Véase la nota Nm. 20:281a.
Véase la nota Nm. 20:281a.
En este capítulo, la roca tipifica al Cristo crucificado y resucitado (1 Co. 10:4b), y el agua que fluyó de la roca tipifica al Espíritu (1 Co. 10:4a) como agua viva que fluyó del Cristo crucificado (Jn. 19:34 y la nota). En Éx. 17 Moisés golpeó la roca con su vara, y el agua fluyó para que el pueblo bebiera (véase la nota Éx. 17:62 y la nota Éx. 17:63). Según lo dicho por Pablo en 1 Co. 10:4 (véase la nota 1 Co. 10:42), esta roca era una roca espiritual que seguía al pueblo de Dios a lo largo de su travesía en el desierto. Esto significa que Cristo fue crucificado para convertirse en una roca que sigue a Su pueblo. Esta roca que sigue al pueblo es el Cristo resucitado, como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45), quien siempre está con la iglesia para suministrar a Sus creyentes el agua de vida.
Puesto que Cristo fue crucificado y el Espíritu fue dado, no es necesario que Cristo sea crucificado nuevamente, o sea, no es necesario golpear la roca nuevamente para que fluya el agua viva. Según la economía de Dios, Cristo debía ser crucificado una sola vez (He. 7:27; 9:26-28a). Para recibir el agua viva procedente del Cristo crucificado, todo lo que debemos hacer es “tomar la vara” y “hablar a la roca”. Tomar la vara equivale a identificarse con Cristo en Su muerte y aplicar la muerte de Cristo a nosotros mismos y a nuestra situación. Hablar a la roca equivale a hablarle directamente al Cristo que es la roca herida, pidiéndole darnos el Espíritu de vida (cfr. Jn. 4:10) con base en el hecho de que el Espíritu ya fue dado. Si aplicamos la muerte de Cristo a nosotros mismos y en fe le pedimos a Cristo que nos dé el Espíritu, recibiremos el Espíritu viviente como suministro abundante de vida (Fil. 1:19).
El problema descrito en los vs. 2-13 fue ocasionado por la escasez de agua, agua que tipifica al Espíritu de vida (Jn. 7:37-39; Ro. 8:2). Según la tipología, esto nos muestra que siempre que haya escasez del Espíritu de vida en el pueblo de Dios, habrá problemas (cfr. la nota Éx. 16:21a). Cuando el pueblo de Dios tiene el Espíritu en abundancia, los problemas entre ellos mismos y con Dios son resueltos.
Lit., mí.
Edom estaba formado por los descendientes de Esaú, el hermano de Jacob (Gn. 36:1). Los hijos de Israel eran descendientes de Jacob. Por tanto, existía un vínculo estrecho entre Israel y Edom. Según la tipología podríamos considerar que Israel representa nuestro espíritu, y Edom, nuestra carne. Que Israel hubiera intentado obtener ayuda de Edom (vs. 14-17, 19) significa que nosotros a veces tratamos de ayudar a nuestro espíritu apoyándonos en nuestra carne. Así como Edom se rehusó a ayudar a Israel (vs. 18, 20-21), nuestra carne jamás ayudará a nuestro espíritu (cfr. Gá. 5:16-17). Debemos ser personas que permanecen en el espíritu y no intentan obtener ayuda de la carne (Fil. 3:3).
Que significa contienda.
Santificar a Dios es hacerlo santo, es decir, separarlo de todos los dioses falsos; si no santificamos a Dios, lo hacemos común. Al enojarse con el pueblo (v. 10) y erróneamente golpear dos veces la roca (v. 11), Moisés no santificó a Dios. Al mostrarse enojado cuando Dios no lo estaba, Moisés no representó correctamente a Dios en Su naturaleza santa; y al golpear dos veces la roca, Moisés no guardó la palabra de Dios en Su economía (véase la nota Nm. 20:81b, párr. 2). Por tanto, Moisés ofendió tanto la naturaleza santa de Dios como Su economía divina. Debido a esto, aunque disfrutaba de intimidad con Dios y era considerado compañero de Dios (Éx. 33:11), Moisés perdió el derecho a entrar en la buena tierra.
En todo lo que digamos y hagamos con respecto al pueblo de Dios, nuestra actitud tiene que concordar con la naturaleza santa de Dios y nuestras acciones tienen que concordar con Su economía divina. Esto es santificar a Dios. De otro modo, con nuestras palabras y hechos nos habremos rebelado contra Él y le habremos ofendido.
En su travesía, los hijos de Israel tuvieron una serie de fracasos. El libro de Números nos muestra que el resultado de esos fracasos fue la muerte, no solamente de los israelitas comunes y corrientes (Nm. 11:1, 33-34; 14:36-37, 45; 16:32-33; 25:3-9), sino también de Miriam (Nm. 20:1), de Aarón (20:23-29) y de Moisés (Nm. 27:12-14). Esto debe servirnos de advertencia para que seamos cuidadosos con respecto a nuestros propios fracasos, pues éstos resultan en muerte y, en algunos casos, hasta en muerte física (cfr. Hch. 5:1-11; 1 Co. 11:27-30; 1 Jn. 5:16).