
Lectura bíblica: Ro. 9:5; 1 Ti. 2:5; 2 Co. 3:17; 1 Co. 1:30; Col. 3:4; Ef. 3:8; Gá. 2:20; 4:19; Fil. 1:20, 21a; 3:8, 10a
Cada uno de los doce versículos que aparecen en la lectura bíblica contiene un extracto. Estos doce versículos pueden dividirse en dos secciones. Los primeros seis versículos nos dicen lo que Cristo es. Romanos 9:5 dice que Cristo es Dios, quien es sobre todas las cosas y bendito por los siglos. En 1 Timoteo 2:5 se afirma que Cristo es un hombre, mientras que en 2 Corintios 3:17 leemos que Cristo es el Espíritu. En 1 Corintios 1:30 se nos dice que Cristo es de parte de Dios nuestra sabiduría: justicia, santificación y redención. Colosenses 3:4 dice que Cristo es nuestra vida, y Efesios 3:8 dice que Cristo es Aquel que es inescrutablemente rico. Los últimos seis versículos nos proveen la manera de experimentar y disfrutar a Cristo. Gálatas 2:20 dice que Cristo vive en nosotros, y 4:19 dice que Cristo está siendo formado en nosotros. Según Filipenses 1:20, Cristo será magnificado, como siempre, en nuestro cuerpo, y según el versículo 21a, para nosotros el vivir es Cristo. Filipenses 3:8 habla de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús nuestro Señor, y el versículo 10a se refiere a conocer a Cristo y el poder de Su resurrección. Todas éstas son experiencias muy dulces.
En todo el linaje humano, la Biblia es considerada un libro muy precioso y se le ha dado un lugar muy especial. Hasta el presente ha sido traducida a numerosos idiomas distintos. En la historia humana, no se han escrito tantos libros acerca de ninguna ciencia, teoría u otro tema como se han escrito acerca de la Biblia, un libro que es verdaderamente completo y exhaustivo. Por dos mil años ha habido innumerables libros que presentan disertaciones e interpretaciones de la Biblia. La Biblia no sólo nos habla de Dios, sino también del origen y creación del universo. Nos habla de astronomía y geografía, como también del principio y destino del hombre. Además, abarca la cultura humana, las condiciones del linaje humano y todo lo relacionado con la vida humana. En ella encontramos temas de ciencia, filosofía, historia y profecía. Esto nos permite ver que la Biblia es verdaderamente un libro muy completo.
La característica más particular de la Biblia es que ella contiene muchas expresiones indescriptiblemente dulces. En la sociedad humana no podemos encontrar otro libro que contenga tantas expresiones preciosas, tales como luz, vida, amor, gracia, justicia y santificación. Desgraciadamente, muchos de los que leen la Biblia la estudian según sus propias inclinaciones. Los que sienten inclinación por la ciencia estudian ciencia en la Biblia. Los que sienten inclinación por la geología tratan de aprender geología en la Biblia. Los discípulos de Confucio, a quienes les interesa el decoro y la justicia, encuentran ética en la Biblia. Cuando estudian la historia humana, a los que les encanta la historia estudian los relatos históricos de la Biblia; de lo contrario, no pueden llegar a ser expertos en su profesión. Los que estudian teología ciertamente deben escudriñar la Biblia exhaustivamente porque contiene muchas doctrinas teológicas. A través de las generaciones muchos maestros de teología han estudiado la Biblia con mucha devoción y han escrito profusamente. Sin embargo, ¿qué intención tenía Dios al darnos la Biblia? ¿Era para que estudiáramos astronomía o geografía? ¿Era para que hiciéramos una investigación de ciencia, filosofía o teología? ¿Tenía Él la intención de enseñarnos historia y ética? Además, ¿por qué Dios nos dio tantas expresiones dulces en la Biblia?
Yo he sido salvo por sesenta años, y durante estos sesenta años no ha habido un día en que no haya leído la Biblia. También he escrito estudios de las verdades bíblicas por más de cincuenta años. Al terminar este año, habré terminado de escribir las notas de todo el Nuevo Testamento. Puedo decir que no sólo tengo una visión general de la Biblia, sino que también he estudiado la Biblia a fondo y de manera exhaustiva. En todos estos años he hablado muchísimo sobre los temas cruciales de la Biblia. He estado considerando constantemente de qué nos habla la Biblia, un libro tan completo, y cuál es su esencia o extracto. Cuando fui a Taiwán por primera vez, estudié la Biblia con los hermanos y hermanas todos los días. En un año estudiamos sesenta temas, los cuales fueron publicados en el libro Crucial Truths in the Holy Scriptures [Las verdades cruciales en las Santas Escrituras]. Sin embargo, después de estudiar todos estos temas, finalmente tengo que reconocer que los extractos de la Biblia no son otra cosa que estos cuatro asuntos: Cristo, el Espíritu, la vida y la iglesia. Al comienzo está Cristo, y al final está la iglesia, y en el proceso tenemos al Espíritu y la vida. Estos cuatro asuntos —Cristo, el Espíritu, la vida y la iglesia— constituyen la ciencia bíblica como también la filosofía, astronomía, geografía, ética, historia y teología bíblica. Todo lo que se menciona en la Biblia tiene como finalidad estos cuatro asuntos. Únicamente Cristo es la realidad; Él es el cuerpo de todas las cosas (Col. 2:17). Sin Cristo, no podríamos tener al Espíritu ni tampoco la vida ni la iglesia. Si tenemos a Cristo, tenemos la realidad y la sustancia. Cristo es el Espíritu, el Espíritu es vida, y la vida produce la iglesia. Sin Cristo, no tenemos al Espíritu; sin el Espíritu, no tenemos la vida; y sin la vida, no hay manera de producir la iglesia. Por tanto, estos cuatro asuntos son el extracto, la crema, la esencia, de la Biblia.
En 1961 guié a los santos en Taipéi, durante un estudio de las riquezas de Cristo, a elaborar una lista de todos los títulos de Cristo hallados en la Biblia. Al final, logramos encontrar casi trescientos títulos. De hecho, los nombres y títulos de Cristo no se limitan sólo a trescientos, pues son inescrutables e inagotables. Por lo tanto, en este mensaje intentaremos resaltar los principales puntos y sacar los extractos, usando los doce versículos incluidos en la lectura bíblica, a fin de abarcar completamente tantos misterios.
En cuanto a la verdad, Romanos 9:5 dice que Cristo es Dios, quien es sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Confucio de China era una persona muy buena y fue venerado como el principal de los sabios; sin embargo, él nunca se atrevió a decir —ni nadie jamás lo ha dicho— que estaba por sobre todas las cosas y que era Dios bendito por los siglos. En vez de ello, dijo: “Todo el que peque contra el cielo no podrá orar más hacia el cielo”. Esto muestra que él reconocía que era un hombre, no Dios. Pero cuando Cristo estuvo en la tierra, Él no sólo expresó a Dios, sino que además les dijo a las personas claramente que Él era Dios. Además, Él demostró que era Dios por medio de señales y prodigios y por medio de palabras de vida.
Las palabras que Cristo habló eran sencillas pero misteriosas. No sólo eran palabras elevadas, sino también palabras llenas del suministro de vida. Él dijo: “Yo soy [...] la vida” (Jn. 11:25; 14:6). Nosotros tenemos vida, pero no somos vida; en cambio, Cristo es vida. Nuestra vida es frágil, pero Su vida lo trasciende todo. En Él está la vida (1:4); solamente Él es vida. Estas palabras que Él habló son en verdad elevadas y de gran trascendencia. Además de esto, Él dijo: “Yo soy la luz” (8:12); “Yo soy el pan de vida; el que a Mí viene, nunca tendrá hambre” (6:35); y “El que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás” (4:14). Aparte de Dios, ¿quién puede hablar tales palabras? Los sabios a través de los siglos no pudieron decir estas palabras. En su mente ni siquiera tenían conceptos tales como “la luz del mundo”, “el pan de vida” ni “el agua de vida”. Si examinamos los escritos de los sabios, no lograremos encontrar estos pensamientos y conceptos. En los seis mil años de la historia humana, fue sólo el Señor Jesús quien repetidas veces se refirió a la vida, la luz, el pan de vida y el agua de vida, porque Él es todas estas cosas. El propio Señor Jesús es el pan de vida, el agua de vida y la luz de la vida. Por lo tanto, con frecuencia cuando abría Su boca, hablaba de estas cosas. Los hombres no tenían estos conceptos en su mentalidad, por lo que no podían hablar de ellos. Hace doscientos años un filósofo francés dijo que si el Jesús de los cuatro Evangelios fuera una invención, entonces quien lo inventó estaba calificado para ser Jesús. Esto es porque las palabras que Jesús habló no tenían comparación con lo dicho antes de esa época ni desde entonces. Esto es especialmente cierto con respecto a la vida. Por lo tanto, Sus discípulos testificaron, diciendo: “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1:4). Cuando mucho, Confucio solamente podía hablar de la “virtud resplandeciente” del hombre, mas de su propia persona no podía decir que en él estaba la vida y que la vida era la luz que alumbra a las personas. Sin embargo, el Señor Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, jamás andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8:12). Ningún filósofo o sabio puede decir tales palabras. El hecho de que el Señor Jesús pudo decir estas palabras tan extraordinarias que no tenían comparación con lo dicho ni antes ni después de esa época, demuestra que Él no era una persona ordinaria.
El Señor Jesús también hizo muchos milagros, o señales, en la tierra para demostrar que era Dios. Sin embargo, Él no hizo estos milagros a la ligera. Mientras estuvo en la tierra, con frecuencia la gente lo desafió para que les hiciera un milagro. Él les respondió: “La generación malvada y adúltera busca señal; y señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás” (Mt. 12:39). Sin embargo, si era necesario hacía un milagro. El relato de Lucas 7 nos dice que había una viuda en la ciudad de Naín, cuyo único hijo había muerto. Durante el funeral, ella lloraba mientras caminaba. Ella no pedía un milagro, sino que sólo lloraba. Quizás sentía que ni el cielo ni la tierra responderían a su llanto. Nunca se imaginó que el Señor del cielo y de la tierra vendría en ese momento. Cuando el Señor pasó por la ciudad y vio aquella situación, se compadeció de ella. De inmediato se acercó y tocó el féretro, diciendo: “Joven, a ti te digo, levántate” (v. 14), y entonces revivió y se incorporó el que había muerto. La Biblia nos muestra muchos milagros así. Él incluso calmó los vientos y el mar (Mt. 8:23-27). Todos estos casos dan suficiente prueba de que Él es la vida y el Amo soberano.
El Señor Jesús es la vida, la luz y el Amo soberano. Por esta razón, Su discípulo Juan escribió al principio de su Evangelio: “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de Él llegaron a existir, y sin Él nada de cuanto existe ha llegado a la existencia” (Jn. 1:1-3). Él es el Creador, el Amo soberano del cielo y de la tierra, y Aquel que es real y viviente. Por lo tanto, ninguno que crea en el Señor se sentirá engañado; más bien, casi todos se lamentan de haber creído en Él muy tarde. Yo me siento contento de haber creído en el Señor antes de llegar a la edad de veinte años, y mi fe se ha fortalecido cada vez más porque Aquel en quien creo es el Señor y Dios.
Hay muchas religiones en el mundo, y también son muchos los que han fundado religiones. Hay muchos filósofos, como también maestros y sabios de la antigüedad. Sin embargo, de entre tantos hombres de renombre, ninguno se ha llamado a sí mismo Señor, el Amo soberano, ni Dios. No sólo eso, sino que casi ninguna religión les exige a las personas a creer en su fundador como su señor. Por ejemplo, creer en el budismo es creer en Buda, no en un señor. No obstante, creer en Jesús es creer en el Señor porque Jesús es el Señor. El universo tiene un Señor, y toda criatura tiene un Señor. Quizás algunos digan que nuestros padres que nos dieron a luz son nuestros “señores”, pero si nuestros padres se enfermaran, ni siquiera podrían ser “señores” de ellos mismos. No piensen que el esposo es el señor de una familia, porque cuando él tiene que afrontar muchas situaciones, no puede actuar como el señor. Sólo hay un Señor en el universo, y Él es Jesucristo. Solamente Él puede ser nuestro Señor porque Él es la vida. Él es Señor de todos, quien es capaz de reinar sobre cualquier entorno. El Señor Jesús es el Señor y la vida, y Él reina sobre todas las cosas. Por lo tanto, Él es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos.
En 1 Timoteo 2:5 se nos dice que Cristo es también un hombre. Es más difícil hablar de Cristo como un hombre que como Dios. El hombre es muy común y ordinario; podríamos decir que no tiene nada de especial ser un hombre. Sin embargo, el apóstol Pablo dijo: “Porque hay un solo Dios, y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre”. Esto significa que el Señor Jesús no sólo es Dios, sino también hombre; por tanto, Él está calificado para ser el Mediador, el intermediario, de Dios y los hombres. Esto no significa que Él se hubiera cansado de ser Dios y, por tanto, se hizo hombre, después de lo cual volvió a ser Dios. Al contrario, en la eternidad Él era Dios y no un hombre, pero hace dos mil años nació de la virgen María por medio del Espíritu Santo y así llegó a ser un hombre. Desde entonces Él es Dios y hombre; Él es el Dios-hombre.
Como hombre, el Señor Jesús no tenía una apariencia excepcional, sino que era un hombre común y corriente. Una vez entró a la ciudad de Jericó, y una multitud vino a Él para verle. Zaqueo también estaba allí, pero puesto que era de baja estatura, subió a un árbol sicómoro para ver a Jesús. Cuando llegó a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y habló con Zaqueo (Lc. 19:1-5). Si el Señor Jesús hubiera sido alto, Zaqueo no habría necesitado subir a un árbol para verle. Además, el versículo 5 indica que probablemente el Señor reconoció a Zaqueo antes que éste le reconociera a Él. Si el aspecto físico del Señor Jesús hubiera sido excepcional, Zaqueo le habría reconocido primero. Los israelitas tenían un concepto equivocado, pues pensaban que el Mesías sería alguien que tendría una apariencia excepcional. El profeta Isaías dijo: “Su semblante fue desfigurado más que el de cualquier hombre, / y Su figura más que la de los hijos de los hombres [...] No tiene aspecto atractivo ni majestad para que le miremos, / ni apariencia hermosa para que le deseemos” (Is. 52:14; 53:2). ¡Éste es el hombre Jesús!
Es sorprendente que en el relato de los cuatro Evangelios raras veces hallemos expresiones como benévolo, justo, moral o bueno, con las cuales se describen a los sabios. En vez de ello, vemos a un hombre que llevó una vida humana, pero esta vida fue tan maravillosa, extraordinaria y perfecta que ni aun las expresiones usadas por los seguidores de Confucio, las que describen las relaciones humanas, la moralidad y la benevolencia, logran describir plenamente su vivir. Aunque llevó una vida humana, Su vivir estaba muy por encima de la benevolencia y la moralidad; es imposible describirlo con palabras. Nosotros siempre creamos el léxico apropiado para expresar lo que tenemos en nuestra cultura, pero en la sociedad humana nadie jamás ha llevado una vida semejante a la que vivió el Señor Jesús, la cual se narra en los Evangelios. Por lo tanto, no tenemos el lenguaje humano para expresar esa clase de vivir.
En Lucas 10 cierto intérprete de la ley, un fariseo, puso a prueba a Jesús. Éste estaba eufórico, considerándose sabio, jactándose de ser un maestro de la ley mosaica que entendía la esencia de la ley de Dios, la cual consistía en amar a Dios y al prójimo. Queriendo justificarse ante el Señor Jesús, le preguntó: “¿Quién es mi prójimo?” (vs. 25-29). Entonces el Señor Jesús le contó una historia, una parábola que era maravillosa pero a la vez fácil de entender (vs. 30-35). Al parecer, Él usó esa historia para decirle a aquel intérprete: “Tú te sientes muy complacido y te justificas a ti mismo, pero no te das cuenta de que eres el hombre que descendió de Jerusalén a un lugar de maldición y fue golpeado en el camino. Los religiosos judíos te hirieron y dejaron medio muerto, y te despojaron y abandonaron, y los sacerdotes levitas, los moralistas, pasaron cerca de ti y te ignoraron. Sólo un buen samaritano, que iba por el camino, fue movido a compasión y te ha cuidado hasta en el último detalle. ¿Recuerdas que dijiste antes que Yo era samaritano y que tenía demonio (Jn. 8:48-49)? No tengo demonio alguno, pero indudablemente soy ‘samaritano’, una persona humilde, a quien tú despreciaste y difamaste. Yo soy tu prójimo, y solamente Yo puedo cuidarte derramando aceite y vino en tus heridas y ungirte y sanarte. Yo soy ese prójimo que te ama”.
Este relato implica algunos asuntos profundos. Nos muestra que nosotros éramos personas caídas, y estábamos heridos, “medio muertos” y “desnudos”. Ni los religiosos ni los moralistas pueden salvarnos. Sin embargo, el Señor es el buen samaritano. Él era Dios, quien se hizo un hombre menospreciado a fin de llevar una vida humana por causa de nosotros y, al igual que nosotros, hacer este viaje de la vida humana. Cuando Él vino, no sólo nos salvó, sino que también nos sanó y nos ungió con aceite y vino. Además, nos llevó en Su propia cabalgadura, no en una carroza lujosa, ni en un caballo imponente, sino en un pequeño asno. Nos llevó al mesón, a la iglesia, sin hacer alarde de todo Su poder, sino más bien con humildad. El Señor no usó un gran hotel, sino un pequeño mesón como tipo de la iglesia, y nos dejó al cuidado de dicho mesón. También prometió que volvería y que pagaría de parte nuestra todos los gastos necesarios. ¡Oh, cuán dulce y humilde es Él! De hecho, el calificativo bueno no es adecuado para describir la dulzura de Su conducta. Su benignidad, que está más allá de lo que el hombre puede evaluar, es más que simplemente sacrificarse por otros. No hay ninguna expresión en la tierra que pueda describir adecuadamente Su belleza. Tal es nuestro Señor, Aquel que es completamente agradable. Él es verdaderamente un hombre, el Hombre distinguido entre los hombres y superior a todos los hombres, excepcional y de una belleza inigualable. Sin embargo, Su excelencia no radica en Su aspecto físico ni en Sus grandes acciones, sino en muchas cosas pequeñas.
En el relato de los cuatro Evangelios el Señor Jesús en dos ocasiones alimentó de forma milagrosa las multitudes que le seguían (Mt. 14:14-21; 15:32-39; Mr. 6:30-44; Lc. 9:10-17; Jn. 6:1-13). En la primera ocasión había una multitud de cinco mil, contando únicamente a los hombres. En aquel tiempo Juan el Bautista fue decapitado. El Señor Jesús se apartó a un lugar desierto, pero una gran multitud le seguía. Él tuvo compasión de ellos y sanó a sus enfermos. También les habló la palabra de Dios todo el día hasta que anocheció. Los discípulos vinieron a Él, diciendo: “El lugar es desierto, y la hora ya avanzada; despide a las multitudes, para que vayan a las aldeas y compren para sí alimentos” (Mt. 14:15). Sin embargo, el Señor tuvo misericordia de las multitudes y les dijo a los discípulos que les prepararan comida. Los discípulos turbados le dijeron: “No tenemos aquí sino cinco panes y dos pescados” (v. 17). El Señor les dijo que le trajeran los cinco panes y dos pescados, y mandó a las multitudes que se recostaran en grupos de cien y de cincuenta. Entonces el Señor “tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió los panes, y dio a los discípulos para que los pusiesen delante de la gente; y repartió los dos pescados entre todos. Y comieron todos, y se saciaron” (Mr. 6:41-42). Los discípulos recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Esto nos muestra que el Señor Jesús se condujo de una manera que no sólo era sabia, hábil, fina y honorable, sino también extraordinaria y excelente, más allá de lo que se pudiera describir con palabras humanas.
Hoy quienes hemos experimentado al Señor en cierta medida, podemos afirmar que cuando lo amamos, vamos en pos de Él y tenemos comunión con Él, espontáneamente vivimos en una condición que excede cualquier descripción humana. Podemos tolerar cosas que otros no pueden, y llevar una clase de vida que otros no pueden llevar, incluso una vida que va más allá de la humildad y la mansedumbre. Podemos llevar tal vida porque vivimos por el Señor. El Señor Jesús fue un gran misterio cuando estuvo en la tierra. Por esta razón, como seguidores de Jesús, nosotros también venimos a ser un misterio incomprensible para los demás. A veces, ellos piensan que seguramente nos vamos a enojar, pero nos comportamos como si nada hubiese sucedido. En otras ocasiones ellos creen que seguramente vamos a saltar de gozo, pero actuamos de manera normal. Cuando creen que debemos llorar, aún podemos alabar, y cuando creen que debemos regocijarnos, nos postramos en adoración. No vivimos regidos por nuestro entorno, sino según como el Señor actúa y nos dirige interiormente. A veces el entorno es muy bueno, y aparentemente deberíamos estar contentos y gozosos. No obstante, interiormente sentimos que carecemos de la gloria del Señor y que no hemos hecho lo suficiente para que quienes nos rodean conozcan al Señor, ni le hemos expresado ni vivido adecuadamente ante ellos; por lo cual lloramos reprochándonos a nosotros mismos. Éste es el misterio de ser un cristiano, lo cual resulta incomprensible para los incrédulos.
El Señor Jesús se presentó ante los hombres como un hombre genuino en verdad. Él no sólo era alguien sin par que lo trascendía todo, sino que también era muy emotivo. Cuando fue a la tumba de Lázaro, lloró delante de la gente. Los judíos dijeron: “Mirad cómo le amaba” (Jn. 11:35-36). Sin embargo, el Señor Jesús lloró no porque Lázaro había muerto, sino porque nadie allí conocía a Dios ni el corazón de Dios, ni nadie estaba verdaderamente unido a Dios para vivir junto con Dios y así expresarle en su vivir. No sólo los judíos no entendieron las obras de Dios, sino hasta los discípulos y la familia de Marta, María y Lázaro, quienes habían estado tanto tiempo con el Señor y le conocían muy bien. Él lloró, sintiéndose afligido en Su espíritu y sin poder decir nada. Hay muchos casos en los Evangelios que nos muestran que el Señor llevó una vida humana; no obstante, dicha vida excedía la humildad, la mansedumbre, la bondad y la santidad. Su vida lo trascendía todo, pero a la vez era verdaderamente humana.
El Señor Jesús no sólo llevó una vida humana, sino que al cabo del tiempo fue crucificado por nuestra redención. Además, Él resucito de los muertos y en la resurrección llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Por lo tanto, 2 Corintios 3:17 dice: “El Señor es el Espíritu”. Si el Señor no fuera el Espíritu hoy, no podría tener una relación orgánica con nosotros. La intención del Señor no es sólo vivir por Sí mismo, sino entrar en nosotros para que lleguemos a ser Sus miembros que conforman Su Cuerpo, una entidad corporativa, con miras a que Él sea expresado. Sin embargo, a fin de entrar en nosotros Él tenía que ser el Espíritu. Tanto en griego como en hebreo la palabra espíritu también puede traducirse aliento. El Espíritu es como el aliento, como el aire. No obstante, esto no significa que el Señor como Espíritu haya dejado de ser una persona. Como Espíritu, Él sigue siendo Dios, y como persona, también es un hombre. Hoy en día, el Dios-hombre Jesucristo es el Espíritu. Esto es ciertamente un misterio.
Ninguna de las religiones de la tierra es como el cristianismo. El verdadero poder del cristianismo estriba completamente en la vida interior; es por ello que el cristianismo ha podido extenderse en todo el mundo. Nosotros somos personas insignificantes, pero podemos testificar que desde que creímos en el Señor Jesús, hemos tenido un poder intrínseco que nos capacita para llevar una vida que lo trasciende todo. Éste es el poder intrínseco del cristianismo y la historia de la vida de los cristianos. Podemos usar como ejemplo la siembra. Si usted siembra una piedra en la tierra, no sucederá nada; pero si siembra una semilla, ésta brotará al poco tiempo. El suelo de la tierra puede ser compacto y duro, pero aun así la semilla brotará y crecerá porque tiene el poder intrínseco de la vida. Una vez que el poder intrínseco de la vida opera, éste puede vencer las limitaciones del duro suelo. Asimismo, en el interior del cristiano está el poder de vida. La fuente de este poder es el Cristo que está en nosotros. Ahora, como Espíritu, Él está en nuestro espíritu. Si oramos en el espíritu tan sólo por diez minutos, el poder de vida en nuestro interior de inmediato empezará a operar. Esto es lo que hace falta en la religión. Esto comprueba que el Jesús en quien creemos, el Señor a quien invocamos, no es solamente el Dios-hombre, sino también el Espíritu que mora en nuestro espíritu.
Este Cristo quien está en nosotros es de parte de Dios sabiduría para nosotros (1 Co. 1:30). La sabiduría aquí no denota habilidad; más bien, denota justicia, santificación y redención. La justicia implica ser apropiados, precisos, sin cometer ningún error; esto principalmente se manifiesta para con los demás. La santificación significa ser apartados absolutamente para Dios, sin ninguna impureza humana; esto principalmente se manifiesta para con Dios. La redención implica que no podemos tener sabiduría, justicia y santificación por nosotros mismos, sino por medio de la vida divina de Cristo; esto principalmente tiene que ver con nosotros mismos. Cristo, el Dios-hombre, está en nosotros como Espíritu y también es nuestra sabiduría. Cuanto más confiamos en Él y oramos a Él, más sabiduría tenemos. Una vez que tengamos esta sabiduría, nuestro andar, nuestra conducta, será apropiada y así tendremos justicia. Más aún, nuestras acciones y actitudes serán santificadas, totalmente apartadas para Dios. Asimismo, Cristo en nosotros es nuestra redención para salvarnos de cualquier carencia. Ésta es la excelente persona que está en nosotros. Él es Dios, hombre y el Espíritu como nuestra sabiduría: justicia, santificación y redención.
Como Espíritu, Cristo no sólo es nuestro poder interior, sino también nuestra vida. Colosenses 3:4 dice que Cristo es nuestra vida. Vivimos y nos movemos en la tierra porque tenemos vida, pero cuando morimos, ya no podemos movernos. Como cristianos no sólo tenemos la vida humana, sino también al Señor Jesucristo en nosotros como nuestra vida incomparable. Él es el Espíritu que es nuestra vida, por la cual vivimos, andamos, lo trascendemos todo y somos excelentes, tal como Él.
Cristo es Dios, hombre y el Espíritu. Él nos es sabiduría de parte de Dios: justicia, santificación y redención. También es nuestra vida. Por tanto, Él es Aquel que es todo-inclusivo y que posee riquezas inescrutables. Él es nuestra bondad acompañada de justicia, nuestra moralidad y nuestras virtudes. Lo que Él es, lo cual es muy superior a la bondad, justicia y moralidad que enseñaron los sabios chinos, no puede expresarse con palabras humanas. ¡Cuán rico es Él! Todo lo que necesitamos, Él es, y en abundancia. Si necesitamos poder, Él es nuestro poder; si necesitamos paciencia, Él es nuestra paciencia; si necesitamos virtudes, Él es nuestras virtudes; si necesitamos amor, Él es nuestro amor; si necesitamos consolación, Él es nuestra consolación; si necesitamos ser guiados por la luz en medio de las tinieblas, Él es nuestra luz y guía. Él lo es todo, y es rico y todo-inclusivo en nosotros. El apóstol Pablo vio esto; por ello dijo que había recibido la gracia de anunciar a los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo (Ef. 3:8).
Cristo no es simplemente nuestro Salvador, sino que también es Dios, hombre, el Espíritu, nuestra sabiduría —justicia, santificación y redención—, nuestra vida interior y Aquel que es todo-inclusivo e inescrutablemente rico. Esta persona está en nosotros para ser nuestra vida y nuestro todo, a fin de que lo experimentemos y disfrutemos.
Pablo dijo que Cristo es el tesoro que contenemos nosotros los vasos de barro, vasos sin valor y frágiles (2 Co. 4:7). Somos vasos de barro, pero aun así dentro de nosotros los vasos de barro tenemos a Cristo, nuestro tesoro. Por lo tanto, para experimentar y disfrutar a Cristo, primeramente no debemos vivir por nosotros mismos, sino permitir que Él viva en nosotros (Gá. 2:20).
En Gálatas 4:19 Pablo dice: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”. Esto significa que necesitamos pasar por un proceso de dolores para que Cristo sea formado en nosotros. Cuando recién fuimos salvos, la vida en nosotros era como la de un bebé en la etapa inicial del embarazo. Cristo es nuestra vida, pero al comienzo no nos percatamos mucho de la vida que está en nuestro interior ni sabemos vivir por Él. Se requieren nueve meses de embarazo para que un bebé sea completamente formado en el vientre de la madre. Asimismo, necesitamos practicar continuamente el vivir por Él y así pasar por un proceso de dolores de parto para que Cristo sea formado en nosotros.
¿Qué clase de vida debemos vivir hoy como cristianos? ¿Debemos llevar simplemente una vida de relaciones humanas normales o una vida de moralidad? Necesitamos llevar una vida en la que Cristo sea formado en nosotros. Esto no es algo fácil, porque somos demasiado naturales y estamos muy acostumbrados a vivir por nuestra vida natural. Inconscientemente seguimos llevando una vida apropiada, una vida justa, mas no una vida en la que Cristo es formado en nosotros. Si no vivimos por Cristo, Cristo aún no será formado en nosotros aunque no cometamos ninguna falta. Tener a Cristo formado en nosotros y llevar una vida sin tacha son dos cosas muy diferentes. El cobre y el oro se parecen mucho, pero son en contenido completamente diferentes, y su grado de preciosidad es también muy diferente. Es posible que nosotros vivamos por nuestra vida natural e incluso lleguemos a ser hombres perfectos, pero aun así seguimos siendo seres humanos; simplemente somos cobre y no oro. Solamente una vida que permite que Cristo sea formado en nosotros es una vida de oro. Todos debemos esforzarnos y luchar para que Cristo sea formado en nosotros.
En Filipenses 1:20 Pablo dijo: “Conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte”. Lo que Pablo anhelaba aquí no era que la moralidad, la bondad, las relaciones humanas normales o la paciencia fueran magnificadas, sino que Cristo fuera magnificado. Nuestro problema hoy radica en que después que somos salvos, siempre nos esforzamos por ser un cristiano apropiado que lleva una vida pura y sin tacha. Anteriormente tal vez teníamos un temperamento irritable, ahora esperamos poder ser dóciles; anteriormente quizás teníamos una mala actitud, ahora esperamos comportarnos apropiadamente. Sin embargo, aun si llegamos a ser perfectos, esto aún no es Cristo. La pregunta es: ¿Qué es lo que expresamos? Es errado si expresamos nuestra irritabilidad o nuestra paciencia, puesto que ninguno de éstos es Cristo. Al único que debemos expresar es a Cristo.
Al igual que Pablo, debemos tener la esperanza de magnificar a Cristo, como siempre, sea por vida o por muerte. Esto significa que, en lugar de permitir que otros vean nuestra paciencia, humildad, santificación, bondad y perfección, debemos permitir que vean al Cristo que vive y se expresa en nosotros. Nosotros lo expresamos en nuestro vivir a tal grado que para nosotros “el vivir es Cristo” (Fil. 1:21a).
A fin de vivir y magnificar a Cristo, Pablo dijo que había perdido todo y lo tenía por basura para ganar a Cristo (Fil. 3:8). Al decir “todo”, Pablo no se refería a las cosas mundanas o materiales, sino a lo que estaba implícito en los versículos del 5 al 6, esto es, cosas relacionadas con pensamientos elevados y de lógica profunda, tales como la religión, la filosofía, la cultura, la moralidad y sobre todo la ley que Dios dio por medio de Moisés. Pablo era celoso por la ley a tal grado que dijo que era irreprensible en cuanto a la justicia que es en la ley. Sin embargo, después que fue salvo, las cosas en las cuales confiaba en su carne, incluyendo la justicia de la ley, las estimó como pérdida porque llegaron a ser reemplazos de Cristo y lo apartaban a él de Cristo y hacían imposible que pudiera experimentar a Cristo, vivirle y magnificarle. Por esta razón, desechó completamente estas cosas y las estimó por basura por la excelencia del conocimiento del Señor Jesucristo. Su mayor aspiración era experimentar a Cristo, ganarle y ser hallado en Él (v. 9).
Una cosa es conocer la excelencia de Cristo y otra experimentarle. Pablo primero recibió la revelación, la cual lo condujo a conocer la excelencia de Cristo. Luego, debido a este conocimiento, él estuvo dispuesto a pagar el precio al estimar como pérdida, como basura, todas las cosas a fin de ganar a Cristo. Él deseaba a Cristo a tal grado que anhelaba “conocerle” y “el poder de Su resurrección” (v. 10). Este conocimiento no responde a una doctrina objetiva, sino a una experiencia subjetiva. Conocemos la excelencia de Cristo Jesús por revelación, pero conocemos a Cristo mismo por experiencia, es decir, por tener un conocimiento de Él conforme a la experiencia, experimentarle conforme al pleno conocimiento que tenemos de Él. Finalmente, Pablo experimentó y disfrutó a Cristo, es decir, obtuvo un conocimiento de Él en la experiencia y lo experimentó en el poder de Su resurrección. A fin de experimentar a Cristo es necesario que estemos en el poder de Su resurrección, no en nuestra vida natural. Es mediante el poder de Su resurrección que podemos conocerle, experimentarle y disfrutarle.
En conclusión, en los doce asuntos anteriores podemos ver claramente que en realidad ser cristiano no es creer en una religión, sino en Cristo. Lo que el cristianismo debe ofrecer a las personas no es religión sino Cristo. Este Cristo es excelente, viviente y agradable. Él es Dios, es hombre y es el Espíritu que entra en nosotros. Subjetivamente, Él está en nosotros para ser nuestra sabiduría: justicia, santificación y redención; Él está en nosotros para ser nuestra vida; y está en nosotros como Aquel que es todo-inclusivo e ilimitadamente rico con un abundante suministro, a fin de ser el todo para nosotros.
Nuestra respuesta a tal persona debe ser que ya no seamos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo —quien es Dios, hombre y el Espíritu— el que vive en nosotros. Él está esperando ser formado en nosotros, y desea que nosotros le vivamos y expresemos, aun al grado en que para nosotros el vivir sea Cristo. Debemos considerar el conocimiento de Cristo como algo excelente y aspirar a conocer a tal Cristo y el poder de Su resurrección. Así, el poder de la resurrección de Cristo operará en nosotros de tal modo que en nuestro vivir le experimentaremos y disfrutaremos abundantemente.
Queridos hermanos y hermanas, éste es el evangelio completo. Cuando creímos en el Señor Jesús, le recibimos en nuestro ser no sólo como nuestro Salvador, sino también como una persona real y viviente que es nuestra vida y nuestro todo. Espero que nuestros ojos sean abiertos para que podamos ver esto, lo deseemos y, como resultado, oremos y practiquemos más esto. También espero que más personas reciban esta gracia y disfruten de esta bendición.