
Lectura bíblica: Ap. 1:12-18; 2:1, 7, 8, 10-12, 17, 18, 26-29; 3:1, 5-7, 12-14, 20-22
El libro de Apocalipsis nos abre los cielos para mostrarnos lo que Cristo hace allí. Si bien estamos en la tierra, podemos ver lo que sucede en los cielos. Los que aceptamos la Biblia como la revelación de Dios, ciertamente atesoramos lo que se halla revelado en este último libro. Su contenido es como un programa televisado que nos muestra lo que está ocurriendo en los cielos.
Día tras día, una infinidad de actividades ocurren sobre la tierra. Sin embargo, la mayoría de estos sucesos carecen de mayor trascendencia. Lo que verdaderamente importa es lo que sucede en los cielos, como también aquello que sucede aquí en la tierra para corresponder a lo de los cielos. Allá, se lleva a cabo el ministerio celestial de Cristo; y acá, hay dos ministerios terrenales, el de Pablo y el de Juan, que corresponden a dicho ministerio celestial.
Debemos considerar los libros de la Biblia que preceden a los escritos de Pablo y Juan. Hay treinta y tres libros del Antiguo Testamento, los cuatro Evangelios, y el libro de Hechos. Si les pidiera que me den un resumen de la manera como concluyen estos libros, ustedes probablemente tendrían dificultad en hacerlo. Podrían mencionar a Dios, la creación, la caída del hombre, los hijos de Israel, Cristo y la propagación de la iglesia. Pero después de considerar todo esto es difícil determinar cuál es el mensaje principal de todos estos libros, pues la Biblia no fue completada por ellos. Entonces, tendrían un relato muy largo pero sin conclusión. Incluso el libro de los Hechos es, como su título indica, un relato de los hechos de los apóstoles. Este libro no contiene la suficiente revelación como para proveernos una conclusión de toda la Biblia.
El libro de Hechos nos dice que el Cristo que se encarnó, que fue crucificado y que resucitó, finalmente ascendió a los cielos. Desde allí, Él tomó ciertas medidas a fin de hacer que todos los sucesos relatados en Hechos ocurriesen. Pedro, Jacobo, Juan y aun Saulo de Tarso estaban muy activos debido a que Alguien en los cielos los puso en acción. Pero no había mucha revelación.
Si ustedes le fueran a preguntar a Pedro el significado de lo que él hacía en Hechos, probablemente él no podría explicarles por qué hizo lo que hizo. Incluso al leer sus dos epístolas se puede ver que la parte que él desempeñó en dar conclusión a la revelación contenida en la Biblia fue secundaria. De hecho, él mismo es honesto y fiel al remitirnos a Pablo, si bien para él mismo en las epístolas de Pablo había algunas cosas “difíciles de entender” (2 P. 3:15-16). Aunque el catolicismo ha exaltado a Pedro, Pedro mismo más bien nos recomendó a Pablo, afirmando que Pablo había escrito según la sabiduría que le ha sido dada.
Probablemente Pedro nos diría: “Recurran a Pablo. Algunas de las cosas que él sabe yo realmente no las entiendo por completo. Cuando fui llamado, el Hombre de Nazaret simplemente pasó por donde estaba y me dijo ‘Sígueme’. Él prometió hacer de mí un pescador de hombres. El Día de Pentecostés, me tocó arrojar la red y capturar tres mil peces. Poco después, otros cinco mil peces fueron atrapados. Mi llamado era ser un pescador y eso fue lo que hice. No sé mucho del misterio de Dios. Yo tuve una educación muy sencilla. Si ustedes desean conocer los asuntos más profundos, vean a Pablo. ¡Él es un experto! El llamamiento que él recibió les muestra a ustedes que fue ordenado para ser un experto. Él no tuvo un llamamiento sencillo como el mío. Él no fue llamado por el Jesús en la tierra, sino por el Señor Jesús que está en los cielos. Él pensó que Jesús estaba muerto y sepultado, pero de improviso, esta Persona se le apareció mas no provenía de un sepulcro, sino de los cielos”.
Fue una pregunta muy extraña la que se le hizo a Pablo desde los cielos: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch. 9:4). Saulo estaba seguro de que Jesús estaba enterrado. Por cierto, Saulo perseguía a los seguidores del Nazareno, incluso hasta conducirlos a su muerte; pero he aquí, esta Persona ahora decía que Saulo lo perseguía a Él. Al recibir tal llamado Saulo comprendió que esta Persona era una Persona corporativa; pues ella incluía a Esteban, Pedro, Juan y a todos los demás creyentes. Todos ellos habían llegado a formar parte del ”me” agrandado. Así pues, cuando Saulo perseguía a Esteban, perseguía a Cristo. ¡Qué profunda fue la manera en que Pablo fue llamado! Este llamado hizo de Pablo no un simple pescador de hombres, sino un ministro que suministraba y edificaba a todos los miembros del Cuerpo.
Después que Saulo descubrió quién era Jesús y preguntó: “¿Qué haré Señor?” (v. 6), el Señor no le dio una respuesta directa. En el caso del llamamiento de Pedro, a él se le dijo claramente que sería pescador de hombres (Mt. 4:19). Pero a Saulo solamente se le ordenó a levantarse e ir a la ciudad donde se le diría qué hacer. Mientras estaba en Damasco, él recibió una visión en la que un hombre llamado Ananías venía a él y le sanaba de su ceguera. Ésta era otra lección para que Pablo aprendiera algo más respecto al Cuerpo. No se le dijo que acudiera a Pedro, el apóstol principal, sino a Ananías, un pequeño miembro de quien probablemente jamás había oído hablar. Sí, el Señor mismo había venido a visitar a Saulo y a rescatarlo, pero Él quiso delegarle a Su dedo meñique la responsabilidad de concluir dicho rescate. Un discípulo desconocido representaría al Cuerpo, a fin de recibir a este rebelde en el Cuerpo como un miembro más.
En Hebreos 3:1 Pablo llama a los creyentes “participantes del llamamiento celestial”. El llamamiento de Pedro fue hecho aquí en la tierra, pero el de Pablo fue un llamamiento celestial. Ahora nosotros somos participantes, junto con Pablo, de ese llamamiento celestial.
Los sermones que se suelen predicar en la actualidad generalmente giran en torno a los cuatro Evangelios. Incluso muchos predicadores no dan cabida en sus sermones al libro de Hechos. Pero Hechos es en gran medida un relato de sucesos, y no de revelaciones. Pero ¿qué sucede con los libros que vienen después de Hechos? Desde Romanos hasta Apocalipsis hay veintidós libros, los cuales forman la conclusión de la Biblia. En ellos se nos revela el resultado final. Si ustedes miran los mensajes que hemos dado en este país, descubrirán que la mayoría están enfocados en torno a estos libros. En mi Biblia las páginas de estos libros son las más gastadas porque he dedicado mucho tiempo para estudiarlas. Es posible que otros hayan descuidado su estudio, pero nosotros nos hemos concentrado en ellos.
Esto nos muestra claramente que en el recobro del Señor tenemos tanto el ministerio completador como el ministerio remendador. La mayoría de los mensajes que hemos dado en los últimos dieciocho años corresponden con la naturaleza que es propia del ministerio completador. Más recientemente, hemos estado cubriendo el ministerio remendador.
El ministerio celestial de Cristo se halla plenamente revelado en estos últimos veintidós libros de la Biblia. Este ministerio es llevado a cabo principalmente mediante los ministerios de Pablo y de Juan. Los mensajes iniciales de esta serie tratan sobre estos ministerios. Lo que nos falta abordar es únicamente la última parte del ministerio remendador. La primera parte es el Evangelio de Juan; la segunda, sus epístolas. Ahora trataremos sobre la última parte, Apocalipsis.
Cuando llegamos a la última parte de un escrito, sabemos que contiene la palabra final del autor. Esto también se ve en los escritos de Juan. En su evangelio no tenemos el sentir de estar en los cielos, lo mismo sucede con sus epístolas; pero en Apocalipsis, ¡estamos por lo menos en las puertas del cielo! Si no hemos entrado en los cielos mismos, ¡por lo menos podemos estirar nuestro cuello y mirar adentro! ¡Qué panorama! ¡Cuántas cosas suceden! Nos encontramos sentados frente a una pantalla de televisión universalmente amplia. Podemos ver el ministerio de Cristo en los cielos, el cual ahora se lleva a cabo en la tierra mediante el ministerio remendador de Juan.
En este libro final de Juan hay veintidós capítulos, pero únicamente se tratan de tres temas principales. El primero es las iglesias locales, representadas por los siete candeleros (del capítulo 1 al 3). El segundo es los cielos abiertos (del capítulo 4 al 20), donde se nos revela la administración universal de Dios. El último tema es la Nueva Jerusalén (los capítulos 21 y 22), que es la consumación máxima de las iglesias.
Es interesante notar que Apocalipsis comienza con los candeleros de oro, las iglesias locales. Solía preguntarme por qué Juan no nos mostró primero los cielos abiertos, donde Dios está sentado en el trono. Esto parecería más lógico, puesto que Cristo ascendió a los cielos. Después, él podría mostrarnos cómo Cristo pasó adelante, tomó el libro del nuevo testamento, y lo abrió. La visión de las iglesias podría venir después de habernos presentado tal escena.
No obstante, Juan prefirió mostrarnos las iglesias antes de revelarnos los cielos abiertos. Esto es indicio de que las iglesias vienen antes que los cielos. ¡Las iglesias son mejores que los cielos! Si no están por encima de los cielos, ¡por lo menos están antes que los cielos! Hoy en día, estamos en la iglesia. ¿Dónde están las iglesias? Podríamos responder que las iglesias están en los cielos. Pero esta respuesta es sólo parcialmente correcta. Si las iglesias estuvieran únicamente en los cielos, entonces la iglesia no sería más grande que los cielos. ¡Pero las iglesias son superiores a los cielos! ¿Por qué digo esto? A la postre, Dios dejará los cielos y permanecerá en la consumación de las iglesias. En Apocalipsis 21 se nos dice que la Nueva Jerusalén, el tabernáculo de Dios, desciende del cielo (vs. 3, 10). Dios viene a quedarse con Su pueblo elegido, quienes son los componentes de la iglesia.
No nos damos cuenta de cuán preciosa es la iglesia para Dios el Padre. Nosotros estamos en Él y estamos en la iglesia; no obstante, no sentimos suficiente aprecio por la iglesia. ¡Dios añora Su hogar al estar en los cielos! El hecho de que extrañe Su hogar quiere decir que Él está lejos de Su hogar y todo el tiempo está pensando en Su hogar y anhela estar allí en vez de cualquier otro lugar. Dios está en los cielos, pero ese no es Su hogar. Él anhela poder estar con nosotros. Nosotros somos Su hogar.
Juan coloca a las iglesias antes que los cielos, porque en su hablar, lo mismo que en el hablar de Dios, nada tiene más valor que las iglesias. Según la consideración de Dios, las iglesias tienen la preeminencia en todo el universo. Así pues, lo primero que Dios ve, son las iglesias. El libro de Apocalipsis es la palabra final de Dios, y en Su palabra final las iglesias son lo primero. Algún día ustedes comprenderán que no hay nada en toda la tierra, incluso en el universo entero, más precioso para Dios que las iglesias.
En Apocalipsis 2 y 3 Cristo es presentado como Aquel que anda en medio de las iglesias. ¿Cuántas iglesias hay en la tierra? Las siete mencionadas aquí son representativas de todas las iglesias. Si Él anda en medio de las siete iglesias, ¡Él ciertamente anda en medio de todas ellas! Nosotros nos hemos reunido aquí de diversas localidades. ¿Se dan cuenta que el Señor Jesús con frecuencia ha estado en su localidad, andando en la iglesia? ¡Muchas veces el Señor ha estado aquí, visitando la iglesia en Nueva York! ¡Él ha pasado una y otra vez por Newton, Miami y Goldsboro!
Sí, Él continúa andando en medio de las iglesias. Las iglesias, sin embargo, están en la tierra, mientras que Aquel que anda en medio de ellas no es el Jesús terrenal. Él lleva a cabo tal andar en la atmósfera que corresponde a los cielos. Sus vestiduras nos indican esto. Supongamos que un policía uniformado entrara en nuestro salón de reuniones mientras celebramos una reunión. Todos estaríamos conscientes de su presencia y tomaríamos nota de ello. Por supuesto, si la misma persona viniera vestida de civil, no nos percataríamos de su presencia. Pero cuando viene vestido con su uniforme, él trae consigo una atmósfera policial. El mismo principio se podría aplicar a la reina de Inglaterra, si ella viniera a nuestra reunión vestida con sus atuendos ceremoniales, traería con ella la atmósfera propia de la realeza.
¿Qué vestiduras lleva Cristo al andar en medio de las iglesias? Él estaba “vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro” (Ap. 1:13). Sus vestiduras son las de un sacerdote (cfr. Éx. 28:33-35), pero en lugar de estar ceñido por la cintura, está ceñido por el pecho con un cinto de oro. El oro denota Su naturaleza divina y que Él trae consigo la administración divina. El hecho de que el cinto le ciña el pecho indica amor. Así pues, la atmósfera que Él proyecta no es la de un policía, sino una atmósfera divina que está llena de amor.
No obstante, ¡tengan cuidado de Sus ojos! Les infundirían terror, pues ellos son “como llama de fuego” (v. 14). De hecho, en Apocalipsis, Él tiene siete ojos (5:6). ¡Piensen cuán aterrorizados estarían si ahora mismo, delante de ustedes, yo tuviera siete ojos! Mantengan la mirada en Su pecho, el cual está lleno de amor divino por nosotros. ¡Cuán tierna es Su preocupación por la iglesia en Nueva York, en Filadelfia y en Washington D. C.!
Sus pies también producen temor. Ellos son “semejantes al bronce bruñido, fundido en un horno” (v. 15). El Señor visita las iglesias. Él va de iglesia en iglesia: de Washington, a Raleigh, a Goldsboro, a Miami, a Atlanta, a Houston y a Austin. El Señor con Sus pies de bronce bruñido se pasea en medio de las iglesias. Ciertamente muchas veces ustedes deben haber percibido esto. Debido a que el cinto de oro ciñe Su pecho, ustedes habrán podido percatarse de Su cuidado amoroso. ¡Cuán tierno es Su amor por la iglesia! No obstante, al mismo tiempo, no se atreven a mirar Su rostro. Ustedes querrán arrodillarse delante de Él, cubrirse la cabeza, agacharse más y más, y llorar gimiendo: “¡Somos tan pobres! ¡Tan pobres!”. Si el Señor Jesús no estuviera andando en medio de la iglesia, observándonos con Sus siete ojos, ustedes no se sentirían tan pobres. Más bien, pensarían que su iglesia es la mejor de todas.
Al sentir bajo Su mirada lo pobre que es la iglesia, también comenzará a darse cuenta de cuán pobre e indigno es usted mismo. Sus pies, que son como de bronce bruñido, harán que ustedes se percaten de que embarrados e inmundos están sus propios pies. ¡Cuán débil, cuán terrenal y cuán polvoriento es usted! Entonces, tendrán temor y temblor.
Muchas veces hemos tenido tales experiencias que hacen que nos humillemos. Ésta es una clara señal de que el Señor anda en medio de las iglesias. ¡Cuánto logra Él por medio de manifestarnos Su amor! Tal vez yo imparta un mensaje tras otro, pero el Señor Jesús simplemente camina entre nosotros y nos mira, sin decir mucho. Solamente con mirar a los pies del Señor, los ancianos y los grupos de servicio en la iglesia son juzgados y humillados. Ésta es nuestra experiencia en las iglesias una y otra vez. En las denominaciones rara vez nos sentíamos humillados o temerosos ante el mover del Señor. No teníamos deseo de llorar y confesar nuestro fracaso. ¿Por qué, en las iglesias, con tanta frecuencia sentimos que debemos humillarnos y arrepentirnos? Es debido a que el Señor anda en nuestro medio cuidando de nosotros.
Tales experiencias, que nos suceden una y otra vez, son indicio de que nuestro Sumo Sacerdote anda entre nosotros, nos ama y, también, nos juzga. Su tierno cuidado y el fuego que nos juzga tienen como propósito purificarnos. Podríamos tener el sentir, día tras día, de que somos pobres, inmundos y que tenemos una urgente necesidad de Su misericordia. Por un lado, es bueno que nos demos cuenta de la condición en que nos encontramos, mas por otro, también tenemos que ver que a los ojos de Dios, la iglesia en nuestra localidad es un candelero de oro, puro y resplandeciente.
A los ojos de Dios, cada iglesia es un candelero de oro. Aun así, si leen las siete epístolas dirigidas a las siete iglesias, verán lo pobres que eran algunas de ellas. Supongamos que usted estuviera en Tiatira (Ap. 2:18-23). Después de leer tal carta, a lo mejor tendría el sentir de salir de Tiatira e ir a Filadelfia. Pero tanto Tiatira como Filadelfia eran candeleros de oro. Incluso, en Tiatira había algo que era de oro (vs. 24-29). Lo mismo sucede con Pérgamo (vs. 12-17). Ciertamente a mí no me hubiera gustado permanecer allí; si no podría ir a Filadelfia, por lo menos hubiera intentado ir a Éfeso. No obstante, en Pérgamo todavía había un candelero de oro.
Siempre y cuando estemos en el terreno apropiado y hayamos retornado a la auténtica naturaleza de la iglesia, a los ojos del Señor somos el candelero de oro, independientemente de cuán pobres, débiles o derrotados estemos. ¿Cómo es posible esto? Esto se debe a que es aquí donde el Señor tiene la posición de intervenir y tratar con nosotros. Él no tiene tal posición en las denominaciones, pues ellas están cerradas a Él. Pero en Su recobro, todas las iglesias están abiertas a Él ni una sola de ellas ha sido usurpada por hombre alguno. Todas ellas asumen ante el Señor la posición debida diciéndole: “Señor, ésta es Tu iglesia. Ella es parte de Tu vida. Señor, ven, te damos la bienvenida. Esperamos que Tú vengas y nos examines con Tu mirada, visítanos y anda en medio nuestro”. Lo que verdaderamente importa no es la condición de debilidad y pobreza en la que nos encontramos, sino cuán abiertos estemos a Él. ¿Le dejamos entrar para que intervenga en nuestra situación y camine en nuestro medio? ¿Le damos la bienvenida a Su visita? Tengo la convicción de que todos diremos: “¡Claro que sí!”. Siempre y cuando una iglesia local esté abierta a Él, ella es un candelero de oro, pues por lo menos hay un poco de oro allí.
La revelación de Juan es más fina y más detallada que la de Pablo. La más alta revelación con respecto a la iglesia que Pablo nos presenta es la revelación de la iglesia como el Cuerpo de Cristo, como la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo, y como un solo y nuevo hombre. Él no mencionó a la iglesia como un candelero. Éste es un punto muy importante.
En la Biblia Cristo mismo es presentado como un candelero. En Éxodo 25:31-37 Dios le encargó a Moisés que confeccionara un candelero de acuerdo al modelo que le fue mostrado. Ese candelero era un tipo de Cristo. En Apocalipsis Juan nos dice que las iglesias locales son los candeleros. Esto es indicio de que todas las iglesias locales son Cristo. La iglesia no es solamente el Cuerpo de Cristo; no es solamente el nuevo hombre. ¡La iglesia es Cristo! En Éxodo había únicamente un solo candelero. En Apocalipsis hay siete. En los Estados Unidos hay más de siete candeleros. ¡Todos ellos son Cristo! ¿Piensan ustedes que soy demasiado osado? ¿De qué otra manera podríamos describir la iglesia en nuestra localidad? ¡Ciertamente no es una sinagoga de Satanás (2:9)! ¡Es Cristo!
El candelero es un símbolo completo del Dios Triuno. De acuerdo con la totalidad de la revelación del Nuevo Testamento, Cristo es la plenitud del Dios Triuno (Col. 1:19). El Padre está corporificado en Él, el Hijo. El Hijo, como la corporificación del Padre, es hecho plenamente real para nosotros como el Espíritu. Así pues, al tener a Cristo, tenemos también al Padre y al Espíritu. Este Dios Triuno está simbolizado de manera cabal por el candelero.
Su naturaleza es de oro. La naturaleza de una tabla de madera es madera. El candelero es de oro puro. En tipología el oro representa la naturaleza divina del Padre. Por tanto, la naturaleza y el origen del candelero representan a Dios Padre.
Además, el candelero tiene cierta forma. No es una pieza de oro sin forma, sino que tiene el mejor diseño posible. Del mismo modo que el rostro humano ha sido diseñado de una manera tan hermosa que nadie podría mejorarla, también el candelero, cuyo modelo nos fue dado en Éxodo, jamás ha podido ser mejorado a lo largo de todos estos siglos. Cristo es la forma del candelero. Él es la imagen del Dios invisible (Col. 1:15). La forma del candelero representa la forma excelente del Hijo de Dios.
Las siete lámparas resplandecientes nos hablan de los siete Espíritus, que son los siete ojos del Cordero (Ap. 1:4; 5:6). Las siete lámparas simbolizan al Espíritu que cumple la función de ser la expresión.
En esta entidad única, el candelero, tenemos al Padre como la naturaleza, al Hijo como la forma y al Espíritu como la expresión. Por tanto, el candelero representa al Dios Triuno corporificado y simbolizado.
Algunos dicen que no tienen confianza en la tipología, tales personas únicamente reciben aquello que fue dicho directamente. Pero si los emblemas no tienen significado alguno, ¿por qué nos son revelados en la Biblia, no solamente en el Antiguo Testamento, sino también en el Nuevo? Si este emblema del candelero presentado en el último libro del Nuevo Testamento no tiene significado espiritual, ¿por qué es revelado allí? Un cuadro es mejor que mil palabras. La visión celestial del candelero vale más de diez páginas de descripciones.
No solamente el Dios Triuno se halla corporificado y simbolizado por un símbolo tan sencillo como el candelero, sino que además en Apocalipsis, la iglesia es el candelero. Esto nos da a entender que ¡la iglesia es también la corporificación del Dios Triuno! ¡La iglesia en su localidad es la corporificación del Dios Triuno! Primero, el Dios Triuno está corporificado en Cristo. Ahora, Cristo se ha agrandado hasta convertirse en el Cristo corporativo. En Nueva York, Los Ángeles, Stuttgart, Taipei, y Hong Kong, en cualquier lugar que haya una iglesia, allí está el Cristo corporativo. La iglesia es el candelero, el cual simboliza tanto al Dios Triuno como al Cristo agrandado.
¿Cómo puede cada iglesia local, ser una corporificación del Dios Triuno? Para ello se necesita el sacerdocio celestial de Cristo. Por Su andar en medio de las iglesias, Él ejerce su función de Sumo Sacerdote celestial. Al ministrarnos Su sacerdocio, Él nos purifica y nos transforma. Originalmente, no éramos de oro, sino de barro. ¡Es posible que todavía tengamos una capa de barro en nosotros! Tenemos que ser purificados. Tenemos que ser transformados.
Lean nuevamente las siete epístolas en Apocalipsis 2 y 3. Allí vemos a Cristo que en Su condición de Sumo Sacerdote ministra a las iglesias a fin de limpiarlas del barro y añadirles oro. Si ustedes leen estos dos capítulos teniendo esta perspectiva, recibirán nuevas revelaciones. Estas epístolas parecen estar llenas de reprensiones. ¿Por qué Él reprendía tanto a las iglesias? Porque deseaba purificarlas.
Al mismo tiempo que las reprendía con Sus palabras, Él también les proveía el suministro necesario. A la iglesia en Éfeso le dijo: “Al que venza, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en el Paraíso de Dios” (2:7). A la iglesia en Pérgamo, Él le prometió: “Al que venza, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecilla blanca, y en la piedrecilla escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (2:17). Comer del árbol de la vida y del maná escondido es ingerir a Cristo como nuestro suministro de vida. Como resultado de ingerir este suministro, somos transformados. Nos convertimos en una piedrecilla blanca. A los vencedores de la iglesia en Filadelfia, el Señor les promete: “Yo lo haré columna en el templo de Mi Dios, y nunca más saldrá de allí” (3:12). Habiendo sido purificados y transformados, aquellos que venzan finalmente serán edificados como columnas en el templo.
El resultado de que el Sumo Sacerdote ministre a las iglesias es que se produce un número de vencedores. No queremos decir que todos los que conforman una iglesia local sean vencedores. Pero fuera de las iglesias, ¿tendría el Señor alguna manera de producir algún vencedor? No veo ninguna posibilidad de que Él obtenga vencedores en la Iglesia Católica. Dudo mucho que Él pueda hacerlo en las denominaciones ni tampoco en los llamados grupos libres. Sin embargo, en las iglesias locales, el Señor tiene todo el espacio y una amplia entrada para intervenir y purificar a Sus buscadores, para brindar el suministro a quienes le aman, y transformarlos en piedras para Su edificio y columnas para Su templo.
Por tanto, el sacerdocio celestial de Cristo ministra a las iglesias logrando producir un número de vencedores. Nosotros ahora estamos bajo este ministerio. Cristo está muy ocupado andando entre las iglesias y hablando. Mientras camina entre las iglesias, Él les habla a todos ellos.
Al hablarles a las iglesias, Él lo hace en conformidad con lo que Él es y también con la condición de esa iglesia. En cada una de las epístolas, Él comienza diciendo quién y qué es Él. Después, les habla en cada caso de acuerdo con lo que aquella iglesia es. Lo que Él les dice en cada caso, es algo práctico y algo que las equipa.
Al andar, Él es Cristo; pero al hablar, Él es el Espíritu. Al inicio de cada una de las siete epístolas, es el Señor quien habla (2:1, 8, 12, 18; 3:1, 7, 14); pero al final, es el Espíritu quien habla a las iglesias (2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22). “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”.
Nuestra experiencia nos confirma esto. Cuando Cristo vino y anduvo por la iglesia en su localidad, ustedes fueron iluminados y reprendidos. El andar de Cristo llegó a ser el Espíritu que habla. Cristo es el Espíritu. Por Su hablar somos suplidos con el árbol de la vida y con el maná escondido. Entonces, somos transformados. Poco a poco, las cosas de barro son lavadas y quitadas, y nos convertimos en una piedra blanca, somos justificados, aceptados y aprobados por Dios con miras a la edificación de Su morada, cuya consumación es la Nueva Jerusalén. Hoy en día, Cristo está muy ocupado ministrando Su sacerdocio celestial.