
Lectura bíblica: 1 Jn. 2:6, 28; 3:24; 4:4, 13, 15, 16; Jn. 14:23; 15:4-5; Ef. 3:17
Todo los escritos de Juan son misteriosos. Su evangelio, por ejemplo, comienza diciendo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”. Esta oración es sencilla, pero misteriosa. ¿Qué quiere decir con “el principio”? ¿Y con “el Verbo”? ¿Cómo es posible que el Verbo esté con Dios y, al mismo tiempo, sea Dios? En Juan 1:14 se nos dice que el Verbo se hizo carne. El Verbo es ciertamente muy elevado y glorioso; mientras que la carne es inferior y miserable. No obstante, ¡el Verbo se hizo carne!
Al leer estos pocos capítulos de las Epístolas de Juan encontramos en ellas un misterio tras otro. En los primeros versículos de 1 Juan, la vida misma es declarada a nosotros. ¿Quién podría definir lo que es la vida? Incluso la vida física es difícil de definir. Juan hace referencia a la vida eterna, pero ¿qué quiere decir con eterna? Cualquier cosa que esto signifique, esta vida eterna nos fue anunciada, e incluso nos fue ministrada y la hemos recibido.
La comunión es otro término misterioso que usa Juan en su primera epístola. ¡Cuán carentes nos encontramos de las palabras apropiadas para explicar lo que es la comunión! La comunión no consiste meramente en intercambiar un apretón de manos. No significa simplemente asociarnos unos con otros y reunirnos con quienes piensan igual que nosotros. Tampoco significa simplemente tener una conversación o mostrar afecto los unos por los otros. Todo esto podría ser indicio de una relación fraternal o amistosa, pero la comunión no es algo tan superficial. La comunión es algo difícil de definir.
Permanecer es otro de los términos usados por Juan. Permanecer no solamente significa mantener una relación íntima. No importa cuán intima pueda ser nuestra relación con alguien, no podemos permanecer en esa persona. No obstante, mediante los escritos de Juan, la Biblia nos dice repetidas veces y de manera enfática, que debemos permanecer en Cristo, y que Cristo debe permanecer en nosotros.
Tanto en su evangelio como en su primera epístola, Juan recalca esta permanencia mutua del uno en el otro. ¿Cómo podemos permanecer en el Señor Jesús? En 1 Juan se nos habla de permanecer en Dios (4:15-16), y en el evangelio de permanecer en Cristo (15:4-5). He aquí una fuerte prueba de que Jesucristo es Dios. Permanecer en Cristo es permanecer en Dios. Permanecer en Dios es permanecer en Cristo.
No es posible explicar de manera cabal lo que verdaderamente significa que Dios permanezca en nosotros y nosotros permanezcamos en Él. Muchas cosas de las cuales somos partícipes y de las cuales disfrutamos, nos son imposibles de definir. Permanecer el uno en el otro es una de estas cosas.
Primero quisiera ampliar lo que dije en el mensaje anterior acerca de la comunión. Para ello nos podemos valer de la ilustración usada por Juan en el capítulo 15 de su evangelio. Allí se nos dice que el Señor Jesús es la vid y que nosotros somos los pámpanos.
Nosotros somos Sus pámpanos, pero no éramos pámpanos naturales. De acuerdo a los hechos y a la revelación de la Biblia, nosotros no somos Sus pámpanos naturales, es decir, no lo somos por nuestro nacimiento natural. Más bien, nosotros éramos ramas de un árbol silvestre (véase Ro. 11:17). Es por medio de la redención y la regeneración que nosotros, las ramas silvestres y pecaminosas, fuimos injertadas en Él.
Esta vid es cultivada por Dios Padre. Él es el labrador y Él es quien plantó esta vid y cuida de la misma. Por tanto, aquí vemos dos entidades distintas: la vid cultivada y los pámpanos que anteriormente eran ramas silvestres. ¿Qué sucede cuando se injertan ambas entidades? Por medio de la vida que ahora corre en ellas, estas dos entidades se convierten en una sola. Ésta no es una vida sin movimiento; sino que ella fluye, crece y se desarrolla. Cuando la vida dentro de nosotros se mueve, esto es comunión.
Vivir a Cristo por medio de la comunión no es meramente prestar atención a Su voz y obedecer Sus palabras. No debemos infiltrar tal pensamiento en este asunto de la comunión. La comunión no es cuestión de escuchar Su voz ni obedecer Sus palabras. Podríamos valernos de tales expresiones, pero ellas serían maneras imprecisas de describir la comunión que existe entre nosotros y Cristo. En realidad, en esta comunión, no se pronuncia palabra alguna, pues las palabras no son necesarias. Nosotros que éramos dos, ahora somos uno, pues la vida que corre dentro de nosotros nos ha conducido a tal unidad. Una vez efectuado el injerto, el árbol y la rama ya no están separados; sino que, en virtud de la vida interna que opera en ellos, han sido hechos uno. El que se une al Señor, es un solo espíritu con Él (1 Co. 6:17).
En términos de nuestra existencia humana, no hay relación más íntima que la relación matrimonial. Sin embargo, nuestra relación con el Señor Jesús es más profunda e íntima aun que la relación más estrecha que pudiera existir entre un marido y su mujer. Una pareja todavía necesita conversar sobre ciertos asuntos a fin de tomar decisiones al respecto debido a que todavía son dos personas separadas entre sí. Sin embargo, el Señor Jesús vive dentro de nosotros y hemos sido hechos uno con Él. La vida que compartimos nos ha hecho uno. Hemos llegado a ser un solo espíritu con Él.
La comunión es el mover de la vida dentro de nosotros que hace que estas dos entidades sean una sola. Los pámpanos y la vid ya no pueden ser dos entidades distintas. Por medio del fluir, el crecimiento y el desarrollo de la vida interior, estas dos entidades, que antes estaban separadas, han llegado a ser una sola. Cuando yo crezco, Cristo también crece. Esto no quiere decir que yo tengo mi crecimiento y Él tiene el Suyo, sino que Él crece cuando yo crezco, y mi crecimiento es el Suyo.
La relación entre esposo y esposa no es tan estrecha. En tal relación, todavía son dos las personas involucradas. Es posible que una de ellas quiera ir a cierto lugar, mientras que la otra prefiera quedarse en casa. Aun si estas personas van juntas, o ambas se quedan en casa, todavía son dos personas las que actúan así. Es posible que ellas hagan algo juntas, no obstante, todavía son dos.
En el caso de la vid y sus pámpanos, no tenemos una pareja, sino una sola entidad. ¿Acaso la vid le dice al pámpano que preste atención a su voz? ¿O que obedezca a lo que ella le dice? ¿O que crezca junto a ella? ¡Cuán necio sería esto! Pues no hay necesidad de palabras, ni tampoco necesidad de prestar atención.
Aparentemente, el Nuevo Testamento nos enseña que debemos imitar a Cristo. También se nos ha enseñado que tenemos que mejorar nuestro comportamiento en conformidad con el modelo que Cristo nos dejó. Cristo es nuestro ejemplo y nosotros tenemos que seguir Sus pisadas. Pero en realidad, el Nuevo Testamento enseña que tenemos que vivir a Cristo mediante Su comunión en vida. No se trata, pues, de que nos esforcemos por mejorar nuestro comportamiento, sino más bien, que lo vivamos a Él por medio de la comunión interna que proviene de esta vida que se mueve. Cuando esta vida se mueve en nuestro ser, cuando esta vida se mueve dentro de nosotros, se produce una corriente; nosotros tenemos que vivir a Cristo en virtud de esta corriente, la cual es la comunión. ¡Qué diferente es esto de simplemente imitar a Cristo!
La vida resulta en comunión. La comunión nos lleva a mezclarnos. ¡Nos mezclamos con Dios!
¿Se opone usted a que digamos que Dios se mezcla con la humanidad? Algunos piensan que es una blasfemia afirmar que el Dios todopoderoso se ha mezclado con Su criatura, el hombre. Ellos dicen que esto equivale a elevar al hombre al mismo nivel con la Deidad.
Pero ¿acaso Dios no descendió hasta colocarse a nuestro nivel? Él, quien es el Verbo desde la eternidad, se hizo carne (Jn. 1:14). En Filipenses 2 se nos dice que, si bien existía en forma de Dios, “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo”. Él es Dios, no obstante se humilló a Sí mismo al hacerse hombre; Él estaba en el trono, pero condescendió para nacer en un pesebre; no solo se humilló a Sí mismo para ser un hombre, sino aún más, se humilló al nivel más bajo de la humanidad hasta el punto de ser criado en la casa de un carpintero. ¡Cuántas gracias le damos por esto!
¿Acaso no hemos sido elevados? Estábamos en un profundo calabozo. Un día, Él vino a donde nos encontrábamos y entró en nuestro ser. Él nos ha elevado a donde Él está. Ahora, estamos con Él, en los lugares celestiales (Ef. 2:6). Él ha llegado a formar parte de nosotros y nosotros formamos parte de Él. ¿No somos miembros de Cristo? (1 Co. 12:27). ¿Acaso mi meñique no forma parte de mí?
¡Dios se mezcló con nosotros y nosotros con Él! Se ha querido objetar a esto diciendo que tal declaración implicaría que Dios pierde Su divinidad y nosotros perdemos nuestra humanidad. Pero no es así. Cuando hacemos té, por medio de añadir las hojas de té al agua hervida, no se produce cambio alguno en la sustancia, ni en la naturaleza del agua o de las hojas de té. Si el agua se evaporase, las hojas de té seguirían allí. No obstante, los dos se han mezclado hasta formar una sola bebida. Al beber esta bebida no tomamos primero el agua y después el té; sino que cuando bebemos el agua, bebemos el té, y cuando bebemos el té, bebemos el agua. Ambos son una sola bebida. Lo divino y lo humano están mezclados en un solo espíritu. El hecho de que seamos unidos al Señor en un solo espíritu con Él no anula Su divinidad ni tampoco nuestra humanidad. La humanidad continúa existiendo en la divinidad, y la divinidad continúa existiendo en la humanidad.
El propósito de Dios es llegar a ser uno con nosotros. La gran mayoría de los cristianos no se da cuenta de esto. El cristianismo ha errado el blanco. Ellos están familiarizados con la redención y la regeneración; sin embargo, la economía de Dios implica mucho más que esto. Él nos hizo uno con Él. Esto no quiere decir que fuimos deificados ni que seamos objeto de adoración. Esto equivale a decir que poseemos la vida de Dios y la naturaleza de Dios mas no la Deidad, pues no llegamos a ser la Deidad misma.
Ahora que sabemos que debemos tomar nuestra unidad con Dios como base, debemos considerar de qué manera podemos permanecer en Él y hacer que Él permanezca en nosotros.
Él nos regeneró mediante Su salvación. Ser regenerados equivale a ser injertados en Él. Hubo un tiempo en que éramos salvajes, pecaminosos y estábamos alejados de Dios. Pero un día, Su redención nos llevó de regreso a Dios y Su regeneración hizo que fuéramos injertados en Él. Esto quiere decir que ahora nosotros estamos en Dios. ¡Ahora estamos en Dios! ¡Y Dios ahora está en nosotros!
Permanecer en Dios y permitir que Él permanezca en nosotros, es quedarnos en esta posición. ¡Quédense en la vid! No se alejen ni se separen de Él, pues separados de Él nada podemos hacer (Jn. 15:5). Tenemos que quedarnos en Él.
Lo dicho por Pablo es todavía más enfático que lo dicho por Juan al respecto. En Efesios 3:17 Pablo nos dice que Cristo deberá hacer Su hogar en nuestros corazones. La expresión hacer Su hogar en el griego es la forma verbal del sustantivo hogar o morada. ¡Cristo quiere morar, habitar, en nosotros! Este significado es más profundo que lo que significa permanecer el uno en el otro. Hacer nuestro hogar implica más que simplemente estar o permanecer en un lugar. Muchas veces yo he tenido que alojarme en diversos moteles y hoteles. Siempre dejo mi habitación en la misma condición en que la encontré, pues esos hoteles no son mi hogar. Después de unas cuantas horas, los dejaré, por lo cual no hay motivo para que yo haga reparación alguna en dicha habitación. Pero con mi casa propia, la historia es muy distinta, pues, me preocupo por mantenerla en buena condición a fin de que sea útil para la vida que llevo, debido a que es mi morada. Así pues, no simplemente me quedo, o permanezco, en ese lugar, sino que ¡hago de aquel lugar mi hogar!
No solamente debemos permanecer en Dios, sino que, además, tenemos que hacer de Él nuestra morada. ¡No basta con quedarse allí una noche! Procuren vivir allí. Echen raíces en Él. No se muden, ¡incluso por toda la eternidad! Nuestra morada es nuestro Dios. Nuestro hogar es el Dios eterno.
También tenemos que dejar que Él haga de nosotros Su hogar. “Señor Jesús, haz Tu hogar en mí. No quiero que solamente permanezcas en mí, echa raíces en mí y haz de mí Tu hogar”. A los jóvenes les gusta salir a acampar por una noche. ¿Estamos simplemente acampando en Dios? ¿Estamos simplemente dejando que Dios acampe en nosotros? ¡No! Esto no es algo temporal, no es una estadía de sólo una noche. Más bien, es cuestión de hacer nuestro hogar aquí.
¿Han hecho de Dios vuestro hogar? En el mejor de los casos, tal vez ustedes únicamente permanezcan en Él. No hay lugar en toda la tierra que sea tan dulce y grato como nuestro hogar. Dios debe ser nuestro hogar, no solamente el lugar donde estamos.
También tenemos que permitir que Dios haga de nosotros Su hogar. El Señor Jesús dijo: “El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). Aquí, el sujeto de “vendremos” y “haremos morada” es tanto el Padre como el Hijo. Ellos vendrán a aquel que ama al Señor Jesús y vendrán no solamente para visitarlo, sino que harán “morada con él”. El mismo Dios al que amamos vendrá, no para visitarnos simplemente, ni siquiera para simplemente quedarse con nosotros, sino para hacer morada, Su morada, en nosotros. Nosotros seremos Su habitación.
Podemos permanecer en Él, haciendo de Él nuestra morada; y Él puede permanecer en nosotros, haciendo de nosotros Su morada. ¿En qué consiste esta mutua permanencia? Es una mezcla.
Esta palabra, mezcla, es usada varias veces en Éxodo, Levítico y Números, haciendo referencia a la mezcla de la harina fina con el aceite en la preparación de las ofrendas. La ofrenda de harina consistía en tortas sin levadura hechas de harina fina mezclada con aceite (Lv. 2:4). La harina fina representa la humanidad de Cristo, mientras que el aceite se relaciona con Su divinidad. Cristo como la ofrenda de harina que fue ofrecida a Dios era la mezcla de la humanidad con la divinidad.
Cuando permanecemos en Cristo y permitimos que Él permanezca en nosotros, somos mezclados juntos. ¿Cómo es posible que uno permanezca en el otro? Esto sería imposible si no fuera porque Él es el Espíritu y porque nosotros tenemos un espíritu. Estos dos espíritus se han unido como uno solo. El espíritu humano está unido al Espíritu divino (1 Co. 6:17). Algunos podrían hacer distinción entre estar unidos y estar mezclados. La Biblia nos dice que Dios es el agua que podemos beber (Jn 7:37-39; 1 Co. 10:4). Supongamos que vertimos algo de leche en un vaso de agua. ¿Acaso estos dos líquidos sólo se han unido, sin estar mezclados? ¿Se podría evitar la mezcla? En tal caso, sería ilógico querer distinguir entre estas dos palabras. Nosotros estamos mezclados con Cristo, porque Él es el Espíritu (2 Co. 3:17) y nosotros tenemos un espíritu. Un día, estos dos espíritus se unieron. Cuando esto sucedió, ellos no podían evitar mezclarse entre sí.
“En esto sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado [...] En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros, en que nos ha dado de Su Espíritu” (1 Jn. 3:24b; 4:13). En estos dos versículos Juan nos dice que sabemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros debido al Espíritu. Por nosotros mismos, nos es imposible permanecer, pero por el Espíritu ciertamente permanecemos en Él, y Él permanece en nosotros.
En nuestro mensaje anterior dijimos que vivimos a Cristo primeramente en virtud de la comunión. Ahora, veremos la segunda manera en que esto es posible. Vivimos a Cristo por medio de permanecer mutuamente con Dios. Permanecer es quedarse en el espíritu mezclado. Dentro de nuestro ser está nuestro espíritu, el cual está mezclado con el Espíritu divino. Es aquí donde tenemos que permanecer. Esta parte de nosotros tiene que convertirse en nuestro hogar. Además, es aquí donde tenemos que permitir que Dios haga Su hogar. Ambos vivimos aquí. Siempre y cuando ambos podamos hacer de este espíritu mezclado nuestra morada, espontáneamente viviremos a Cristo. Aquí, espontáneamente se produce la comunión. Los dos somos uno en esta vida que fluye.
Si ésta es nuestra morada mutua, Cristo será expresado en nuestro vivir cuando hablemos. Él será expresado en nuestro vivir en todo cuanto hagamos. Él será expresado en nuestro vivir, incluso mediante las actitudes que manifestemos. Al amar a nuestra esposa, le expresaremos a Él. Si somos humildes, nuestra humildad será Cristo manifestado en nuestro vivir.
Vivir a Cristo es fruto de que permanecemos en Él, y Él permanece en nosotros. Ambos hacemos nuestro hogar en este mismo lugar: nuestro espíritu mezclado. Él y nosotros nos hemos mezclado y ahora somos un solo espíritu. Este espíritu mezclado es nuestra morada. Esto es lo que hace de nosotros personas gozosas, vivientes y elevadas. ¡Estamos en el espíritu mezclado, y éste es nuestro hogar!