
Lectura bíblica: Ef. 1:23
Dios tuvo un plan desde la eternidad, antes de la fundación del mundo, y dicho plan tiene dos metas. La primera es hacer que todas las cosas expresen a Cristo, y la segunda es hacer al hombre igual a Cristo, de tal manera que tenga Su misma vida y Su misma gloria. Sin embargo, en Su deseo de realizar estas dos metas encuentra dos obstáculos: la rebelión de Satanás y la caída del hombre.
Cuando aquel arcángel vio que Cristo era el centro de todas las cosas, tuvo celos debido a su soberbia. Quería elevarse a la posición que tenía el Hijo de Dios. Se rebeló porque quería robar la posición de Cristo como centro. Una tercera parte de los ángeles lo siguieron en esa rebelión en contra de Dios, junto con todas las criaturas vivientes que había sobre la tierra. La rebelión de Satanás lo convirtió todo en un caos que no podía expresar a Cristo. El universo es inmenso. Hemos descubierto por medio de la ciencia, que si una partícula de polvo se sale del orden natural establecido, todo el universo se puede volver caótico y desordenado. Hoy día, aun cuando todas las cosas expresan la gloria de Dios, no pueden expresar a Dios mismo.
Dios creó al hombre para que tuviera primeramente la vida y la gloria de Cristo. Su intención era someter todas las cosas al hombre, para que éste las devolviera a Dios. En segundo lugar, lo creó para que cooperara con El enfrentándose a Satanás, quien se había rebelado.
Pero el hombre también cayó, debido a lo cual ahora Dios tiene que llevar a cabo dos metas y resolver dos problemas. Para realizar estas dos metas, Dios tiene que (1) salvar al hombre caído y (2) eliminar a Satanás, el rebelde.
Para llevar a cabo estas dos metas y solucionar estos dos problemas, el Señor Jesús se hizo hombre para efectuar la redención. El no solamente es el Cristo de los seres humanos, sino que también el Cristo de todas las cosas. Cristo es el centro y la universalidad de Dios. La universalidad de Cristo significa que El no está limitado ni por el tiempo ni por el espacio. El no sólo es el Cristo de los judíos ni solamente el Cristo de la iglesia, sino también el Cristo de todas las cosas. El lo es todo y está en todo.
La redención de Cristo abarca tres aspectos: (1) la substitución, con relación al individuo; (2) la representación, con relación a la iglesia; y (3) el orden, con relación a todas las cosas. Cristo como Cabeza tiene autoridad sobre todas las cosas. Cuando la Cabeza murió, todas las cosas que ella incluye también murieron, pues Su muerte lo abarca todo. La muerte de Cristo como Cabeza puso fin al ser humano y a todas las cosas, de tal manera que todas las cosas y la humanidad fueron reconciliadas con Dios.
Cristo le dio fin a todo en la cruz. En ella El aplastó la cabeza de la serpiente y eliminó a Satanás y todas sus obras. En la cruz, El salvó a la humanidad caída, recuperó todas las cosas y las reconcilió con Dios, y dio Su vida para que el hombre fuera como El.
Por consiguiente, podemos ver que Dios tiene dos metas y que afronta dos problemas. Por medio de la Cruz, Cristo cumplió las dos metas de Dios y también resolvió estos dos problemas.
¿En qué posición puso Dios a la iglesia? ¿Qué misión desea El que ella tenga en la tierra? ¿Por qué permitió Dios que Satanás, a quien aplastó la cabeza, permaneciera en la tierra?
Dios desea que la iglesia en la tierra no solamente predique el evangelio para salvar a los pecadores, sino que también dé testimonio de la victoria de Cristo en la cruz. Dios permite que Satanás permanezca en la tierra para darnos la oportunidad de ser testigos de la victoria de Su Hijo. Dios espera que testifiquemos de la victoria de Su Hijo. Cuando los creyentes caen perjudican Su testimonio.
La iglesia es el Cuerpo de Cristo, y como tal, debe continuar la obra de la Cabeza. Ella es la plenitud de Cristo, es lo que se desborda de El; así que debe continuar las obras que El comenzó en los cuatro Evangelios.
En el Nuevo Testamento hay tres cosas cruciales: (1) la cruz, (2) la iglesia y (3) el reino. En la cruz, Cristo realizó la redención y obtuvo la victoria, y ahora la iglesia mantiene en la tierra lo que El llevó a cabo en la cruz. La cruz es la sentencia que Dios pronuncia según la ley, mientras que el reino es la ejecución de la autoridad de Dios. La iglesia permanece en medio, preservando, por una parte, lo que Dios consumó en la cruz, y por otra, el anticipo del poder de la era venidera.
Satanás no puede vencer al Cristo individual, pero puede injuriar al Cristo individual por medio del Cristo corporativo. Cuando el Cuerpo falla, la cabeza falla. La falla de un miembro es la falla del Cuerpo. Nosotros somos la continuación de Cristo. Nuestro deber ser la extensión de Cristo (Is. 53:10) así como fuimos la extensión de Adán. Dios nos permite permanecer en la tierra con el propósito de consumar Su plan eterno y cumplir Su meta eterna.
Antes de que el arca entrara en Jerusalén, estaba en la casa de Obed-edom (2 S. 6). Debemos ser fieles y cuidar de la sangre que está sobre el arca (la obra de Dios) y de los querubines que están sobre el arca (la gloria de Dios).
(24 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Ap. 3:21
Todas nuestras victorias deben basarse en la victoria de Cristo: “Como Yo también he vencido”.
La Biblia nos dice que tenemos tres enemigos: (1) la carne, la cual está dentro de nosotros, (2) el mundo, el cual está fuera de nosotros, y (3) Satanás, quien está por encima y por debajo de nosotros, ya que frente a la iglesia ascendida, Satanás se halla debajo.
En el Antiguo Testamento se mencionan tres naciones que tipifican estos tres enemigos: Amalec, que tipifica la carne, a quien debemos vencer con nuestra oración; Egipto, que tipifica el mundo, el cual se debe sepultar en el mar Rojo; los cananeos, que tipifican los poderes de Satanás, a los cuales hay que vencer y eliminar uno por uno.
La carne se opone al Espíritu (Gá. 5:17); el mundo se opone al Padre: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn. 2:15); Satanás se opone a Cristo, y Cristo vino para destruir a Satanás (1 Jn. 3:8). Por lo tanto, al someternos al espíritu obtenemos la victoria sobre la carne; al amar al padre, vencemos al mundo; y al poner la fe en Cristo, derrotamos a Satanás.
Lo primero que se levanta es la carne. Un día, el arcángel, por medio del yo, trató de elevarse hasta ser semejante a Dios, y de esa manera el yo entró en el mundo. Este fue el principio del pecado, del mundo y de Satanás.
Cuando Dios creó al hombre, le concedió la capacidad más maravillosa, la facultad de reproducirse, con la cual puede transmitir su vida a sus descendientes. Originalmente, Dios esperaba que el hombre comiera del fruto del árbol de la vida, para que tuviera la vida de Dios y la transmitiera a sus descendientes, y le prohibió que comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero Satanás intervino y cometió fornicación espiritual con el alma de la primera pareja. Satanás depositó en ellos su semilla venenosa para que la trasmitieran a sus descendientes. Satanás es el padre de la mentira, y su simiente es la mentira; mientras que la simiente de Dios es la verdad. El principio con el cual Satanás engañó a Adán induciéndolo a pecar es el mismo principio que hizo que Satanás pecara al comienzo.
Satanás tiene su familia y su reino. El captura a los hombres para que sean miembros de su casa y ciudadanos de su reino a fin de poder regirlos.
Después de que Satanás engañó al hombre y lo hizo pecar, su obra fue confinada a la tierra y el mundo, y ya no se extendía a todo el universo. Quedó bajo esta maldición: “Sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida” (Gn. 3:14). El quedó limitado a moverse solamente en la tierra y su único alimento era el hombre, el cual procede del polvo. Esta fue una gran derrota para Satanás. La caída del hombre es una gran victoria para Dios.
Satanás estableció un sistema en la tierra, y su organización es el mundo actual. El es el rey de esta organización, y el mundo entero está en sus manos.
Antes que el Señor Jesús comenzara Su ministerio, fue bautizado, lo cual indica que la obra que realizó durante esos tres años y medio se llevó a cabo, en realidad, después de Su muerte y resurrección. Como resultado, en Su obra no estaba presente la carne. En esos tres años y medio El vivió en la cruz. El Señor Jesús nunca anduvo según Su voluntad, sino de acuerdo con la voluntad del que lo envió. El hizo la voluntad del Padre y también esperó el tiempo del Padre (Jn. 7:6).
Satanás tentó al Señor a actuar fuera de la palabra de Dios al sugerirle que convirtiera los panes en piedras. Pero el Señor respondió que el hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4:4). Muchas veces dijo que El sólo hablaba lo que había oído, y en Juan 5:30 dijo: “No puedo Yo hacer nada por Mí mismo”. Esto significa que El no consideraba Su yo como la fuente. Satanás siempre quiere que el hombre se justifique a sí mismo aunque Dios ya lo haya justificado. Esto es lo mismo que Satanás hizo al tratar de persuadir al Señor a que declarara que El era el Hijo de Dios pese a que Dios ya lo había afirmado.
La crucifixión del Señor se produjo según la voluntad de Dios. El oró en Getsemaní: “No sea como Yo quiero, sino como Tú” (Mt. 26:39). “Si no puede pasar de Mí esta copa sin que yo la beba, hágase Tu voluntad” (Mt. 26:42). Y al final dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” Aceptar la cruz es una victoria. Vencer es no tener nada de la carne interiormente, nada del mundo que nos atraiga exteriormente, y nada de Satanás que nos tire hacia abajo. Mientras el Señor vivió en la tierra, nunca le permitió a la carne expresarse. Siempre puso su carne a un lado. El fue el primero del que Satanás no pudo obtener nada. Ni la carne ni el mundo tuvieron lugar en El.
Dios salvó al hombre para librarlo de la carne, del mundo y de Satanás. El desea que rechacemos todo lo que sea del mundo, de la tierra, del yo, de la carne y de Satanás. Satanás nos ataca valiéndose del mundo y de la carne. Solamente ataca directamente a quienes son absolutamente espirituales, y han rechazado completamente el sistema del mundo y las concupiscencias de la carne.
La cruz de Cristo necesita el Cuerpo de Cristo. Si un pecador acepta la cruz de manera objetiva como un hecho cumplido, él recibirá beneficio, pero si la acepta de manera subjetiva dejando que opere en él, será Dios quien se beneficie. La cruz de Cristo corta como un cuchillo todo lo que pertenece a la vieja creación, mientras que Su resurrección nos conduce a un nuevo comienzo.
La victoria de Cristo se ve en (1) la crucifixión, la cual puso fin a la antigua creación, (2) la resurrección, que trae un nuevo comienzo, y (3) la ascensión, la cual le da la posición de victoria.
La iglesia expresa la victoria que Cristo obtuvo en la tierra por Su muerte, Su resurrección y Su ascensión. La cruz debe estar erigida en el centro de nuestra vida. Dios nos da la responsabilidad de permitir que la cruz corte aquella parte de la vieja creación de la cual estamos conscientes, pero no desea que nos preocupemos por la parte de la antigua creación que desconocemos.
(25 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Ap. 2:7, 11, 17, 26; 3:5, 12, 21
La iglesia se halla en la tierra con el fin de mantener la victoria que Cristo obtuvo en la cruz y para atar a Satanás en cada localidad, como el Señor lo ató en el Calvario. El Señor condenó en la cruz a Satanás en conformidad con la ley, y ahora Dios desea que la iglesia ejecute este juicio en la tierra.
Satanás sabe que la iglesia ocasionará su derrota, y por eso la persigue y trata de engañarla con sus estratagemas. El es homicida y mentiroso. La iglesia no le teme a su semblante enojado, sino a su cara sonriente. Los Hechos de los Apóstoles narran la manera en que la iglesia pasó de muerte a vida. Dios usó el ataque de Satanás para exhibir la victoria de Cristo. Sin embargo, la iglesia se fue degradando lentamente. Por ejemplo, la mentira de Ananías y Safira, la codicia de Simón, la administración de los hermanos falsos, la preocupación por sus intereses personales y el hecho de que muchos abandonaran a Pablo cuando estuvo en la cárcel.
Después de que la iglesia fracasó, Dios buscó en ella un remanente para que fuesen vencedores, quienes habían de llevar la responsabilidad que la iglesia debió haber tomado y no lo hizo. Dios desea un pequeño grupo de fieles en representación de la iglesia para que ellos mantengan la victoria de Cristo. En las siete eras de la iglesia, Dios llama personas a vencer. La estirpe de vencedores nunca ha dejado de existir. Los vencedores no son personas especiales. Los vencedores que Dios busca son un grupo de personas que se unen incondicionalmente al propósito original de Dios.
En la Biblia vemos que cuando Dios desea hacer algo, primero escoge un pequeño remanente y luego extiende el logro de éste al resto del pueblo. Los anales de la era de los patriarcas prueban la validez de este principio. En esos días, Dios escogió hombres de varias partes. Hubo hombres como Abel, Enoc, Noé y Abraham. De Abraham, la crónica bíblica pasa a los israelitas; de los patriarcas a la ley; de la dispensación de la ley pasa a la dispensación de la gracia, y de ésta al reino; finalmente, del reino, a los cielos nuevos y la tierra nueva. El reino es el precursor de los cielos nuevos y la tierra nueva. El altar y el tabernáculo que se ven en la dispensación de la ley tipifican los aspectos de la dispensación de la gracia. Este es el principio de la obra de Dios; siempre va de los pocos a los muchos.
Colosenses 2:19 dice: “Asiéndose de la Cabeza, en virtud de quien todo el Cuerpo, recibiendo el rico suministro y siendo entrelazado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios”. Las coyunturas producen el suministro, mientras que los ligamentos entrelazan. La Cabeza abastece a todo el Cuerpo y entrelaza a todos los miembros por medio de las coyunturas y los ligamentos. Solamente los vencedores pueden ser las coyunturas que abastecen y los ligamentos que conectan.
Jerusalén tipifica la iglesia. En Jerusalén estaba el monte de Sion. Jerusalén tipifica el Cuerpo, la iglesia, mientras que el monte de Sion tipifica a los vencedores que hay en la iglesia. Jerusalén es grande, y Sion es pequeña. La fortaleza de Jerusalén es Sion. Siempre que hay algo relacionado con el deseo del corazón de Dios, se menciona a Sión. Cuando se habla de los fracasos y de los pecados de los judíos, se menciona a Jerusalén. Dios siempre permite que Jerusalén sea hollada, mas protege a Sión. Se habla de una nueva Jerusalén, pero nunca habrá una nueva Sion, porque Sion nunca se envejece. Cada vez que el Antiguo Testamento habla de la relación entre Sion y Jerusalén, nos muestra que las características, la vida, la bendición y el establecimiento de Jerusalén provienen de Sion. En 1 Reyes 8:1 los ancianos estaban en Jerusalén, y el arca del pacto estaba en Sion. En Salmos 51:18 dice que Dios hizo bien a Sion y edificó los muros de Jerusalén. En Salmos 102:21 dice que el nombre del Señor estaba en Sion y que Su alabanza estaba en Jerusalén. En Salmos 128:5 dice que el Señor bendijo desde Sion y que el bien sean visto en Jerusalén. Dice en Salmos 135:21 que el Señor mora en Jerusalén, pero que El es bendecido desde Sion. En Isaías 41:27 la Palabra primero se enseñó en Sion, y luego se predicó en Jerusalén. Joel 3:17 dice que cuando el Señor more en Sion, Jerusalén será santa.
Hoy día Dios busca ciento cuarenta y cuatro mil entre la iglesia derrotada, que estén de pie en el monte de Sion (Ap. 14). Dios siempre usa una pequeña cantidad de creyentes para que comuniquen el fluir de vida a la iglesia a fin de avivarla. Como el Señor lo hizo una vez, asimismo los vencedores tienen que derramar la sangre para que la vida fluya a otros. Por causa de la iglesia, los vencedores toman la posición de victoria y sufren tribulación y desprecio.
Así que, los vencedores que Dios busca deben abandonar lo que ellos juzgan correcto. Tienen que pagar el precio de permitir que la cruz elimine de ellos la antigua creación y prevalezca contra las puertas del Hades (Mt. 16:18).
¿Está usted dispuesto a sufrir aflicciones para ganar el corazón de Dios? ¿Está dispuesto a dejarse derrotar para que el Señor sea el victorioso? Cuando nuestra obediencia sea perfecta, Dios castigará toda desobediencia (2 Co. 10:6).
(26 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Jos. 3:6, 8, 13, 15-17; 4:10-11, 15-18; 2 Co. 4:10-12
Cuando pensamos en los vencedores, debemos poner atención a dos cosas: (1) Dios escogió a unas pocas personas como representantes de todo el pueblo que fracasó; (2) El hace que primero esas pocas personas lleven a cabo las órdenes que El da, y luego produce lo mismo en el resto de Su pueblo.
Dios escogió a los israelitas para que fueran un reino de sacerdotes sobre todos los pueblos (Ex. 19:5-6). Pero ellos adoraron el becerro de oro junto al monte Sinaí. Entonces Dios escogió a los hijos de Leví para que hicieran lo que El había ordenado, para que fueran vencedores y para que reemplazaran a los israelitas en el sacerdocio (Ex. 32:15-29).
Dios originalmente quería que todas las tribus de Israel fueran sacerdotes. Pero debido a que adoraron aquel ídolo, hizo que sólo los levitas se encargaran del sacerdocio en lugar de todos los israelitas.
Dios trabaja primero en unas pocas personas y después, valiéndose de éstas, en todo el pueblo. Antes de libertar a los israelitas, Dios tenía primero que libertar a Moisés. Lo sacó de Egipto, antes de sacar a los israelitas. Dios tuvo que obrar primero en David para ganar su corazón, antes de libertar a los israelitas de la mano de los filisteos para hacer de ellos una nación. Todas las metas espirituales se deben alcanzar por medios espirituales. Dios tuvo que hacer una obra en Moisés y en David hasta tal punto que ellos no trataran de cumplir la voluntad de Dios ni tratar de ayudarle por medio de la carne.
El Señor primero llamó a doce personas, luego a ciento veinte, y finalmente estableció la iglesia. Dios permite que pocas personas tomen la responsabilidad que debería tomar la mayoría. El principio aplicado a los vencedores consiste en que Dios permite que unas cuantas hagan algo que traerá bendición para la mayoría. El hace que pocas personas permanezcan en la muerte para que el resto de Su pueblo reciba vida. Dios erige la cruz en sus corazones para que ellos experimenten la operación que ésta lleva a cabo en sus familias y en sus circunstancias. Como resultado, la vida es derramada en otros. Dios necesita canales de vida para verter Su vida en otros.
Dios condujo a los sacerdotes a estar firmes en la muerte para que los israelitas pudieran entrar a la tierra de la vida. Los sacerdotes fueron los primeros en entrar al agua y los últimos en salir. Ellos fueron los vencedores. Hoy Dios busca un grupo de personas que como los sacerdotes de entonces pongan sus pies en el agua, es decir, que tomen la iniciativa de entrar en la muerte. Ellos están dispuestos a ser clavados en la cruz primero, y permanecer firmes en la muerte para que la iglesia encuentre el camino de la vida. Dios tiene que ponernos primero a nosotros en el lugar de la muerte para que los demás reciban la vida. Los vencedores de Dios son los pioneros de Dios.
Los sacerdotes no podían hacer gran cosa solos; sencillamente descendieron hasta la mitad de las aguas llevando en hombros el arca del pacto. Debemos permitir que Cristo sea el centro, vestirnos de El y bajar a las aguas. Los pies de los sacerdotes permanecían en el lecho del río mientras en sus hombros sostenían el arca. Estaban de pie en la muerte, mientras levantaban a Cristo.
El lugar de la muerte es el fondo del río; no es un lugar cómodo, atractivo ni de descanso. Los sacerdotes no estaban allí sentados ni recostados, sino de pie. Si yo me encierro en mi mal genio, Cristo no puede vivir en otros, pero si permanezco en el fondo del río, otros podrán cruzar el Jordán victoriosamente. La muerte opera en mí, pero la vida actúa en los demás. Si yo muero sometiéndome a Dios, la vida actuará en otros y hará que ellos también se sometan a Dios. La muerte de Cristo forja Su vida en nosotros; por consiguiente, sin la muerte no hay vida.
Sostener en hombros el arca del pacto, de pie en el fondo del río, constituye un gran sufrimiento. Los sacerdotes tenían que ser muy cuidadosos. Si se descuidaban, el Espíritu de Dios los podía destruir. Ellos permanecieron en medio del río observando a los israelitas cruzar uno por uno y ellos pasaron después. El apóstol dijo: “Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros”; “hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todas las cosas” (1 Co. 4:9, 13). Pablo deseaba que todos creyeran en el evangelio, pero no como él, pues estaba encadenado (Hch. 26:29). ¿Queremos que hablen bien de nosotros, llevar una vida fácil o ser comprendidos? o ¿deseamos que la iglesia de Dios reciba vida? Ojalá que todos podamos orar: “Señor, permíteme morir para que otros puedan recibir vida”. Dios dijo explícitamente que esto no es fácil. Sin embargo, sólo así El cumplirá Su plan eterno.
Antes de salir del río, los sacerdotes esperaron en el fondo hasta que todo el pueblo de Dios hubo cruzado. No podemos salir de la muerte hasta que el reino llegue. Finalmente, Josué dio esta orden: “Salid del Jordán” (Jos. 4:17). Nuestro triunfante Josué nos dirá que salgamos de las aguas cuando comience el reino.
Muchas personas no son desobedientes, pero no obedecen lo suficiente. Han pagado cierto precio, pero no el precio total. No es que no gasten el dinero ni que no puedan levantar un ejército, sino que no lo hacen como es debido (Lc. 14:25-35). Sin pasar por la cruz, no podemos decir: “Que se haga Tu voluntad”. A mucha gente le gusta el llamado de Abraham, pero no les halaga la consagración que él tuvo en el monte de Moriah.
¿Ha envidiado usted alguna vez la vida fácil que otros llevan? Dios nos deja en el fondo del río para que seamos vencedores y nos encadena para que otros reciban el evangelio. La muerte opera en mí, pero la vida actúa en los demás. Este es el único canal de la vida. La vida que llegó a nosotros pasó por dos conductos: Pablo y Martín Lutero. La muerte del Señor primero nos llena de vida, y luego esa vida fluye hacia otros (2 Co. 4:10-12).
La obra que los vencedores ejecutan consiste en permanecer en la muerte de Cristo para que otros reciban vida. Nosotros necesitamos entender las palabras de la Biblia para poder predicarlas. La luz de la verdad primero se debe volver vida en nosotros antes de que pueda volverse luz para otros. Dios hace que los vencedores primero vean la verdad y la confirmen a fin de obtener a otros, los cuales, a su vez, obedecerán esta verdad. La verdad debe forjarse primero en nosotros y llegar a ser parte de nuestro ser. Debemos primero experimentar la fe, la oración y la consagración, antes de poder decirles a los demás qué son la fe, la oración y la consagración. De lo contrario, solamente tendremos términos vacíos. Dios desea que pasemos por la muerte que da vida a otros. Debemos pasar por los sufrimientos y el dolor a fin de que otros obtengan vida. Para conocer la verdad de Dios, debemos permanecer en el fondo del río. La razón por la cual la iglesia no obtiene la victoria para cruzar al otro lado, a la buena tierra, es la carencia de sacerdotes que permanezcan en el fondo del Jordán. Los que permanecen en el fondo del Jordán harán que otros tengan un corazón que busque a Dios. Si la verdad se forja en nosotros, atraerá a otros a seguirla. Hoy, muchas de las verdades de Dios deben ser forjadas en el hombre. Cuando permitimos que la verdad nos constituya, permitimos que el Cuerpo de Cristo crezca otro centímetro. Los vencedores reciben vida de lo alto para abastecer al Cuerpo.
(27 de enero, por la tarde)
¿Quiénes son los vencedores que Dios busca? Los vencedores son aquellos que ponen su yo en el lugar de la muerte para que otros puedan obtener vida. Son como los sacerdotes que transportaron el arca al otro lado del Jordán, quienes permanecen en el lugar de la muerte para que el pueblo de Dios pase. ¿Qué significa la muerte? ¿Qué significa permanecer en la muerte? Este es un tema crucial, pues está relacionado con el avance del pueblo de Dios. Esto es lo único en lo que Dios se interesa hoy día. Por esta razón, también debe ser nuestro único interés.
Las verdades de la Biblia no están dispuestas en pedazos inconexos, pues detrás de cada verdad, hay algo vivo. La letra de la verdad es muerte; carece de vida. Para que la verdad cobre vida, necesitamos un espíritu viviente. Muchas verdades de la Biblia se leen, se predican y son creídas por los hombres, pero tales verdades se deben experimentar y transformar en vida de modo que se vuelvan poderosas para nosotros. Mucha gente piensa que las personas más inteligentes perciben más verdades bíblicas que los que no lo son, o que entienden mejor las cosas de Dios. Esto es totalmente erróneo, ya que las verdades espirituales no están limitadas por nuestra sabiduría natural. Mucha gente piensa que puede ayudar a otros al adquirir algo por de su propia fuerza y sabiduría y al transmitirlo a otros. De hecho, esto no traerá vida a nadie.
En Juan 1 dice que el Señor es la luz de la vida. Muchas personas piensan que basta con entender esta verdad y predicarla. Piensan que la verdad es la verdad y que no necesita tener nada que ver con la persona que la expresa. Pero ése no es el caso ante Dios. Su método consiste en forjar la verdad en un hombre primero, para que tal verdad se vuelva parte de su constitución, antes que pueda predicarla. El hombre debe ser disciplinado, abierto de par en par y lleno de la verdad de una manera profunda a fin de transmitir dicha verdad. Si la verdad nunca ha llegado a ser parte inherente de uno, no producirá ningún efecto en el hombre.
Permítanme usar algunos ejemplos.
Examinemos por ejemplo la fe. ¿Qué es la fe? El asunto no es que uno estudie lo que es la fe el sábado y el domingo predique lo que aprendió. Puede ser que usted entienda la letra, pero no ha visto en realidad lo que es la fe. Esto es como hablarle a un grupo completamente agreste acerca de la luz eléctrica. Es posible que lleguen a entender el término, pero jamás han visto la luz misma. Quizás actúen como si comprendieran, pero, en realidad no saben de qué se les está hablando.
Por consiguiente, Dios primero tiene que disciplinarnos por medio de las circunstancias; tiene que enseñarnos en la práctica lo que es la fe y permitir que la fe de Dios se forje en nuestro ser a fin de que podamos transmitir a otros lo que se haya forjado en nosotros. Sólo entonces podremos ayudar a otros. Solamente cuando la muerte opere en nosotros, podrá la vida actuar en otros.
Examinemos la oración. No podemos enseñarles a otros a orar sólo preparando o estudiando doctrinas sobre el tema. Dios nos hace pasar por muchas circunstancias a fin de que recibamos la lección de la oración. Solamente después de muchas experiencias podremos comunicarles a otros de que manera pueden orar. En todo debemos primero dejar que Dios nos imparta la experiencia.
La verdadera oración requiere más fuerza que la que uno ejerce en la predicación. Muchas veces pensamos que basta con que demos un buen mensaje. Pero nos daremos cuenta de que sólo después de una oración profunda, nuestro mensaje brotará.
Lo que acabamos de describir es el principio que Dios estableció; primero debemos pasar por sufrimientos y pagar el precio para tener la experiencia, pues sólo entonce podemos comunicar la verdad en cuestión a otros. Estos son los vencedores que Dios desea.
Tomemos la consagración como ejemplo. ¿Qué es la consagración incondicional? La Biblia habla de esto, y también los hombres discuten el asunto. Pero muchos solamente tienen la letra sin la realidad. Es como una persona que lee un diccionario; puede leer las palabras en el diccionario, pero sin relacionarlas con lo que definen. Lo mismo sucede con la iglesia de Dios. Cuando Dios ponga nuestra familia, nuestra obra, nuestras posesiones, nuestra carrera y nuestros seres queridos frente a Cristo, entenderemos lo qué es vivir para el Señor. ¿Qué escogeremos? ¿Escogeremos a Cristo o algo más? ¿Argüirá con Dios? Ninguna verdad se puede obtener sin pagar un precio. Me temo que mucha gente aprende la verdad en teoría sin tener ninguna experiencia de ella.
¿Cuánto de la verdad nunca se ha forjado en uno? ¿Cuánto de lo que sabemos jamás ha sido una realidad en nosotros? Podemos deducir, entonces, que los hombres hoy día no saben lo que es la obediencia, ni la oración ni la fe. No hay atajos para llegar a conocer la verdad de Dios. La semilla determina qué planta ha de crecer. Cómo sea un obrero cristiano determina como serán aquellos en los que él labora. Si uno no es una persona seria, los frutos que produzca, tampoco serán serios. Si uno es sobrio, sus frutos tendrán la misma virtud. La clase de persona que uno sea determina la clase de fruto que producirá. He visto a hombres predicar la doctrina de “morir con Cristo”, “vivir con Cristo”, y “ascender con Cristo”, pero ellos mismos no tienen ninguna vivencia de las cosas espirituales que presentan.
Una vez le pregunté a la señorita Barber cómo puede uno comunicar lo necesaria que es la vida, y generar sed de vida en los oyentes. Ella me contestó: “Por una parte, eso depende de Dios, pero por otra, hay cosas de las que los obreros son responsables. Dejemos a un lado lo que le corresponde a Dios. El que labora, por su parte, puede crear o dejar de crear hambre espiritual en los demás dependiendo de lo que él es, no de lo que dice. Cuando una persona que ha avanzado bastante se pone junto a uno que no ha progresado mucho, éste espontáneamente se dará cuenta de lo atrasado que está. Cuando el que es obediente se pone junto con el desobediente, éste reconocerá inevitablemente su propia desobediencia. De la misma manera, cuando uno que es santo se pone al lado de uno que es impío, automáticamente éste se dará cuenta de su impiedad. Si uno no es esta clase de persona, no producirá hambre en otros”.
La naturaleza que heredamos de muchas generaciones es muy propensa a imitar; si la ponemos frente a la santidad, espontáneamente se inclinará a la santidad. Si la ponemos frente a la obediencia, aprenderá automáticamente a obedecer. Nosotros debemos tomar la iniciativa para crecer delante de Dios. Hoy Dios atrae las personas a la orilla del mar por medio de la vida de los vencedores que experimentan la cruz y soportan los sufrimientos. Los sacerdotes entraron al agua primero; ellos permanecieron en las aguas de la muerte. Los vencedores son los pioneros; abren el camino en medio de la oscuridad, y toman la iniciativa de entrar en la muerte. Solamente haciendo esto pueden ayudar a otros a ir adelante de la misma manera.
La mayoría de los creyentes del pasado avanzaba a tropezones, pero a los creyentes de hoy se les dice de qué manera han tropezado otros. Lo único que deben hacer ahora es obedecer y permitir que la verdad que ya se ha proclamado constituya su ser. Estos son los que llevan el arca en sus hombros, cuyos pies están en la tierra, y permanecen firmes en el terreno de la muerte. Solamente llevando a Cristo de esta manera en nuestros hombros podemos ser los vencedores. Si Dios no puede obtener tal grupo de vencedores entre nosotros, tendrá que buscar a alguien más.
Cada vez que la cruz nos es aplicada, o cada vez que Dios nos corrige, ¿estamos dispuestos a recibir la disciplina? Esta es la pregunta crucial para nosotros.
(28 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Jue. 6:1-6, 11-35; 7:1-8, 19-25; 8:1-4
Llegamos ahora a la descripción de la forma en que fueron seleccionados los vencedores, y cómo fueron separados de los que no lo eran.
En el libro de Números dice que todo varón de los israelitas de veinte años para arriba tenía que dedicarse al servicio militar para ir a la guerra por el Señor. En el tiempo de los Jueces, los israelitas se habían degradado. A fin de librar a toda la nación, Dios tuvo que seleccionar trescientos hombres que fueran a pelear la batalla que todos debían pelear, pero que no lo hicieron. La mayoría no dio la talla y no pudo ir a la batalla por Jehová. Muchas personas pueden guardar la fe y finalizar la carrera, pero no saben cómo pelear la buena batalla.
Es fácil ser humilde delante de Dios, pero es muy difícil serlo delante de los hombres cuando uno se compara con otros. Es fácil decir: “Yo soy el menor”, pero no es fácil decir: “Yo soy el menor en la casa de mi padre”. No es difícil decir: “Mi familia es pobre”, pero sí lo es decir: “Mi familia es pobre en Manasés” (Jue. 6:15). Los vencedores no ven el resplandor de sus propios rostros, pero los demás sí. Quienes ven sus rostros radiantes en el espejo no son vencedores. Aunque David fue ungido, se consideraba un perro. Los vencedores no tienen el nombre de vencedores, sino la realidad.
Nadie se entrega a la obra sin haber recibido una visión. Cuando se tiene una visión, aunque se encuentren dificultades, se llega a la meta. Cuando el Señor nos habla, podemos cruzar al otro lado. Cuando tenemos la visión, nuestros pasos serán firmes en la obra.
Aun cuando nos consideremos el menor, debemos ponernos en las manos de Dios. Independientemente de si nos vemos grandes o pequeños, si no nos ponemos en las manos de Dios, no seremos de ninguna utilidad. Todos los sacrificios vivos que se ofrecen según la voluntad de Dios son aceptables a El. Los vencedores fueron llamados por Dios. ¿Ha oído usted y respondido al llamado a los vencedores que se hace en Apocalipsis 2 y 3?
Después de consagrarnos con nuestro corazón, sigue siendo necesario derribar los ídolos como un testimonio visible. Necesitamos estar conscientes de nosotros mismos, de nuestra familia y de aquellos con quienes tenemos contacto. Todo aquello a lo que se le dé un lugar al mismo nivel de Dios, se debe derribar. Solamente aquellos que han visto al Angel de Dios, que es el Señor, saben que todo lo que no sea el Señor es un ídolo. Solo después de haber visto al Angel de Dios, se da cuenta uno de que la imagen de madera no es Dios. El sacrificio sobre el peñasco (Jue. 6:21) es ofrecido por el individuo, pero el sacrificio en el altar (v. 24) se ofrece por la multitud.
Después de haber pasado por estos cuatro pasos, el Espíritu Santo vino sobre Gedeón. El hombre es lleno del Espíritu cuando está en la debida condición, y no como resultado de orar. Así que cuando uno está en la condición adecuada, el Espíritu viene sobre uno espontáneamente.
El sonido de la trompeta (v. 34) es el llamado a que otros se unan a las filas de los vencedores, quienes no actúan independientemente. Debemos separarnos de los derrotados y juntarnos con los vencedores.
En la primera selección veintidós mil personas quedaron excluidas. Estas no fueron a la batalla por dos razones. En primer lugar, deseaban gloria para sí. Es posible que estemos dispuestos a entregar nuestra vida, mas no nuestra gloria. No solamente tenemos que vencer a Satanás, sino también a nosotros mismos. Dios desea solamente a aquellos que trabajen para El sin jactarse. Después de laborar para el Señor simplemente debemos decir: “Esclavos inútiles somos” (Lc. 17:10). Debemos olvidarnos de cuánto hemos arado o de cuántas ovejas hemos apacentado. Dios no comparte Su gloria con nosotros. Si esperamos algo para nosotros, seremos eliminados. En segundo lugar tenían temor y estremecimiento (Jue. 7:3). A todo aquel que teme y se estremece se le pedirá que no vaya a la guerra. No debemos amarnos a nosotros mismos, sino que debemos soportar los padecimientos. El mayor sufrimiento no es material sino espiritual. Todo aquel que desee gloriarse, que tema o que tiemble será descalificado. La victoria no depende de la cantidad de personas que vayan a la batalla, sino del conocimiento de Dios que tengan.
La segunda prueba se basó en un asunto insignificante: beber agua. Las cosas pequeñas siempre sacan a la luz lo que somos. En aquellos días, tanto los judíos como los árabes, cuando viajaban cargaban sus pertenencias a sus espaldas. Había dos maneras de beber agua en el camino. Una era bajar la carga y arrodillarse, doblándose hasta el suelo para beber con la boca, y la otra era llevar el agua a la boca con la mano manteniendo la carga en la espalda. Esta última forma se empleaba para ahorrar tiempo y para mantenerse alerta en caso de ladrones. Entre los diez mil, nueve mil setecientos se agacharon para beber con la boca directamente en el agua, mientras que trescientos bebieron recogiendo agua en la mano y llevándola a la boca. Todos los que bebieron directamente con la boca fueron eliminados. Los que bebieron llevando el agua a la boca fueron seleccionados por Dios. La persona en quien la cruz ha obrado, aunque tenga la oportunidad de ser indulgente consigo misma, no lo hará. A esta clase de personas las puede usar Dios, pues El sólo puede usar a quienes están dispuestos a ser inmolados en la cruz.
Los tres criterios por los cuales Dios selecciona a los vencedores son: (1) Que se entreguen incondicionalmente a la gloria de Dios (2) que no le teman a nada, y (3) que permitan que la cruz ponga fin a su yo. Uno puede juzgar por sí mismo si es un vencedor. Dios nos someterá a prueba, y pondrá en evidencia si somos vencedores o no. Solamente quienes conocen la victoria de la cruz podrán mantener dicha victoria.
Dios le dio a Gedeón trescientos hombres e hizo de ellos un solo cuerpo. La victoria de un solo individuo no tiene valor. Gedeón y aquellos trescientos hombres actuaron juntos y procedieron en unanimidad. La carne fue eliminada de ellos para que pudieran ser uno. Esta es la unidad que se tiene en el Espíritu y la vida que se experimenta en el Cuerpo. El Nuevo Testamento es una narración de reuniones más que de labor.
Aunque aquellos trescientos hombres ganaron la batalla, toda la congregación persiguió al enemigo. Los trescientos hombres fueron los que pelearon, pero toda la congregación recogió la cosecha. Cuando vencemos, el Cuerpo en su totalidad es avivado. Cuando permanecemos en el fondo del río, el beneficio no es sólo para nosotros, sino para todo el Cuerpo. “Y de mi parte completo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por Su Cuerpo, que es la iglesia” (Col. 1:24). Para ser vencedores, tenemos que sufrir las murmuraciones de la gente, así como Gedeón sufrió las murmuraciones de los hombres de Efraín. Gedeón no solamente derrotó a los madianitas que vivían lejos del pueblo, sino también a los madianitas que estaban en medio del pueblo. Sólo personas así pueden vencer. Ellos estaban “cansados, más todavía persiguiendo” (Jue. 8:4b).
(29 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Mt. 18:18; Ef. 6:12-13; 1:20-22; 2:6; Mr. 11:23-24
Para ser los vencedor que Dios desea, tenemos que aprender a orar con autoridad ejerciendo la autoridad de Cristo. En la Biblia, orar no es simplemente hacer una petición, sino ejercer autoridad. La oración es un mandato que se hace con autoridad.
Los vencedores de Dios tienen que ser fieles primeramente en negarse al yo, al mundo y a Satanás. Primero debemos permitir que Dios nos derrote por medio de la cruz. En segundo lugar, debemos saber cómo aplicar la autoridad de Cristo para derrotar a Satanás; es decir, debemos ganar la victoria sobre Satanás. Hay dos clases de oraciones, a saber: peticiones y mandatos. En Isaías 45:11 Dios dice: “Mandadme”. Las oraciones de autoridad no son peticiones sino mandatos. Podemos exigir que Dios haga algo. Dicha oración es una orden.
Las oraciones que mandan se basan en la ascensión de Cristo. La muerte y la resurrección de Cristo resolvieron cuatro grandes problemas. La muerte de Cristo resolvió todos los problemas que tenemos por estar en Adán; Su resurrección nos concedió una nueva posición; Su ascensión nos sentó en los lugares celestiales, por encima de todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobretodo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero. Efesios 1 dice que Cristo ascendió por encima de todo principado, poder y señorío. El capítulo dos se refiere al hecho de que también nosotros estamos sentados en los cielos con El. Por lo tanto, como Cristo está por encima de todo gobierno y autoridad, nosotros también.
Efesios 1 nos dice que Cristo está en los cielos, y el capítulo dos nos dice que nosotros estamos en Cristo, sentados con El en los lugares celestiales. El capítulo seis nos dice lo que hacemos en los cielos. Estamos sentados en los lugares celestiales y elevamos oraciones que son mandatos con la autoridad de la victoria de Cristo.
Una oración común se dirige de la tierra a los cielos, mientras que una oración de autoridad se dirige de los cielos a la tierra. En Mateo 6 se muestra una oración de petición, pues asciende, y en Efesios 6 se muestra una oración de autoridad, pues desciende. Estamos sentados en los lugares celestiales haciendo oraciones que son órdenes. Amén en hebreo significa “así sea irrevocablemente”, lo cual es un mandato. Al comienzo de toda batalla Satanás trata de desalojarnos de nuestra posición de victoria en los lugares celestiales. Al hablar de batalla queda implícito que hemos de pelear para mantener nuestra posición, mientras que vencer indica que ocupamos nuestra posición. En Cristo estamos sentados en los lugares celestiales y podemos expresar la oración de autoridad.
La expresión “por tanto” de Marcos 11:24 indica que el versículo 23 también es una oración. Pero el versículo 23 no nos dice que oremos a Dios; simplemente dice: “Cualquiera que diga a este monte”. Esto es dar una orden al monte. Aunque no se habla directamente a Dios, es una oración, una oración de autoridad. No se le pide a Dios que haga algo, sino que se ejerce la autoridad de Dios para aplicarla al monte o a cualquier obstáculo. La fe absoluta procede del conocimiento íntimo de la voluntad de Dios. Solamente con tal fe podemos hablarle al monte. Ordenamos lo que Dios ya ordenó y decidimos lo que Dios ya decidió. Tenemos fe cuando tenemos pleno conocimiento de la voluntad de Dios.
Dios, quien es el Señor soberano, está sentado en el trono, mientas que el enemigo está sujeto al trono. Las oraciones nos unen a Dios. Los vencedores, quienes reinan y rigen, saben orar y ejercer la autoridad del trono de Dios. (Esta autoridad gobierna el mundo entero.) Debemos volvernos hacia el trono y aplicar la autoridad para pedirle a un hermano que venga. (Hudson Taylor hizo esto antes.) Para regir en la iglesia y en el mundo, y para ejercer autoridad en los lugares celestiales, los vencedores deben ejercer la autoridad del trono. En Inglaterra hace cerca de diez años, ciertos hermanos aplicaron la autoridad del trono de Dios para gobernar sobre la situación política. En esto consiste regir a las naciones. La batalla espiritual no se limita sólo a defender sino que también ataca. Nosotros no solamente gobernaremos sobre las naciones, sino también sobre el Hades y sobre todo gobierno, autoridad, poder y señorío. Que Dios nos conceda la sabiduría para ejercer la autoridad de Cristo. Todas las cosas fueron puestas bajo los pies de Cristo, y El es la Cabeza de la iglesia. Cuando ejercemos la autoridad de Cristo, todas las cosas están bajo nuestros pies también.
Mateo 18:18-19 habla de la oración. “En la tierra” y “en los cielos”, expresiones que se mencionan en el versículo 19, nos muestran que la oración del versículo 18 es una orden. Esta orden ata y desata, no pide que Dios ate o desate. La oración que se expresa como un mandato tiene dos aspectos. El primero consiste en atar. Debemos atar a los hermanos y hermanas que no se comportan debidamente en las reuniones, al mundo, el cual estorba la obra, a los demonios, a los espíritus malignos y a Satanás y todas sus actividades. Podemos reinar y gobernar sobre todas las cosas. Cuando algo no esté bien en el mundo o entre los hermanos, es tiempo de que gobernemos y reinemos. El segundo aspecto de la oración que es una orden consiste en desatar. Debemos desatar a otros. Debemos desatar a los hermanos que necesiten ser libres para dedicarse a la obra; debemos desatar el dinero de los hombres para Dios, y debemos desatar la verdad de Dios. Fuimos enviados como embajadores de Dios. En esta tierra deberíamos ejercer nuestro derecho de “inmunidad diplomática”. Podemos acudir al cielo para dominar esta tierra.
(30 de enero, por la tarde)
Lectura bíblica: Gn. 3:14-15; Ap. 12:1-11
Estos dos pasajes se corresponden entre sí. Uno se halla al comienzo de la Biblia, y el otro al final. En Génesis 3 tenemos (1) la serpiente, (2) la mujer y (3) la simiente. En Apocalipsis 12 tenemos (1) la serpiente, (2) la mujer y (3) el hijo varón.
Génesis 3 contiene lo que Dios dijo al hombre y a la serpiente después de la caída, y también abarca la redención de Dios. “Sobre tu pecho andarás” significa que Dios restringió la obra de Satanás a la tierra; por consiguiente, él ya no puede trabajar por todo el universo. “Y polvo comerás todos los días de tu vida” indica que Dios limitó a Satanás a comer al hombre, pues éste fue hecho del polvo. Dios determinó que los descendientes de Adán fueran la comida de Satanás.
“La mujer” era la madre de todos los vivientes. Por tanto, la mujer representa todos los seres vivos que Dios desea salvar.
“La simiente de la mujer” es Cristo. Cuando Cristo estuvo en la tierra, hirió la cabeza de la serpiente. La cabeza es la parte más vital del cuerpo. El Señor hirió el poder vital de Satanás.
La serpiente heriría su calcañar, lo cual significa que lleva a cabo su obra a espaldas de Cristo. Después de que Cristo hirió la cabeza de la serpiente, siguió Su camino, pero la serpiente trabajó a sus espaldas. Esta ha sido siempre la manera en que el enemigo trabaja en los creyentes, siempre actúa a espaldas de ellos.
“La simiente de la mujer” se refiere tanto al Cristo individual como al Cristo corporativo. Todos los que participan de la resurrección de Cristo constituyen la simiente de la mujer. El Señor nació de una mujer, pero sin la naturaleza adámica. De igual manera, el hombre nuevo regenerado de los creyentes tampoco tiene la naturaleza de Adán. Cristo es Hijo de Dios, y del mismo modo, el nuevo hombre es hijo de Dios. Ni Cristo ni el nuevo hombre nacieron de la carne ni de voluntad de varón.
A partir de desde Génesis 3, las esperanzas de Dios y del hombre quedaron en la simiente de la mujer. Satanás también puso mucha atención a la simiente de la mujer. Por eso él indujo a Herodes a dar muerte al Señor, tentó al Señor en el desierto, y luego lo persiguió por tres años y medio. Pero en todas estas situaciones el Señor venció.
Los capítulos comprendidos entre el cuatro y el once de Apocalipsis constituyen una sección. Desde el capítulo quince hasta el final forman otra sección. Ahora bien, los capítulos del doce al catorce son insertados como notas marginales de los capítulos previos, y no forman parte del tema principal. El capítulo doce es la continuación de los capítulos dos y tres, en los cuales se menciona “vencer” siete veces; mientras que en el capítulo doce dice: “Ellos le han vencido”. Los capítulos dos y tres mencionan el llamado que Dios hace a los vencedores cuando la mayoría de la iglesia ha fracasado, mientras que el capítulo doce nos dice cómo son esos vencedores y lo que hacen. Apocalipsis 2:27 dice que los vencedores regirán las naciones con vara de hierro, mientras que en 12:5 se afirma que el hijo varón regirá las naciones con vara de hierro. Los vencedores son el hijo varón. El hijo varón es corporativo, compuesto de “los hermanos” a los que aluden los versículos 10 y 11.
El Señor dio a Satanás intencionalmente el nombre “la serpiente antigua”, para recordarnos lo dicho en Génesis 3.
En Apocalipsis 12 la mujer que da a luz el hijo varón es Jerusalén, no solamente la Jerusalén terrenal, sino también la celestial. La Biblia nos dice que Dios es nuestro Padre, el Señor es nuestro hermano mayor, y Jerusalén es nuestra madre (Gá. 4:26).
El sol, la luna y las doce estrellas corresponden al sueño de José; por consiguiente, deben de referirse a los israelitas. Jerusalén es el centro de los israelitas. Así que, esta mujer posiblemente representa a Jerusalén.
Esta mujer es la Jerusalén que se menciona en los capítulos veintiuno y veintidós. Ella es una ciudad compuesta de todos los salvos del Antiguo Testamento y los del Nuevo, quienes tienen la vida de Cristo. La mujer que va a dar a luz el hijo varón tipifica a la iglesia, pero después de darlo a luz, tipifica a los israelitas. Antes de que nazca el hijo varón se describen las cosas que están en los cielos —el sol, la luna y las estrellas—. Después de que él nace se describe su condición en la tierra, pues huye al desierto.
La mujer tipifica a los muchos hijos que Dios ha salvado. El enemigo los perseguirá a ellos, y la serpiente atacará a la mujer. Ellos estarán solos para pelear, pero debido a que no pueden hacerlo, Dios levantará vencedores de entre ellos para que peleen. Estos regirán las naciones con vara de hierro y tendrán un lugar especial en el reino. Cuando sean arrebatados y llevados al cielo, Satanás será lanzado abajo, y ellos tomarán de nuevo el lugar que ocupaba la serpiente en los cielos. Cuando ellos estén en la tierra, Satanás se retirará, y cuando estén en los cielos, Satanás será lanzado. Vencer significa recobrar el terreno que se había perdido. El hijo varón vence en lugar de su madre, la iglesia. Al final de los tiempos, Dios busca vencedores que pongan fin a la batalla que se libra en los cielos. Estos llevarán a los cielos “la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de Su Cristo” (Ap. 12:10). Como resultado, la serpiente ya no tendrá lugar en el cielo. Adonde quiera que los vencedores llegan, Satanás tiene que irse.
Los vencedores derrotan al enemigo con lo siguiente:
En primer lugar, la sangre de Cristo fue derramada, lo cual significa que la vida de la carne fue derramada. Debido a esto, Satanás no nos puede hacer nada. Satanás se alimenta de polvo; y sólo puede operar en una vida que sea de carne. En segundo lugar, la sangre de Cristo contrarresta el ataque de Satanás. La sangre de Cristo nos resguarda del ataque de Satanás, de la misma manera que los israelitas fueron protegidos por la sangre del Cordero de la pascua. La sangre satisface la justicia de Dios y significa muerte. Por lo tanto, Satanás no puede atacarnos. En tercer lugar, la sangre de Cristo responde las acusaciones de Satanás.
Toda la obra que Satanás efectúa en la iglesia consiste en derribar el testimonio. La iglesia es el candelero, el cual, a su vez, es el testimonio. Esto es lo que Satanás desea derribar cuando ataca a la iglesia. El testimonio del que se habla aquí se refiere específicamente al testimonio en contra de Satanás. Cuando el Señor fue tentado, hizo tres afirmaciones que fueron testimonios dirigidos a Satanás. Nosotros también debemos hacer declaraciones como testimonio en contra de Satanás. Es posible que Satanás nos diga: “Eres débil”. Pero nosotros debemos decirle que el poder del Señor se perfecciona en la debilidad (2 Co. 12:9). Debemos ejercer la victoria de Cristo aplicando la Palabra de Dios. La sangre habla de la victoria de Cristo, pero el testimonio es la aplicación de la victoria de Cristo con la Palabra de Dios.
Debemos sacrificar nuestro cuerpo y nuestra vida y no tener lástima de nosotros mismos. “Ni estimo preciosa mi vida para mí mismo” (Hch. 20:24). Por causa de la sangre del Señor y de la palabra de nuestro testimonio, no debemos temer a la muerte, sino que debemos pelear hasta vencer. Si hacemos esto, haremos que se cumpla la declaración hecha en Génesis 3:15.
El dragón desea devorar al hijo varón que está a punto de nacer. Por esta razón, nosotros somos perseguidos y sufrimos. Esta persecución y estos sufrimientos nos fuerzan a volvernos el hijo varón y hacen que seamos parte de los que son arrebatados primero. El primer arrebatamiento no es solamente una bendición sino una responsabilidad. Todo aquel que deja lugar en su corazón para el dragón; pasará por la gran tribulación. Pero quien no tenga lugar en su corazón para el dragón, le aplastará la cabeza. La serpiente engañó a la mujer. Por eso, es necesario que la simiente de la mujer lo hiera. Dios no vencerá la serpiente solo, sino que usará a los vencedores para hacerlo. Permita el Señor que seamos parte de los vencedores.
(31 de enero, por la tarde)
Mensaje de Watchman Nee Notas tomadas por Witness Lee en Shanghai