
Este libro se compone de mensajes que dio el hermano Witness Lee en Reston, Virgina, del 28 de noviembre al 1 de diciembre de 1991.
Para recibir la revelación del Cuerpo de Cristo, nos convendría analizar nuestro propio cuerpo. Nuestro cuerpo físico no es una organización inerte, sino un organismo viviente. Por ejemplo, cuando hablo, todo mi cuerpo participa de manera viviente y orgánica. Del mismo modo, el Cuerpo de Cristo es un organismo, es algo vivo. Si no hay vida, no hay organismo. El Cuerpo de Cristo es orgánico; es algo que tiene que ver con la vida.
Ahora consideremos la vida con la cual está constituido el Cuerpo de Cristo. Según Génesis 1 y 2, en la creación de Dios existen cuatro niveles de vida. Primero vemos la vida vegetal, el nivel de vida más bajo (1:11-12); luego, sigue la vida animal (vs. 20-25). El tercer nivel de vida presente en Génesis es la vida humana (vs. 26-27), la cual no es la vida de Dios pero tiene Su semejanza. Como seres creados no tenemos la vida de Dios, ya que El no puso Su vida dentro del hombre cuando lo creó; no obstante, Dios nos creó con una vida semejante a la Suya. Esto es parecido a la fotografía de una persona: la foto en sí no posee la vida de esa persona, pero sí tiene su imagen. En cierto sentido, la fotografía de una persona es la persona misma, pero en otro sentido, no lo es. Debemos ver que en Génesis 1 Dios creó al hombre a Su imagen como una fotografía de Sí mismo. Pero Génesis también muestra una vida que es superior a la vida humana; éste es el cuarto nivel de vida, el más elevado, representado por el árbol de la vida (2:9), y dicha vida es la vida divina, la vida de Dios. Por lo tanto, Génesis 1 y 2 revelan la vida vegetal, la vida animal, la vida humana y la vida divina.
El Cuerpo de Cristo es una entidad orgánica; es algo de vida, pero ¿de qué vida se trata? Indudablemente el Cuerpo de Cristo no pertenece a la vida vegetal ni a la vida animal. ¿Pertenece entonces a la vida humana o a la vida divina? De hecho, la vida del Cuerpo de Cristo es una mezcla, o sea, es la mezcla de la vida de Dios y la del hombre. Vemos el modelo de esta vida mezclada en los cuatro Evangelios, los cuales narran cuatro biografías de una misma persona, Jesucristo, quien es tanto Dios como hombre. Ciertamente Jesucristo era Dios, pero también era un niño que nació en un pesebre. ¿Cómo pudo el Dios de los cielos, quien es majestuoso, grandioso, maravilloso y glorioso, nacer en un pesebre? ¿Quién era aquel niño llamado Jesús que nació en un pesebre? El era un Dios-niño. El tenía huesos, carne y sangre; era un niño de verdad, pero también era Dios.
Jesús comenzó a ministrar a los treinta años de edad. Cuando las personas vieron las cosas que El hizo, se preguntaron que quién era. Algunos dijeron: “¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿Y no están aquí con nosotros Sus hermanas?” (Mr. 6:3). Entonces, ¿quién era El? No sólo era un hombre sino también Dios, o sea, era Dios y hombre. “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1). Este Verbo, que era Dios, se hizo carne (v. 14).
Dios se hizo carne hace aproximadamente dos mil años, es decir, cuatro mil años después de que Adán fue creado. Según la manera en que Dios cuenta el tiempo, esto sucedió hace sólo dos días, ya que para El mil años es como un día (2 P. 3:8). Por lo tanto, podemos decir que El se hizo carne anteayer. ¡El Dios eterno se hizo un hombre humilde, limitado por el tiempo! Jesús es el Dios completo y el hombre perfecto. El nombre Jesús significa Jehová el Salvador. ¿Quién es Jesús? El es Jehová el Salvador; el infinito Dios eterno quien llegó a ser nuestro Salvador. A fin de ser el Salvador de nosotros, los pecadores, era necesario que Jesús se hiciera hombre, con un cuerpo humano, para derramar Su sangre por nuestros pecados.
Ahora existe en el universo esta Persona maravillosa, quien es tanto Dios como hombre. Jesús es Dios y hombre. El vivió en la tierra por treinta y tres años y medio, luego fue voluntariamente a la cruz y murió por nosotros. Hebreos 9:14 indica que cuando El fue a la cruz para ofrecerse a Sí mismo a Dios, no lo hizo solo, pues el Espíritu Santo estaba con El para fortalecerlo. El tercero de la Trinidad Divina fortaleció a Jesús para que se ofreciera a Sí mismo a Dios como sacrificio por nosotros. Además, mientras Jesús colgaba de la cruz, el Padre, el primero de la Trinidad Divina, estaba con El. Su muerte no fue simplemente la muerte de un hombre, sino la muerte de Dios y hombre.
El Señor Jesús fue crucificado desde la hora tercera (Mr. 15:25) hasta la hora novena, o sea, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. El sufrió durante seis horas en la cruz. A las doce del mediodía, la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena (Mt. 27:45). Durante las primeras tres horas, de las nueve de la mañana hasta las doce del mediodía, Jesús fue perseguido por los hombres debido a que hizo la voluntad de Dios, y durante las últimas tres horas fue juzgado por Dios a fin de efectuar nuestra redención. En esas tres últimas horas, Dios lo consideró nuestro substituto que sufrió por nuestro pecado (Is. 53:10). Las tinieblas cubrieron toda la tierra porque nuestro pecado, nuestros pecados y todo lo negativo estaban siendo juzgados allí. Incluso, Dios lo abandonó (Mt. 27:46) por causa de nuestro pecado. Dios puso sobre Cristo todo el pecado del mundo (Is. 53:6) y por nosotros lo hizo pecado (2 Co. 5:21). Jesús murió en la cruz bajo el juicio de Dios y allí clamó: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). Dios lo abandonó por causa nuestra y por nuestros pecados; lo desamparó en la cruz porque Cristo tomó el lugar de los pecadores (1 P. 3:18), es decir, llevó nuestros pecados (2:24; Is. 53:6) y fue hecho pecado por causa de nosotros (2 Co. 5:21). En esas tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, Dios condenó a Jesús, lo juzgó y lo cortó de la tierra de los vivientes por causa nuestra.
Luego, Jesús fue sepultado, y después de tres días resucitó de la muerte. Cuando resucitó de entre los muertos, El no dejó de ser hombre. Es totalmente erróneo y herético decir que después de Su resurrección Cristo dejó de ser humano. Por la tarde del día en que resucitó, Jesús fue adonde se encontraban reunidos Sus discípulos, y estando las puertas cerradas, se apareció en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros” (Lc. 24:36). Sus discípulos, atemorizados, pensaron que estaban viendo un fantasma (v. 37 y nota 1 de la Versión Recobro); luego les dijo: “Mirad Mis manos y Mis pies, que Yo mismo soy; palpadme, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que Yo tengo” (v. 39). Aún después de haber resucitado, Jesús siguió siendo un hombre con un cuerpo físico que se podía tocar.
Cuando se apareció en medio de Sus discípulos, no les habló mucho, sino que sopló en ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20:22). El Espíritu Santo es el pneuma santo, el aliento santo. El Señor se infundió como aliento santo en los discípulos al soplar en ellos. El aliento de una persona es en realidad la persona misma. El Espíritu que fue impartido en los discípulos es el propio Cristo. En 1 Corintios 15:45 dice que el postrer Adán, Cristo, fue hecho Espíritu vivificante. Este Espíritu, el Espíritu de Jesús, es un Espíritu que posee humanidad. Nadie puede comprender plenamente este misterio divino.
Recientemente pregunté a un hermano de entre nosotros, quien es profesor de física en la Universidad de California en Berkeley, que si el Cristo que estaba de pie en medio de los discípulos el día de la resurrección era físico o espiritual. Me contestó que no sabía, lo cual indica que éste es un misterio que nadie puede entender. Aun hoy, el Cristo resucitado todavía posee la naturaleza humana; tanto en Su resurrección como en Su ascensión, Cristo es divino y humano. ¿No es esto maravilloso? El Espíritu vivificante de Cristo no es simplemente el Espíritu de Dios. Ahora El es el Espíritu compuesto, pues incluye la divinidad, la humanidad, la muerte maravillosa y todo-inclusiva de Cristo, y también Su resurrección poderosa. Este Espíritu consumado es la consumación del Dios Triuno.
Hoy cuando alguien cree en el Señor Jesús, recibe como vida eterna este Espíritu de vida consumado. La vida eterna es una mezcla de la vida divina y la vida humana. El Señor Jesús dijo que El es la vida eterna (Jn. 14:6a), y al creer en El, le recibimos como el Espíritu vivificante todo-inclusivo. En El tenemos al Dios completo y al hombre perfecto. En El también participamos de Su muerte todo-inclusiva, la cual es una muerte preciosa que debemos amar y “besar”. La muerte de Cristo es diferente a la de Adán, ya que la muerte de Adán es terrible, pero la de Cristo es maravillosa. Además, en Cristo también tenemos Su poderosa resurrección. Por lo tanto, en El poseemos al Dios completo, al hombre perfecto, la muerte todo-inclusiva y la resurrección poderosa, los cuales forman una unidad compuesta; y ésta es la vida que recibimos al creer en el Señor Jesús. El Nuevo Testamento revela esto claramente, pero pocos entienden que la vida eterna que recibieron es dicha vida mezclada. El Cuerpo de Cristo posee esta vida. Podemos hablar mucho acerca del Cuerpo de Cristo, pero me preocupa que no comprendamos que el Cuerpo está constituido de esta vida maravillosa. Es necesario que veamos esto.
Ahora debemos preguntarnos cómo es que tal vida puede entrar en nosotros. Para entenderlo, necesitamos leer el libro de Efesios. El primer capítulo de Efesios es un pasaje especial, escrito con destreza, que nos dice cómo esta vida maravillosa entró en nosotros. Posiblemente hemos leído Efesios 1 muchas veces sin haber visto esto. Por eso, en este capítulo Pablo oró para que Dios nos diera un espíritu de sabiduría y de revelación (v. 17) y abriera nuestros ojos, dándonos la habilidad de conocer las cosas misteriosas y maravillosas mencionadas en Efesios. Si leemos Efesios 1 sin un espíritu de sabiduría y de revelación, sin que nuestros ojos interiores sean abiertos, no percibiremos las cosas divinas. He orado mucho por todos nosotros desde el día que decidimos tener esta conferencia. Pedí que el Señor nos diera un espíritu de sabiduría y de revelación para ver Efesios 1. Este capítulo es una mina profunda, y quiero abrirla para mostrarles sus tesoros.
El título de este primer capítulo declara que el Cuerpo de Cristo es producido al impartirse y transmitirse Dios en nosotros. Si queremos conocer el Cuerpo, debemos experimentar dicha impartición y transmisión. El Cuerpo de Cristo es el fruto o resultado de que Dios, en Su trinidad divina, se imparta y se transmita a nuestro ser. Cuando subí a esta plataforma para hablar, no di un salto, sino que subí tres escalones. Asimismo, Dios se imparte y se transmite a nosotros en Su trinidad divina mediante tres pasos o etapas.
Juan 3:16 es un versículo muy conocido, el cual dice que Dios amó al mundo de tal manera que nos dio a Su Hijo unigénito. A veces me he preguntado por qué este versículo no dice que Dios nos envió a Su Hijo Unigénito, sino que dice que nos lo dio. ¿De que manera nos ha dado Dios a Su Hijo? No le fue posible dárnoslo de una manera sencilla, sino que nos lo dio en Su trinidad divina. Fue en Su trinidad divina —Padre, Hijo y Espíritu— que Dios se impartió en nosotros y nos transmitió todo lo que El es.
Dios se imparte y se transmite a Sí mismo en Su pueblo escogido. Nosotros no sólo somos personas creadas por Dios, sino que también hemos sido escogidos por El. Quizás no sintamos que hemos sido escogidos por Dios, pero Efesios 1:4 afirma que Dios nos escogió antes de la fundación del mundo, y lo hizo para impartirse y transmitirse a Sí mismo en nosotros. Somos el pueblo divino que El escogió, la iglesia, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (vs. 22-23).
De hecho, necesitaríamos diez mensajes para transmitir la carga contenida en el título de este primer capítulo: “La iglesia, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo, es el resultado de que Dios, en Su trinidad divina, se imparta en Su pueblo escogido y se transmita a ellos”. Necesitaríamos muchos mensajes para desarrollar completamente este tema. Sin embargo, confiamos en que la carga del Señor será liberada en el corto tiempo que disponemos. Debemos recordar que Dios, en Su trinidad, se impartió en nuestro ser: primero en el Padre, luego en el Hijo y por último, en el Espíritu.
La iglesia es el resultado de que Dios el Padre imparta Su naturaleza santa en Su pueblo escogido a fin de separarlos del mundo y santificarlos completamente para El. Efesios 1:4 dice que antes de la fundación del mundo, Dios nos escogió para que fuésemos santos, o sea, Dios nos escogió con la meta de hacernos santos. Los chinos tienen su propia opinión acerca de lo que significa ser santos; por ejemplo, según ellos Confucio era santo. Sin embargo, éste no es el concepto bíblico de lo que significa ser santo. La Biblia revela que en todo el universo sólo Dios es santo, y aparte de El, todo es común e impío. Entonces ¿cómo podemos nosotros, que somos gente común, ser santos? ¿Cómo puede un americano común ser santo, si en todo el universo sólo Dios es santo? Usemos el oro como ejemplo. El oro representa la naturaleza divina de Dios. Nosotros somos como el hierro negro, pero el oro es dorado. ¿Cómo puede el hierro negro llegar a ser dorado? Dios puede hacernos santos sólo de una manera: impartiendo Su propio ser, particularmente Su naturaleza divina, en nosotros. A pesar de que somos un pedazo de hierro, el oro ha sido impartido y añadido a nuestro ser. Por lo tanto, somos “hierro dorado”.
Si yo le preguntara: “¿Es usted santo?”, probablemente no se atrevería a decir que sí debido a su condición; por lo tanto, debemos ver lo que significa ser santo. Sólo Dios es santo, así que ser santo significa tener a Dios en nosotros. ¿Tiene usted a Dios? Demos un ejemplo. Un hermano tiene a Dios en él, pero ¿por qué entonces aún discute con su esposa? Esto se debe a que todavía tiene mucho “hierro” y se olvida de que posee una pequeña cantidad de oro. A menudo nos olvidamos de que tenemos oro en nuestro ser.
¿Cómo puede Dios hacernos santos? Impartiéndonos Su naturaleza santa. Antes de que naciéramos, incluso antes de la fundación del mundo, Dios nos escogió para que fuésemos santos y se impartió en nosotros para ser nuestra naturaleza santa. Quizás no entendamos cómo Dios pudo impartir Su naturaleza santa en nosotros desde antes de la fundación del mundo. Para entender esto, me gustaría preguntarles: ¿Cuándo fuimos regenerados? En 1 Pedro 1:3 dice que Dios nos regeneró mediante la resurrección de Jesucristo; es decir, que fuimos regenerados cuando Cristo resucitó. Así es como Dios ve el tiempo. Fuimos hechos santos desde antes de la fundación del mundo, pues fue en ese entonces que Dios se impartió como naturaleza santa en nosotros.
Dios el Padre también nos predestinó para que fuésemos Sus hijos (Ef. 1:5). ¿Cómo podemos nosotros ser Sus hijos? La única manera es que Dios se imparta como vida en nosotros. La iglesia es el fruto de que Dios el Padre imparta Su vida divina en Su pueblo predestinado, para que ellos sean Sus muchos hijos y lo expresen. Dios nos impartió Su vida divina, y de esa manera nacimos como hijos de Dios. Al escogernos, Dios nos impartió Su naturaleza santa, y al predestinarnos, nos impartió Su vida divina. Su naturaleza santa nos hace santos, y Su vida divina nos hace hijos de Dios. Dios nos predestinó para filiación con miras a que fuésemos para alabanza de la gloria de Su gracia, es decir, para la alabanza de Su expresión en gracia (v. 6).
¿Somos santos? Debemos decir sin temor que “sí”. ¿Somos hijos de Dios? Debemos decir “amén”. Decimos esto porque tenemos en nosotros la naturaleza santa de Dios y Su vida divina. Tal comprensión nos causa regocijo: somos santos y somos hijos de Dios, porque Dios el Padre se impartió en nosotros.
La iglesia es también el fruto de que Dios el Hijo imparta el elemento divino en aquellos que Dios el Padre escogió y predestinó (Ef. 1:7-12). Dios el Hijo nos redimió mediante Su sangre (v. 7). Si no hubiéramos estado bajo condenación, no habríamos tenido necesidad de ser redimidos. Antes de que fuéramos salvos estábamos en Adán, en el mundo, en el pecado y en la muerte. Pero Cristo vino y nos redimió, sacándonos de Adán, del mundo, del pecado y de la muerte, y nos puso en Sí mismo; así que, ahora estamos en El. En el Nuevo Testamento encontramos esta expresión maravillosa: en El. Todos debemos decir: “Aleluya en El”. Debemos entender dónde estamos en este mismo instante: estamos en Cristo, el segundo de la Trinidad Divina, el Hijo de Dios, quien es la corporificación del Padre. Hemos sido redimidos por El y ahora estamos en El.
¡Cuán maravilloso es que estemos en Cristo! Cristo ha llegado a ser nuestra esfera, nuestro reino y nuestro elemento. La vida y la naturaleza del Padre son la sustancia, y el elemento del Hijo es el contenido de esta vida y naturaleza divinas. En la naturaleza y vida humanas tenemos el elemento humano; asimismo, ya que poseemos la naturaleza divina y la vida divina, también tenemos el elemento divino. En dicho elemento y con él, Dios nos hizo una nueva creación (2 Co.5:17). Esta nueva creación es un tesoro precioso para Dios.
Hemos sido puestos en Cristo, quien ahora es nuestra esfera y elemento, a fin de que, poseyendo Su elemento divino, seamos hechos la herencia de Dios, un tesoro para Dios (Ef. 1:8-11). Dicho tesoro llega a ser la herencia de Dios. Si aún estuviéramos en Adán, en el mundo, en el pecado y en la muerte, Dios no nos tomaría como Su herencia. ¿Cómo podríamos los pecadores llegar a ser la herencia de Dios? Unicamente al ser puestos en Cristo. En Cristo y con El fuimos hechos una nueva creación, y esta nueva creación es la posesión de Dios, es decir, Su herencia.
Dios nos valora como Su tesoro, pues a los ojos de El ya no somos pecadores, sino que ahora somos como un diamante. Dios nos valora en Cristo como Su posesión, Su herencia. En Cristo, Dios desea reunir todas las cosas creadas bajo una cabeza (v. 10). Hoy tenemos a Cristo y estamos en El. ¡Aleluya, somos uno! En el mundo no hay unidad. En la iglesia están representadas todas las razas, y aunque hay entre nosotros blancos, negros, amarillos, morenos y rojos, no obstante, todos somos uno en Cristo. En Cristo todos estamos reunidos bajo una sola cabeza. Debido a que Cristo nos redimió y nos puso en Sí mismo como elemento, El impartió Su propio elemento divino dentro de nuestro ser. Por lo tanto, no sólo tenemos la naturaleza divina y la vida divina, sino también el elemento de dicha vida y naturaleza; ésta es la impartición de Dios el Hijo, la segunda persona de la Trinidad Divina.
La iglesia, el Cuerpo de Cristo, es el fruto de que Dios el Espíritu imparta la esencia divina en aquellos que son hechos la herencia de Dios el Padre, los que redimió Dios el Hijo. Después de la redención efectuada por el Hijo, el Espíritu de Dios viene a sellarnos (Ef. 1:13). Si alguien compra un libro, lo sella para indicar que ese libro le pertenece. El sello tiene tinta, y cuando se estampa el sello sobre una hoja de papel, la tinta satura el papel y lo empapa. Saturar es un acto vertical, mientras que empapar, algo horizontal. Debido a que fuimos redimidos en Cristo, El es el elemento en el que fuimos hechos el tesoro de Dios, Su herencia, Su posesión. Debido a que somos la herencia de Dios, El puso Su Espíritu Santo en nosotros como un sello para marcarnos, indicando que le pertenecemos. Dios puso una marca sobre nosotros, y esta marca, este sello, es el Espíritu que nos sella, nos satura y nos empapa.
Mientras se ministra la palabra en las reuniones, el Espíritu que sella nos satura verticalmente y nos empapa horizontalmente para llenarnos del Dios que se nos imparte. Cuando un hermano regresa a casa después de asistir a una conferencia de fin de semana, sus parientes pueden percibir que hay algo diferente en él. La diferencia radica en que durante la conferencia él fue completamente empapado, saturado y sellado con el Espíritu. El sello produce una marca que indica propiedad, y además imprime su imagen sobre el objeto sellado. El sello del Espíritu causa que expresemos la imagen de Dios.
El Espíritu nos sella continuamente, saturándonos y empapándonos. De hecho, seremos sellados hasta la redención y transfiguración de nuestro cuerpo (1:14; 4:30). Hoy día el Espíritu nos sella interiormente y opera en nosotros tanto vertical como horizontalmente, con miras a transformarnos y transfigurarnos. Somos la herencia de Dios y, como tal, somos sellados a fin de ser saturados con la esencia divina, como la impronta que nos marca y como la imagen de Dios que lo expresa a El.
Mientras el Espíritu que sella nos satura, permanece con nosotros como arras (1:14), las cuales garantizan que Dios será nuestra herencia. El Espíritu mismo es las arras de nuestra herencia y, como tal, es un anticipo de lo que vamos a heredar de Dios, dándonos un sabor anticipado de la herencia plena. Podemos saborear al Señor, quien mora en nosotros, y Su sabor es dulce, agradable y bueno (1 P. 2:3; Sal. 34:8); no obstante, esto es sólo un anticipo, pues la plenitud está por venir. Cuando disfrutamos el anticipo, nos damos cuenta de que éste nos garantiza que Dios será nuestro sabor pleno. El Espíritu, las arras de Dios, la herencia de Su pueblo redimido, les da a ellos un sabor anticipado de El, garantizándoles el sabor pleno hasta la redención de la posesión adquirida, la herencia que Dios redimió. Esto ocurre para alabanza de la gloria de Dios, es decir, Su expresión (Ef. 1:14).
Hasta aquí, hemos visto que se nos ha impartido la naturaleza y la vida del Padre, el elemento del Hijo y la esencia del Espíritu. Ciertamente la esencia es más fina e intrínseca que el elemento. En la sustancia se encuentra el elemento, y en el elemento está la esencia. El Dios Triuno —como sustancia, elemento y esencia— se impartió en nosotros y continúa haciéndolo. Dicha impartición es Su dispensar.
En el cristianismo, muchos piensan que la Biblia enseña meramente lo que debemos y no debemos hacer, pero si éste fuera el caso, dichas enseñanzas serían iguales a las enseñanzas de Confucio. La salvación que Cristo efectúa no tiene como objetivo enseñarnos, sino impartirnos e infundirnos a Dios. Esta es la razón por la que debemos invocar el nombre del Señor cada mañana, diciendo: “Oh Señor Jesús”. Si algunos no lo han hecho, les animo a que lo practiquen de hoy en adelante. Lo primero que debemos hacer por la mañana es invocar, de tres a ocho veces, el nombre del Señor. Para no molestar a los demás temprano en la mañana, podemos invocar en voz baja: “Oh Señor Jesús”. Si practican esto, serán personas diferentes. Al invocar el nombre del Señor, recibirán un suministro fresco.
También podemos recibir el suministro divino orando dos o tres versículos de la Palabra cada mañana. Quizás leamos Juan 1:1 y oremos: “En el principio era el Verbo. Señor Jesús, Tú eras en el principio. Tú eres el Verbo”. Podemos orar-leer este versículo y otro más por unos diez minutos. Si lo hacemos, ciertamente seremos refrescados, pues recibiremos una nueva impartición divina.
Durante el día, siempre que nos sintamos cansados, debemos clamar: “Oh Señor Jesús”. La mayor parte de mi trabajo consiste en escribir y componer mientras estoy en mi escritorio. A menudo me canso. Pero cuando invoco por unos cuantos minutos, “Oh Señor Jesús”, me siento refrescado. Esta es la manera de recibir al Dios Triuno, de recibir Su suministro, de recibir Su impartición y transmisión divinas.
La iglesia se produce por la impartición y transmisión divinas de la naturaleza y la vida de Dios el Padre, del elemento de Dios el Hijo, y de la esencia de Dios el Espíritu. Nada puede superar a esta triple impartición. Dicho suministro es superior a una mera enseñanza. Algunos dicen que soy un maestro que enseña la Biblia. Decir eso no está mal, pero no estoy satisfecho con ello. Deseo ser una persona que siempre suministre a otros una “dosis” divina, una inyección divina. Cuando ministro la palabra, procuro inyectar en las personas al Dios Triuno, lo cual es Su impartición y transmisión.
La sección final de Efesios 1 revela que la iglesia, el Cuerpo de Cristo, es el fruto de que Dios, en Su trinidad divina, se transmita a Su pueblo escogido y redimido (vs. 19-23). Pablo oró para que viéramos la transmisión de la supereminente grandeza del poder de Dios para con nosotros los creyentes. Este poder grandioso operó en Cristo resucitándole de los muertos, sentándole a la diestra del Padre por encima de todo, y sometiendo todas las cosas bajo Sus pies. Además, este poder estableció al Cristo resucitado y ascendido como Cabeza sobre todas las cosas. Este gran poder de Dios ahora opera en nosotros y sobre nosotros. Tal poder fue forjado en Cristo y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a fin de transmitir dicho poder a la iglesia, el Cuerpo de Cristo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo.
Debemos darnos cuenta de que la vida y la naturaleza de Dios, el elemento de Cristo y la esencia del Espíritu han sido impartidas en nosotros. Además, el poder de Dios para con nosotros es sumamente grande (v. 19). Este poder es la transmisión divina que resucitó a Cristo de entre los muertos, lo elevó hasta los cielos, sometió todas las cosas bajo Sus pies y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas. Podemos comparar esta transmisión con la corriente eléctrica. Dicha corriente es la transmisión del poder eléctrico que proviene de la planta central.
Además de la impartición divina o suministro divino, existe dicha transmisión divina. La impartición de la vida y la naturaleza de Dios el Padre, del elemento de Dios el Hijo y de la esencia de Dios el Espíritu, es intrínseca y se efectúa en nosotros con el fin de obrar en nuestro ser. Pero la transmisión del poder divino se efectúa dentro y fuera de nosotros con el fin de fortalecernos. Recibimos una impartición triple, la cual nos fortalece interior e intrínsecamente, y también tenemos el poder divino que nos “electrifica” para fortalecernos. El Cuerpo de Cristo es el fruto de que el Dios Triuno se imparta en nuestro ser y también de que Dios se transmita a nosotros para fortalecernos por dentro y por fuera. Por consiguiente, disfrutamos la impartición triple y la transmisión plena. La iglesia es el fruto de la impartición del Dios Triuno y de la transmisión del Dios que fortalece.