
Lectura bíblica: Mt. 28:19; Jn. 21:15; 1 Ts. 2:7; Ef. 4:12; 1 Co. 14:3-5, 31; Gá. 6:1; Ef. 3:8; Col. 1:28; Jn. 4:15
En este capítulo queremos dar continuación a nuestra comunión con respecto al propósito por el cual los ancianos tienen contacto con la gente. Los ancianos tienen que relacionarse con las personas. Si ellos no hacen esto, no habrá un ancianato apropiado. Muchas veces podríamos pensar que el ancianato consiste simplemente en administrar la iglesia, es decir, encargarse de todo lo relacionado con la administración de la iglesia. Nos parece que siempre y cuando nos hayamos encargado apropiadamente de los asuntos administrativos de la iglesia, habrá un ancianato apropiado. Pero éste no es el caso. La iglesia no es una organización empresarial, sino que es el Cuerpo de Cristo en términos de la vida divina. Es posible que una iglesia esté bien organizada, pero que, pese a ello, no tenga suficiente vida. Un complejo de edificios podría estar muy bien dispuesto, en orden, limpio y ser muy hermoso, pero aun así, carece de vida. En cambio, un huerto podría parecernos muy desordenado, pero está lleno de vida, lleno de frutos. Cuando el Señor viene a examinar la iglesia, Él viene a ver cuánta vida tiene ella. Él viene a ver cuántas personas están siendo cuidadas por los ancianos, cómo están, y cómo les va en cuanto a su crecimiento, la vida en ellos y su diario vivir. Por tanto, nuestros conceptos tienen que cambiar con respecto al ancianato.
Los ancianos tienen que tomar la responsabilidad de relacionarse con la gente. Realmente no tiene mucho sentido que los ancianos se dediquen a los asuntos administrativos de la iglesia. En lugar de ello, los ancianos deben disponer las cosas de tal modo que, de manera clara y minuciosa, los asuntos administrativos —tal como la contabilidad financiera— sean delegados a los servidores, los diáconos y diaconisas. Los ancianos no debieran contar el dinero de las ofrendas; más bien, ellos debieran poder enumerar aquellas personas que están bajo su cuidado. Ellos debieran saber cuántos están a su cuidado y en qué condición se encuentra cada uno de ellos. Por supuesto, la manera en que se gaste el dinero en la iglesia debiera estar bajo la dirección y administración de los ancianos, pero los asuntos administrativos debieran ser atendidos directamente por los diáconos, mientras que los ancianos se dedican a salir a visitar a las personas.
Los ancianos debieran tener contacto con dos o tres personas al día. Esto podría ser difícil para nosotros dependiendo de cuál sea nuestro hábito. Tal vez no sea nuestra práctica tener contacto con la gente y no nos hayamos ejercitado en hacer esto, por lo cual no hemos formado tal hábito. Además, es posible que por nacimiento no seamos personas que gustan de relacionarse con otros. Sin embargo, en el ministerio somos obligados, forzados, a olvidarnos de nosotros mismos y a relacionarnos con los demás. Los ancianos tienen que ser corregidos a este respecto a fin de que aprendan a relacionarse con las personas de manera exitosa. Ellos deberán responder ante el Señor con respecto a cuántas personas han sido traídas al Señor por medio de ellos desde que ellos se convirtieron en ancianos y también deberán considerar si ellos ahora son más eficaces que hace cinco años en lo referido a tener contacto con las personas. Un anciano debiera estar preocupado con respecto a si se relaciona con otros de la manera adecuada o no. Para un anciano, es un verdadero fracaso no tener contacto con otras personas por varios días. Todos en la iglesia necesitan recibir el cuidado de los ancianos, y los ancianos podrán brindar tal cuidado únicamente al relacionarse personalmente con ellos.
Al relacionarse con la gente, los ancianos tienen que evitar todo complejo de superioridad, todo argumento, toda ofensa y toda forma de humillación. El complejo de superioridad es algo muy común en la sociedad de hoy. Todos tienen su propio prestigio personal y desean mostrar que destacan en ciertas cosas. A las personas les encanta mostrar su superioridad en diversas áreas, pero los ancianos no debieran tener un complejo de superioridad. Tal vez un anciano tenga cincuenta y cinco años de edad, y la persona con la cual procura relacionarse quizás tenga solamente quince años, pero al anciano no debiera preocuparle su propio estatus. Así pues, este anciano deberá ser muy cuidadoso con respecto a su manera de expresarse cuando habla con esta persona. Los ancianos no debieran tener el sentir de que son mejores o superiores a aquella persona con la cual les ha tocado conversar.
Los ancianos debieran evitar todo argumento al tener contacto con otros. Argumentar no ayuda a nadie. En cambio, la mejor manera de relacionarse con los demás es procurar siempre encontrar la ocasión de ministrarles a Cristo, de darles una “inyección” de Cristo.
Los ancianos deben evitar toda ofensa al relacionarse con otros. No debiera preocuparles si alguien acude a ellos con una buena intención o con la intención de causarles problemas. De nuestra parte, tenemos que comportarnos con ellos de la manera apropiada. Si no somos personas apropiadas al relacionarnos con ellos, les ofenderemos y haremos que sus corazones se cierren a nosotros. Una vez que hemos ofendido a alguien, nos será imposible ministrarles algo. También es posible que la persona ofendida recuerde tal ofensa por largo tiempo. Los ancianos también deberán evitar toda forma de humillación al relacionarse con otros.
Al relacionarse con la gente, los ancianos deben tener siempre en cuenta que la iglesia no es una estación de policía ni un tribunal, y que ellos no son policías ni jueces. Un policía arresta a las personas y un juez las juzga. Nosotros no debiéramos “arrestar” ni juzgar a nadie. Únicamente debiéramos ministrar vida, el evangelio, la salvación y a Cristo mismo. Independientemente de lo que una persona haya hecho, si ella viene a nosotros, debemos aprovechar toda oportunidad para ministrarles algo de la vida divina. No debiéramos “atrapar” a las personas a fin de “arrestarlas” para luego someterlas al juicio de otros.
Por ser aquellos que llevan la delantera, los ancianos tienen la responsabilidad de considerar la situación en que se encuentran las personas, pero jamás debieran olvidar que su ministerio consiste en ministrar vida a la gente. Una vez que conocemos el pasado de una persona, no debiéramos ir a otros para contarles tales cosas. Debemos ir a hablar con esa persona no sobre lo que ella hizo, sino que debemos aprovechar tal oportunidad para ministrarle vida y luz a su ser. Entonces, tal persona podrá ser iluminada por el Señor, y cuando retorne a su casa es probable que se arrepienta de lo que hizo. Es de este modo que los ancianos deben cuidar de las personas en la iglesia.
Si sabemos que alguien ha hecho algo impropio, no debiéramos tocar tal asunto. Nuestra carga debiera centrarse en conmover a la persona misma, no en conversar sobre su pecado o sobre su fracaso. Conocer los fracasos que ha tenido una persona es siempre una tentación muy fuerte al relacionarnos con ella y es un factor poderoso que puede arruinar nuestra relación con dicha persona. Si no conocemos los pecados y fracasos de alguien, podremos ayudar a tal persona cuando nos relacionamos con ella. Sin embargo, una vez que conocemos los fracasos de alguien, este conocimiento cambia la relación que tenemos con dicha persona. Es difícil enterarse de los fracasos pasados que ha experimentado un hermano sin que ello cambie nuestra actitud hacia él. Tenemos que relacionarnos con tal hermano como si no supiéramos nada sobre él y de tal manera que lo que abunde sea la vida misma y el propio Cristo. Si solamente nos reunimos de tal manera con esta persona durante una hora, ella recibirá algo que la iluminará. Entonces, ella se arrepentiría delante del Señor cuando retorne a casa. Es de este modo que debemos relacionarnos con las personas. Nosotros somos la luz del mundo (Mt. 5:14), y somos hijos de luz (Ef. 5:8). Siempre que nos relacionamos con otros, debemos ser una luz que resplandece para ellos. Las personas que acudan a nosotros deberán recibir nuestra luz que los ilumina, y no sufrir los efectos de nuestra condenación o reprensión.
Cuando un anciano viene por primera vez a una iglesia, es posible que piense que esta iglesia es muy buena y que hay muchas cosas que él podría realizar allí, así como mucha gente a la que él podría ayudar. Gradualmente, sin embargo, él tal vez llegue a conocer el pasado de todos los que participan en la vida de iglesia. Entonces, quizás a él le parezca que se ha quedado sin empleo, pues no hay nadie que merezca su ayuda. A esto se debe que a veces no es bueno para ciertos ancianos permanecer por demasiado tiempo en cierta iglesia. Algunos ancianos, a la postre, se convierten en una mera “fuente de información” que conoce de muchas cosas con respecto a todos los que se reúnen en la iglesia. Sería muy bueno que un anciano pueda vivir en una misma ciudad por unos quince años y que, aparentemente, él no sepa nada con respecto a nadie sino que, más bien, lo único que sepa sea cómo ministrar a Cristo a tales personas.
Saber mucho con respecto a ciertas personas podría ser ilustrado por la vida matrimonial. En los años iniciales de nuestro matrimonio, no sabíamos mucho sobre nuestro cónyuge. Por tanto, le amábamos ciegamente. Todo aquel que ama es ciego. El amor ciega a las personas. Sin embargo, cuando nuestros ojos “recuperan la vista”, nuestro amor disminuye, y cuando conocemos todo sobre nuestro cónyuge, nuestro amor es arruinado. Sería maravilloso que los ancianos pudiesen amar a todos los que participan en la vida de iglesia tanto como los amaban en su primer año de ser ancianos. Cuando escucho a algún anciano quejarse de los hermanos o hermanas, esto es indicio de que a tal persona le ha llegado su fin como anciano. Esta persona ha perdido toda base para ayudar a otros en la iglesia. Únicamente los ancianos “ciegos” son de verdadera ayuda en la iglesia.
Cuando vinimos al principio a la vida de iglesia, no sabíamos nada sobre los hermanos y hermanas. Como resultado de ello, nos relacionábamos placenteramente con todos. Poco a poco, sin embargo, llegamos a conocer a algunos de ellos, y a la postre ya no podíamos relacionarnos placenteramente con ellos. El ejercicio de nuestra función como ancianos habrá sido menoscabado a causa de nuestro conocimiento de los santos. Al inicio de nuestra vida de iglesia tuvimos una “luna de miel”, pero después de unos cuantos años, ciertos santos tal vez se hayan convertido en nuestros adversarios. Esto se debe a que nos conocemos unos a otros demasiado bien. Éste es el aspecto más difícil concerniente al cargo de anciano. A este respecto, son muchas las lecciones que tenemos que aprender.
Los ancianos, al relacionarse con las personas, deben ministrarles a Cristo a fin de atender a sus necesidades (Ef. 3:8; Col. 1:28). Ellos deben ministrar a Cristo a todos los santos: tanto a los fuertes como a los más débiles, tanto a los que son victoriosos como a los que continuamente sufren derrotas, tanto a los que recibieron una buena formación como a los que tienen un pasado negativo. Debemos tratarlos a todos por igual. Por lo general nos es fácil ministrar vida a un hermano que tenemos en alta estima, pero quizás manifestemos frialdad e indiferencia hacia otra clase de hermano. Al conducirnos de esta manera perdemos la oportunidad de ministrar a Cristo a dicha clase de hermano. Al ministrar a Cristo a los demás, es posible que aún conservemos nuestras propias preferencias y predilecciones. Si bien estaríamos dispuestos a tener contacto con un hermano como Timoteo, no dedicaríamos tiempo para ayudar a un hermano como Demas, quien amó al mundo y abandonó a Pablo (2 Ti. 4:10). Quizás le demos una buena acogida a Timoteo, pero menospreciemos y rechacemos a Demas a causa de su fracaso.
Muchos de nosotros gustan de ayudar a los buenos, pero parece que nuestro sentir es que los indeseables están destinados a perderse. Tal parece que a nadie le importa tal clase de persona. Sin embargo, en las iglesias, los considerados indeseables probablemente sean muchos más que los que son considerados buenos. En 1 Corintios 1:26-27 dice: “Pues considerad, hermanos, vuestro llamamiento, que no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte”. Si únicamente nos importan los buenos, no debiera sorprendernos que la iglesia no crezca. El Señor Jesús era celoso en cuanto a relacionarse con las personas “malas”. El publicano Zaqueo descrito en Lucas 19 era un pecador, pero el Señor Jesús era celoso en cuanto a Su relación con él. Los ancianos deben aprender a ayudar a los que no son buenos. Si nos enteramos de que ciertas personas no son muy buenas y, como resultado de ello, no nos preocupamos por ellas, perdemos la oportunidad de ministrarles a Cristo.
No debiéramos esperar que al ministrar a Cristo a otros, esto haga que ellos experimenten un cambio repentino. Si ministramos vida a cierta persona que tiene ciertas deficiencias, es probable que únicamente consigamos ayudarle un poco. Es probable que después de varios años tal persona no haya cambiado mucho. Ministrar en la iglesia nos pone a prueba y exige de nosotros mucha paciencia. Tal vez prefiramos ver un cambio dramático en las personas después de tan sólo unas cuantas visitas. Sin embargo, es probable que esto no sea lo que suceda. Lo único que debiera importarnos es ministrar a Cristo a las personas, y no debiera importarnos obtener resultados inmediatos ni tampoco debiera importarnos la situación en la que se encuentra la persona o su condición.
Al relacionarse con las personas, los ancianos debieran procurar encontrar la manera de hacer que la gente se abra a ellos. Después, ellos tienen que encontrar las palabras adecuadas con las cuales puedan tocar el espíritu de tales personas. Esta labor es muy delicada y fina y requiere mucho aprendizaje. Los ancianos también debieran encontrar la ocasión más propicia para impartir a Cristo a otros, ya sea por medio de un pasaje de la Biblia o con palabras de su propia inspiración.
Los ancianos también debieran saber despertar el hambre y la sed de la gente por el Señor al orar con ellos (Jn. 4:15). El hermano Nee alguna vez dijo que ministrar un suministro especial a las personas es fácil, pero que hacer que las personas tengan hambre es muy difícil. Tenemos que encontrar el modo de despertar el apetito de las personas. Ciertos santos vienen a las reuniones, pero parecen no tener ningún apetito por el Señor. Tenemos que encontrar la manera de crear hambre por el Señor dentro de estas personas. Si nuestra práctica es siempre procurar la manera de lograr que la gente se abra a nosotros, de encontrar las palabras apropiadas que toquen el espíritu de las personas, de encontrar la ocasión propicia para impartirles a Cristo ya sea por medio de un versículo o por inspiración propia, y de saber cómo despertar el apetito en las personas para que ellas tengan hambre y sed del Señor, el número de quienes asisten a la iglesia aumentará. Debemos cambiar con respecto a la manera en que nos relacionamos con la gente; debemos abandonar el hábito de sorprender a las personas en sus errores y criticarlas, y más bien aprender a ministrar a Cristo a toda clase de persona. Con el tiempo, el Señor las ganará a través del contacto que nosotros hemos tenido con ellas.
Pregunta: ¿Cómo puede uno superar una situación en la cual uno ha visto los fracasos de ciertas personas y esto ha arruinado su relación con ellas?
Respuesta: Tenemos que darnos cuenta de que conocer los fracasos de otros no es de ninguna ayuda. El Señor únicamente nos envió a que ministremos a los demás Su propia persona junto con Su luz, vida, gracia, evangelio y salvación. No se nos envió a averiguar los fracasos de los demás. Comprender esto nos ayudará. Lo único que debe importarnos es ministrar algo positivo a las personas y evitar todo lo demás. No debiéramos desear conocer ninguna otra cosa. Si los ancianos aplican esto, amarán a todos con el mismo amor (Fil. 2:2).
Únicamente el propio Señor es capaz de conocer los asuntos de otros sin ser influenciado negativamente por Su propio conocimiento de estas cosas. Para nosotros, es imposible no ser influenciados por nuestro excesivo conocimiento de estas cosas. Por tanto, la mejor manera de proceder es evitar conocer demasiado. Cuanto menos sepamos, mejor. Si comprendemos este principio y nos ceñimos a él, nuestra visita a cualquier lugar y nuestra comunión con otros siempre será de provecho; pero si abordamos los errores cometidos por los demás, nuestra comunión no será de ningún provecho, pues la naturaleza de dicha comunión habrá sido alterada y se habrá convertido en meros chismes. Únicamente la gracia y la misericordia del Señor pueden ayudar a las personas, así que tenemos que esforzarnos al máximo por ministrarles Su amor, gracia y misericordia. Esto sí es eficaz. La iglesia debe estar llena de amor, gracia, misericordia y bondad en virtud de que Cristo ha sido ministrado a las personas. De este modo, las personas recibirán la ayuda que necesitan.
Cuando ayudemos a otros a que sean restaurados, tenemos que recordar que en naturaleza y esencia somos iguales a ellos. De otro modo, seremos atrapados por el enemigo debido a nuestro orgullo. Todos nosotros somos pecadores y, a veces, el Señor permitirá que seamos probados a fin de mostrarnos que somos iguales que los demás.
Pregunta: ¿Cómo podemos reanudar la comunión con un hermano que tuvo un problema y al que hemos dejado de ver por un tiempo?
Respuesta: Es un error tratar a tal hermano de manera descuidada, y también es un error no tener tratos con él. Nosotros, sujetos a la soberanía del Señor, debemos dedicar algún tiempo a simplemente ministrar a Cristo a este hermano. No sabemos cuál vaya a ser el resultado de ministrarle de ese modo, pero tenemos que hacerlo así. No debemos rechazar a nadie sino siempre ministrarles algo de Cristo, independientemente de quién sea esta persona y cómo sea ella.
Pregunta: Si alguien viene a nosotros y nos habla sobre sus propios fracasos, ¿deberíamos detenerlo o deberíamos escucharle y procurar darle algunas palabras que le sean de ayuda?
Respuesta: Tenemos que discernir las diferentes situaciones. Si al hablarnos ellos expresan críticas con respecto a los fracasos de otros, es mejor detenerlos, pero tenemos que ejercitar nuestra sabiduría al hacerlo. Si les decimos que dejen de hablar de tales cosas, podríamos ofenderlos. Tenemos que decirles algo a fin de, sabiamente, cambiar el tema de la conversación. Sin embargo, a veces las personas necesitan acudir a nosotros y derramar lo que agobia sus corazones. Ellos quizás necesiten derramar delante nuestro los problemas que los afligen en su interior a fin de poder recibir gracia. Hablar así es saludable para ellos. En tales casos, uno puede percibir el arrepentimiento manifestado al hablar de este modo. Después que ellos nos han abierto su corazón, nosotros debemos orar con ellos; más aún, nosotros siempre debemos permanecer ajenos a la esfera del bien y del mal. Querer determinar lo que es correcto y lo que es errado, es una tentación que pertenece al árbol del conocimiento del bien y del mal.
Pregunta: Cuando las personas acuden a nosotros para hablarnos de sus problemas, ¿es apropiado abrirles las Escrituras a fin de mostrarles cuál es el sentir del Señor con respecto a la situación en la que se encuentran?
Respuesta: En principio esto es correcto, pero aun así se requiere mucho discernimiento. Los seres humanos no son tan simples. Tenemos que ejercitar nuestro espíritu para percibir dónde está la persona y cuáles son sus intenciones. También tenemos que aprender la lección de estar en temor y temblor, con nuestra mirada fija en el Señor siempre que alguien viene a nosotros con un problema. Mientras escuchamos hablar a la persona, tenemos que orar: “Señor, muéstrame qué debo recibir y qué no debo recibir, y muéstrame cómo puedo ayudar a esta persona”. Hablar con las personas es algo muy difícil y peligroso.
Pregunta: ¿Qué debemos hacer si alguien ha nacido de nuevo y disfruta del Señor pero no ha sido tocado por el Señorcon respecto a una situación impropia en la que ha permanecido?
Respuesta: Los ancianos deben relacionarse con la gente de la manera más apropiada, siempre evitando verse ellos mismos involucrados en sus situaciones. Ellos deben esforzarse al máximo por simplemente ministrar a Cristo y el evangelio juntamente con la salvación, la gracia, el amor, la misericordia y la luz de Dios con toda pureza. Sólo entonces se obtendrá algún beneficio. Si no tenemos contacto con la gente, sufriremos pérdida; si lo hacemos descuidadamente, esto sólo les traerá muerte; y si nos vemos involucrados en la situación en la que esta persona se encuentra, se suscitará un problema. Por tanto, tenemos que evitar vernos involucrados de manera perjudicial, pero, al mismo tiempo, esforzarnos al máximo por ministrar algo positivo.
También tenemos que comprender de que nada de lo que hagamos será perfecto. No debiéramos esperar que lo que hagamos constituirá un gran éxito; más bien, debemos reconocer que no sabemos qué resultado tendrá haber tenido tal contacto. Hacer lo que está a nuestro alcance es todo lo que podemos hacer. Quizás hasta cometamos algún error, pero la misericordia del Señor está con nosotros. Si los ancianos piensan de este modo, ellos siempre conseguirán que la gente sea salva y que venga a la vida de iglesia de manera permanente. Estamos muy preocupados por el incremento numérico en las iglesias y hemos descubierto que la clave para dicho incremento en una iglesia local estriba en el contacto que los ancianos tengan con la gente. Si los ancianos no se relacionan con la gente, será difícil que la iglesia gane personas. Los santos tal vez puedan traer mucha gente a la vida de iglesia, pero la clave para el incremento que pueda experimentar la iglesia estriba en los ancianos. Si los ancianos no tienen el contacto apropiado con la gente, aquellos que los santos traigan a la iglesia probablemente no permanecerán en la iglesia. Los ancianos son, pues, la clave para la vida de iglesia.
Pregunta: Si una persona se encuentra en una situación impropia, ¿cómo deberíamos considerar a dicha persona en relación con la mesa del Señor?
Respuesta: Únicamente el Señor sabe qué hacer o decir en tal caso. Isaías era un profeta santo, pero cuando él tuvo una visión del Señor exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; / Porque siendo hombre inmundo de labios, / Y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, / Han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5). Tal vez pensemos ser santos, pero cuando venimos a la presencia del Señor, nuestra conciencia nos dice que no lo somos. No hay una sola persona correcta. ¿Quién podría ser apto para participar de la mesa del Señor? Tenemos que aprender a ministrar las cosas positivas a la gente y ver si se producen verdaderos frutos de arrepentimiento.
Pregunta: A fin de ahorrar tiempo, ¿es apropiado ponerse en contacto con la gente por medio del teléfono, o es necesario visitarlos personalmente e invitarlos a nuestros hogares?
Respuesta: Hoy en día, por lo dispuesto soberanamente por el Señor, tenemos una serie de comodidades modernas. El teléfono es una de ellas. Debemos hacer uso del teléfono lo más que podamos en beneficio de los intereses del Señor. Es por completo beneficioso llamar a la gente por teléfono. De ser posible, podemos hacer dos o tres llamadas telefónicas al día a las personas por las cuales estamos preocupadas. El teléfono también podría ser usado para el avivamiento matutino. Sin embargo, al llamar por teléfono a las personas, debemos hacerlo de una manera afectuosa que proceda del Señor.
Pregunta: Aquellos que no son ancianos, ¿también deberán relacionarse con la gente de la manera descrita en la presente comunión?
Respuesta: Tener contacto con la gente no es sólo responsabilidad de los ancianos. Todos los santos deben hacer esto. Estamos en un gran “estanque” lleno de “peces”. Debemos hablar de Cristo a la gente todos los días.
Pregunta: Al participar en el ancianato es imposible que dejemos de ver ciertas cosas. ¿Cómo podemos ejercer el discernimiento apropiado sin que hagamos de ello algo negativo?
Respuesta: La aplicación práctica de la comunión que hemos tenido estará determinada por nuestra propia experiencia y comprensión de estos asuntos. Siempre que vemos los fracasos de los otros, debemos en primer lugar mostrar compasión. Sin la misericordia del Señor, seríamos iguales a ellos. Es de mucha ayuda pensar de este modo. Tenemos que darnos cuenta de qué clase de persona somos y experimentar la misericordia y gracia del Señor. Esto nos ayudará a cuidar de otros con la debida compasión. La persona con la cual nos relacionamos podría ser una persona muy débil, pero nosotros también somos personas débiles. Por la misericordia del Señor, tal vez no le hayamos dado a Satanás suficiente cabida como para dañarnos de la misma manera que la otra persona, pero tenemos que velar y ser muy cuidadosos, no vaya a ser que nosotros también fracasemos del mismo modo.
Tal vez sepamos de los fracasos y pecados de la otra persona, o tal vez no los conozcamos, pero siempre que le ministremos a Cristo como vida, Cristo cuidará de esa persona. Entonces, ella, poco a poco, será iluminada y se arrepentirá. Tenemos que aprender la lección de que es mejor no abordar directamente los fracasos de los demás. Debemos simplemente relacionarnos con las personas ministrándoles a Cristo. Entonces el Señor hará muchas cosas mediante tal relación. Los santos del Señor hacen muchas confesiones a Él en secreto y en privado todos los días, pero todas estas expresiones de arrepentimiento tienen su raíz en que se recibió ayuda de cierto ministerio. Sin la ayuda de alguien que le ministre, no le sería fácil a ninguna persona arrepentirse. La iglesia necesita que los ancianos se relacionen apropiadamente con la gente.