo que pertenece a la nueva creación de Dios. De esta manera la vida en nosotros crece gradualmente.
La ley de vida dentro de nosotros puede tener estas dos funciones porque la vida de la cual esta ley se deriva tiene dos elementos especiales: uno es el elemento de la muerte, y el otro es el elemento de la vida. El elemento de la muerte es aquella muerte maravillosa del Señor Jesús en la cruz, aquella muerte que incluye todo y pone fin a todo. El elemento de la vida es la resurrección del Señor Jesús, o la vida del poder de resurrección del Señor; por consiguiente, se llama también el elemento de resurrección.
La función aniquiladora en la ley de vida proviene del elemento de la muerte todo-inclusiva del Señor, la cual está en la vida; por lo tanto, así como la muerte del Señor en la cruz eliminó todas las dificultades que Dios encontró en el hombre, así también Su muerte es aplicada hoy en día en nosotros mediante la operación de la ley de vida. Mata y elimina, una por una, todas las cosas que no estén en armonía con Dios y que estén fuera de Dios, tales como el elemento del pecado, el elemento del mundo, el elemento de la carne, el elemento de la lujuria, el elemento de la vieja creación y el elemento de la constitución natural. La función de añadir, la cual está en la ley de vida, proviene del elemento de la resurrección del Señor, la cual está en la vida; así que, tal como la resurrección del Señor introdujo al hombre en Dios, capacitándolo así para participar de todo lo que Dios es y tiene, así también hoy en día Su resurrección es aplicada dentro de nosotros mediante la operación de la ley de vida. Esto significa que esta operación añade a nosotros y nos suministra el poder de Dios, la santidad de Dios, el amor de Dios, la paciencia de Dios y todos los elementos de Dios o los elementos de la nueva creación, para llenarnos con toda la plenitud de la Deidad.
La ley de vida es como la medicina que tomamos, la cual a veces contiene dos clases de elementos: el elemento que mata los microbios y el elemento que nutre. La función del elemento aniquilador, elimina la enfermedad que no debemos tener; la función del elemento nutritivo nos suministra los elementos de la vida que necesitamos.
También es como la sangre de nuestro cuerpo, la cual contiene dos clases de elementos: los glóbulos blancos y los glóbulos rojos. Los glóbulos blancos tienen una sola función, la de matar microbios; los glóbulos rojos también tienen una sola función, la de suministrar nutrimiento. Cuando la sangre circula y fluye en nosotros, los glóbulos blancos matan y eliminan los microbios que han invadido nuestro cuerpo, mientras que los glóbulos rojos suministran a cada parte de todo nuestro cuerpo la nutrición necesaria. De la misma manera, cuando la ley de la vida de Dios opera en nosotros, o cuando la vida de Dios opera en nosotros, los dos elementos, la vida y la muerte, contenidas en la vida de Dios, tienen las funciones de matar y suministrar, es decir, de matar nuestros microbios espirituales, tales como el mundo y la carne, y suministrarnos la nutrición espiritual, la cual consiste de todas las riquezas de Dios.
Por tanto, debemos ver que ésta es la manera correcta de perseguir el crecimiento en vida. En cuanto somos salvos y tenemos la vida de Dios, la ley de la vida de Dios en nosotros nos proporciona cierto sentir. Si hemos de buscar el crecimiento en vida, tenemos que amar a Dios y obedecer este sentir para resolver los problemas de nuestra conciencia, de nuestras emociones, de nuestros pensamientos y de nuestra voluntad. Cuando nos pongamos a resolver estos problemas, la vida de Dios en nuestro espíritu continuará dándonos cierta consciencia o sensibilidad. Cuando obedecemos estas sensaciones, la ley de vida nos regula por dentro y manifiesta sus dos funciones: la de quitar lo que está fuera de Dios y la de añadir todo lo que Dios es. De esta manera podemos crecer y madurar gradualmente en la vida de Dios. Estas son experiencias muy reales y prácticas. El camino de la vida, de la cual estamos hablando, radica en esto.
Además de las dos funciones mencionadas arriba, la ley de vida también tiene poder. Ya hemos mencionado que la ley del Antiguo Testamento es la ley escrita fuera del hombre, la ley muerta, la ley de letras. Sólo exige algo del hombre; no tiene ningún poder que suministre al hombre lo que necesita para satisfacer lo que la ley exige. Por eso, “no pudo” (Ro. 8:3) y también “nada perfeccionó” (He. 7:19). Pero la ley del Nuevo Testamento es la ley escrita en nuestras partes interiores, la ley viva, la ley de vida. Esta vida es la “vida indestructible” de Dios, la cual tiene “poder” (He. 7:16). Por tanto, la ley que proviene de esta vida también tiene poder y puede capacitarnos para todo.
Aquí debemos ver que el poder de la ley de vida es el poder de la vida de Dios, de la cual proviene la ley. Este poder capacitó al Señor Jesús para levantarse de la muerte y ascender a los cielos, muy por encima de todo. Este poder también procura regularnos por dentro cada día y es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos (Ef. 1:20; 3:20). Dentro de nosotros este poder puede llevar a cabo lo siguiente:
Primero, este poder puede inclinar nuestro corazón hacia Dios. Cuando hablamos de la relación entre la ley de vida y el corazón, mencionamos que el corazón puede impedir la ley de vida. Si nuestro corazón no se inclina hacia Dios, la vida de Dios no puede atravesarlo. Pero, gracias a Dios, Su vida dentro de nosotros no se detiene allí. Sigue trabajando en nosotros hasta el punto de inclinar nuestro corazón hacia Dios, a pesar de que no está inclinado hacia El. Proverbios 21:1 dice: “Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina”. Por eso le podemos pedir a Dios: “Inclina mi corazón a Tus testimonios, y no a la avaricia” (Sal. 119:36). Cuando estamos dispuestos a pedirle de esta manera, el poder de la ley de la vida de Dios puede cambiar naturalmente nuestro corazón e inclinarlo completamente hacia Dios.
En segundo lugar, este poder puede hacernos sumisos para con Dios. Cuando hablamos de los requisitos de la ley de vida, también mencionamos que la operación de la ley de vida en nosotros requiere que nuestra sumisión la complemente. No obstante, cuántas veces no podemos someternos, y tampoco queremos hacerlo. En estas ocasiones, el poder de la ley de vida tiene toda la capacidad para solucionar nuestra condición y hacernos sumisos.
Aunque nosotros, los que somos salvos y tenemos la vida de Dios, a veces volvemos atrás y nuestro corazón se endurece y queda incapacitado con respecto a obedecer a Dios, El tiene misericordia de nosotros en el sentido de que Su vida no deja de regularnos. Por medio de Su poder, El regula nuestra emoción y nuestra voluntad; entonces al regular aquí y acá, nos capacita para obedecerlo de nuevo.
Filipenses 2:13 dice que el asunto de nuestra voluntad ante Dios también se debe a la operación de Dios en nosotros. De esta manera la sumisión de nuestra voluntad también es el resultado de la operación del poder de la ley de la vida de Dios en nosotros. Este poder puede cambiar la inclinación de nuestra voluntad desobediente y someterla a Dios.
Había una hermana que creía que verdaderamente no podía obedecer. No sólo su mente estaba perturbada, sino que también su conciencia padecía de acusaciones. Luego pidió a Dios que la rescatara. Cuando clamó a Dios, Dios le mostró la luz de Filipenses 2:13. Después de eso, supo que Dios podía obrar para hacerla obediente. De esta manera cobró ánimo y halló descanso.
En tercer lugar, este poder también puede incitarnos a cumplir las buenas obras que Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas (Ef. 2:10). Lo bueno procede de Dios, y fluye de la vida de Dios; por lo tanto, hacer buenas obras así es vivir a Dios mismo. Esta bondad, la cual va mucho más allá de lo bueno que existe en el hombre, nunca puede ser manifestada por la vida humana. Pero la vida de Dios dentro de nosotros, al regularnos con Su poder, puede incitarnos a vivir tal bondad extraordinaria.
En cuarto lugar, este poder puede incitarnos a laborar por el Señor con todo nuestro corazón y con toda nuestra fuerza. El apóstol Pablo dijo que la razón por la cual podía trabajar más que otros apóstoles no se debía a él mismo, sino a la gracia de Dios que le fue concedida, la gracia de la vida de Dios que estaba con él (1 Co. 15:10). También dijo que trabajaba, luchando según la operación de Dios, la cual actuaba en él “con poder” (Col. 1:29). La palabra “poder” también puede traducirse “dinamita”. Esto significa que el trabajo de Pablo no dependía del poder de su propia alma, sino del poder dinámico de la vida de Dios que moraba en él. Durante todas las generaciones anteriores, los que el Señor usó laboraban continuamente y sufrían constantemente en la obra del Señor. No trabajaban por sus esfuerzos personales, sino porque amaban al Señor y se inclinaban hacia El, y permitían que la vida de Dios obrara en ellos, que los regulara y que expresara a través de esa regulación cierta actividad, haciendo explotar así una obra. Esta actividad regulada u obra explosiva es la realización del poder dinámico de la vida de Dios. Cuando este poder dinámico de la vida de Dios regula al hombre desde su interior, ningún hombre puede quedar inactivo. El que permite que el poder dinámico de la ley de la vida de Dios obre en él, sin lugar a dudas trabajará con toda su fuerza, sin estimar su propia vida en cualquier labor.
Después de la Guerra Sino-Japonesa, comenzamos a trabajar en varias iglesias locales. El Señor nos bendijo en gran manera y produjimos mucho fruto. Cuando regresamos a Shanghái, el hermano Nee me dijo: “Hermano, nosotros somos ‘alborotadores’. Acabamos de alborotar otras iglesias, y ahora vamos a alborotar a la iglesia en Shanghái”. Aunque éstas fueron palabras divertidas, hablando en serio, todos los que viven en la vida de Dios y permiten que la ley de la vida de Dios obre, ciertamente son “alborotadores”. La razón es la siguiente: la vida de Dios que está en ellos es una vida poderosa y sin fin, una vida positiva y motivadora, una vida con poder dinámico. Cada vez que esta vida opera y regula en su interior, ellos explotarán por dentro; llevarán a cabo la obra que tiene el poder dinámico. Por consiguiente, espontáneamente son alborotadores. A la inversa, si una persona que obra por el Señor no causa ninguna conmoción y hace que la obra del Señor no tenga ni sonido ni olor, no es necesario preguntar por qué; debe ser que la vida en él ha sido restringida, y que la ley de vida no puede obrar a través de él.
Si no me interpreta mal, quisiera testificar que muchas veces no me atrevo a pasar mucho tiempo en oración. Si oro sólo media hora cada día, la rueda de la vida comienza a girar, la ley de vida empieza a regular y el poder motivador comienza a instarme por dentro, hasta que ya no puedo aguantar vivir sin trabajar. E incluso si debo morir allí, tengo que trabajar. Si no trabajo, sufro; pero si trabajo, quedo satisfecho. ¡Oh, en esto radica el poder motivador de la obra!
En quinto lugar, este poder puede hacer que nuestro servicio sea viviente y fresco. El servicio del Antiguo Testamento se lleva a cabo conforme a la letra. Por ser viejo, está muerto y da muerte al hombre. El servicio del Nuevo Testamento se lleva a cabo conforme al Espíritu; es fresco, y por eso es viviente y aviva al hombre. El servicio del Antiguo Testamento es una actividad que se basa en reglas muertas y exteriores; por eso, no puede dar al hombre el suministro de vida. El servicio neotestamentario es el producto de la regulación de la ley de vida en el espíritu. Proviene de la vida; por lo tanto, puede dar vida al hombre y proporcionarle una provisión viviente. Consideremos, por ejemplo, las actividades que tenemos en las reuniones. Si la ley de vida dentro de nosotros se está moviendo, aun el simple hecho de compartir algunas palabras, dar un testimonio o un anuncio, puede ser viviente y suministrar vida al hombre.
Llegamos a ser ministros competentes del Nuevo Testamento con un servicio viviente, no por nuestra propia capacidad, elocuencia ni educación, sino por el Espíritu de Dios (2 Co. 3:5-6) y conforme al “don de la gracia de Dios” (Ef. 3:7). Este don no se refiere a los dones sobrenaturales, tales como hablar en lenguas, tener visiones, sanar, echar fuera demonios, etc., sino al don de gracia, el cual nos es dado conforme a la operación del poder de Dios, y el cual obtenemos debido a la operación continua del poder que está en la vida que Dios nos da gratuitamente. Por lo tanto, el apóstol Pablo dice que este don de gracia puede capacitarlo para predicar las inescrutables riquezas de Cristo y alumbrar a todos para que vean cuál es el misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas (Ef. 3:8-9). ¡Oh, qué don tan grande es éste! No obstante, un don tan grande le fue dado conforme a la operación del poder de la ley de la vida de Dios. Por lo tanto, el don de gracia que recibimos por la operación del poder de la ley de la vida de Dios es poderoso en todo aspecto para hacernos servir a Dios de una manera viviente y fresca.
Cuando permitimos que la ley de la vida de Dios obre en nosotros sin estorbo, moviéndose en esferas siempre expansivas, entonces la vida de Dios en nosotros puede extenderse a tal punto que “Cristo sea formado” en nosotros (Gá. 4:19). Cuando Cristo es así formado poco a poco en nosotros, gradualmente somos transformados en la imagen del Señor (2 Co. 3:18) y tenemos la imagen del Hijo de Dios (Ro. 8:29) hasta que por fin llegamos a ser completamente “semejantes a El” (1 Jn. 3:2). Este es el glorioso resultado de la operación de la ley de vida dentro de nosotros.
¿Qué significa el hecho de que Cristo sea formado en nosotros? Vamos a usar un ejemplo sencillo. En un huevo se encuentra la vida de la gallina. No obstante, durante los primeros días, cuando el pollito está formándose, si usamos una luz eléctrica para ver a través del huevo, no podemos discernir cuál parte es la cabeza y cuál es el pie. Cuando se acerca el fin del período de incubación y el pequeño pollito adentro está a punto de quebrar la cáscara y salir, si volvemos a usar una luz eléctrica para penetrar la cáscara, veremos allí que la forma del pollito ha sido completada. Esto significa que el pollito ha sido formado en el huevo. De la misma manera, Cristo formado en nosotros significa que la forma de Cristo es completada en nosotros. Cuando recibimos la vida de Cristo por medio de la regeneración, Cristo sólo nació en nosotros, lo cual significa que El era completo orgánicamente, pero no completo en forma. Más tarde, mientras la ley de esta vida sigue obrando en nuestras partes interiores, el elemento de esta vida gradualmente crece en nuestras partes interiores; de esta manera Cristo crece en nosotros hasta que Su vida se haya formado completamente en nosotros.
Mientras Cristo se forma gradualmente en nosotros, nosotros también somos transformados. Somos transformados al mismo grado que Cristo se ha formado en nosotros. Cristo formada en nosotros y nuestra transformación se desarrollan simultáneamente interior y exteriormente. Así como Cristo formado en nosotros es el aumento del elemento de Cristo en nuestras diferentes partes, del interior al exterior, así también nuestra transformación se lleva a cabo en estas varias partes, desde el interior hasta el exterior, hasta que gradualmente lleguemos a ser semejantes a Cristo. De esta manera, la transformación procede del espíritu y se extiende al entendimiento (el alma), y luego a la conducta (o el cuerpo). Cuando nuestro espíritu es vivificado por la regeneración, es transformado por medio de la renovación. (Véanse las páginas 40-42, con respecto al espíritu nuevo). Más tarde, mediante la operación de la ley de vida, el entendimiento del alma también es transformado por medio de la renovación. Luego, por medio del resplandor de la luz de la vida de Dios, reconocemos lo que es nuestro yo, lo resistimos y por el Espíritu Santo lo crucificamos y permitimos que sólo la vida de Dios se exprese en nuestro vivir. De esta manera, en nuestras experiencias espirituales, cada vez más nos despojamos del viejo hombre y nos vestimos del nuevo hombre en nuestra conducta; así que, nuestra conducta exterior también es renovada y transformada gradualmente. Por lo tanto, que Cristo sea formado en nosotros significa que nuestra naturaleza es transformada en la imagen del Señor. Ser transformados a partir del espíritu y a través del entendimiento hacia la conducta, significa que nuestra semejanza se transforma en la semejanza del Señor. Tal transformación siempre da por resultado que seamos semejantes al Señor Jesús, o en otras palabras, semejantes a la gloriosa naturaleza humana del Señor. Este es el significado de ser conformados a la imagen de Su Hijo, como se menciona en Romanos 8:29. Es como ser formado según el molde del Hijo de Dios. Así que, la transformación es el proceso, y ser semejante al Señor, o tener la misma imagen y naturaleza que el Señor, es el resultado final de la transformación. Esta es la obra que el Señor realiza en nosotros “de gloria en gloria”. ¡Cuánto debemos alabar al Señor!
Además, debemos comprender que la meta de la transformación no consiste solamente en que seamos semejantes al Señor o que tengamos la misma imagen y naturaleza que El, sino que también seamos completamente “semejantes a El”. Esta es la “redención de nuestro cuerpo” mencionada en Romanos 8:23. Cuando el Señor regrese y aparezca a nosotros “transfigurará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea conformado al cuerpo de la gloria Suya, según la operación de Su poder, con la cual sujeta también a Sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:21). De esta manera, El nos hace semejantes a El no sólo en la naturaleza de nuestro espíritu y en la forma de nuestra alma y de nuestra conducta, sino incluso completamente semejantes a El en el cuerpo, el cual será glorioso, incorruptible e inmarcesible. Este es el producto final de la operación de la ley de la vida de Dios en nosotros. ¡Oh, qué maravilloso! ¡Qué glorioso! Por lo tanto, todos los que tenemos esta esperanza debemos purificarnos así como El es puro (1 Jn. 3:3). A la luz de la vida de Dios, debemos conocernos a nosotros mismos y conocer todo lo que está fuera de Dios, y debemos despojarnos diariamente de nuestro pecado, el mundo, la carne y todo lo de la vieja creación para ser puros, sin mezcla. Entonces dentro de poco Dios podrá obtener Su propósito glorioso, y en seguida podremos disfrutar la gloria con el Señor.
En Hebreos 8:10, después de que Dios dijo: “Pondré Mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré”, dijo: “Y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a Mí por pueblo”. Esto nos muestra que Dios pone Su ley de vida dentro de nosotros porque quiere ser nuestro Dios en esta ley de vida, y quiere que seamos Su pueblo en esta ley de vida. Esto declara la intención de Dios, o sea, el propósito de Dios, y es un asunto de gran importancia; por eso, debemos examinarlo.
¿Por qué creó Dios al hombre? y, ¿por qué lo robó el diablo? Al principio de la Biblia, estos asuntos no se revelan explícitamente. La intención de Dios con respecto al hombre no se reveló claramente sino hasta que Dios declaró los diez mandamientos en el Monte Sinaí. En los tres primeros mandamientos vemos que El quiere ser Dios para el hombre. No fue sino hasta más tarde, cuando el diablo tentó al Señor en el desierto y quería que el Señor lo adorara, que se reveló la intención que el diablo tenía al robar al hombre, a saber, que desea usurpar la posición de Dios y quiere que el hombre le adore como a Dios. Esto nos muestra claramente que la lucha entre el diablo y Dios radica en la cuestión de quién es Dios para el hombre y quién recibirá la adoración del hombre. Pero sólo Dios es Dios; sólo El es digno de ser el Dios del hombre y de recibir la adoración del hombre. En los tiempos del Antiguo Testamento, El vivió entre el pueblo de Israel como su Dios. En el Nuevo Testamento, por medio de la encarnación, El vivió entre los hombres y declaró que era Dios. Ahora, mediante el Espíritu Santo, El vive en la iglesia y es Dios para el hombre en la iglesia. En el futuro, en el milenio, El será Dios para toda la familia de Israel y además de esto, morará entre los hombres por la eternidad en el cielo nuevo y la tierra nueva y será el Dios eterno de los hombres.
Dios no sólo quiere ser Dios para el hombre, sino que aun más quiere ser el Padre del hombre. No sólo quiere que el hombre lo tome como Dios, sino también que el hombre reciba Su vida. Quiere ser el Padre del hombre, y de esta manera ser Dios para el hombre en Su vida. Solamente cuando el hombre tiene la vida de Dios y llega a ser hijo de Dios, puede el hombre saber realmente que El es Dios y permitir que El sea Dios.
El Señor Jesús, en la mañana de Su resurrección, dijo a María Magdalena: “Subo a Mi Padre y a vuestro Padre, a Mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20:17). Aquí el Señor mencionó primero al Padre y luego a Dios. Esto significa que Dios debe ser nuestro Padre; luego puede ser nuestro Dios. Y el Señor Jesús, en la oración de Su última noche, afirmó también con mucha claridad que podemos conocerlo a El, el único Dios verdadero sólo al tener la vida eterna de Dios (Jn. 17:3). Por lo tanto, debemos experimentar a Dios el Padre en vida; entonces, podremos conocer a Dios como Dios. ¡Cuanto más permitamos que la vida del Padre obre en nosotros, más adoraremos y serviremos a este Dios glorioso! Dios es Padre para nosotros porque quiere ser nuestro Dios en la vida del Padre. Esto también significa que El quiere ser nuestro Dios en la operación de esta vida.
Dios es nuestro Padre porque tenemos Su vida. Ya que Su vida ha entrado en nosotros, también ha introducido en nosotros la ley de vida. Cuando la ley obra, por medio de su regulación interior manifiesta a Dios mismo a través de nosotros. De esta manera Dios quiere ser nuestro Dios en esta ley de vida.
Sin duda, los mahometanos adoran al Dios que está en los cielos, y todavía más los judíos adoran al Dios que está en los cielos. Pero sólo adoran a un Dios objetivo, un Dios que está por encima de todo; no han permitido que Dios sea su Dios interiormente. Hoy en día, incluso entre los cristianos, muchos adoran a un Dios objetivo que está por encima de todo. Sólo adoran a un Dios que está fuera de ellos, basándose en ciertas enseñanzas exteriores o reglas de letras escritas. No han permitido que Dios sea un Dios viviente para ellos en la vida que está en ellos. Pero debemos entender claramente que cuando adoremos a Dios y permitamos que Dios sea nuestro Dios, no debemos seguir las doctrinas o leyes de letras, sino que debemos hacerlo en la vida de Dios, o sea en la ley de la vida de Dios. Esta ley es la función que la vida de Dios manifiesta. Cuando esta ley de la vida de Dios nos regula por dentro, o cuando Dios opera dentro de nosotros, Dios es nuestro Dios en esta ley, es decir, en Su operación.
Hoy en día, cuando servimos a Dios, debemos servirle en la ley de esta vida, en Su operación. Cada vez que permitimos que Su vida opere en nosotros y que la ley de Su vida nos regule interiormente, nuestro servicio es el servicio de vida, o sea el servicio espiritual, el servicio viviente. Cuando permitimos así que Dios sea nuestro Dios en la ley de Su vida, entonces el Dios a quien adoramos no es un Dios en doctrina ni en imaginación, sino un Dios vivo, un Dios práctico, un Dios palpable. En nuestras experiencias de vida, en nuestro vivir diario, y en las actividades de nuestro trabajo, nuestro Dios en verdad es un Dios vivo, un Dios a quien podemos tocar y con quien nos podemos reunir. No es nuestro Dios en creencia, tampoco es nuestro Dios en reglas, sino que es nuestro Dios en una ley viviente de vida, en una función viviente de vida.
Pero a veces, debido a cierto problema en nuestro corazón, no lo amamos ni permitimos que la ley de Su vida nos regule. Entonces, aunque tenemos a Dios, El llega a ser un Dios en doctrina o creencia. Cuando recuperamos nuestro amor anterior por Dios y permitimos nuevamente que nos regule interiormente por medio de la rueda giratoria de Su vida, entonces la función de la rueda de Su vida se manifiesta de nuevo, y la ley de vida vuelve a realizar su obra de moverse y regularnos continua e interiormente. En esa ocasión, El vuelve a ser nuestro Dios en un sentido práctico; ya no es un nombre ni una doctrina, sino un Dios vivo.
Por tanto, debemos ponernos en la mano de Dios, dejando que la ley de la vida de Dios nos regule; entonces podremos tener realmente a Dios como nuestro Dios. Cuando impedimos que esta ley de vida nos regule, Dios no puede ser nuestro Dios, ni tampoco podemos ser Su pueblo. Si queremos que El sea nuestro Dios y que nosotros seamos Su pueblo de modo práctico, debemos permitir que la ley de Su vida nos regule y que El sea nuestro Dios en la ley de Su vida.
Dios debe ser nuestro Dios en la ley de Su vida, y nosotros debemos ser Su pueblo en la ley de Su vida, porque nuestra relación con Dios tiene que ser viviente. Cuando Su vida se mueve y nos regula interiormente, Su ley de vida lo trae a nosotros y nos trae a El. En la operación de Su ley de vida podemos obtenerlo a El y El puede obtenernos a nosotros. Cada vez que Su ley de vida en nosotros deja de regular, también se detiene esta relación viviente en la cual El es nuestro Dios y nosotros somos Su pueblo. Por lo tanto, debemos permitir que la ley de la vida de Dios nos regule; sólo entonces podremos tener a Dios como nuestro Dios y podremos ser Su pueblo de una manera clara y viva.
Por consiguiente, podemos ver claramente que el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento son muy distintos en cuanto a la manera en que Dios es Dios para el hombre. En el Antiguo Testamento, Dios era Dios para el pueblo de Israel sentado en Su trono muy encima de todo y conforme a las regulaciones de la ley. También quería que el pueblo de Israel fuera Su pueblo conforme a estas regulaciones. Por lo tanto, si sólo seguían estas regulaciones, no tenían ningún problema delante de Dios. Pero en el Nuevo Testamento, Dios entra en nosotros para ser nuestra vida, y en la ley de esta vida El es nuestro Dios y nosotros somos Su pueblo. Por lo tanto, es necesario que vivamos por la ley de esta vida.
Al ver los puntos principales de cada aspecto de la ley de vida, entendemos cuán importante es esta ley de vida para la experiencia de la vida espiritual. Por lo tanto, debemos ver claramente y entender a fondo cada punto principal de este tema; entonces podremos tener la verdadera experiencia en vida. Así que, sin temer repetirnos, una vez más resumiremos estos puntos principales a fin de quedar con una impresión profunda de ellos.
Cuando somos regenerados recibimos la vida de Dios. En ese tiempo, aunque tenemos la vida de Dios dentro de nosotros, esta vida sólo es completa orgánicamente; no ha sido completada en crecimiento y madurez. Por eso, debemos permitir que el poder de esta vida obre en nosotros continuamente y sin cesar, a fin de que llegue a Su meta perfecta de crecimiento y madurez. La operación de esta vida proviene de la función y la característica naturales de esta vida; en otras palabras, proviene de la ley de esta vida.
Si esta ley de vida ha de expresar su contenido a través de nosotros por medio de su regulación, debe pasar por nuestro corazón. Por lo tanto, la operación de esta ley de vida dentro de nosotros requiere la cooperación de nuestro corazón. En cuanto nuestro corazón coopera, esta ley de vida tiene la oportunidad de realizar su regulación interior con libertad. Como resultado nos proporciona cierto sentir interior. Cuando tenemos esta consciencia, debemos obedecerla por medio del poder de esta vida. Cada vez que la obedecemos, permitimos que esta ley tenga otra oportunidad de regularnos, lo cual nos da otro sentir y nos permite dar otro paso en obediencia. Cuanto más obedecemos, tanto más le proporcionamos a El la oportunidad de obrar. La operación de esta continua interacción de causa y efecto en nosotros da por resultado la manifestación constante de las funciones de los dos elementos que se encuentran en la vida: la muerte y la resurrección. La función de la muerte quita todo lo que no debe hallarse en nosotros. La función de la resurrección añade todo lo que pertenece a la vida de Dios. Además, la operación de esta ley y las dos funciones de muerte y resurrección también son poderosas para hacernos satisfacer los requisitos ilimitados de Dios y expresar en nuestro vivir todo lo que está en la vida de Dios. De esta manera, permitimos que la vida de Dios crezca gradualmente y madure en nosotros.
Mientras tanto, cuando esta vida obre en nosotros, regulándonos constantemente, nuestra inclinación hacia Dios, nuestra sumisión a Dios y nuestro servicio a Dios llegan a ser naturales y fáciles, vivientes y frescos. En esta ley viviente de vida, Dios llega a ser nuestro Dios vivo y nosotros llegamos a ser Su pueblo viviente. Podemos decir que nuestra relación con Dios se encuentra en esta ley de vida. ¡Esto realmente merece toda nuestra atención!