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Mensajes del libro «Hombre espiritual, El (juego de 3 tomos)»
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SEXTA SECCION — ANDAR SEGUN EL ESPIRITU

CAPITULO CUATRO

LA CONDICION NORMAL DEL ESPIRITU

  Un espíritu errado siempre conduce a una conducta equivocada. Si el creyente desea andar según el espíritu, debe mantenerse continuamente en una condición óptima. El espíritu, al igual que la mente, puede volverse incontrolable e insolente, o retraerse. Si el espíritu no es guardado en el Espíritu Santo, caerá, y una vez que esto sucede, la conducta del creyente se vuelve un caos. Cuando el espíritu del creyente es fuerte y poderoso, puede controlar al alma y al cuerpo en toda circunstancia, impidiéndoles caer en una conducta disoluta; si no es así, el alma y el cuerpo lo oprimirán, y el creyente caerá.

  Dios da mucha importancia a nuestro espíritu, ya que es ahí donde mora la nueva vida y donde opera el Espíritu Santo. También ahí tenemos comunión con Dios, conocemos Su voluntad y recibimos la revelación del Espíritu Santo. En el espíritu somos adiestrados y maduramos; en él resistimos los ataques del enemigo y obtenemos autoridad para vencer al diablo y sus huestes, y en él recibimos poder para llevar a cabo la obra de Dios. También en el espíritu se halla la vida de resurrección mediante la cual llegaremos a tener un cuerpo resucitado. La condición de nuestro espíritu determina la condición de nuestra vida espiritual. ¡Cuán importante es mantener nuestro espíritu en una condición óptima! Al Señor no le interesa nuestro hombre exterior, o sea, el alma; lo que le interesa es nuestro hombre interior, el espíritu. Si éste no se halla en la debida condición, aun cuando nuestra vida anímica sea muy floreciente, toda nuestra vida será un desastre.

  La Biblia habla bastante acerca de la condición normal del espíritu del creyente. Muchos creyentes maduros ya conocen por experiencia las exhortaciones de la Biblia y saben que para mantener la victoria y cooperar con Dios, necesitan mantener su espíritu de acuerdo con las condiciones que enseña la Biblia. Ya vimos que el espíritu es controlado por la voluntad renovada del creyente, lo cual es muy importante porque por medio de ella, el creyente puede elevar su espíritu a una condición normal. Debido a que ya hablamos de la importancia de que nuestro espíritu esté en la debida condición, no tenemos necesidad de repetirlo.

UN ESPIRITU CONTRITO

  “Jehová ... salva a los contritos de espíritu” (Sal. 34:18). “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is. 57:15).

  Es muy común entender equivocadamente que necesitamos un espíritu contrito sólo el día que nos arrepentimos y creímos en el Señor, o cuando caemos y pecamos. Pero Dios quiere que nuestro espíritu sea siempre un espíritu contrito. Aunque no pequemos diariamente, debido a que nuestra carne aún está presente y en cualquier momento puede ser estimulada, Dios quiere que tengamos un espíritu contrito constantemente, pues eso evitará que dejemos de velar. Nunca debemos pecar, pero por ser pecaminosos, siempre debemos tener un espíritu humillado, ya que en él se puede sentir la presencia de Dios.

  Dios no desea que ocasionalmente nos arrepintamos y pensemos que eso basta; El desea que vivamos en un arrepentimiento continuo, llenos de contrición en nuestra vida, para que tan pronto como surja alguna discordia entre el Espíritu Santo y nuestra vida o nuestra conducta, podamos inmediatamente percibirlo y lamentarlo. Sólo con un espíritu así podemos reconocer que estamos equivocados cuando los demás nos dicen que lo estamos. El arrepentimiento con contrición es muy necesario debido a que el creyente, aunque es un solo espíritu con el Señor, todavía se equivoca. El espíritu también puede equivocarse (Is. 29:24); y aun si no se equivoca, la mente puede confundirse y no saber cómo efectuar la intención del espíritu. Un espíritu contrito hace que el creyente admita todo lo que otros ven en él que no concuerda con Dios. Dios salva a aquellos que tienen un espíritu contrito, ya que El revela Su plan a quienes tienen un espíritu contrito. Quien encubre y disimula sus errores indiscutiblemente le falta un espíritu contrito. Dios no puede salvarlo completamente. Necesitamos un espíritu que pueda recibir la reprensión tanto del Espíritu Santo como del hombre, un espíritu dispuesto a admitir que no estamos al nivel que deberíamos. Sólo así veremos la salvación en nuestro vivir diario.

UN ESPIRITU QUEBRANTADO

  “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado” (Sal. 51:17).

  “Quebrantado” en el texto original significa “que se estremece o que tiembla”. Algunos creyentes, después de pecar no se turban en su espíritu, y actúan como si nada hubiera sucedido. Un espíritu sano, después de haber pecado, invariablemente se quebranta (como le sucedió a David). De hecho, a un hombre con un espíritu quebrantado Dios lo puede fácilmente recobrar.

UN ESPIRITU QUE TIEMBLE

  “Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde [o contrito] de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Is. 66:2).

  “Contrito” en el texto original significa “ultrajado”. Dios se complace cuando el espíritu del creyente es cuidadoso, como si siempre estuviera siendo reprendido y agraviado, temiendo a Dios y a Su palabra. El espíritu del creyente debe llegar a la etapa en la cual teme a Dios siempre. El corazón presuntuoso y obstinado debe ser quebrantado para que la palabra de Dios pueda ser su guía en todo. El creyente debe poseer esta reverencia santa, sin confiar en sí mismo; como su espíritu ha sido apaleado, no se atreve a levantar la cabeza y siempre obedece las órdenes que Dios da. Un espíritu endurecido siempre es un obstáculo para obedecer la voluntad de Dios. Sólo después de que la cruz lleva a cabo una obra completa en el creyente, éste puede conocer perfectamente lo poco confiables que son sus ideas, sus sentimientos y sus deseos, al grado de no atreverse a jactarse de ellos; llega a ser extremadamente cauteloso en todo, pues sabe que sin la intervención y el poder de Dios, fracasará. Nunca debemos independizarnos de Dios. Si nuestro espíritu deja de temer y temblar, caerá en el orgullo y la independencia. Descansamos en Dios sólo cuando nos damos cuenta de que estamos en una situación irremediable. Un espíritu temeroso nos salva de fracasos y hace que verdaderamente conozcamos a Dios.

UN ESPIRITU HUMILDE

  “Mejor es humillar el espíritu con los humildes” (Pr. 16:19).

  “Pero al humilde de espíritu sustenta la honra” (Pr. 29:23).

  “Yo habito ... con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes” (Is. 57:15).

  Ser humilde no es menospreciarse a uno mismo, sino no poner los ojos en uno mismo. La arrogancia en el espíritu de un creyente lo conduce al fracaso. Debemos ser humildes no sólo para con Dios sino también para con los hombres. El espíritu humilde se ve cuando nos asociamos con los humildes. Sólo un espíritu humilde puede apreciar a todos los hombres que Dios creó. La presencia y gloria de Dios se manifiestan en el hombre que posee un espíritu humilde.

  El espíritu humilde está dispuesto a ser enseñado, exhortado y a recibir una explicación. Muchos creyentes son arrogantes en su espíritu; así que, pueden enseñar a otros, pero a ellos no se les pueden enseñar. Muchos creyentes son tan obstinados en su espíritu que nada los puede hacer cambiar, no es fácil enseñarles nada, aunque se den cuenta de que están equivocados no cambian de opinión, les cuesta mucho en su espíritu escuchar una explicación acerca de algún malentendido. Sólo un espíritu humilde puede recibir algo de otros. Dios necesita que tengamos un espíritu humilde para manifestar Sus virtudes, ¿cómo podría un espíritu lleno de orgullo escuchar la voz del Espíritu Santo y colaborar con El? En nuestro espíritu no debe haber rastro de orgullo; siempre debe ser tierno, suave y flexible; un poco de dureza en el espíritu no es compatible con el del Señor, ni puede tener comunión con El. Nuestro espíritu debe ser humilde y siempre esperar en el Señor; debe ser dócil a fin de andar juntamente con El.

POBRES EN ESPIRITU

  “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5:3).

  Ser pobre en espíritu es comprender que uno no posee nada. Es un peligro que el creyente tenga demasiadas cosas en su espíritu, ya que sólo los que comprenden que son pobres en espíritu pueden ser humildes. La experiencia, el crecimiento y el progreso del creyente a menudo llegan a ser tesoros que acumula en su espíritu y hacen que pierda su pobreza. Meditar en nuestros propios logros y prestar atención a nuestras experiencias es un peligro muy sutil del cual el creyente no está consciente. ¿Qué es ser pobre? Ser pobre es no poseer nada. Si un creyente tiene una experiencia profunda con el Señor y constantemente la recuerda, es como si tuviera un cargamento en su espíritu, lo cual se le convierte en un lazo. Sólo un espíritu vacío puede hacer que el creyente se pierda en Dios. Un espíritu rico hará que el creyente se vuelva egocéntrico. La salvación completa libra al creyente del yo y lo vuelve a Dios; pero si el creyente retiene algo para sí, su espíritu se inhibe y no puede brotar para ser uno con Dios.

UN ESPIRITU MANSO

  “Espíritu de mansedumbre” (Gá. 6:1).

  Esta es una condición muy necesaria en el espíritu. La mansedumbre es lo opuesto a la rigidez y la obstinación. Dios necesita que tengamos un espíritu manso. Un espíritu inflexible no puede ser guiado por Dios, mientras que un espíritu manso puede abandonar su propia voluntad y obedecer a Dios de inmediato. Quien posee un espíritu manso puede detenerse inmediatamente y sin previo aviso, aun en medio de la obra más próspera, si Dios así se lo ordena, como sucedió a Felipe, a quien se le ordenó ir al desierto mientras predicaba en Samaria. Un espíritu humilde cambia de dirección fácilmente bajo la mano de Dios y según Su voluntad; jamás resiste a Dios para hacer su propia voluntad. Dios necesita un espíritu sumiso para poder llevar a cabo Su voluntad.

  Para los hombres, un espíritu manso no es menos importante. Un espíritu manso es como un cordero y está lleno de la realidad de la cruz. “Quien cuando le injuriaban, no respondía con injuria; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba todo al que juzga justamente” (1 P. 2:23); éste es un espíritu manso. Un espíritu manso está dispuesto a ser calumniado, aun cuando la ley lo proteja y puede vindicarse; no es capaz de usar las armas carnales para vengarse; aunque sufra dolor y daño no es capaz de herir a otros. Todo aquel que posee tal espíritu se conduce rectamente, pero no que los demás lo hagan. Está lleno de amor, gracia y bondad, y puede conmover a los que le rodean.

UN ESPIRITU FERVIENTE

  “En el celo no perezosos, fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Ro. 12:11).

  La carne se puede entusiasmar por un momento debido al estímulo de las emociones pero eso no dura mucho tiempo. Aun cuando la carne tiene mucho celo por cumplir su deber y su celo sea apoyado por las emociones, a veces se torna muy perezosa, ya que sólo tiene celo por las cosas con las que está de acuerdo. No puede servir al Señor en las cosas que le disgustan ni cuando sus emociones no son estimuladas. La carne es incapaz de laborar con el Señor lentamente y paso a paso sin detenerse en todo tipo de circunstancia; ser “ferviente en espíritu” debe ser permanente; sólo así podremos servir siempre al Señor. Debemos evitar el entusiasmo de la carne y permitir que el Espíritu Santo inunde nuestro espíritu para que lo mantenga siempre ferviente; así, cuando nuestras emociones se enfríen, nuestro espíritu no será afectado y podrá llevar a cabo la obra del Señor.

  En este versículo lo dicho por el apóstol es un mandamiento. Nuestra voluntad renovada puede escoger esto. Debemos ejercitar nuestra voluntad para decidir ser fervientes. Debemos decir: “Mi espíritu desea ser ferviente y no está dispuesto a ser frío”. Cuando nuestra parte emotiva está completamente desinteresada, debemos dejar que nuestro espíritu ferviente lo controle todo, sin permitir que la tibieza de nuestros sentimientos nos venza. Servir siempre al Señor con sinceridad es la evidencia de un espíritu ferviente.

UN ESPIRITU PRUDENTE

  “De espíritu prudente es el hombre entendido” (Pr. 17:27).

  Nuestro espíritu necesita ser ferviente, pero también necesita ser prudente o calmado. El fervor está relacionado con no ser “perezoso en el celo ... sirviendo al Señor”; mientas que la prudencia está relacionada con el entendimiento.

  Si nuestro espíritu no es prudente, a menudo nuestras acciones perderán el control. El propósito del enemigo es hacer que los santos se desvíen y pierdan su contacto con el Espíritu Santo. Vemos que cuando el espíritu de un santo no es prudente, cambia de conducta según sus principios para vivir según sus emociones. Al principio el espíritu y la mente estaban íntimamente unidos; así que tan pronto como el espíritu pierde la calma, la mente inmediatamente es estimulada; y cuando ésta se apasiona, el creyente pierde el control de sus acciones y cae en la anormalidad. Debido a eso, es mejor mantener un espíritu prudente. A fin de mantenernos en el camino del Señor, constantemente tenemos que hacer a un lado el fervor emocional, los deseos ardientes y la confusión de la mente; en lugar de eso, debemos detenernos a examinar las situaciones con un espíritu prudente. Si actuamos cuando nuestro espíritu está alterado, es probable que lo que hagamos no sea la voluntad de Dios.

  Dado que conocemos al yo, a Dios y a Satanás, y debido a la percepción que tenemos de las cosas, nuestro espíritu debe permanecer calmado, cosa que los creyentes anímicos no pueden lograr. El Espíritu Santo debe llenar el espíritu de los creyentes. El alma debe ser llevada a la muerte a fin de que el espíritu pueda tener una tranquilidad inefable. A pesar de cualquier cambio en el alma, el cuerpo o las circunstancias, la tranquilidad del espíritu no se alterará. Es como el mar, que a pesar de que las olas se enfurezcan en la superficie, su fondo siempre permanece calmado. Antes de que el creyente experimente la separación del alma y el espíritu, cuando algo inesperado le sucede, todo su ser cae en confusión y caos y no sabe que hacer. Esto se debe a la falta de conocimiento espiritual y a la falta de separación entre el alma y el espíritu. A fin de mantener una separación entre el alma y el espíritu, el creyente debe mantener la calma en su espíritu; de esta manera sus experiencias serán inconmovibles. No importa cuánto caos lo rodee, no perderá la calma ni la paz en su interior. Aunque se desplome una montaña frente a él, no pierde la calma. Esto no se logra mediante la meditación, sino por la confianza que los creyentes tienen en la revelación que el Espíritu Santo les da acerca de la verdadera naturaleza de todas las cosas, y restringiendo su alma. Esto impide que el alma controle al espíritu.

  El asunto que estamos discutiendo se relaciona con el control de la voluntad. Nuestro espíritu debe estar sujeto a nuestra voluntad, la cual a su vez, desea fervor, pero también calma y prudencia. No debemos permitir que nuestra condición espiritual vaya más allá del control de nuestra voluntad. Debe ser ferviente en la obra del Señor, pero también debe mantener una actitud prudente y calmada al llevar a cabo la obra del Señor.

UN ESPIRITU GOZOSO

  “Y mi espíritu ha exultado en Dios mi Salvador” (Lc. 1:47)

  El espíritu del creyente debe tener una actitud de quebrantamiento consigo mismo (Sal. 51:17), pero de regocijo para con Dios. El creyente no se regocija debido a que sucede algo digno de alegría ni por sus su éxito personal ni por su trabajo ni por las bendiciones recibidas ni por circunstancias favorables, sino que se goza porque Dios es el centro de su ser; en realidad, aparte de Dios, no hay nada que pueda causarle gozo al creyente.

  Si el espíritu del creyente es oprimido por la preocupación, la tristeza o el dolor, inmediatamente cae en la negligencia; se deprime, pierde su posición normal y ya no puede seguir la guía del Espíritu Santo. Cuando oprimimos nuestro espíritu con cargas pesadas, éste inmediatamente pierde su agilidad, su libertad y su brillo; cae de su posición ascendida, y si el período de sufrimiento se prolonga, el daño aumenta en proporciones incalculables. En tales ocasiones, nada puede ayudarlo, excepto regocijarse en Dios. Regocijarse en el hecho de que Dios es Dios; regocijarse porque Dios lo logró todo para ser nuestro Salvador. En la boca y el corazón del creyente nunca debe faltar la palabra de alabanza “¡Aleluya!”

UN ESPIRITU VALIENTE

  “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de cordura” (2 Ti. 1:7).

  La cobardía no es humildad, ya que ser humilde es olvidarse totalmente de uno mismo, tanto de su debilidad como de sus fuerzas; mientras que ser cobarde es recordar las debilidades propias y el yo. Ni la timidez ni el retraimiento agradan a Dios. Por un lado Dios desea que temblemos debido a que no somos nada, pero por otro, desea que seamos osados para avanzar confiando en Su poder; que demos testimonio de El con atrevimiento, que suframos dolor y oprobio, que podamos perderlo todo, pero descansando en el Señor y confiando en Su amor, en Su sabiduría, en Su poder, en Su fidelidad y en Sus promesas. Esto es lo que el Señor desea de nosotros. Si nos miramos a nosotros mismos, retrocedemos y no podemos dar testimonio del Señor, y nuestro espíritu abandona su condición óptima. Debemos mantener un espíritu sin temor.

  Debemos tener un espíritu de poder, de amor y de dominio propio. Nuestro espíritu debe ser fuerte y poderoso, pero no hasta el punto de perder la ternura. También necesita ser sosegado y disciplinado, para no ser fácilmente provocado. Necesita ser fuerte para resistir al enemigo, mas para relacionarse con las personas, necesita ser tierno; y para conducirnos como debemos necesitamos que nuestro espíritu sea sobrio.

UN ESPIRITU SOSEGADO

  “Sino el del hombre interior escondido en el corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu manso y sosegado, que es de gran valor delante de Dios” (1 P. 3:4).

  Aunque esta palabra se habló a las hermanas, los hermanos también necesitan tal enseñanza.

  “Y que procuréis tener tranquilidad” (1 Ts. 4:11), éste es el deber de todo creyente, pero hoy día se habla demasiado, y algunas veces las palabras implícitas sobrepasan en numero a las que se expresan. Los pensamientos confusos y la mucha palabrería son suficientes para que el espíritu escape del control de nuestra voluntad, y un espíritu fuera de control hace que el hombre se conduzca según la carne. Si el creyente no puede controlar su espíritu, es muy difícil que no peque, pues un espíritu erróneo conduce al pecado.

  Para poder guardar silencio, necesitamos un espíritu apacible, ya que lo que está en nuestro espíritu es lo que expresamos verbalmente. Debemos cuidar que nuestro espíritu sea sosegado, para mantener la calma aun cuando nuestras circunstancias sean confusas. Para andar en conformidad con el espíritu, es indispensable tener un espíritu apacible; de no ser así, pecaremos. Si nuestro espíritu es apacible podremos escuchar la voz del Espíritu Santo en nuestro espíritu y cumplir la voluntad de Dios y entender lo que no podemos entender cuando estamos confusos. Un espíritu apacible adorna al creyente, y es lo que debe expresar exteriormente.

UN ESPIRITU NUEVO

  “En la novedad del espíritu” (Ro. 7:6).

  Este es un paso muy importante en nuestra vida y nuestra obra espirituales. Un espíritu envejecido no puede tocar a las personas. Cuando mucho, puede transmitirles ideas, pero no tiene poder para hacer que las personas piensen seriamente. Un espíritu viejo sólo puede generar pensamientos marchitos, y no puede generar una vida dinámica. Todo lo que un espíritu envejecido genera, ya sean palabras, enseñanzas, actitudes, pensamientos o cierta conducta, es viejo y obsoleto. Muchas doctrinas sólo llegan a la mente del creyente debido a que no tienen sus raíces en el espíritu; la enseñanza no tiene espíritu que toque el espíritu de los oyentes. Quizá el creyente haya experimentado algo, pero ha llegado a ser algo que pertenece al pasado; no es más que una reminiscencia, y, en consecuencia, se ha trasladado de su espíritu a su mente. O tal vez tenga ideas nuevas en su mente, pero debido a que no están apoyadas en la vida, quienes las escuchan no logran tocar un espíritu fresco y nuevo.

  Muchas veces nos encontramos con ciertos creyentes que habitualmente obtienen algo nuevo del Señor. Cuando nos encontramos con ellos, sentimos que acaban de salir de la presencia del Señor, y nos introducen en El. Parece que continuamente obtienen nuevas fuerzas como las águilas. Son como jóvenes. En vez de impartir maná seco, rancio y agusanado a la mente del pueblo, comparten pan y pescado recién preparados en el fuego de su espíritu. Esto es novedad; todo lo demás es viejo y obsoleto. No importa cuán profundos y maravillosos parezcan ser los pensamientos, no llegan a las personas como lo hace un espíritu nuevo y fresco.

  Es necesario mantener el espíritu fresco y nuevo. Si nuestro espíritu no ha estado en la presencia del Señor, ni ha sido bendecido por El, es inútil que tratemos de llegar a otros. No importa cuál haya sido nuestra vida, nuestro pensamiento o nuestra experiencia, si sólo pertenece al pasado y si sólo es un recuerdo, sin duda alguna es viejo. Todo en nosotros debe ser nuevo. Imitar a otros o tratar de reproducir nuestras experiencias pasadas no tiene ningún valor. Cuán importantes son las palabras “Yo vivo por causa del Padre” (Jn. 6:57). Sólo cuando constantemente obtenemos la vida del Padre para que sea nuestra vida, nuestro espíritu puede ser nuevo y fresco siempre. Un espíritu que no es nuevo y fresco no puede llevar fruto en la obra ni puede andar según el Espíritu en vida, y tampoco puede vencer al enemigo. Un espíritu decrépito no puede ver a los hombres debido a que no ha podido ver a Dios. Si deseamos que el espíritu permanezca fresco siempre, debemos disfrutar continuamente a Dios.

UN ESPIRITU QUE SEA SANTO

  “Para ser santa así en cuerpo como en espíritu” (1 Co. 7:34).

  “Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu” (2 Co. 7:1).

  Si deseamos andar según el espíritu, debemos mantener nuestro espíritu en santidad. Un espíritu que no sea santo conduce las personas al error. Algunas de las cosas que pueden contaminar el espíritu son: los pensamientos inicuos al criticar a las personas o al hacer conjeturas acerca de las cosas, la memoria de los pecados de otros, la falta de amor, la palabrería, las criticas, la justificación personal, el rechazo a ser exhortados, la envidia de los hermanos y el orgullo. Un espíritu que no sea santo no puede tener novedad ni frescura.

  En nuestro anhelo por una vida espiritual, no podemos descuidarnos en cuanto al pecado ni por un momento. El pecado nos hace más daño que cualquier otra cosa. Aunque sepamos cómo ser librados de los pecados y cómo andar en conformidad con el espíritu, necesitamos cuidar de no caer de nuevo, sin darnos cuenta, en nuestra condición pecaminosa. Cuando pecamos, nos es imposible andar en el espíritu. Siempre debemos velar y tener presente que estamos muertos para que el pecado no nos pueda vencer ni penetrar en nuestro espíritu para envenenarlo. Sin santidad, nadie verá al Señor.

UN ESPIRITU FUERTE

  “Se fortalecía en espíritu” (Lc. 1:80).

  Nuestro espíritu debe crecer y fortalecerse gradualmente; esto es indispensable en nuestra vida espiritual. Muchas veces sentimos que nuestro espíritu no es lo bastante fuerte para controlar nuestra alma y nuestro cuerpo, especialmente cuando nuestra alma es estimulada o cuando nuestro cuerpo está débil. Algunas veces, al ver que otros están atribulados por un gran peso en su espíritu, queremos ayudarles, pero sentimos lo impotente que es nuestro espíritu y somos incapaces de libertarlos. En otras ocasiones, al combatir contra el enemigo, vemos que no somos lo suficientemente fuertes, en nuestro ser espiritual, y no podemos pelear. Muchas veces sentimos que nuestra fuerza espiritual no basta para poder vencer en todas las situaciones, hay muchas áreas de nuestra vida y de nuestra obra que están fuera de nuestro control. ¡Cuánto anhelamos tener un espíritu fuerte!

  Si el espíritu es fuerte, aumenta el poder de la intuición y el discernimiento, así como la capacidad para rechazar todo lo que no pertenezca al espíritu. Algunos creyentes procuran andar según el espíritu, pero no pueden debido a que el poder en su espíritu no es suficiente para ejercer el control de todas las cosas; por el contrario, está sujeto a ser controlado. No podemos esperar que el Espíritu Santo lo haga todo por nosotros; nuestro espíritu regenerado necesita colaborar con El. Debemos aprender a usar nuestro espíritu, y usarlo lo mejor posible. Si el creyente usa su espíritu, éste gradualmente se fortalecerá y tendrá el poder que necesita para eliminar todo lo que estorbe al Espíritu Santo, sea esto una voluntad obstinada, una mente confusa o emociones sin control.

  La Biblia nos dice que el espíritu puede ser herido (Pr. 18:14) y un espíritu lesionado es muy débil. Si nuestro espíritu es fuerte, podemos permanecer firmes e inconmovibles ante el estímulo del alma. Podemos considerar el espíritu de Moisés un espíritu fuerte; sin embargo no lo conservó así, y los israelitas lograron provocarlo en su espíritu hasta que finalmente pecó (Sal. 106:33). Si nuestro espíritu es fuerte, podremos vencer, en el Señor, cualquier situación, sin importar si se trata de un sufrimiento en el cuerpo o de una aflicción en el alma.

  Sólo el Espíritu Santo nos puede dar la fuerza que necesita nuestro hombre interior. Nuestro espíritu recibe su fuerza del Espíritu Santo; con todo y eso, necesita sea adiestrado. Después de que el creyente aprende a andar conforme a su espíritu, cuando lleva a cabo la obra del Señor, aprende a usar el poder de su espíritu en vez de su poder natural. El sabrá conducirse por su vida espiritual y no confiará en su vida anímica. Al combatir contra el enemigo para resistirlo atacarlo y oponerse a él, así como a sus huestes, aprenderá a usar la fuerza de su espíritu y no la de su alma. Como es de esperarse, estas experiencias son progresivas. A medida que el creyente anda conforme al espíritu, recibe más poder del Espíritu Santo y se fortalece. El creyente debe mantener su espíritu en una condición fuerte, y no debe permitir que pierda su poder y que no pueda satisfacer las necesidades que se presenten.

UN ESPIRITU DE UNIDAD

  “Firmes en un mismo espíritu” (Fil. 1:27).

  Ya vimos que la vida del hombre espiritual se lleva a cabo en unidad con otros creyentes. La unidad del espíritu es muy importante. Si Dios, debido a que el Espíritu Santo mora en el espíritu del creyente, se ha unido a él, el espíritu del creyente también será uno con el espíritu de los demás creyentes. El hombre espiritual no sólo es uno con Cristo en Dios, sino también con todo aquel que es parte de la morada de Dios. Cuando el creyente permite que su vida anímica actúe, no puede andar conforme al espíritu; si su mente y su parte emotiva controlan su espíritu, éste no podrá ser uno con los demás creyentes. Sólo cuando la mente y la parte emotiva se someten al control del espíritu, puede el creyente hacer caso omiso de la discordia en su mente y en su parte afectiva, y puede ser uno, en espíritu, con el resto de los hijos de Dios. El espíritu del creyente siempre debe ser uno con todos los creyentes; es decir, no sólo ser con el grupo pequeño que comparte su misma opinión, sino con el Cuerpo de Cristo en su totalidad. En nuestro espíritu no debe haber ni aspereza, ni amargura, ni estrechez; sino que debe estar totalmente abierto y libre para relacionarse con los demás sin barreras.

UN ESPIRITU LLENO DE GRACIA

  “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu” (Ga. 6:18).

  La gracia del Señor Jesucristo es preciosa y nos ayuda, en nuestro espíritu, en todas nuestras necesidades. Esta es una bendición que recibe el creyente, y también es lo máximo que el creyente puede recibir en su espíritu. Nuestro espíritu siempre debe disfrutar la gracia del Señor.

UN ESPIRITU QUE ANHELA EL ARREBATAMIENTO

  Además de las condiciones que mencionamos, nuestro espíritu también debe mantenerse fuera de este mundo, siempre ascendido, siempre en los cielos. Debe ser un espíritu que anhele ser arrebatado. El espíritu que anhela el arrebatamiento es más profundo que el espíritu que está en ascensión. Aquel cuyo espíritu anhela el arrebatamiento no sólo vive como si estuviera en los cielos; sino que también el Espíritu Santo los guía a creer y a esperar la segunda venida del Señor y a anhelar ser arrebatado. Cuando el espíritu del creyente y el de Cristo son uno solo, él llega a ser, en la experiencia, un ciudadano celestial que vive en el mundo como peregrino. El Espíritu Santo le llamará a avanzar paso a paso hasta tener un espíritu que anhele ser arrebatado. Anteriormente su clamor era: “Hacia adelante”, ahora es: “Hacia arriba”. Todo su ser asciende hacia los cielos. El espíritu que anhela ser arrebatado hace apto al creyente para que “guste ... los poderes del siglo venidero” (He. 6:5).

  No todos los que creen en la segunda venida de Cristo tienen un espíritu que anhela el arrebatamiento. Creer en la segunda venida del Señor, predicar acerca de ella, o aun orar por ella, no significa mucho. Podemos hacer todo esto y no tener un espíritu que anhele el arrebatamiento. No todos los creyentes maduros tienen tal espíritu; éste es un don conferido por la gracia de Dios. Algunas veces es dado de acuerdo con Su voluntad; otras, como respuesta a una súplica de fe. Cuando se posee tal espíritu, el creyente mantiene una actitud de ser arrebatado, y no sólo cree en la venida del Señor, sino también en su propio arrebatamiento. Esto no es creer en una doctrina, sino conocer un hecho. Así como Simeón, que por la revelación del Espíritu Santo, supo que no vería la muerte sin ver al Cristo de Dios, así también el creyente debe tener la certeza en su espíritu, de que será arrebatado antes de morir para ir con el Señor. Esta es la fe de Enoc. Por supuesto que no cerramos creyendo obstinadamente en una superstición, pero sí vivimos en el tiempo del arrebatamiento, no podemos evitar creer firmemente que seremos incluidos en él. Esta fe nos hace aptos para tener un mejor entendimiento de la obra de Dios en esta era y para recibir más poder celestial que nos ayude en nuestra obra.

  Si el creyente recibe un espíritu que anhela ser arrebatado, en otras palabras, si su espíritu está en un estado de constante arrebatamiento, será más celestial. Su senda hacia los cielos no será igual que en el pasado, cuando creía que debía pasar por la muerte.

  Cuando el creyente lleva a cabo una obra espiritual, a menudo tiene muchas expectativas y planes. Está lleno del Espíritu Santo, de sabiduría y de poder. Cree que Dios lo usará grandemente, y espera que su labor lleve mucho fruto rápidamente. Sin embargo, en esa situación de prosperidad, la mano de Dios lo detiene, y le pide que detenga la obra y que se prepare para emprender otro camino. Esta orden es inesperada. “¿Por qué, Señor? ¿Acaso no me diste la fortaleza para llevar a cabo la obra? ¿Qué he de hacer con todo este conocimiento maravilloso que poseo si no es ayudar a otros? ¿Por qué todo se ha terminado y se ha enfriado?” Cuando el creyente recibe estas instrucciones, sabe que el propósito de Dios es llamarle a tomar otro camino. Antes sólo sabía caminar hacia adelante; ahora sabe que puede ascender. Esto no significa que ya no participa en la obra, sino que la obra puede terminar en cualquier momento.

  Otras veces, Dios utiliza las circunstancias, ya sea la persecución, la oposición, el despojo u otra adversidad, a fin de que los creyentes sepan que El desea que posean un espíritu fijo en el arrebatamiento, y no en el progreso de la obra. Hoy día el Señor quiere cambiar el andar de Sus hijos. Muchos hijos de Dios ignoran que hay algo mejor que el progreso de la obra, y eso es ascender.

  Este espíritu centrado en el arrebatamiento no carece de fruto. Antes de que el creyente tuviera tal espíritu, sus experiencias cambiaban frecuentemente; pero después de tener el testimonio de ser arrebatado en su espíritu y una fe firme al respecto, y si su conducta, su vida y su obra concuerdan con tal espíritu, entonces éste hará que el creyente se prepare para la venida del Señor. Tal preparación no se relaciona solamente con enmiendas externas de la conducta, sino que es una preparación total en el espíritu, el alma y el cuerpo, a fin de ir al encuentro del Señor.

  Por ello, el creyente debe orar pidiendo que el Espíritu Santo le muestre la manera de recibir y retener un espíritu fijo en el arrebatamiento. Los creyentes deben orar, esperar, creer y estar dispuestos a eliminar todo obstáculo, a fin de obtener tal espíritu. Nuestra vida y obra siempre debe ser confrontada con dicho espíritu, para que sepamos en qué hemos fallado. Si perdemos este espíritu, debemos saber cuándo y cómo lo perdimos y cómo recobrarlo. Debemos orar a fin de conocer qué asuntos del mundo afectan nuestro espíritu; de esta manera podremos vencerlos y recuperar nuestro espíritu. Una vez que recibimos tal espíritu, es muy fácil perderlo, debido a que no conocemos la clase de oración y obra que debemos tener en esta etapa de nuestra vida a fin de preservar nuestra posición celestial y tener una visión más clara.

  Ya que estamos de pie frente a la puerta del cielo y ya que existe la posibilidad de ser arrebatados en cualquier momento, debemos preferir las vestiduras blancas y las obras celestiales, pues tal vez seamos llamados a ascender en el siguiente segundo de nuestra vida. Esta esperanza nos separa totalmente de las cosas terrenales y nos une a las de arriba.

  Aunque Dios desea que esperemos la ascensión con un corazón sincero, eso no significa que sólo nos preocuparemos por ser arrebatados. No debemos hacer a un lado las necesidades de los demás ni olvidarnos de la obra final que habrá de llevarse sobre la tierra, o sea, lo que Dios nos ordenó llevar a cabo. Lo que Dios no quiere es que permitamos que la obra que El nos encomendó nos impida ser arrebatados. En nuestra vida y en nuestra obra, siempre debemos ver que la atracción de los cielos es mucho más fuerte que la de la tierra. Debemos aprender a vivir no sólo por la obra del Señor, sino también por el arrebatamiento. Que nuestro espíritu se eleve diariamente con la esperanza de la venida del Señor. Que las cosas mundanas pierdan su poder en nosotros a tal grado que no sólo nos disgusten, sino que también nos cause desagrado vivir en el mundo. Que nuestro espíritu ascienda diariamente hasta los cielos y anhele estar pronto con el Señor. Que nuestra mente esté fija en las cosas de arriba para que hasta la mejor obra efectuada en este mundo no nos distraiga. Desde ahora en adelante, oremos en espíritu y con el entendimiento diciendo: “Ven Señor Jesús”.

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