
Lectura bíblica: Jac. 4:4-5; 2:26; 4:6, 1 P. 4:14, 17; 1:2, 10-12; 2:5; 4, 3:18-19; 2 P. 1:21; 1 Jn. 1:3, 7; 2:20, 27; 3:24; 1-3, 6, 4:13; 5:6-8; Jud. 19-20
En el libro de Jacobo, uno de los versículos se refiere al Espíritu Santo y otro a nuestro espíritu humano. Los versículos 4 y 5 del capítulo 4 dicen: “Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que decide ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios. ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que Él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?”. El Espíritu de Dios que mora en nosotros siempre anhela celosamente que nosotros amemos a Dios con todo nuestro corazón de manera indivisa, tal como un marido desea que su esposa le ame con un amor indiviso. Si una esposa divide su amor entre varios hombres, el esposo estará celoso.
Los Diez Mandamientos nos dicen que Dios es un Dios celoso. Respecto a los ídolos, Éxodo 20:5 dice: “No te postrarás ante ellos, ni les servirás; porque Yo, Jehová tu Dios, soy Dios celoso, que visito la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian”. Debido a que Dios es un Dios celoso, deberíamos adorarlo a Él solamente y no dividir nuestra adoración entre Él y alguien más. De manera similar, 2 Corintios 11:2 dice: “Os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo”. No deberíamos amar al Señor a medias. Amar las cosas que están en el mundo, incluso un poco, equivale a cometer adulterio espiritual. Nosotros, por ser Su esposa, tenemos que amarle con una lealtad indivisa, con todo nuestro corazón. Así como el apóstol Pablo tenía un celo piadoso, el Espíritu que mora en nosotros nos cela para que amemos a Dios con un amor indiviso.
Jacobo 2:26 habla de nuestro espíritu humano. Este versículo dice: “Como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta”. Esto muestra la importancia de nuestro espíritu humano. Sin nuestro espíritu, nosotros no somos nada. Simplemente estamos muertos y vacíos. Somos seres de valor solamente porque tenemos un espíritu humano. Por tanto, nuestro espíritu es la realidad de nuestro ser y es la vida de nuestro ser. Por medio de esta breve mención del Espíritu Santo y nuestro espíritu humano en el libro de Jacobo, podemos comprender cuánto necesitamos centrarnos en disfrutar al Espíritu Santo en nuestro espíritu.
La revelación acerca del Espíritu Santo vista en un libro del Nuevo Testamento está en conformidad con el tema de ese libro. Los cuatro escritores principales del Nuevo Testamento son Mateo, Pedro, Pablo y Juan. El pensamiento central del ministerio de Mateo es el reino. El asunto principal del ministerio de Pablo es la iglesia. El pensamiento principal del ministerio de Juan es la comunión con el Padre y unos con otros en la casa, la familia, de Dios. Por último, el tema de las epístolas de Pedro es el gobierno divino. Por tanto, el Espíritu Santo según se revela en 1 y 2 Pedro tiene que ver con el gobierno de Dios.
No deberíamos pensar que Dios no gobierna hoy día. Dios verdaderamente está gobernando. Si leemos 1 Pedro cuidadosamente, veremos el significado apropiado del gobierno de Dios. El versículo 17 del capítulo 4 dice: “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”. El juicio de Dios en Su casa es un asunto relacionado con Su gobierno. En este libro podemos ver los sufrimientos que experimentan los creyentes, pero tenemos que comprender por qué necesitamos sufrir. Los sufrimientos de los creyentes tienen que ver con el gobierno de Dios.
En el sufrimiento que experimentamos bajo la disciplina gubernamental de Dios, el Espíritu Santo es el Espíritu de gloria. El versículo 14 del capítulo 4 dice: “Si sois vituperados en el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el Espíritu de gloria, que es el de Dios, reposa sobre vosotros”. Si estamos dispuestos a ser perseguidos por el Señor y a sufrir bajo la disciplina gubernamental de Dios, el Espíritu de gloria, que es el de Dios, reposará sobre nosotros. Un mártir por el Señor, en el momento de su martirio, tiene al Espíritu de gloria sobre él. Cuando Esteban estaba siendo juzgado, los miembros del Sanedrín vieron su rostro como si fuera el rostro de un ángel (Hch. 6:15). Esto se debe a que el Espíritu de gloria reposaba sobre él.
Hace treinta años yo conocí a un querido hermano, un predicador ambulante que anteriormente era un hombre de negocios, y le pregunté cómo él había sido salvo. Me dijo que fue salvo cuando era joven durante el tiempo de la Rebelión de los Bóxers a principios del siglo XX. Los bóxers eran tan prevalecientes en las calles de Beijing que todas las tiendas estaban cerradas por temor a ellos. Un día, desde el interior de su tienda él oyó mucho ruido en la calle. Al mirar por las rendijas de su puerta, él vio muchos bóxers con espadas marchando y gritando. Al final de la parada, una mula halaba una carreta en la cual había una muchacha cristiana joven que iba camino a ser martirizada, cantando y llena de gozo. Había gloria en su rostro. Esto lo impresionó muchísimo. Él se dijo a sí mismo: “Tiene que haber algo real acerca del cristianismo. ¿Cómo puede una niña tan pequeña ser tan osada?”. Esto lo conmocionó. Él se dijo a sí mismo que tenía que aprender lo que era el cristianismo. De este modo él fue llevado al Señor, abandonó su negocio y tomó la decisión de servir con todo su tiempo al Señor como predicador.
No hay duda alguna de que el Espíritu de gloria, que es el de Dios, reposó sobre aquella hermana joven. Cuando sufrimos por causa del nombre del Señor, el Espíritu llega a ser el Espíritu de gloria que reposa sobre nosotros. Ser un mártir no consiste en ser muerto con amargura. Más bien, ser un mártir es asunto de alegría y gozo. Lo que es un sufrimiento para las personas del mundo es una gloria para nosotros, los creyentes. Cuando sufrimos bajo la disciplina gubernamental de Dios, siempre hay gloria. El Espíritu de gloria reposa sobre nosotros para ayudarnos en nuestros sufrimientos, y mientras sufrimos, el Espíritu de gloria nos da la esperanza de gloria (Col. 1:27), de modo que en nuestro sufrimiento se manifestará gloria.
Según 1 Pedro, la gloria siempre sigue a los sufrimientos. Los versículos 10 y 11 del capítulo 1 dicen: “Acerca de esta salvación los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron, escudriñando qué tiempo y qué clase de época indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual testificaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos”. Las profecías acerca de Cristo fueron hechas por el Espíritu de Cristo en los profetas de la dispensación del Antiguo Testamento. Incluso antes que Cristo viniera, Su Espíritu en el Antiguo Testamento estaba con los profetas que diligentemente se esforzaron lo más que pudieron por indagar, buscar y conocer qué le sucedería a Cristo. En aquel tiempo el Espíritu de Cristo les indicó y testificó cómo Cristo había de sufrir y luego ser glorificado. Los salmos e Isaías en particular tienen muchas predicciones acerca de los sufrimientos y gloria de Cristo (Sal. 22; Is. 53). El Espíritu de gloria en nuestro interior actualmente nos da a entender que si nosotros sufrimos con Cristo, también seremos glorificados con Él.
En 1 Pedro 1:12 se nos dice a continuación: “A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para vosotros, ministraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles”. El Espíritu Santo en 1 Pedro también es el Espíritu que predica. Es por medio de Él que el evangelio es predicado, y es por medio de Él que nosotros recibimos el evangelio para ser salvos.
El versículo 2 dice: “Escogidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para la obediencia y la aspersión de la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas”. En 1 Pedro el Espíritu también es el Espíritu de santificación, el Espíritu que santifica. El evangelio fue predicado y recibido por medio de Él. Nosotros, después de recibir el evangelio y ser salvos por medio del Espíritu, ahora estamos siendo santificados por este mismo Espíritu.
El versículo 5 del capítulo 2 dice: “Vosotros también, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual hasta ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”. Ser edificados como casa espiritual equivale a ser edificados en el Espíritu Santo y en nuestro espíritu. Además, los sacrificios espirituales que nosotros ofrecemos a Dios se hallan tanto en el Espíritu Santo como en nuestro espíritu. El evangelio es predicado por medio del Espíritu, y es por el Espíritu que nosotros recibimos el evangelio. Ahora el Espíritu efectúa una obra para santificarnos y edificarnos como casa espiritual, un cuerpo de sacerdotes, a fin de que sirvamos a Dios al ofrecer sacrificios espirituales. Por tanto, ser salvos, santificados y edificados, y también servir a Dios son asuntos que se efectúan en el Espíritu Santo, quien como Espíritu de gloria está juntamente con nosotros bajo los tratos gubernamentales de Dios.
Los versículos 18 y 19 del capítulo 3 dicen: “También Cristo padeció una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevaros a Dios, siendo muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu; en el cual también fue y les proclamó a los espíritus que estaban en prisión”. Aunque muchos estudiosos de la Biblia consideran que estos versículos son difíciles de entender, el principio hallado aquí es que la predicación genuina siempre se efectúa por el Espíritu que nos vivifica. Cristo fue muerto en la carne, pero fue vivificado en el Espíritu como esencia de Su divinidad (Ro. 1:4; cfr. Jn. 4:24a), y es en este Espíritu que Él fue a proclamar la victoria que Dios alcanzó. Según el mismo principio, cuando salimos a predicar el evangelio, también tenemos que proclamar en el Espíritu que nos ha vivificado.
En 1 Pedro también se nos habla de nuestro espíritu humano. El versículo 4 del capítulo 3 dice: “Del hombre interior escondido en el corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu manso y sosegado, que es de gran valor delante de Dios”. Debido a que nuestro corazón rodea nuestro espíritu humano, nuestro espíritu es el hombre interior escondido en el corazón. Tal espíritu debería ser manso y sosegado. Éste es el mejor ornato delante de Dios, especialmente para las hermanas. Las hermanas deberían ser mansas y sosegadas, no meramente de forma exterior, sino interiormente en su espíritu, es decir, en el hombre interior escondido en su corazón. Usualmente consideramos que las damas son personas mansas y sosegadas. No obstante, en realidad es difícil ser manso y sosegado en el espíritu; es más fácil estar enojados interiormente. El mejor ornato a los ojos de Dios es una mansedumbre profunda y una tranquilidad desde la parte más interna y escondida del corazón. Las hermanas no son las únicas que necesitan tal espíritu; los hermanos también necesitan tal espíritu.
El versículo 6 del capítulo 4 dice: “Por esto también ha sido anunciado el evangelio a los muertos, para que sean juzgados en la carne según los hombres, pero vivan en el espíritu según Dios”. A fin de vivir según Dios, tenemos que vivir en el espíritu. Somos vivificados en el Espíritu, proclamamos en el Espíritu y vivimos según Dios en nuestro espíritu humano que ha sido regenerado, en el cual mora el Espíritu de Dios (Jn. 3:6; Ro. 8:10-11). Todo tiene que llevarse a cabo en el Espíritu.
El libro de 2 Pedro contiene una sola referencia al Espíritu. El versículo 21 del capítulo 1 dice: “Ninguna profecía jamás fue traída por voluntad humana, sino que los hombres hablaron de parte de Dios siendo movidos por el Espíritu Santo”. El Espíritu Santo movió a los profetas, tal como el viento lleva los veleros. Mientras ellos eran llevados por el Espíritu Santo, los profetas hablaron de parte de Dios. Por tanto, el Espíritu en 2 Pedro es el Espíritu que profetiza.
El tema de 1 Juan es la comunión que los hijos de Dios tienen con el Padre y unos con otros (1:3, 6-7). Esta comunión primeramente es vertical, con el Padre, y luego es horizontal, es decir, unos con otros. Ésta es la “comunión familiar” en la casa de Dios. En 1 Juan, un libro acerca de la comunión, el Espíritu Santo es el Espíritu que unge (2:20, 27). La comunión es posible únicamente por medio del Espíritu que unge. La unción no solamente es el ungüento mismo, sino también la acción de ungir. El Espíritu que mora en nosotros constantemente se mueve, obra y funciona para ungirnos. Ungir significa “pintar” con un ungüento, aplicar el ungüento a nosotros. El Espíritu Santo en nuestro interior siempre nos unge a fin de introducir la sustancia de Dios, el elemento divino, en nosotros. Cuanto más Él nos unge, más Su elemento divino es “pintado” en nosotros. Es por medio de esta unción que nosotros mantenemos la comunión entre nosotros y el Padre, y entre unos y otros.
La unción está por el lado positivo. Por el lado negativo, también necesitamos la limpieza efectuada por la sangre (1:7). Esto corresponde con el tipo que se ve en el Antiguo Testamento. Según la tipología, la sangre primero era rociada sobre los artículos en el tabernáculo, y luego el ungüento era aplicado a los artículos que habían sido rociados por la sangre. A fin de tener la unción, primero debemos tener la limpieza efectuada por la sangre. Rociar la sangre abre el camino y sienta las bases para la unción. Es por eso que la limpieza de la sangre es mencionada en el capítulo 1 y la unción del Espíritu se menciona en el capítulo 2. La limpieza de la sangre se ocupa de todas las cosas negativas, tales como nuestros pecados, transgresiones y carencias. Luego, la unción del Espíritu introduce el asunto positivo, que es la sustancia y el elemento de Dios. Es por medio de la limpieza más la unción que nosotros mantenemos la comunión en la casa de Dios. Por tanto, el Espíritu en 1 Juan es el Espíritu que unge.
El versículo 24 del capítulo 3 nos dice que el Espíritu que unge tiene por finalidad el mutuo permanecer entre Dios y nosotros. Este versículo dice: “El que guarda Sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”. Luego, el versículo 13 del capítulo 4 dice: “En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros, en que nos ha dado de Su Espíritu”. El Señor permanece en nosotros por el Espíritu que unge.
Este Espíritu que unge también es el Espíritu mediante el cual podemos ejercitar el discernimiento. Los versículos del 1 al 3 dicen: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo. En esto conocéis el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo”. Todo espíritu que confiesa la encarnación del Señor Jesús, que el Señor Jesús era Dios encarnado a fin de ser un hombre, es de Dios. Todo el que no pueda confesar esto no es de Dios. El Espíritu de Dios aquí es el Espíritu que testifica y discierne.
El versículo 6 continúa, diciendo: “Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el Espíritu de verdad y el espíritu de engaño”. El Espíritu de verdad es el Espíritu de Dios quien testifica y confiesa que Cristo vino en la carne como Dios encarnado. Ésta es la obra del Espíritu, obra que es contraria al engaño de los espíritus falsos. Muchas veces, cuando alguien tiene una experiencia “pentecostal”, él no siente la necesidad de que la misma sea probada. Sin embargo, esto es contrario a la palabra de Dios en 1 Juan. Necesitamos recibir la palabra de que ciertas manifestaciones que aparentan ser del Espíritu realmente deberían ser probadas.
Vimos un caso así hace casi cuarenta años en el lugar donde estaba el hermano Watchman Nee. Un día mientras un hermano oraba, una voz, que hablaba en chino, vino a él desde la esquina del techo. Él estaba muy emocionado, así que llamó a otros para que vinieran a escuchar aquella voz que hablaba. Ellos también se emocionaron y fueron donde el hermano Nee. Sin embargo, el hermano Nee les leyó esta porción de la Palabra: “No creáis a todo espíritu”. Él les dijo que regresaran y probaran el espíritu al preguntarle si él confesaría que el Señor Jesús vino en la carne como Dios encarnado para ser un hombre. La próxima vez que vino la voz, ellos le dijeron: “¿Acaso confiesas que el Señor Jesús vino en la carne, que Él era Dios encarnado como hombre?”. La respuesta que recibieron fue: “Lean 1 Corintios 13”. Los hermanos estaban muy contentos, puesto que éste es un capítulo que trata acerca del amor. Sin embargo, el hermano Nee dijo: “Él tiene que responder que sí o no a su pregunta. Si él no responde, procede del diablo” (Mt. 5:37). Los hermanos regresaron y le dijeron al espíritu: “En el nombre del Señor Jesús te preguntamos: ¿confiesas que el Señor Jesús vino en la carne?”. En este punto la voz dijo: “Jesús es anatema”. Los que estaban allí presente tuvieron una sensación maligna indescriptible. El hermano Nee me narró esta historia personalmente, y muchos años después otro hermano que estuvo allí lo confirmó. No debemos hacer ninguna cosa que no esté en conformidad con la Palabra. La Palabra nos dice que no creamos a todo espíritu, sino que lo probemos. En particular, necesitamos probar ciertas supuestas manifestaciones del Espíritu.
En 1 Juan 5 el testimonio de Dios es que Jesucristo es el Hijo de Dios (vs. 1, 9-11). Los versículos del 6 al 8 dicen: “Éste es Aquel que vino mediante agua y sangre: Jesucristo; no solamente por el agua, sino por el agua y por la sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la realidad. Porque tres son los que dan testimonio: El Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres tienden a lo mismo”. El Espíritu, el agua y la sangre corresponden a los eventos principales en la vida del Señor Jesús: Su nacimiento, Su bautismo, Su crucifixión y Su resurrección. En la concepción de Cristo, el Espíritu Santo declaró que Cristo era el Hijo de Dios (Mt. 1:20; Lc. 1:35). Luego, en Su bautismo el agua testificó que Cristo era el Hijo de Dios (Jn. 1:31). Cuando Jesús fue bautizado, una voz procedente de los cielos proclamó: “Éste es Mi Hijo, el Amado” (Mt. 3:16-17). En Su crucifixión la sangre también testificó que Cristo era el Hijo de Dios (Jn. 19:31-35; Mt. 27:50-54). Cuando Cristo fue crucificado, el centurión declaró: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (Mr. 15:39). Luego, en Su resurrección Él fue designado Hijo de Dios según el Espíritu de santidad (Ro. 1:4). Según este principio, el Espíritu que unge constantemente testifica que Jesucristo es el Hijo de Dios.
Judas 20 dice: “Vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo”. El Espíritu Santo en Judas es el Espíritu en el cual oramos. Necesitamos orar no en nosotros mismos, sino en Él. El versículo 19 dice: “Éstos son los que causan divisiones, los anímicos, que no tienen espíritu”. Las personas en el mundo son anímicas, y no les importa su espíritu ni lo usan; ellos viven y andan en el alma. Nosotros los creyentes tenemos que usar nuestro espíritu al orar en el Espíritu Santo. Sin embargo, en principio podríamos ser iguales a las personas mundanas al andar y vivir en nuestra alma. Si éste es el caso, parecerá que no tenemos espíritu. Lo que distingue a los creyentes de los incrédulos es que los últimos son anímicos y no utilizan su espíritu, mientras que los primeros se ocupan de su espíritu y oran en el Espíritu Santo.
Podríamos ilustrar la diferencia que existe entre los creyentes y los incrédulos de las siguientes maneras. Cuando un incrédulo está por viajar, él ejercita su mente para determinar si debería viajar por autobús o por avión. Esto significa que él es anímico. Sin embargo, cuando un creyente está por viajar, él debería tomar su decisión al ejercitar su espíritu para orar. De manera similar, los incrédulos ejercitan su mente y viven en el alma para tomar decisiones acerca de su educación. No obstante, los creyentes se comportan de una manera distinta. Puesto que el Espíritu Santo mora en su interior, ellos toman todas sus decisiones al ejercitar su espíritu para orar en Él. Sin embargo, es lamentable que nosotros a veces nos comportemos de la misma forma que los incrédulos. Tal parece que nosotros no tenemos un espíritu, que somos anímicos. En todo, incluso al ir de compras, por ejemplo, necesitamos orar en el Espíritu. No deberíamos ejercitar nuestra mente para comprar cosas en el alma. Necesitamos ejercitar nuestro espíritu a fin de hacer nuestras compras con oración. Los incrédulos no tienen al Espíritu Santo en su espíritu, pero nosotros los creyentes sí lo tenemos.