Mensaje 10
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Lectura bíblica: 1 Jn. 1:5-7
En este mensaje seguiremos considerando el significado de la palabra verdad según se revela en el Nuevo Testamento. Hemos señalado que la verdad se refiere a Dios, a Cristo y al Espíritu. Por lo tanto, la verdad es la Trinidad Divina. De hecho, los tres de la Trinidad son una sola realidad.
Habiendo visto que la verdad es el Dios Triuno, ahora quisiéramos señalar que la verdad es también la Palabra de Dios como revelación divina, la cual no sólo nos revela la realidad de Dios y de Cristo, y de todas las cosas divinas y espirituales, sino que además nos la trasmite. Por consiguiente, la Palabra de Dios también es realidad (Jn. 17:17).
La Palabra es la explicación del Dios Triuno. Esto significa que el cuarto aspecto de lo que es la verdad, la Palabra, es de hecho la explicación de los tres primeros aspectos de la verdad, los cuales son: el Padre, el Hijo y el Espíritu. De manera que la realidad es Dios el Padre, Dios el Hijo, Dios el Espíritu y también la Palabra divina.
Según el Nuevo Testamento, la verdad es también el contenido de la fe (aquello que creemos), la cual denota los elementos sustanciales en los cuales creemos y que conforman la realidad del evangelio completo (Ef. 1:13; Col. 1:5). Esto se revela a lo largo del Nuevo Testamento (2 Co. 4:2; 13:8; Gá. 5:7; 1 Ti. 2:4, 7b; 3:15; 4:3; 6:5; 2 Ti. 2:15, 18, 25; 3:7, 8; 4:4; Tit. 1:1, 14; 2 Ts. 2:10, 12; He. 10:26; Jac. 5:19; 1 P. 1:22; 2 P. 1:12).
El contenido de la Palabra de Dios es también el contenido de nuestra fe cristiana. Ésta es la fe objetiva, aquello en lo cual creemos. La Palabra es la revelación y explicación de la Trinidad, y esta Palabra tiene cierto contenido. Al decirlo en pocas palabras, este contenido es el mismo contenido del Nuevo Testamento y de nuestra fe cristiana. De manera que el contenido del Nuevo Testamento y de nuestra fe cristiana es también la verdad, la realidad. Esto significa que en el Nuevo Testamento, la realidad se refiere al contenido de nuestra fe y de todo el Nuevo Testamento.
En la Biblia, la verdad también se refiere a la realidad tocante a Dios, al universo, al hombre, a la relación que el hombre tiene con Dios y con los demás, y a la obligación del hombre para con Dios, como se revela mediante la creación y también mediante las Escrituras (Ro. 1:18-20; 2:2, 8, 20).
Si deseamos conocer la realidad en cuanto a Dios y el universo, no es necesario adivinar o hacer conjeturas. Sencillamente debemos acudir a las Escrituras, porque en el Nuevo Testamento encontramos la verdad acerca de Dios, del universo y del hombre. También encontramos la verdad acerca de la obligación que tiene el hombre para con Dios y acerca de su relación con Dios y con los demás. Esta verdad se revela parcialmente en la obra creadora de Dios, y se revela completamente en las Escrituras. En la creación vemos ciertos aspectos de la verdad tocante a Dios, al hombre y a la relación del hombre con Dios. Así que, en el Nuevo Testamento la palabra verdad se usa para referirse a estos asuntos.
En el Nuevo Testamento la palabra griega traducida “verdad”, alétheia, también denota la autenticidad, la veracidad, la sinceridad, la honestidad, la confiabilidad y la fidelidad de Dios como virtud divina (Ro. 3:7; 15:8), y del hombre como virtud humana (Mr. 12:14; 2 Co. 11:10; Fil. 1:18; 1 Jn. 3:18) y como producto de la realidad divina (Jn. 4:23-24; 2 Jn. 1:1; 3 Jn. 1:1).
Juan 4:23-24 dice: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y con veracidad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y con veracidad es necesario que adoren”. Algunos sostienen el concepto de que la palabra veracidad en estos versículos denota la sinceridad de los que adoran a Dios. Según este concepto, no sólo debemos adorar a Dios en nuestro espíritu y con nuestro espíritu, sino que también debemos adorarlo con sinceridad. Este entendimiento es erróneo. En Juan 4:23-24 la veracidad se refiere al resultado, al producto, del hecho de que Dios sea realidad para nosotros. Cuando disfrutemos a Dios como nuestra realidad, ese disfrute tendrá cierto resultado, y dicho resultado será la verdad, la realidad. De hecho, el resultado de disfrutar a Dios como nuestra realidad es que Cristo se manifiesta desde el interior de nosotros. Cuando disfrutemos al Dios Triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu— como nuestra realidad, o sea, cuando la Trinidad Divina llegue a ser una realidad que disfrutamos, el resultado de este disfrute será cierta clase de virtud. Esta virtud es el Cristo que experimentamos, el Cristo que es el cumplimiento de todas las ofrendas.
En la época del Antiguo Testamento, los hijos de Israel adoraban a Dios en un lugar específico: Jerusalén. Cuando ellos iban a Jerusalén a adorar a Dios, no podían ir con las manos vacías. Se les exigía ir con ofrendas con las cuales adorar a Dios. Todas estas ofrendas eran tipos de Cristo. Así, pues, los hijos de Israel adoraban a Dios en el lugar designado por Dios y con las ofrendas requeridas por Dios. Según la tipología, el lugar escogido por Dios tipifica al espíritu humano, donde está la morada de Dios hoy (Ef. 2:22), y las ofrendas tipifican a Cristo.
En el capítulo 4 de Juan, la mujer samaritana le dijo al Señor Jesús: “Nuestros padres adoraron en este monte, mas vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (v. 20). El Señor Jesús le contestó: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (v. 21). La respuesta del Señor indica un cambio de dispensación. En la época del Antiguo Testamento, Dios mandó a Su pueblo que le adorara en Jerusalén y con las ofrendas. Pero la hora ha cambiado, y ya es la hora del Espíritu. Por esta razón, el Señor añadió que Dios es Espíritu y que los que le adoran deben adorarle en espíritu, y no en un determinado lugar. Esto significa que en el cumplimiento de la tipología, el espíritu humano reemplaza a Jerusalén como el lugar designado por Dios. El Señor también le dijo a la mujer samaritana que los verdaderos adoradores deben adorar al Padre, no sólo en espíritu, sino también con veracidad o realidad. La realidad aquí es el Cristo que experimentamos como la realidad de todas las ofrendas. Por lo tanto, Cristo, quien es las ofrendas, es el cumplimiento de la tipología de los sacrificios usados para la adoración a Dios. Hoy en día debemos adorar a Dios en nuestro espíritu y con el Cristo que hemos experimentado como el holocausto, la ofrenda de harina, la ofrenda de paz, la ofrenda por el pecado y la ofrenda por la transgresión.
Debemos adorar al Padre con el Cristo que es el cumplimiento de las ofrendas presentadas por los hijos de Israel en su adoración a Dios. Este Cristo no es el Cristo que conocemos objetivamente, sino el Cristo que conocemos de manera subjetiva, el Cristo que hemos experimentado. La experiencia que tenemos del Cristo que es el cumplimiento de las ofrendas redunda en realidad. Ésta es la realidad o veracidad de la que se habla en Juan 4:23 y 24, la realidad divina que experimentamos y que produce en nosotros virtud. Esta virtud también es la realidad.
Supongamos que dos israelitas, uno de la tribu de Judá y otro de la tribu de Dan, vinieran a adorar a Dios. A ambos se les exigía adorar en Jerusalén, y más específicamente, en el monte Sion, el cual estaba en medio de Jerusalén. Además, se les exigía adorar a Dios con ciertas ofrendas; no se les permitía presentarse delante de Él con las manos vacías. Para adorar a Dios como se debía, ellos tenían que acudir al lugar designado por Dios y debían traer sus ofrendas. Si cumplían con estos requisitos, su adoración a Dios sería apropiada.
Según el Antiguo Testamento, la adoración apropiada no dependía de la postura física de uno delante de Dios, es decir, no dependía de si una persona adoraba de pie, de arrodillas o postrado en tierra. La adoración apropiada según el Antiguo Testamento consistía en acudir al lugar correcto, esto es, el monte de Sion, localizado en Jerusalén, y en traer las cosas correctas, las ofrendas. Después que las ofrendas eran presentadas a Dios, quienes las ofrecían también las podían disfrutar juntamente con Dios al comer una porción de ellas. Por consiguiente, la adoración apropiada consiste en acudir al lugar correcto, en presentar las ofrendas a Dios y en comer las ofrendas en la presencia de Dios. Esto indica que acciones tales como cantar, adorar y orar no son los requisitos indispensables para adorar a Dios apropiadamente. Los requisitos indispensables son acudir al lugar que Dios ha designado y traer las ofrendas que Él exige. Después que las ofrendas eran presentadas a Dios en el lugar designado por Él, éstas eran disfrutadas por los oferentes en la presencia de Dios y con Dios. Según la tipología, ésta es la adoración apropiada.
Ahora debemos entender cómo esta tipología se cumple en la adoración apropiada descrita en el Nuevo Testamento. El lugar correcto donde adoramos a Dios es nuestro espíritu. Además, cuando adoramos a Dios en espíritu, debemos adorarle con el Cristo que hemos experimentado.
¿Sabe usted en qué consiste la vida cristiana? La vida cristiana consiste en experimentar diariamente al Cristo que hemos recibido. La vida cristiana es una vida en la cual experimentamos a Cristo todo el tiempo. Esta experiencia de Cristo produce las ofrendas con las cuales adoramos a Dios.
Como cristianos, debemos experimentar diariamente a Cristo. Entonces vendremos a las reuniones de la iglesia en espíritu y con el Cristo que hemos experimentado en nuestra vida diaria. En las reuniones de la iglesia debemos adorar a Dios en nuestro espíritu y con el mismo Cristo que hemos experimentado como las ofrendas. Podemos ofrecerlo como la ofrenda por el pecado o como la ofrenda por la transgresión. También podemos ofrecerlo como el holocausto, como la ofrenda de harina, o como la ofrenda de paz. Todas estas ofrendas son el Cristo que experimentamos subjetivamente.
Esta experiencia subjetiva que tenemos de Cristo es resultado de nuestro disfrute del Dios Triuno. Cuando experimentamos a Cristo, en realidad estamos disfrutando al Padre, al Hijo y al Espíritu. Por lo tanto, experimentar a Cristo equivale a experimentar al Dios Triuno. El resultado de este disfrute es una realidad muy subjetiva y práctica para nosotros. Por un lado, esta realidad es el propio Cristo que está en nosotros; por otro, ella es también nuestra realidad.
Supongamos que ciertos hermanos que están en la vida de iglesia se muestran indiferentes para con Cristo y inactivos con respecto a su experiencia de Cristo y que, debido a ello, no tienen ninguna experiencia de Él. Simplemente han creído en el nombre del Señor y le han recibido, y eso es todo. No tienen ninguna experiencia de Cristo en su vida diaria. Tal vez estos hermanos lleven una vida ética y moral, y no cometan pecados graves. Sin embargo, debido a que en su vida cotidiana no tienen ninguna experiencia de Cristo, ellos vienen con las manos vacías cada vez que acuden a las reuniones de la iglesia. No son capaces de orar ni de hablar nada por el Señor. Quizás prefieran permanecer sentados durante la reunión y observar a otros participar. Esto es un insulto para Dios. Esta clase de adoración no sólo es repudiada por Él, sino además condenada.
No debemos presentarnos ante Dios con las manos vacías. Cada vez que nos acerquemos a Él, debemos traer algo del Cristo que hemos experimentado en nuestra vida diaria. ¿Sabe usted qué quiere Dios de nosotros cuando le adoramos? Dios quiere al Cristo que hemos experimentado. Su deseo es que le adoremos con el Cristo que experimentamos día tras día.
Hemos mencionado que al experimentar a Cristo, disfrutamos a Dios el Padre, a Dios el Hijo y a Dios el Espíritu. Este disfrute conduce a una realidad que podemos llamar nuestra realidad personal. Esta realidad personal se produce cuando Cristo satura nuestro ser. Cuando tenemos esta realidad, tenemos a Cristo en nuestro espíritu, en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestra parte emotiva y en nuestra voluntad. Éste es el Cristo que hemos experimentado, quien llega a ser nuestra realidad. Ahora debemos adorar a Dios, no sólo en nuestro espíritu, sino también con esta realidad, la cual es el Cristo que experimentamos en nuestra vida diaria. Ésta no es solamente la realidad divina que podemos disfrutar, sino también nuestra realidad humana, nuestra realidad personal, la cual procede del disfrute que tenemos de la realidad divina. Esta realidad humana, por tanto, es fruto de la realidad divina que disfrutamos a diario. Éste es el entendimiento correcto de la realidad mencionada en Juan 4:23-24.
El significado de la veracidad según se menciona en Juan 4:23-24 ha permanecido oculto o ha sido malentendido. Hemos señalado que a algunos cristianos se les ha enseñado que adorar a Dios con veracidad es adorarle con sinceridad. Hace algunos años escuché algunos mensajes en los que se decía que debíamos ser sinceros en nuestra adoración a Dios y que esta sinceridad es a lo que el Señor Jesús se refirió cuando usó la palabra veracidad en estos versículos. Por ejemplo, uno podría exhortar a los miembros de una congregación, diciendo: “Ustedes han venido a adorar a Dios, pero su corazón no está aquí. Si usted es un hombre de negocios, es posible que su corazón esté ocupado con su negocio. En dado caso, usted no estará adorando a Dios con sinceridad. Cuando adore a Dios, usted debe olvidarse de otras cosas y adorarle con sinceridad. Para adorar a Dios se requiere tener un corazón sincero”.
Interpretar la palabra veracidad que aparece en Juan 4:23-24 como sinceridad, es exponer la Palabra de Dios de una manera natural y religiosa. Esta interpretación definitivamente no concuerda con la revelación divina. La verdad de la revelación divina hallada aquí es que nosotros debemos adorar a Dios en realidad, la cual procede del disfrute que tenemos del Dios Triuno como realidad. Si experimentamos a Cristo diariamente, disfrutaremos al Dios Triuno como nuestra realidad. Este disfrute producirá una virtud, la cual a su vez llegará a ser nuestra realidad humana, una realidad que es fruto de la realidad divina. Entonces adoraremos a Dios con esta realidad. Esta virtud es nada menos que el Cristo que experimentamos, y este Cristo es todas las ofrendas. El Cristo que hemos experimentado es nuestra ofrenda por el pecado, nuestra ofrenda por la transgresión, nuestro holocausto, nuestra ofrenda de harina y nuestra ofrenda de paz.
Si tenemos comunión con el Señor en nuestra vida diaria, estaremos en la luz. En la luz, veremos nuestra pecaminosidad y descubriremos que estamos mal en muchos aspectos. Tal vez nos demos cuenta de que no estamos bien con nuestro cónyuge o con nuestros padres. Entonces, en la luz, confesaremos nuestros pecados al Señor y disfrutaremos la limpieza de la preciosa sangre del Señor. Esto es experimentar a Cristo de una manera práctica como nuestro Redentor en nuestra vida diaria.
Si en nuestra vida diaria experimentamos al Señor de esta manera, vendremos a las reuniones de la iglesia en nuestro espíritu y ofreceremos una oración o un testimonio de nuestra experiencia. Al testificar, podremos decir algo así: “Queridos santos, recientemente fui iluminado en mi comunión con Dios, y pude ver que estaba mal en muchos aspectos y con muchas personas. Pero le confesé todo al Señor, y Él me limpió. Ahora le disfruto como mi Redentor y también como mi ofrenda por el pecado y como mi ofrenda por la transgresión”. Esto es ofrecer a Cristo en las reuniones como nuestra ofrenda por el pecado y como nuestra ofrenda por la transgresión. Es así como adoramos a Dios en nuestro espíritu y con el Cristo que hemos experimentado.
A medida que sigamos teniendo comunión con el Señor en la luz, tal vez nos percatemos de que debemos llevar una vida de absoluta entrega a Dios. Sin embargo, no vivimos de esa manera y tampoco podemos llevar una vida así por nuestra propia cuenta. Durante nuestra comunión tal vez seamos más iluminados por el Espíritu y comprendamos que puesto que no somos capaces de llevar una vida de absoluta consagración a Dios, necesitamos que Cristo sea nuestra vida. Él es Aquel que vive enteramente dedicado a Dios, y le necesitamos como nuestra vida a fin de llevar una vida de absoluta entrega a Dios. Así que espontáneamente podríamos orar, diciendo: “Señor Jesús, yo no soy capaz de llevar una vida de absoluta entrega a Dios. Pero te doy gracias, Señor, porque Tú eres mi vida. Tú sí llevas una vida absolutamente dedicada a Dios, y yo creo que Tú puedes vivir esta clase de vida por mí y en mí. Señor, te tomo como mi holocausto para que sea tal persona que vive enteramente dedicado a Dios en mí”. Después de experimentar al Señor de esta manera, quizás usted acuda a la reunión de la iglesia con esta experiencia que ha tenido de Cristo. En la reunión, tal vez ofrezca una oración en la que presente a Dios el Cristo que es el holocausto. En esta oración usted podría decir algo así: “Señor Jesús, sé que debo llevar una vida de absoluta entrega a Dios; pero por mí mismo no puedo vivir de esta manera. Señor, te doy gracias por ser mi vida. Cuando viviste en la tierra, Tú llevaste una vida enteramente dedicada a Dios, y ahora Tú, como Aquel que lleva esta clase de vida, estás en mí. Señor Jesús, Tú eres mi holocausto”. En esto consiste adorar a Dios en espíritu y con el Cristo que usted ha experimentado como holocausto.
En su vida diaria, usted también puede experimentar a Cristo como Aquel que lo alimenta consigo mismo como el pan de vida. Esto es experimentar a Cristo como su ofrenda de harina. Debido a que usted experimenta a Cristo de esta manera, entonces puede traer a Cristo como su ofrenda de harina a la reunión de la iglesia. Entonces, ya sea que ofrezca una oración o un testimonio, usted podrá compartir algo del Cristo que es su alimento diario, su ofrenda de harina.
Si experimentamos a Cristo como la ofrenda por el pecado, como la ofrenda por la transgresión, como el holocausto y como la ofrenda de harina, entonces le experimentaremos también como nuestra ofrenda de paz. La ofrenda de paz está basada en la ofrenda por el pecado, la ofrenda por la transgresión, el holocausto y la ofrenda de harina, y está constituida de estas ofrendas. Si experimentamos a Cristo como estas cuatro ofrendas, ciertamente le disfrutaremos como la paz que tenemos para con Dios y también para con los demás.
Supongamos que un hermano no tiene paz en su vida matrimonial ni en su vida familiar. Si él experimenta a Cristo como la ofrenda por el pecado, la ofrenda por la transgresión, el holocausto y la ofrenda de harina, también experimentará a Cristo como paz, tanto con su esposa como con sus hijos. Entonces este hermano vendrá a las reuniones de la iglesia con gozo y alabará al Señor por ser su paz. También podrá testificar a todo el universo, incluso a los ángeles y a los demonios, que él es una persona que experimenta paz, una persona que goza de perfecta paz. Así, podrá testificar que él está en paz con Dios, con los miembros de su familia, con el Cuerpo y hasta con todo lo que le rodea.
A veces nos enojamos con la situación que impera en nuestra vida familiar o en la vida de iglesia. Este enojo se debe a que nos falta experimentar más a Cristo y, debido a ello, no tenemos a Cristo como nuestra paz. Pero si experimentamos a Cristo diariamente como nuestra ofrenda por el pecado, como nuestra ofrenda por la transgresión, como nuestro holocausto y como nuestra ofrenda de harina, Cristo será nuestra paz en cada situación. Entonces, en las reuniones de la iglesia podremos ofrecer a Cristo como nuestra ofrenda de paz.
Cada vez que acudamos a las reuniones de la iglesia para adorar a Dios, debemos adorarle en nuestro espíritu. Asimismo debemos adorar a Dios con el Cristo que hemos experimentado día tras día, es decir, con el Cristo que ha llegado a ser nuestra realidad personal. A los ojos de Dios, el Cristo que es nuestra realidad personal es también nuestra virtud personal. No obstante, si bien tenemos la virtud humana más elevada, ésta no proviene de nosotros mismos; antes bien, esta virtud es la dulzura del Cristo que experimentamos. Esto significa que el Cristo que experimentamos a diario llega a ser nuestra propia virtud, con la cual podemos ofrecerle a Dios una adoración que es agradable y aceptable. Cuando nos acercamos a Dios para adorarle con tal Cristo, Dios se siente contento con nosotros.
Quizás ahora podamos entender que la verdad, según se menciona en el Nuevo Testamento, no se refiere únicamente al Dios Triuno, a la Palabra de Dios, al contenido de la fe y a la realidad tocante a Dios, al hombre y al universo, sino que también se refiere a la autenticidad, veracidad, sinceridad, honestidad, confiabilidad y fidelidad de Dios como una virtud divina, y del hombre como una virtud humana, la cual es producto de la realidad divina. Basándonos en este entendimiento de la verdad, esta virtud divina primeramente pertenece a Dios, y luego, a medida que nosotros experimentamos a Cristo, dicha virtud también llega a ser nuestra. Una vez que experimentamos la virtud divina, ésta llega a ser nuestra virtud, una virtud que es producto de la realidad divina.