Mensaje 29
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Lectura bíblica: 1 Jn. 3:19-24
En este mensaje consideraremos 1 Juan 3:19-24. En el versículo 19 Juan dice: “Y en esto conoceremos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él”. Aquí la palabra verdad denota la realidad de la vida divina, que Dios nos dio en nuestro nacimiento divino. La vida divina nos ha sido dada para que podamos amar a los hermanos con el amor divino. Si amamos a los hermanos con el amor divino, sabremos que somos de esta realidad.
Lo que Juan escribe aquí no tiene que ver con la doctrina sino con la experiencia. Sin la debida experiencia espiritual, no podríamos entender lo que Juan nos dice. En los versículos 18 y 19 Juan nos dice que si amamos a los hermanos con veracidad, con sinceridad y con honestidad, lo cual es resultado de disfrutar al Dios Triuno, tendremos la certeza de que estamos en la realidad divina.
Según las palabras de Juan, si amamos con veracidad, “aseguraremos nuestros corazones delante de Él”. La palabra griega traducida “aseguraremos” también significa “conciliaremos”, “convenceremos”, “persuadiremos”, “tranquilizaremos”. Asegurar nuestro corazón delante de Dios significa tener una buena conciencia, una conciencia sin ofensa (1 Ti. 1:5, 19; Hch. 24:16), para que nuestro corazón pueda ser conciliado, convencido, persuadido y tranquilizado delante del Señor. Éste es otro de los requisitos correspondientes a la vida que permanece en el Señor. Permanecer en el Señor requiere un corazón tranquilo con una conciencia sin ofensa. Esto también reviste vital importancia para nuestra comunión con Dios, de la cual se habló en la primera sección de esta epístola. Si nuestro corazón es inquietado por una conciencia que nos acusa por una ofensa cometida, esto nos impedirá permanecer en el Señor e interrumpirá nuestra comunión con Dios.
Por experiencia sabemos que si no amamos con el amor divino, nuestro corazón no estará en paz. Además, tampoco tendremos paz si no somos rectos hasta en los más mínimos detalles de nuestro entorno. Supongamos que un hermano se molesta y tumba una silla. Ciertamente no tendrá paz en su corazón. Pero si en vez de ello, él vive por la vida divina y ama a otros con el amor divino, podrá conciliar o asegurar su corazón delante de Dios.
Cuando tengamos la certeza de estar en la verdad divina, podremos convencer, persuadir y asegurar nuestro corazón y tranquilizarlo. De otro modo, nos sentiremos turbados interiormente, ya que nuestro corazón protestará diciéndonos que no amamos conforme al amor divino. Tal vez nuestro corazón nos diga: “Tú eres un hijo de Dios, pero no vives por la vida divina. ¿Por qué tumbaste esa silla?”. Si queremos que nuestro corazón esté tranquilo, debemos vivir por la vida divina al relacionarnos correctamente con todos y con todas las cosas. Por ejemplo, supongamos que arrojo algo con descuido. Por experiencia sé que si hago eso, no tendré paz en mi corazón. Para que mi corazón pueda estar tranquilo, debo ser recto con respecto a todo. Es solamente cuando llevamos una vida que expresa la realidad divina que podemos hacer que nuestro corazón esté tranquilo.
Muchas veces nosotros, los hijos de Dios, nos sentimos descontentos. Nehemías 8:10 dice: “El gozo de Jehová es vuestra fuerza”, y Proverbios 17:22 dice: “El corazón alegre es buena medicina”. ¿Por qué es que a menudo no tenemos gozo? La razón por la que no tenemos gozo es que nuestro corazón no está en paz. En lugar de paz, hay turbación. La razón por la cual nuestro corazón no está tranquilo es que no vivimos en la vida divina. Pero cuando vivimos en la vida divina, estamos en la verdad, en la realidad. Entonces podemos asegurar, conciliar, convencer nuestro corazón y hacer que esté tranquilo. Como resultado, estaremos contentos.
Al final del versículo 19 Juan añade la frase delante de Él. Esto nos muestra que el Señor vive con nosotros y en nosotros. Si no vivimos por la realidad divina, nuestro corazón protestará, y entonces no estará sosegado delante de Él. Debemos recordar que el Señor vive en nosotros y que nosotros vivimos delante de Él. Únicamente cuando vivimos por la vida divina podemos asegurar nuestro corazón delante de Él. La frase delante de Él hace referencia a un asunto crucial, a saber: que la vida que llevamos como hijos de Dios, y también nuestro corazón, están delante de Él. Así, pues, debemos asegurarnos de que nuestro corazón siempre esté tranquilo delante de Él.
En el versículo 20 Juan añade: “Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas”. En realidad, es nuestra conciencia, la cual forma parte no sólo de nuestro espíritu sino también de nuestro corazón, la que nos reprende o nos condena. La conciencia es el representante del gobierno de Dios dentro de nosotros. Si nuestra conciencia nos condena, ciertamente Dios, quien es mayor que Su representante y conoce todas las cosas, también nos condenará. Este sentimiento de condenación en nuestra conciencia nos alerta del peligro de que se interrumpa nuestra comunión con Dios. Si hacemos caso, esto nos ayudará a mantener activa nuestra comunión con Dios y a permanecer en el Señor.
Al tener en cuenta el contexto, nos damos cuenta de que en el versículo 20, el corazón de hecho se refiere a la conciencia. La conciencia es una de las cuatro partes del corazón, el cual se compone de la mente, la parte emotiva, la voluntad (las tres partes del alma) y la conciencia, la cual forma parte de nuestro espíritu. Nuestro corazón es afectado, dirigido y controlado en gran parte por nuestra conciencia.
Cuando nuestro corazón nos reprende, eso significa que nuestra conciencia nos condena. Si no vivimos por la realidad divina, nuestra conciencia nos llamará la atención, nos reprenderá y nos condenará, y, como resultado, nuestro corazón protestará.
En el versículo 20 Juan dice que Dios es mayor que nuestro corazón, es decir, Dios es mayor que nuestra conciencia. Dios tiene Su gobierno, y este gobierno tiene una administración local dentro de nosotros. La administración local del gobierno de Dios es nuestra conciencia. Por lo tanto, nuestra conciencia es el gobierno local de Dios dentro de nosotros. En cierto sentido, nuestra conciencia es tanto un “tribunal” como una “comisaría”. A menudo nuestra conciencia nos “arresta”. La comisaría, nuestra conciencia, que conoce muy bien la ley, puede emitir una orden de “arresto” contra nosotros. Luego, la comisaría sabe cuándo llevarnos al tribunal. Por experiencia, sabemos que en muchas ocasiones somos arrestados y llevados al tribunal, y que allí se nos juzga y condena. Cuando esto sucede, necesitamos que la preciosa sangre de Jesús, el hijo de Dios, nos limpie. Así, pues, el hecho de que nuestra conciencia nos condene, lo cual se menciona en el capítulo 3, nos trae de regreso a la limpieza mencionada en el capítulo 1.
Si nuestra conciencia nos reprende, nos arresta y nos condena, ciertamente Dios también nos condenará, puesto que Él es mayor que nuestra conciencia y conoce todas las cosas.
La Epístola de 1 Juan no sólo trata de la comunión divina, sino también de los detalles relacionados con esta comunión. Aquí en 3:20 encontramos uno de los detalles relacionados con la comunión divina. Lo que Juan escribe sobre este asunto es profundo, misterioso, divino y muy detallado. En ningún otro pasaje de la Palabra santa encontramos tantos detalles acerca de la comunión divina como los que se hallan en estos versículos del capítulo 3 de 1 Juan. Estos versículos son cruciales para nuestra comunión con Dios.
En el capítulo 1 se revelan muchos detalles acerca de la comunión de la vida divina. Pero en el capítulo 3 se nos presenta esta comunión desde otra perspectiva. La perspectiva del capítulo 1 es la luz divina que brilla en nosotros. Cuando esta luz brilla, queda al descubierto nuestra condición y nos damos cuenta de que hemos pecado. Pero aquí, en el capítulo 3, se nos presenta la perspectiva de vivir por la realidad divina. Si no vivimos por la realidad divina, nuestra conciencia protestará y nos condenará. Esta condenación es una señal de que Dios nos condena. Por lo tanto, debemos hacer algo para conciliar la situación, para calmar toda perturbación que haya en nuestro corazón y para hacer que nuestra conciencia vuelva a estar en paz con Dios. Para que nuestro corazón pueda estar sosegado y tranquilo de esta manera, debemos vivir, conducirnos y actuar en la realidad divina.
Si nuestro corazón nos condena por no vivir en la realidad divina, esto es una señal de que Dios también nos condena. Por consiguiente, nuestra condición interna debe experimentar una mejoría. Sin embargo, esto no significa que debamos esforzarnos por mejorar nuestro carácter o nuestro comportamiento; más bien, significa que debemos resolver los problemas de nuestra condición interna, a fin de que estemos dispuestos a vivir por la vida divina y en la realidad divina. Si hacemos esto, tendremos la certeza de que estamos en la realidad divina, y entonces podremos asegurar nuestro corazón, de modo que esté tranquilo y podamos gozar de paz en nuestra conciencia delante de Dios. Todo esto está relacionado con la comunión divina.
Lo que Juan dice acerca de la comunión en el capítulo 1 tiene que ver con la confesión de nuestros pecados bajo el resplandor de la luz divina y el lavamiento de nuestros pecados con la sangre de Cristo. Pero en el capítulo 3 se nos dice que nuestra conciencia protesta dentro de nosotros y nos reprende. Esto no sólo tiene que ver con el hecho de que la luz divina brille en nosotros, sobre nosotros y a través de nosotros, sino también con el hecho de que nuestra conciencia, una vez que ha sido limpiada, purificada y purgada, nos da una señal de que no estamos bien en nuestro vivir, es decir, de que no estamos viviendo en la realidad divina. Cada vez que dejemos de vivir por la realidad divina, nuestra conciencia protestará y nos condenará. Ésta es una señal de que Dios no está complacido con nosotros y de que necesitamos que nuestra condición interna mejore.
En 3:21 Juan dice: “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos ante Dios”. La palabra griega traducida “confianza” es parresía, y denota denuedo al hablar, osadía. Tenemos denuedo y tranquilidad para tener contacto con Dios, para tener comunión con Él y hacerle peticiones, porque la conciencia en nuestro corazón no nos condena. Esto nos resguarda para que podamos permanecer en el Señor.
Los cristianos a menudo hablan de conocer a Dios. Sin embargo, el concepto que tienen es el de adquirir un conocimiento objetivo del Dios que es grande y todopoderoso. Sin embargo, aquí el apóstol Juan no nos enseña a conocer a Dios de una manera objetiva. Al contrario, lo que Juan dice aquí tiene que ver con conocer a Dios de una manera muy subjetiva. Quizás algunos hablen del Dios todopoderoso que rige el universo, pero aquí Juan habla del Dios que está en nuestro corazón. Él no habla del Dios poderoso y majestuoso, sino del Dios que podemos experimentar. Dios no solamente es infinito, ilimitado y excede nuestra comprensión, sino que también es lo suficientemente pequeño para estar en nuestro corazón. Cuando Dios llega a ser nuestra experiencia, Él no solamente es Aquel que está en el trono y que es tan vasto como el universo, sino que además es la persona que reside en nuestro corazón.
Algunos han dicho: “¿Cómo puede Cristo estar en usted? Él es grande, y usted es pequeño. ¿Cómo podría usted contener a un Cristo tan grande?”. Esta clase de razonamiento proviene de una mentalidad humana que ha sido afectada por la caída. Según la enseñanza del Nuevo Testamento, debemos conocer a Dios en la esfera personal de nuestro corazón. Dios es conocido no en la inmensidad del universo, sino en la pequeñez de nuestro corazón.
¿Dónde conoce usted a Dios? Si dice que conoce a Dios a través del universo, eso sería hablar de una manera religiosa. Ciertamente creo que Dios es grande y todopoderoso; pero la carga que siento en este momento es hacerles notar que en el Nuevo Testamento lo primordial es que conozcamos al Dios que ha entrado en nuestro ser, al Dios que mora en nuestro espíritu y desea extenderse en todas las partes internas de nuestro corazón. Por lo tanto, necesitamos conocer al Dios que está en nuestro corazón.
En 3:20 Juan no dice que Dios es mayor que el universo, sino, más bien, que es mayor que nuestro corazón. La manera en que él escribe indica que debemos conocer a Dios por experiencia. Conocer a Dios es algo que tiene que ver con nuestro corazón, no con el universo. ¿Está en paz su corazón? ¿Está tranquilo su corazón? Esto tiene que ver con el hecho de conocer a Dios. Hay quienes afirman conocer a Dios; pero puede ser que únicamente lo conozcan de una manera religiosa y objetiva. Nosotros debemos conocer a Dios en nuestro corazón, en nuestra conciencia. Conocer a Dios de esta manera equivale a experimentar al Dios grandioso, todopoderoso e infinito en nuestra conciencia. Si nuestra conciencia nos perturba, eso significa que Dios también tiene algo contra nosotros.
Por experiencia puedo testificar que he aprendido a conocer a Dios en mi conciencia. A menudo, en mi vida cristiana me he preguntado por qué a Dios le interesan tanto todos los detalles de mi vida cotidiana. Por ejemplo, yo sé que Él no me dejaría tranquilo si le hago mala cara a mi esposa. Si le hago mala cara a mi esposa, Él perturbará mi conciencia. Si trato de discutir con Él sobre asuntos como éste, el Dios que está en mi conciencia no me dará la razón. Éste es un ejemplo de conocer a Dios en nuestra experiencia.
El Dios que podemos conocer por experiencia es un Dios pequeño, no un Dios infinito. Es posible que un hermano trate de argumentar con Dios, y le diga que no le parece justo que inquiete su conciencia acerca de cierto asunto. Supongamos que este hermano le dice a Dios: “¿Por qué mi conciencia me molesta con respecto a mi esposa? Ella está equivocada, y yo soy quien tiene la razón. Ella provocó el problema, y yo he tratado de evitar la discusión. Sin embargo, ella me estaba provocando a decir algo. ¿Por qué, entonces, me molesta mi conciencia acerca de la manera en que me siento? ¡Eso no es justo!”. Sin embargo, por mucho que este hermano argumente, Dios no le dará la razón; antes bien, se pondrá del lado de la conciencia del hermano, y le condenará también.
Si somos sinceros, admitiremos que en ocasiones somos tercos con Dios. Tal vez no seamos tercos con nuestro cónyuge o con los santos, pero sí lo somos con Dios. Puede ser que un hermano sea amable y tierno; sin embargo, habrá momentos en que él será terco con Dios. Es posible que se deje doblegar de su esposa, pero Dios no logre doblegarlo tan fácilmente. Quizás durante algún tiempo se resista a darle la razón a Dios con respecto a cierto asunto. Creo que todos podemos testificar de haber sido tercos con Dios de esta manera.
Nuestra terquedad quizá haya consistido en discutir con Dios con respecto a algún asunto. Tal vez pensamos que teníamos la razón y que la otra persona estaba equivocada, y que, por ende, nuestra conciencia no debía molestarnos. Probablemente nos preguntamos por qué nuestra conciencia, el representante del gobierno de Dios en nosotros, seguía perturbándonos acerca de ese asunto. De este modo, fuimos tercos con Dios durante algún tiempo.
Uso esto como ejemplo para mostrarles que la manera en que conocemos a Dios según el Nuevo Testamento es personal, detallada y muy relacionada con nuestra experiencia. El Nuevo Testamento revela que la manera de conocer a Dios es conocerle como Aquel que está en nuestro corazón. ¡Cuán precioso es conocer a Dios en términos de nuestra experiencia!
A veces quizás nos preguntemos por qué a Dios, quien tiene millones de asuntos en que ocuparse, le interesan tanto los pequeños detalles de nuestra vida diaria. Aunque Dios es infinito y todopoderoso, a Él le interesan hasta las cosas más triviales de nuestra vida. Por ejemplo, a Él le interesa la actitud que un hermano tenga para con su esposa, algo tan pequeño que pareciera que sólo puede verse con una lupa divina. Con todo, esto es algo que a Dios le interesa. Sabemos que a Dios le interesan tales cosas porque nuestra conciencia nos incomoda con respecto a ellas. Cada vez que nuestra conciencia no está tranquila, sabemos que necesitamos hacer caso al sentir de nuestra conciencia, la cual es el representante del gobierno divino. Es así como conocemos a Dios, no en los asuntos más importantes, sino en los más triviales. Esta manera de conocer a Dios es muy práctica y se basa en nuestra experiencia.
En el versículo 22 Juan añade: “Y cualquier cosa que pidamos la recibiremos de Él, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él”. Cada infracción cometida que haga que la conciencia de nuestro corazón nos condene es un obstáculo en nuestra oración. Una conciencia sin ofensa en un corazón tranquilo endereza y despeja el camino para que podamos hacer nuestras peticiones a Dios.
Según el versículo 22, guardar los mandamientos no se refiere a guardar los mandamientos de la ley mosaica por nuestro propio esfuerzo y energía; antes bien, esto es algo que forma parte de la vida que llevan los creyentes y que es fruto de la vida divina que permanece en ellos. Mediante la operación interna del poder de la vida divina, ellos guardan habitualmente los mandamientos neotestamentarios del Señor, y, de la misma manera, hacen de forma habitual las cosas que a Él le agradan. Éste es un requisito que debemos cumplir antes de que Dios pueda contestar nuestras oraciones, y también es otro de los requisitos correspondientes a la vida que permanece en el Señor (v. 24).
En el versículo 22 Juan habla de “las cosas que son agradables delante de Él”. Sin duda alguna, estas cosas constituyen el vivir de una vida de justicia y amor. Literalmente, la palabra griega traducida “delante de” significa “examinar”. No se refiere mirar algo de modo objetivo; más bien, se refiere al hecho de que el Señor nos vigila y examina nuestra condición. Esto muestra que la relación entre Dios y nosotros es muy personal.
En el versículo 23 Juan continúa, diciendo: “Y éste es Su mandamiento: Que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado”. Esto es un resumen de los mandamientos dados en los versículos precedentes y de los que se dan en los versículos siguientes. Todos los mandamientos se resumen en dos, a saber: creer en el nombre del Hijo de Dios, Jesucristo, y amarnos unos a otros. El primero tiene que ver con la fe; el segundo, con el amor. Tener fe consiste en recibir la vida divina al relacionarnos con el Señor; amar consiste en vivir la vida divina al relacionarnos con los hermanos. La fe toca la fuente de la vida divina, y el amor expresa la esencia de la vida divina. Ambos son necesarios para que los creyentes lleven una vida que permanece en el Señor.
Según el Evangelio de Juan, la fe y el amor son los dos requisitos necesarios para disfrutar a Dios. A fin de recibir a Dios y disfrutarle, debemos creer en el Señor Jesús, y también debemos amarle a Él y amarnos unos a otros.
En el versículo 24 Juan concluye, diciendo: “Y el que guarda Sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”. Este versículo es la conclusión de esta sección, la cual comienza en 2:28 y trata acerca de permanecer en el Señor conforme a la enseñanza de la unción divina, según se da a conocer en la sección precedente (2:20-27). Esta sección revela que permanecer en el Señor es algo que los hijos de Dios hacen al vivir por la vida eterna de Dios, la cual es la simiente divina que crece en ellos a medida que practican la justicia del Dios que los engendró (v. 29; 3:7, 10) y el amor de su Padre que los engendró (vs. 10-11, 14-23). Tanto la acción de permanecer en el Señor como la base de ello —el nacimiento divino y la vida divina como simiente divina— son misteriosas pero muy reales en el Espíritu.
Guardar Sus mandamientos es vivir según la realidad divina. Esto es lo que significa guardar los mandamientos del Señor según esta epístola. Esto indica que guardar Sus mandamientos no significa guardar la ley mosaica; más bien, guardar los mandamientos del Señor significa llevar una vida conforme a la realidad divina.
Si guardamos los mandamientos del Señor viviendo en la realidad divina, permaneceremos en Él y Él en nosotros. Nosotros permanecemos en el Señor, y entonces Él permanece en nosotros. Es indispensable permanecer en Él para que Él pueda permanecer en nosotros (Jn. 15:4). Al permanecer en Él, disfrutamos de Su permanencia en nosotros.
La segunda parte del versículo 24 dice: “Y en esto sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”. Literalmente, la palabra griega traducida “por” significa “a partir de”. La frase por el Espíritu modifica el verbo sabemos.
Hasta ahora en esta epístola no se ha hecho referencia al Espíritu, aunque el Espíritu ciertamente está implícito en la unción mencionada en 2:20 y 27. En realidad, el Espíritu, esto es, el Espíritu todo-inclusivo, compuesto y vivificante, constituye el factor vital y crucial de todos los misterios revelados en esta epístola, a saber: la vida divina, la comunión de la vida divina, la unción divina, el permanecer en el Señor, el nacimiento divino y la simiente divina. Por este Espíritu nacemos de Dios, recibimos la vida divina como la simiente divina en nosotros, tenemos la comunión de la vida divina, se nos aplica el Dios Triuno como unción y permanecemos en el Señor. Este maravilloso Espíritu nos es dado como la bendición neotestamentaria prometida (Gá. 3:14); Él es dado sin medida por el Cristo que está por encima de todo, que es heredero de todo y que ha de incrementarse universalmente (Jn. 3:31-35). Este Espíritu y la vida eterna (1 Jn. 3:15) son los elementos básicos por los cuales podemos llevar una vida que permanece continuamente en el Señor. Por consiguiente, mediante este Espíritu, el cual da testimonio seguro juntamente con nuestro espíritu, somos hijos de Dios (Ro. 8:16), y por Él sabemos que Aquel que es Señor de todo permanece en nosotros (1 Jn. 4:13). Por medio de este Espíritu estamos unidos al Señor como un solo espíritu (1 Co. 6:17), y por este Espíritu disfrutamos las riquezas del Dios Triuno (2 Co. 13:14).
El tercer capítulo de 1 Juan concluye diciendo algo acerca del Espíritu. Esto indica que lo que se abarca en este capítulo tiene que ver con el Espíritu vivificante, compuesto y todo-inclusivo que mora en nosotros. En este versículo Juan no habla del Espíritu de Dios ni del Espíritu Santo, sino simplemente del Espíritu. Cada vez que en el Nuevo Testamento se menciona al Espíritu, se refiere al Espíritu vivificante, compuesto y todo-inclusivo que mora en nosotros. En el último capítulo de la Biblia se habla acerca del Espíritu (Ap. 22:17). El Espíritu incluye muchos más aspectos que el Espíritu de Dios y el Espíritu Santo.El Espíritu se refiere al Espíritu que aún no había (Jn. 7:39) antes de la glorificación de Cristo. Ahora, a partir de la resurrección de Cristo, el Espíritu está presente. Por consiguiente, podemos permanecer en el Señor y Él puede permanecer en nosotros por el Espíritu que nos ha dado.