
Lectura bíblica: Col. 3:11; 1:18; 2:2; 2 Co. 4:5
¿Para qué fueron creadas todas las cosas? ¿Para qué existen los ángeles? ¿Para qué existen los seres humanos? ¿Creó Dios todas estas cosas sin ningún propósito o son parte de Su plan?
¿Por qué escogió Dios al hombre, comisionó a los profetas, envió al Salvador, nos dio el Espíritu Santo, estableció la iglesia y Su reino? ¿Por qué desea Dios esparcir el evangelio hasta las partes más remotas de la tierra y predicar la salvación? ¿Por qué tenemos que salvar a los pecadores y edificar a los creyentes?
Algunos piensan que el punto central es el bautismo, hablar en lenguas, guardar el sábado u otras cosas. Pero, ¿qué es lo central para Dios?
La obra de Dios tiene una meta. ¿Cuál es la meta de nuestra obra? Debemos tener una meta en nuestra visión y en nuestra obra. Si no vemos lo que es central para Dios, nuestra labor no tendrá ninguna meta.
Las verdades de Dios son sistemáticas y están interrelacionadas. Las verdades de Dios tienen un centro, y todo lo demás es secundario.
Algunos han determinado el centro de sus obras basándose en sus propias inclinaciones y en la necesidad que ven a su alrededor. Pero nuestro centro debe coincidir con la predestinación de Dios y con lo que El necesita.
¿Qué es lo central para Dios? ¿Cuál es la verdad subyacente en las cosas de Dios? ¿Cuál es el delineamiento de dicha verdad? ¿Quién es el Señor Jesús? Todos decimos que El es nuestro Salvador, pero muy pocos pueden decir como Pedro que El es el Cristo de Dios.
El centro de la verdad de Dios es Cristo. El centro de Dios es Cristo. “El misterio de Dios, es decir, Cristo” (Col. 2:2). Este misterio está escondido en el corazón de Dios. El nunca le dijo a nadie por qué creó todas las cosas ni por qué creó al hombre. Por eso, era un misterio. Más tarde, reveló este misterio a Pablo y le comisionó que lo declarara. Este misterio es Cristo.
El Señor Jesús es el Hijo de Dios y también el Cristo de Dios. Cuando el Señor nació, un ángel le dijo a María que Jesús era el Hijo de Dios (Lc. 1:35), y los ángeles les dijeron a los pastores que El era Cristo el Señor (Lc. 2:11). Pedro lo conoció como el Cristo y como el Hijo de Dios (Mt. 16:16).Cuando el Señor resucitó fue designado Hijo de Dios (Ro. 1:4). Por medio de la resurrección, Dios también lo hizo Señor y Cristo (Hch. 2:36), y el hombre recibe vida al creer que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (Jn. 20:31). En cuanto a Su persona, el Señor es el Hijo de Dios. En el plan de Dios, con relación a Su obra, Jesús fue ungido por Dios y, por ende, es el Cristo de Dios. El es el Hijo de Dios desde la eternidad y lo será por la eternidad, pero es Cristo desde el comienzo del plan de Dios. La meta de Dios es que Su Hijo tenga la preeminencia en todo (Col. 1:18). El plan de Dios se centra en Cristo. “Cristo es el todo, y en todos” (Col. 3:11).
Dios hizo todas las cosas y creó al hombre para que expresara la gloria de Cristo. En esta era los creyentes expresan al Señor sólo parcialmente. En el futuro toda la creación expresará a Cristo, y todo el universo se llenará de Cristo. Dios creó todas las cosas para que expresaran a Cristo. El creó al hombre para que fuera como Su Hijo, con la vida y la gloria de El, a fin de que el Hijo unigénito llegase a ser el Primogénito entre muchos hermanos. El creó y redimió al hombre para Cristo. El propósito de la redención era alcanzar la meta con la cual Dios creó al hombre. Cristo es el Novio, y nosotros somos los amigos del Novio. El es la piedra angular, y nosotros somos millones de piedras. Dios nos creó para satisfacer el deseo de Cristo. Estamos agradecidos por haber visto la relación que existe entre Cristo y nosotros, y entre Dios y Cristo. El centro de Dios es Cristo. Su meta se centra en El y tiene dos fines: (1) que todas las cosas expresen la gloria de Cristo y (2) que el hombre sea como Cristo, con la vida y la gloria de El.
(24 de enero por la mañana)
Lecturas bíblicas:
El primer grupo de pasajes: el plan de Dios: Ef. 3:9-11 (“propósito” puede traducirse “plan”); 1:8-11 (“voluntad” también puede traducirse “plan”); Ap. 4:11 (“voluntad” puede traducirse “beneplácito”); 1 Co. 8:6; Ro. 11:36
El segundo grupo: el plan de Dios de entregar todas las cosas a Cristo: Ef. 4:10; Jn. 3:35; 13:3; 16:15; 17:7; He. 1:2
El tercer grupo: Cristo, por quien todas las cosas fueron creadas: He. 1:2b, 3b; Jn. 1:1-3, 10; Col. 1:16-17; 1 Co. 8:6b
El cuarto grupo: Cristo crea al hombre: 1 Co. 11:3; Gá. 4:4-7; Ro. 8:28b-30 (“Propósito” se puede traducir “plan”); 1 P. 2:2a; 1 Co. 1:9; He. 2:5-10; 1 Co. 3:21-23
El quinto grupo: la eternidad, después de la redención: Fil. 2:9-11; Ap. 4:11; 5:12-14; 1 Jn. 3:2
El sexto grupo: lo que Dios dispuso antes de la fundación del mundo: Jn. 17:24; Ef. 1:4-5; Tit. 1:2; 2 Ti. 1:9-10; 1 P. 1:20
El séptimo grupo: lo que Dios dispuso desde la fundación del mundo: Mt. 25:34; He. 4:3; 9:26; Ap. 13:8; 17:8
Dios tenía un plan antes de la fundación del mundo, que consistía en reunir todas las cosas en los cielos y en la tierra bajo Cristo y en El. Este plan se basa en Su beneplácito. Dios es la causa primera; todo es de El y por El. Esto es lo que indica el primer grupo de versículos.
En la eternidad pasada, Dios determinó que habría una casa y que la segunda persona de la Deidad, el Hijo, gobernaría sobre ella. El entregó todas las cosas al Hijo, y éste lo heredó todo; todo es Suyo, existe por medio de El y para El. El Padre planea; el Hijo hereda lo planeado; y el Espíritu lleva a cabo dicho plan. Desde la eternidad pasada el Padre ha amado al Hijo; el Hijo es el Amado del Padre, pues Dios lo amó desde la eternidad pasada. Cuando el Hijo vino a la tierra, el Padre declaró: “Este es Mi Hijo, el Amado” (Mt. 3:17). El Padre ama al Hijo y le dio todas las cosas. El Señor, antes de morir, sabía “que el Padre le había dado todo en las manos” (Jn. 13:3). Cuando resucitó y ascendió, lo hizo para “llenarlo todo” (Ef. 4:10). Este es el significado que nos comunica el segundo grupo de versículos.
Después de que el Padre hizo un plan, el Hijo creó. El Padre planeó la creación según Su propia voluntad; El Hijo estuvo de acuerdo con ello y creó; y el poder del Espíritu lo llevó a cabo. El Hijo fue quien creó todas las cosas. En la creación, el Hijo es el Primogénito de toda creación (Col. 1:15) y el comienzo mismo de la creación (Ap. 3:14). Según el plan eterno, Dios ordenó antes de la fundación del mundo que el Hijo se hiciera carne y efectuara la redención (1 P. 1:20). Dentro del plan de Dios, el Hijo fue el primero de la creación; por consiguiente, El es la Cabeza de toda la creación. Dios planeó, y el Hijo creó. La creación fue completada para el Hijo. Dios creó todas las cosas para satisfacer el corazón del Hijo. ¡Oh, cuán grandioso es El Señor! ¡El es el Alfa y la Omega! Es el Alfa porque todas las cosas son Suyas, y es la Omega porque todas las cosas son para El. Este es el contenido del tercer grupo de versículos.
Dios creó al hombre para que fuese como Cristo y tuviese Su vida y Su gloria. Dios se expresa por medio de Cristo, y Cristo se expresa por medio del hombre. Dios nos llamó a participar de Su Hijo, para que lleguemos a ser como Su Hijo y para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos. Desde la eternidad hasta la resurrección, el Señor fue el Unigénito. Cuando resucitó, llegó a ser el Primogénito. Por eso, después de la resurrección, dijo: “Vé a mis hermanos, y diles: Subo a Mi Padre y a vuestro Padre, a Mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20:17). Los muchos hijos vienen a serlo en el Primogénito. Dios hizo que el Unigénito muriera para producir muchos hijos. El no solamente nos hizo hijos y nos dio la vida del Hijo, sino que también nos hizo herederos junto con El. Por un breve lapso El Hijo se hizo hombre, o sea, inferior a los ángeles. Después recibió honor, gloria y Su corona, y llevó muchos hijos a la gloria. La razón por la cual Dios creó al hombre fue que éste tuviera la vida de Su Hijo y entrara en la gloria con el Hijo, para que así satisficiera el corazón de Su Hijo. Damos gracias a Dios porque nos creó y nos redimió a fin de traer satisfacción al corazón de Cristo.
(25 de enero, por la mañana)
Dios predestinó al hombre para que fuese conformado a la imagen de Su Hijo. (Nos predestinó según Su previo conocimiento. La predestinación se relaciona con nuestro destino. La elección se relaciona con nosotros mismos como seres humanos. Su predestinación se relaciona con la eternidad, y Su llamado, con esta era). Dios desea que seamos conformados a la imagen de Su Hijo, lo cual significa que El es el molde, en el que nos hace los muchos hijos, y así Cristo viene a ser el Primogénito entre muchos hermanos. Dios no sólo desea que tengamos la vida de Su Hijo, sino también la gloria de El (Ro. 8:29-30). Dios desea que Su Hijo lleve muchos hijos a la gloria. El Hijo de Dios es el “que santifica”, y nosotros somos los que somos “santificados”. El y nosotros somos de un mismo Padre. Por lo tanto, El no se avergüenza de llamarnos hermanos (He. 2:11). Cristo, al estar en nosotros, nos hace hijos de Dios, y en el futuro nos guiará a la gloria. Por lo tanto, El es la esperanza de gloria en nosotros (Col. 1:27). Ahora somos los hijos de Dios, y un día seremos glorificados con Cristo (Ro. 8:16-17). Dios desea impartir la vida de Su Hijo en muchas personas, haciéndolas Sus muchos hijos a fin de que El sea el Primogénito entre muchos hermanos y tenga el primer lugar en todas las cosas.
El Cristo individual es diferente al Cristo corporativo. En 1 Corintios 12:12 se habla del Cristo corporativo, quien consta del Cristo individual y de la iglesia. El Cristo es la iglesia. Cuando nacimos, éramos Adán. Hoy, debido a que tenemos la vida de Cristo, somos Cristo. Adán fue el primer hombre, y Cristo es el segundo hombre y también el postrero (45, 1 Co. 15:47). Antes de la muerte y resurrección de Cristo, solamente había un Cristo, el Cristo individual. Después de Su muerte y resurrección El depositó Su vida en muchas personas y llegó a ser el Cristo corporativo. Lo anterior y el mensaje que precede, constituyen el contenido del cuarto grupo de versículos.
El plan de Dios se originó antes de la fundación del mundo. En ese entonces Dios ya amaba al Hijo (Jn. 17:24) y lo predestinó para que fuese el Cristo (1 P. 1:19-20). Más adelante nos escogió a nosotros para que fuéramos Sus hijos (Ef. 1:4-5). (En lo pertinente a la elección, Dios escoge a algunos hombres, mientas que en la predestinación hace un llamado a la filiación.) En la eternidad pasada Dios nos dio gracia (2 Ti. 1:9-11) y nos predestinó para que participásemos de Su vida, no de Su persona (Tit. 1:2). Dios sabía que Satanás se rebelaría y rompería la armonía entre Dios y la creación. Sabía de antemano que el hombre fracasaría y se volvería pecador. Consecuentemente, antes de la fundación del mundo, Dios tuvo una conversación con Su Hijo y lo envió a morir en la cruz para reconciliar todas las cosas con Su Hijo, para redimir al hombre caído y para ponerle fin a Satanás, quien se había rebelado. Este es el significado del sexto grupo de versículos.
Dios cumplió Su plan desde la fundación del mundo. El Señor fue inmolado desde la fundación del mundo (Ap. 13:8). Nuestros nombres fueron escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo (Ap. 13:8). (Fuimos elegidos antes de la fundación del mundo.) La creación fue culminada desde la fundación del mundo (He. 4:3). Su reino eterno fue preparado desde la fundación del mundo (Mt. 25:34). Este es el contenido del séptimo grupo de versículos.
Después de la muerte y resurrección del Señor, Dios “le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:9-11). Dios le hizo Señor y Cristo (Hch. 2:36) y sometió todas las cosas bajo Sus pies (Ef. 1:20-22). En Apocalipsis 4 y 5 se nos muestra la escena de la ascensión del Señor después de Su resurrección, en la cual El recibe gloria y alabanza. El capítulo cuatro nos muestra la alabanza que ofrecen todas las criaturas. El capítulo cinco presenta la alabanza elevada por la redención. Dios desea poner al enemigo bajo los pies del Señor (Mt. 22:44). Para que esto se lleve a cabo, la iglesia hoy día tiene una gran responsabilidad. Dios espera que la iglesia realice esta obra.
Desde que el hombre cayó, al rebelarse Adán, todas las cosas quedaron sujetas a vanidad. Esto significa que la meta original y el rumbo se había perdido. En la actualidad todas las cosas están sujetas a vanidad y anhelan que se manifiesten los hijos de Dios. En este período de espera, toda la creación está bajo la esclavitud de corrupción. Vemos esto en la atenuación gradual de la luz solar y en la rapidez con que se marchita la vida vegetal. No obstante, todas las cosas creadas tienen la esperanza de que un día serán libertadas de la esclavitud de corrupción. Con esta esperanza, toda la creación gime con dolores de parto. Cuando los hijos de Dios entren a la libertad de la gloria, todas las cosas entrarán en esa libertad. Pero hoy día podemos gustar con antelación el poder de la era venidera. (La iglesia es el anticipo del poder de la era venidera, mientras que el reino es el anticipo del poder de la eternidad). Un día nuestros cuerpos serán redimidos, recibiremos la plena filiación y entraremos en la libertad de la gloria (Ro. 8:19-23).
Cuando el Señor se manifieste, seremos semejantes a El (1 Jn. 3:2).Por una parte, somos Sus hijos y tenemos Su vida y naturaleza, y por otra, heredamos lo que El nos lega en gloria (1 P. 1:3-4).
En Apocalipsis 21 y 22 se presenta un cuadro de la eternidad, no del milenio. Estos dos capítulos hablan de cuatro entidades cruciales: (1) Dios, (2) el Cordero, (3) la ciudad: la ciudad física con sus ciudadanos, a quienes Dios predestinó desde antes de la fundación del mundo y a quienes adquirió, o sea, los sedientos que se mencionan en Apocalipsis 7, y (4) las naciones. Dios y el Cordero son el centro de la ciudad. En Apocalipsis 21:9-22 se habla de la ciudad, y en el versículo 23 se menciona el centro de la ciudad. La gloria de Dios es la luz, y el Cordero es la lámpara. La luz es emitida por la lámpara, lo cual indica que Dios se revela en el Cordero. El centro de la nueva creación es la Nueva Jerusalén, y el centro de la Nueva Jerusalén es Dios y el Cordero, y se compone de los hijos de Dios. La gloriosa luz de Dios es el Cordero. La lámpara ilumina la ciudad, y la ciudad, a su vez, resplandece sobre las naciones. En la ciudad hay una sola calle y un solo río; así que uno no se pierde. La calle desciende en espiral, y el río corre por en medio de la calle y fluye junto con ella. Tanto la calle como el río proceden del trono de Dios y del Cordero. Así que, Dios y el Cordero son el centro.
Cuando todas las cosas hayan sido sometidas al Señor, El se sujetará voluntariamente a Dios (1 Co. 15:28). Esto es lo que presenta el quinto grupo de versículos.
Por consiguiente, vemos que desde la eternidad y hasta la eternidad, todas las cosas que Dios hizo, las hizo para Su Hijo, a fin de que El tenga la preeminencia en todas las cosas. La meta de Dios es que Su Hijo reine sobre todas las cosas.
(26 de enero, por la mañana)
Hace pocos días hablamos de que “Cristo es el todo, y en todos”. Dios planeó antes de la fundación del mundo “tener el primer lugar en todas las cosas”. Veamos como la redención de Cristo lleva a cabo el plan de Dios.
El plan de Dios tiene una meta con dos aspectos: (1) Tener todas las cosas que expresen la gloria de Cristo, para que El tenga la preeminencia en todas las cosas, y (2) hacer que el hombre sea conformado a Cristo, y que tenga Su vida y Su gloria.
Colosenses 1 expresa las siguientes dos cosas: (1) Cristo tiene la preeminencia en todas las cosas, y (2) Cristo es la Cabeza de la iglesia.
Efesios 1 tiene estas dos afirmaciones: (1) Cristo es Cabeza sobre todas las cosas que hay en los cielos y en la tierra, y (2) la iglesia es Su herencia.
Apocalipsis 4 y 5 también contiene dos aseveraciones: (1) El capítulo cuatro habla de la creación, y (2) el capítulo cinco, de la redención.
Dios creó todo lo que existe para llevar a cabo Su plan. Cuando creó las cosas y al hombre, tenía como meta que todo expresara a Cristo, y que el hombre fuera conformado a Cristo, con Su vida y Su gloria. Sin embargo, Satanás se rebeló y trató de impedir esto, haciendo que todas las cosas se salieran de su cauce y haciendo caer al hombre. Por tanto, Dios tuvo que efectuar la redención para cumplir la meta que se había propuesto con la creación. Como resultado, la redención que Cristo efectuó debe: (1) reconciliar todas las cosas con Dios, y (2) redimir a la humanidad caída impartiendo Su vida en ellos. Para resolver este problema, la redención también debe: (3) castigar la rebelión de Satanás, y (4) quitar el pecado del hombre.
La redención que Cristo realizó resolvió estos cuatro asuntos y así cumplió la meta de Dios: (1) reconcilió todas las cosas con Dios, y (2) depositó Su vida en el hombre. También solucionó el problema que se le había presentado a Dios: (3) quitó de en medio al rebelde Satanás, y (4) quitó el pecado del hombre. Dos de estos aspectos son positivos, y dos son negativos.
Antes de la fundación del mundo, el Padre tuvo una conferencia con Su Hijo, en la cual le pidió a Su Hijo que se hiciera hombre para efectuar la redención. Esta no era un remedio provisional que Dios hubiera tenido que llevar a cabo en ese momento, sino un plan preparado con antelación según Su predestinación. Cristo no vino al mundo para ser un hombre a la imagen de Adán; por el contrario, Adán fue creado a la imagen de Cristo. Génesis 1:26 expresa el plan de Dios, y 1:27 presenta la manera en que lo ejecuta. El versículo 26 dice: “Hagamos” ese plan, mientras que el versículo 27 dice que Dios creó a “Su” (singular) imagen. El versículo 26 habla del plan formulado en la conferencia de la Deidad, mientras que el versículo 27 describe la creación del hombre a la imagen del Hijo. Adán fue creado a la imagen de Cristo y, por ende, tipifica a Cristo (Ro. 5:14). La venida de Cristo al mundo no fue un remedio temporal, pues ya hacía parte del plan de Dios. Cristo fue ungido antes de la fundación del mundo. El es el hombre universal. El no está limitado por el tiempo ni el espacio; es el Ungido desde antes de la fundación del mundo. También es el Cristo que llena el universo. Belén y Judea son universales. Cristo no solamente nació en Belén y fue bautizado en el río Jordán; el universo también nació y fue bautizado allí. El Cristo de los evangelios se debe considerar el Cristo universal.
El primer aspecto de la redención es la encarnación de Cristo. Cristo se encarnó como hombre al bajar de la posición de Creador a la posición de criatura. El tuvo que tomar un cuerpo creado a fin de poder morir por el hombre y por todas las cosas. Primero tiene que estar en Belén y después en el Gólgota. Debe estar el pesebre antes de poder ir a la cruz.
(1) La redención que Cristo efectuó reconcilió todas las cosas con Dios. Todas las cosas fueron creadas en Cristo (Col. 1:16). Cuando Dios mira a Cristo, ve todas las cosas, pues para El todas las cosas se hallan en Cristo, de la misma manera que Leví pagó diezmos estando en los lomos de Abraham (He. 7:9-10). Cristo gustó la muerte por todas las cosas (He. 2:9). En la cruz El reconcilió todas las cosas con Dios (Col. 1:20). La extensión de la redención de Cristo no solamente llega al hombre sino también a todas las cosas. Puesto que las cosas no pecaron, no necesitan redención. El problema entre las cosas y Dios es que no están reconciliadas, y por eso solamente necesitan reconciliación.
(2) La redención proporciona al hombre la vida de Cristo. La redención no solamente reconcilia todas las cosas con Dios, sino que también hace que el hombre tenga vida y sea como El. Por la redención Cristo libera Su vida. Cuando El estuvo en la tierra, Su vida divina estaba restringida y confinada a Su carne. Mientras estaba en Jerusalén, no podía estar en Galilea. La muerte de Cristo hizo que esta vida confinada fuese liberada.
“El grano de trigo” al que alude Juan 12:24 es el Hijo unigénito de Dios. La vida de este grano de trigo estaba confinada en su cáscara. Si un grano no cae en la tierra y muere, seguirá siendo un grano. Si el muere, y su cáscara se parte, la vida que contiene se libera y produce de esta manera muchos granos. Todos estos granos serán idénticos al primer grano. También podemos decir que todos los granos están en ese grano inicial. Cristo murió para producirnos a nosotros. Antes de Su muerte El era el Hijo unigénito, y después de Su resurrección llegó a ser el Primogénito entre muchos hijos. La resurrección de Cristo nos regenera para que obtengamos Su vida.
“El fuego” mencionado en Lucas 12:49 es la vida de Cristo. Cuando Cristo estaba en la tierra, Su vida estaba confinada en esa cáscara. Por medio de Su bautismo —Su muerte en la cruz— esa vida fue liberada y cayó sobre la tierra. Después de caer en la tierra, se encendió. Esto causó división en la tierra. ¡La muerte de Cristo es la grandiosa liberación de Su vida! Como resultado de Su muerte, se nos impartió Su vida.
Lo anterior muestra que la redención de Cristo lleva a cabo las dos metas de Dios. Veamos cómo la redención de Cristo le soluciona dos problemas a Dios.
(1) La redención de Cristo pone fin a Satanás, quien se había rebelado. Lo que vence a Satanás no es la cruz sino la sangre. Satanás sabía que si inyectaba su veneno en la primera pareja, este veneno se diseminaría a todos sus descendientes. Satanás cometió fornicación espiritual con nuestros antepasados y depositó el veneno pecaminoso de la mentira en sus almas. La vida del alma está en la sangre. Por eso la vida del hombre se transmite por la sangre (Hch. 17:26). Por lo tanto, el veneno pecaminoso inyectado en esta primera pareja nos fue transmitido por medio de la sangre.
La sangre de Cristo no tiene veneno; es preciosa e incorruptible. El llevó sobre Sí los pecados de muchos en la cruz, donde murió y vertió toda Su sangre. Cuando resucitó no tenía sangre, aunque sí tenía huesos y carne. “El derramó Su vida [o Su alma] hasta la muerte” (Is. 53:12). En Cristo nuestra sangre fue derramada por completo; de modo que Satanás no tiene terreno para actuar en nosotros. La sangre de Cristo destruyó y puso fin a Satanás y a todo lo que se relaciona con él.
(2) La redención de Cristo quitó los pecados del hombre. Nuestros pecados requieren la muerte de Cristo. Cuando Cristo murió como nuestro substituto, eliminó ante Dios la lista completa de nuestros pecados, y cuando murió como nuestro representante, como la Cabeza, nos libró de nuestros pecados.
La muerte de Cristo cumplió las dos metas de Dios y resolvió los dos problemas que mencionamos. Esta es la victoria de Cristo y ya se obtuvo. Dios nos ha dejado en la tierra para que mantengamos esta victoria y la prediquemos a toda criatura (Col. 1:23). El bautismo y el partimiento del pan exhiben la victoria de la muerte de Cristo a los ángeles, al diablo, a las naciones y a todas las cosas.
Las metas que Dios tiene en la redención son que seamos el pueblo especial de Dios (Tit. 2:14), que seamos un sacrificio vivo (Ro. 12:1), que vivamos para El y muramos para El (Ro. 14:7-9), que seamos el templo del Espíritu Santo que glorifica a Dios (1 Co. 6:19-20), que vivamos para El (2 Co. 5:15) y que Cristo sea magnificado en nuestro cuerpo, o por vida o por muerte, ya que para nosotros el vivir es Cristo (Fil. 1:20-21).
La meta de la redención es darle a Cristo el primer lugar en todas las cosas, y para que esto suceda, El debe tener la preeminencia en nosotros. Nosotros somos las primicias de todas las cosas. Primero nosotros debemos sujetarnos a Cristo, luego, todas las cosas se sujetarán a El. La cruz hace posible que Dios logre Su meta en nosotros y hace que El crezca y que nosotros mengüemos. La cruz encontrará lugar para Cristo y hará que tenga el primer lugar. Dios actúa por medio de la cruz, la cual, a su vez, opera en nuestras circunstancias escarbando hasta lo más recóndito de nuestro ser, haciendo que conozcamos a Cristo y seamos llenos de El, a fin de que El tenga la preeminencia en nosotros. La redención cumplió el plan que Dios se había propuesto antes de la fundación del mundo. Dicho plan le da la preeminencia en todas las cosas. Debemos olvidarnos de nuestros intereses personales y dedicarnos exclusivamente al cumplimiento del destino eterno de Dios, por el cual Cristo obtiene el primer lugar en todas las cosas. Cuando veamos al Mesías, tiraremos nuestro cántaro. ¡Cuando veamos al Cristo de Dios lo dejaremos todo!
(27 de enero, por la mañana)
Lectura bíblica: 2 Co. 5:14-15; Gá. 2:20
La vida del creyente es Cristo (Col. 3:4). El hecho de que Cristo sea nuestra vida y que El sea nuestro poder son dos cosas diferentes. ¿Cómo podemos ser santos? ¿Cómo podemos tener la victoria?
(1) Muchos piensan que la santidad y la victoria equivalen a ser librados de los pecados insignificantes y dominar el mal genio.
(2) Algunos piensan que tener santidad y victoria significa ser paciente, humilde y manso.
(3) Otros piensan que ser santo y victorioso significa dar muerte al yo y a la carne.
(4) Otros piensan que la santidad y la victoria se obtienen estudiando más la Biblia, orando más, siendo más cuidadosos y confiando en el Señor para que nos dé fortaleza.
(5) Otros tienen la idea de que el poder está en el Señor, que nuestra carne fue crucificada, y que por fe, debemos reclamar el poder del Señor para vencer y ser santos.
Ninguno de los cinco casos mencionados es correcto. El quinto caso da la impresión de estar bien, pero en verdad no es así, por las siguientes razones:
Cristo es nuestra vida. ¡Esto es victoria! ¡Esto es santidad! Cristo es la vida victoriosa, la vida santa, la vida perfecta, todo ello. Cristo lo es todo de principio a fin. Aparte de El no tenemos nada. El debe tener la preeminencia en todas las cosas. La vida victoriosa que Dios nos dio no es una cosa como la paciencia o la mansedumbre, sino que es el Cristo viviente. Cristo no remienda nuestras faltas. No carecemos de paciencia sino de vivir a Cristo. Cristo nunca corta un pedazo de Sí mismo para remendar nuestros agujeros. Carecer de paciencia en realidad es carecer de Cristo, porque Dios desea que Cristo tenga el primer lugar en todas las cosas. Por lo tanto, darle muerte al yo no es santidad. Cristo es la santidad. El debe tener la preeminencia en todas las cosas.
Si Dios quisiera que tuviéramos poder, sólo bastaría con hacernos personas poderosas, pero Cristo no tendría el primer lugar en nosotros. Cristo es mi poder, y por eso tiene la preeminencia en mí. Nosotros no obtenemos poder porque no somos lo suficientemente débiles. El poder de Cristo “se perfecciona en la debilidad”. No es el Señor que me hace poderoso; sino que el Señor es poderoso en mi lugar.
El hermano Hudson Taylor vio que: “Vosotros sois los pámpanos”. Por otro lado, el autor del libro The Victorious Life [La vida victoriosa] vio que la victoria es Cristo. No es que yo reciba el poder de Cristo para que me ayude a ser un hombre victorioso, sino que Cristo es el hombre victorioso en milugar. No es que Cristo me dé la fuerza para ser paciente, sino que El expresa la paciencia en mí. “¡Señor, te permito que vivas Tu vida por mí!” Nosotros no vencemos para el Señor, sino que El vence por medio de nosotros. Por la fe me entrego al Señor y le permito que viva Su vida en mí. Ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí (Gá. 2:20). Yo vivo por la vida de Cristo y también por “la fe en el Hijo de Dios” (v. 20b). Cuando creemos y recibimos al Hijo de Dios, no solamente Su vida entra en nosotros, sino también Su fe. Por tanto, podemos vivir por Su fe.
¡Cristo es la victoria! ¡El es la paciencia! Lo que necesitamos no es paciencia, mansedumbre o amor, sino a Cristo. El debe tener la preeminencia en todas las cosas. Desde nuestro interior, Cristo manifiesta la paciencia, la mansedumbre y el amor. El hombre sólo merece morir. No merece ninguna otra cosa. Cuando Dios creó a Adán, tenía un deseo, y Adán debía obedecer ese deseo. Pero cuando Dios nos hizo de nuevo, el caso fue otro. Nos dio muerte a nosotros, y El vive Su deseo en nuestro interior. No debemos solamente ver al Salvador como nuestro substituto, quien murió en el Gólgota; debemos ver al Señor que está en nosotros y que vive en nuestro lugar. Cristo es nuestra sabiduría. Primero El llegó a ser nuestra justicia, por la cual fuimos salvos. En el presente El es nuestra santificación, por la cual vivimos santamente. En el futuro El será nuestra redención, por la cual nuestro cuerpo será redimido (1 Co. 1:30). ¡El tiene el primer lugar en todas las cosas!
¿Cómo podemos entrar en esta vida victoriosa? Debemos hacer lo siguiente:
Debemos conocer el yo totalmente. Ya vimos que lo único que el yo merece es morir; cualquier esperanza en el yo tiene que llegar a su fin. Cuando nosotros llegamos a nuestro fin, Dios empieza a actuar. No podemos recibir la victoria de Cristo si todavía tenemos esperanzas en nosotros mismos. Cristo vive en nosotros, pero debemos darle la libertad de que gobierne y reine en nosotros.
Debemos consagrarnos con todo nuestro corazón. Si no vemos nuestra inmensa debilidad, no podemos aceptar la cruz ni consagrarnos por completo ni traspasar todos nuestros derechos a las manos del Señor para permitirle ser el Señor.
Después de consagrarnos, tenemos que creer que Cristo vive por medio de nosotros y que ya le entregamos nuestros derechos.
Cristo vive en nuestra carne, de la misma manera que El vivió en la carne que obtuvo de María. Cristo desea vivir en la tierra por medio de nuestra carne como lo hizo en Su propia carne cuando estuvo en la tierra. Cristo tiene que expresar Su vida en nosotros. Nuestra victoria se basa en ceder a Cristo el primer lugar en todas las cosas y en permitirle que sea el Señor en nuestro vivir.
El Antiguo Testamento nos muestra cómo vivía el pueblo escogido de Dios en la tierra. Al principio, el tabernáculo era el centro de las doce tribus. Después el templo era su centro. El centro del templo era el arca. El tabernáculo, el templo y el arca tipifican a Cristo. Cuando había armonía entre los israelitas y el tabernáculo, el templo y el arca, ellos obtenían la victoria, y ninguna nación podía vencerlos. Aunque sus enemigos sabían cómo pelear la batalla y ellos no, de todos modos vencían a todos sus enemigos. Cuando se interrumpía la relación entre ellos y el templo, eran capturados. No dependían de un rey poderoso, ni de su propia habilidad o inteligencia. Dependían exclusivamente de la relación entre ellos y el arca que estaba en el templo. Debemos darle al Señor el primer lugar. Sólo entonces tendremos la victoria. Debemos interesarnos en la victoria del Señor para poder obtener la victoria. Si el cabello se corta, no puede haber victoria. Lo mismo sucede con nosotros en la actualidad. Si no le damos a Cristo el lugar más prominente ni tiene el primer lugar en nuestro corazón, no podremos obtener la victoria.
(29 de enero, por la mañana)
Lectura bíblica: Jn. 3:30
La experiencia del creyente tiene dos lados: uno es placentero, y el otro, doloroso. Dios hace que experimentemos una vida placentera y, a la vez, una vida de sufrimientos, para que Cristo tenga el primer lugar en todas las cosas.
La meta de la oración, que es darle a Cristo el primer lugar en todas las cosas, se debe obtener para que sea contestada. Busquemos primero el reino de Dios y Su justicia, y Dios añadirá todo lo que necesitamos. (Añadir no es lo mismo que dar, pues se añade a algo ya existente; mientras que dar es proporcionar algo que no se tenía.) Se pide al Padre en el nombre del Señor para que el Señor obtenga algo. Según este principio, todos los que se ocupan de la carne no tienen nada por qué orar. Ellos deben permitir que la cruz ponga fin a la carne antes de volverse intercesores, y orar por la voluntad de Dios en lugar de orar por sus propios intereses. Solamente quienes permiten que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas entran en el Lugar Santísimo. Debemos dejar de orar por nuestras propias necesidades y orar por los negocios de Dios. Dios oirá las oraciones que elevamos audiblemente (las oraciones que hacemos por los intereses de Dios), y también las que no expresamos (las oraciones que se relacionarían con nuestros propios asuntos). Permitamos que el Señor reciba algo primero, y después El hará que nosotros obtengamos algo. En la vida cristiana es maravilloso recibir constantemente respuestas a la oración. Pero el propósito de Dios al contestar nuestras oraciones es que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas.
El aspecto placentero de la vida cristiana es el crecimiento. Debemos ser como niños, pero no infantiles. El crecimiento no es producido por el conocimiento bíblico, sino por tener más de Cristo y al ser llenos de El. El crecimiento consiste en que el yo mengüe, aún más, es ponerle fin al ego. El crecimiento no es mirarse a sí mismo. Si uno se mira a sí mismo puede ser relativamente humilde, pero no mirarse a uno mismo es ser absolutamente humilde. Crecer es permitir que Cristo tenga la preeminencia en nosotros. “Es necesario que El crezca, pero que yo mengüe” (Jn. 3:30). Lo que cuenta no es el conocimiento bíblico que tengamos, sino nuestra consagración, cuánto nos hayamos dejado en las manos de Dios, y cuánto dejemos que Cristo tenga la preeminencia. El verdadero crecimiento consiste en permitir que Cristo sea magnificado.
También debemos recibir la luz que viene de Dios —la visión espiritual—, lo cual es otro aspecto agradable de la vida cristiana. La revelación es algo objetivo que Dios nos da. La luz, es la revelación personal que Dios muestra al creyente individualmente. Recibimos visión cuando la luz de Dios nos alumbra; esto incluye luz y revelación. En primer lugar se recibe iluminación, y luego viene la fe. Para mantenernos continuamente bajo la iluminación, debemos permitir que Cristo tenga siempre la preeminencia en todo. “Así que, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mt. 6:22). No es que no entendamos, sino que nos está vedado porque nuestro ojo no es sencillo. “Los de puro corazón ... verán a Dios” (Mt. 5:8). Necesitamos tener un corazón puro. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá...” (Jn. 7:17). Solamente quienes permiten que Cristo ocupe el primer lugar pueden tener luz.
El poder también es otro aspecto agradable de la vida cristiana. Para tener poder, debemos permitir que Cristo sea entronizado. Cuando El crece, nosotros adquirimos poder. Ahora bien, si no estamos separados, no podemos obtener poder. Separarse no es sólo salir del mundo, sino entrar en Cristo. Somos diferentes a los demás porque estamos en Cristo y nos hemos vestido de El. En consecuencia, Cristo es nuestro poder.
En general, todos los creyentes tienen dificultades financieras. Esto quizás se deba a que anteriormente no llevaban una vida ordenada, y ahora no pueden hacer ciertas transacciones que solían hacer; o quizá sea por motivos espirituales y porque Dios esté detrás de la escena dirigiéndolo todo puesto que tiene una meta específica con la persona en cuestión. Dios nos quita las posesiones materiales para que busquemos a Cristo y para que El tenga el primer lugar en todas las cosas. No es imposible que un hombre rico entre en el reino de Dios ni que sirva al Señor, pero sí es difícil. Deshagámonos de todos nuestros tesoros, y el Señor será nuestro tesoro (Job 22:24-25). Dios disciplinó a los hijos de Israel en el desierto despojándolos de toda provisión terrenal, como por ejemplo la comida y el vestido para que pudieran conocer las riquezas de Dios. Cuando la provisión terrenal cesa, llega la provisión celestial. Las dificultades en obtener los víveres esenciales nos llega con el propósito de que busquemos a Cristo para que El tenga la preeminencia en todas las cosas y aprendamos a tener fe. Cuando las dificultades nos sobrevienen, debemos regocijarnos y creer que proceden de Dios. Pero no debemos buscarlas. Si lo hacemos, Satanás hará que se nos añadan dificultades.
La razón por la cual perdemos a nuestros padres, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos y otros parientes es que Dios desea que tomemos a Cristo como nuestro consuelo. Dios los quita de nuestro lado para que nos aferremos de Cristo como Señor y le permitamos tener la preeminencia en nosotros. Dios no quiere tratarnos severamente; Su única intención es que tomemos a Cristo como Señor. Derramar lágrimas delante del Señor tiene más valor que estar contentos delante de los hombres. Lo que el Señor tiene no lo podemos hallar en nuestros padres, cónyuges o hijos. Dios desea que Su Hijo tenga la preeminencia tanto en la creación como en Su relación con los creyentes. Si ofrecemos a Isaac, lo recibiremos de regreso. Dios no deja que tengamos nada que esté fuera de Su Hijo.
Dios permite que la enfermedad y la debilidad nos sobrevengan para que aprendamos (1) a orar en la noche, (2) a velar como el ave solitaria en el tejado, (3) que el Señor mullirá su cama [N. De T.: que lo cuidará cuando esté convaleciente], (4) a poner fin al pecado, (5) a esperar pacientemente, (6) a tocar el borde del vestido del Señor, (7) que el señor envió Su palabra para sanarnos, (8) que por medio de la enfermedad Dios nos hace útiles, (9) que la santidad es sanidad y (10) que el poder de la resurrección del Señor remueve nuestra debilidad, enfermedad y muerte. Por medio de la enfermedad, Dios causa que confiemos, dependamos y obedezcamos, para que Cristo tenga el primer lugar en nosotros.
Después de que una persona es salva, trata de valerse de sus virtudes naturales. Pero con el tiempo, quizás algunos años más tarde, el Señor quitará de en medio sus virtudes naturales, lo cual le causará dolor. El Señor nos priva de las virtudes que tenemos en Adán para que veamos nuestra corrupción. Dios nos quita nuestra bondad para que podamos ser llenos de Cristo.
Dios nos despoja de nuestras posesiones, nuestros familiares, nuestra salud y nuestra bondad para que podamos tomar a Cristo como nuestra satisfacción, para que seamos llenos con Cristo y para que le demos el primer lugar en todas las cosas.
Todo lo que Dios nos da, no importa si es una vida placentera o una vida de sufrimientos, tiene como fin hacer que Cristo ocupe el primer lugar en nosotros.
(30 de enero, por la mañana)
Lectura bíblica: Ef. 2:10; 1 Co. 2:2; 2 Co. 4:5
La vida y la experiencia son asuntos que poseemos internamente, mientras que la obra y los mensajes son asuntos que llevamos a cabo externamente. No importa si éstos son asuntos internos o externos, debemos permitir que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas.
Cristo debe tener el primer lugar en nuestra obra. Fuimos creados para “buenas obras ... para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10). Las “buenas obras” son Cristo mismo, y El es la meta de la obra de Dios; por eso, nosotros debemos ocuparnos en esta obra. Todos los creyentes, independientemente del oficio que tengan, hacen la obra de Dios y deben andar en las buenas obras que El ha preparado para ellos. Servir a Dios y laborar para Dios son dos asuntos inmensamente diferentes. Muchos trabajan para Dios pero no le sirven a El. La fidelidad de nuestra obra depende de si Cristo es la intención, la motivación, el propósito y la meta. Cuando hacemos la obra de Dios, aunque haya sufrimientos y dificultades, también habrá gozo y consolación. La obra de Dios tiene su atractivo. Muchas veces laboramos para nuestros intereses y no para Cristo. Muchos trabajan incansansablemente, pero lo hacen para adquirir fama. Ellos laboran mucho, pero no sirven al Señor. La obra de Dios desde la eternidad hasta la eternidad siempre ha estado dirigida a que Su Hijo tenga la preeminencia en todas las cosas. Por consiguiente, nuestra obra también debe realizarse para Cristo. Si Dios no purifica nuestras intenciones y motivos, no podemos recibir Su bendición. No trabajamos por los pecadores, sino por Cristo. El éxito de nuestra obra depende de cuánto de Cristo haya en ella. Debemos permitir que el Espíritu Santo discierna nuestras intenciones desde el principio, para ver si provienen del espíritu o del alma, o para ver si pertenecen a esta esfera o a otra esfera. No debemos laborar con miras a nuestro propio crecimiento o el de nuestro grupo ni para promover nuestro mensaje particular, sino con Cristo como única meta. Siempre y cuando Dios obtenga algo de nuestra labor, nos debemos regocijar. Cuando vemos que Dios gana algo, aunque no sea por nuestra labor, debemos alegrarnos por ello. No estamos tratando de preservar nuestro mensaje, sino de salvar pecadores. Nuestra meta no es ganar nuestro propio corazón, sino el corazón de Cristo. Cuando las cosas nos van bien y salimos ganando, eso significa que el Señor no obtuvo nada y que no le fue bien a El. Si la ganancia de Dios fuera nuestra satisfacción, no seríamos orgullosos ni celosos. Muchas veces buscamos la gloria de Dios y también la nuestra. Dios salva a los hombres para Cristo, no para nosotros. Pablo plantó, y Apolos regó. La obra no la hizo una sola persona, para que nadie dijera: “Yo soy de Pablo”, o: “Yo soy de Apolos”. Todo lo que se hace con relación a la obra, se hace para Cristo, no para el que labora. Somos el pan en las manos del Señor. Cuando la gente come el pan, le da las gracias al que lo da, no al pan. La obra, de principio a fin, se lleva a cabo para Cristo, no para nosotros. Debemos estar satisfechos con la obra que el Señor nos permita realizar y con el lugar que El nos asigne. No debemos estar “en la medida de la regla de otro hombre” (2 Co. 10:16). Nos gusta mucho salirnos de nuestro terreno para entrar en el de otros. El asunto no es si podemos ni de si sabemos hacer algo, sino si Dios nos ordenó que lo hiciéramos. Las hermanas deben mantenerse en su lugar (1 Co. 14:34-35) y no deben ser maestras, ni emitir juicios sobre la Palabra de Dios (1 Ti. 2:12). En toda la obra debemos darle a Cristo la preeminencia.
Cristo también debe tener el primer lugar en nuestros mensajes. Nosotros “predicamos ... a Cristo Jesús como Señor” (2 Co. 4:5). Cristo es el centro del plan de Dios y de Su meta. La cruz es el centro de la obra de Dios y por medio de ella se obtiene la meta de Dios. La cruz elimina todo lo que procede de la carne para que Cristo tenga la preeminencia. Nuestro centro no debe ser las dispensaciones, las profecías, los tipos, el reino, el bautismo, la renuncia a las denominaciones, el hablar en lenguas, la observancia del sábado ni la santidad. Nuestro mensaje principal debe ser Cristo. El centro de Dios es Cristo; por lo tanto, también nosotros debemos tomarlo como centro.
Después que una persona es salva, debemos ayudarle a que se consagre a Cristo como esclava, a fin de que reciba a Cristo como Señor en todas las cosas.
Todas las verdades contenidas en la Biblia tienen una relación semejante a la de la rueda con los radios y el eje, donde Cristo es el centro. No menospreciamos las verdades que no están en el centro; al contrario, necesitamos mantenerlas unidas al centro. Al examinar cualquier verdad, debemos tener en cuenta dos cosas: (1) el contenido de esa verdad, y (2) la relación que tiene con el centro. Debemos dedicar toda nuestra atención al centro. Por supuesto, esto no significa que no hablemos de otras verdades. Pablo dijo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Co. 2:2). Pero también dijo: “Hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez” (2:6). Sólo cuando una persona se ha consagrado y ha recibido a Cristo como Señor podemos hablarle de las verdades relacionadas con la edificación. En la obra debemos constantemente volver al hombre al centro y hacerle ver que “Cristo es el Señor”. No podemos laborar en la obra de una manera objetiva. Nosotros mismos debemos primero ser quebrantados por Dios y permitir que Cristo tenga el primer lugar en nosotros, antes de poder guiar a otros a que reciban a Cristo como su Señor y le den a Él el primer lugar en ellos. Debemos llevar una vida en la que le damos a Cristo el primer lugar para poder difundir este mensaje. Nuestro mensaje es nuestra persona. Debemos permitir que Cristo tenga el primer lugar en las cosas pequeñas de nuestra vida diaria para poder predicar el mensaje de la centralidad de Cristo. ¡Solamente deseo que cada uno de nosotros le dé al Señor Jesús Su lugar de honor en el trono! Si la voluntad de Dios se tiene que cumplir, ¿qué importa si yo soy hecho a un lado? El elogio del Señor al final sobrepasa todas las alabanzas del mundo. Los rostros sonrientes en el cielo sobrepasan las lágrimas que se derramaron en la tierra. El maná escondido se disfruta en la eternidad. Que el Señor bendiga esta palabra para que gane nuestro corazón y el de otros.
(31 de enero, por la mañana)