Mensaje 24
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Lectura bíblica: 1 P. 3:14-22
En este mensaje llegamos a 1 Pedro 3:14-22, una sección que trata de los sufrimientos que padecemos por causa de la justicia según la voluntad de Dios, como Cristo sufrió. Aunque este pasaje forma parte de la sección que trata acerca de la vida cristiana y sus sufrimientos, en realidad nos habla acerca de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo. En estos versículos encontramos dos grandes problemas que han sido objeto de debates a través de los años; un problema tiene que ver con la muerte de Cristo, y el otro, con el bautismo en relación con la resurrección y ascensión de Cristo.
Los versículos del 14 al 16 dicen: “Mas aun si alguna cosa padecéis por causa de la justicia, bienaventurados sois. Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Cristo como Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre a presentar defensa ante todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros; pero con mansedumbre y temor”. Si los perseguidores consiguen amedrentarnos y conturbarnos, parecerá que no tenemos al Señor en nuestros corazones. Así que, al sufrir persecución debemos mostrar a otros que en nuestro interior tenemos a Cristo como Señor. Esto lo santifica a Él, lo separa, de los dioses falsos, y no lo degrada como si fuera semejante a los ídolos, que no tienen vida.
La esperanza de la que se habla en el versículo 15 es la esperanza viva que resulta de heredar la vida eterna. Ésta es una esperanza que tenemos hoy durante nuestro peregrinaje con respecto al futuro; no es una esperanza de cosas objetivas, sino una esperanza de vida, la vida eterna, con sus innumerables bendiciones divinas. El temor mencionado por Pedro en el versículo 16 es un temor reverente, un temor santo. Pedro habla acerca del temor varias veces en esta epístola porque lo que se enseña en ella tiene que ver con el gobierno de Dios.
En los sufrimientos que se derivan de la oposición y la persecución, debemos santificar a Cristo como Señor en nuestros corazones. La palabra santificar en griego significa apartar o separar algo o a alguien de lo común. Esto hace que aquello se distinga de lo demás y que incluso sobresalga. Cuando suframos persecución, debemos mostrar que Cristo es especial; debemos mostrar que Él es magnífico, absolutamente diferente de los ídolos. Santificar a Cristo como Señor en nuestros corazones no es algo que se logra con actividades externas que muestran que Él es diferente de todo lo común, sino que es una cuestión interna. Santificar a Cristo como Señor en nuestros corazones significa que mientras sufrimos persecución, mostramos que tenemos al Señor en nuestros corazones. Si mientras sufrimos persecución nosotros permitimos que el Señor sea el Señor en nuestros corazones, le expresaremos. Al expresarle de esta manera, espontáneamente santificaremos a Cristo y mostraremos que Él es diferente de los ídolos.
Si nos mostramos tímidos y temerosos cuando sufrimos persecución, el Señor no será santificado en nosotros. ¡Cuánta vergüenza le traería esto a Él! Daríamos la impresión de que no tenemos al Señor en nuestros corazones. Siempre que suframos persecución, los demás deben percibir que el Cristo que reside en nosotros es Señor. Pero si nos mostramos tímidos y temerosos, los demás pensarán que no tenemos nada dentro de nosotros, es decir, se llevarán la impresión de que no tenemos al Señor viviente dentro de nosotros. Pero si somos valientes, es decir, si santificamos al Señor en nuestros corazones y le reflejamos en nuestros rostros, los demás percibirán que hay algo de valor dentro de nosotros. Esto es lo que significa santificar a Cristo como Señor en nuestros corazones.
Hace algún tiempo les conté una historia que escuché acerca de una joven que sufrió el martirio durante la rebelión Bóxer en China. Este incidente sucedió en Pekín. A causa del movimiento Bóxer, todos los negocios de la ciudad cerraron sus establecimientos. Un joven, que trabajaba como aprendiz en cierto negocio, no se atrevió a abrir la puerta del local donde se encontraba. Así que, asomándose por la rendija de la puerta, vio a los bóxeres desfilando por la calle. Podía oír el clamor y los gritos. Luego vio a algunos de los bóxeres que con espada en mano, amenazaban a una joven. Ella era cristiana. Iba sentada en una carreta que la llevaría al lugar de su martirio. Aunque los bóxeres la rodeaban, vociferando, gritando y pronunciando amenazas, ella no mostraba ningún temor. Su rostro resplandecía, y ella iba gozándose en el Señor y alabándole. Este espectáculo conmovió profundamente a aquel joven. Aunque no era creyente, a partir de ese momento, él tomó la decisión de conocer más acerca de la fe cristiana. Dijo para sus adentros: “Si esto no fuera más que una religión occidental, ¿por qué aquella joven no se veía atemorizada por las amenazas ni los gritos? ¿Por qué no tenía ningún temor de morir? ¿Por qué resplandecía su rostro, y por qué se regocijaba?”. En aquel entonces este joven no se dio cuenta de que ella estaba alabando al Señor. Más tarde, él creyó en el Señor y llegó a ser un predicador. Años después, siendo ya anciano, tuve la oportunidad de conocerlo en mi pueblo natal y tuvimos una conversación muy agradable. Él me contó la historia de lo que experimentó aquel día en Pekín.
Aquella joven que sufrió el martirio durante la rebelión Bóxer santificó verdaderamente a Cristo como Señor en su corazón. El resplandor en su rostro, su regocijo y sus alabanzas, todo ello, expresaba que el Señor estaba en su corazón. Espontáneamente, ella santificó a Cristo como Señor. Al santificar a Cristo de esta manera, ella influyó en aquel joven para que creyera en el Señor.
En el versículo 16 Pedro añade: “Teniendo buena conciencia, para que en lo que hablan mal de vosotros sean avergonzados los que calumnian vuestra buena conducta en Cristo”. Puesto que la conciencia es parte de nuestro espíritu humano (Ro. 9:1; 8:16), atender a nuestra conciencia es cuidar de nuestro espíritu delante de Dios.
La buena conducta del cristiano debe llevarse a cabo en Cristo. Es la vida diaria que vivimos en nuestro espíritu. Es más elevada que una vida simplemente ética y moral.
Si queremos tener una buena conducta y santificar al Señor en nuestra vida diaria, tenemos que atender a nuestra conciencia. No es suficiente que otros nos justifiquen. Debemos ser justificados por nuestra propia conciencia. No debemos contentarnos con ser justificados por la sociedad, por los hermanos, ni siquiera por toda la iglesia. Nadie nos conoce tan bien como nuestra propia conciencia. Esto es especialmente cierto cuando una conciencia ha sido iluminada por el espíritu regenerado. Una conciencia que ha sido renovada e iluminada por el Espíritu que mora en el interior del creyente, es fidedigna en su testimonio y acertada en su juicio. El juicio que emite nuestra conciencia iluminada es más preciso que el juicio que alguien más pueda emitir de nosotros.
La conciencia iluminada que está en nuestro espíritu regenerado es un juez interno. Este juez interno, nuestra conciencia, coopera con el Dios que mora en nosotros. La razón por la que esta conciencia iluminada puede ser un juez interno es que ella coopera con Dios, quien mora en nosotros. Es por ello que el juicio que emite la conciencia iluminada es muy específico y acertado. Por consiguiente, debemos atender a nuestra conciencia.
Un hermano, por ejemplo, debe atender a su conciencia en cuanto a su relación con su esposa. Ante los hombres, puede parecer que él no tiene ningún problema con su esposa. Pero es posible que su conciencia iluminada le diga que la ha tratado mal en muchos aspectos. Asimismo, en la vida de iglesia, tal vez otros piensen que somos sinceros y fieles. Sin embargo, nuestra conciencia sabe que en ciertos aspectos no hemos sido completamente sinceros ni fieles a la iglesia. Por este motivo, es muy importante que atendamos a nuestra conciencia.
En el versículo 17 Pedro añade: “Porque mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal”. Una vez más, Pedro nos habla de padecer injustamente. Él abordó este asunto anteriormente en 2:18-21, donde dijo que Cristo es el modelo de uno que sufrió injustamente, y que debemos seguir Sus pisadas.
El versículo 18 dice: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevaros a Dios, siendo muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu”. Cristo es el Justo, y nosotros somos los injustos; aun así, Él murió por nuestros pecados. Cristo murió por nuestros pecados para llevarnos a Dios. Su muerte eliminó todas las barreras, y en particular las barreras que representaban nuestros pecados e injusticias. Ya que Su muerte quitó las barreras de los pecados y las injusticias, tenemos un camino abierto para acercarnos a Dios. Cristo padeció para llevarnos a Dios.
Los pecados mencionados en el versículo 18, como también en 2:24, en 1 Corintios 15:3 y en Hebreos 9:28, se refieren a los pecados que cometemos en nuestra conducta externa, mientras que el pecado mencionado en 2 Corintios 5:21, en Juan 1:29 y en Hebreos 9:26 se refiere al pecado inherente a la naturaleza con que nacimos. Cristo murió por nuestros pecados y los llevó sobre la cruz para que fueran perdonados por Dios, pero fue hecho pecado y quitó el pecado del mundo para que el problema representado por nuestro pecado fuera solucionado. Pedro no enfocó primero el pecado inherente a nuestra naturaleza, sino los pecados de nuestra conducta, de nuestra manera de vivir (1 P. 3:16). Esto se debe a que en este libro se recalca que la muerte de Cristo nos redimió de la vana manera de vivir que heredamos (1:18-19).
El hecho de que Cristo, el Justo, muriera “por los injustos”, indica que Cristo murió para efectuar la redención, y no para ser un mártir. En la cruz Él fue nuestro substituto y llevó nuestros pecados; el Dios justo, conforme a Su justicia, lo juzgó a Él, el Justo, por nosotros, los injustos, para que Él quitara la barrera representada por nuestros pecados, y nos llevara a Dios. Él hizo esto para redimirnos de nuestros pecados y hacernos volver a Dios, es decir, para redimirnos de nuestra conducta injusta y llevarnos al Dios justo.
Según el versículo 18, Cristo fue “muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu”. Aquí no se está refiriendo al Espíritu Santo, sino al Espíritu como esencia divina de Cristo (Mr. 2:8; Lc. 23:46). La crucifixión puso fin solamente a la carne de Cristo —la cual Él había recibido mediante la encarnación (Jn. 1:14)—, no a Su Espíritu, Su divinidad. Su Espíritu, Su divinidad, no murió en la cruz cuando Su carne murió, sino que fue avivado, vivificado, con un nuevo poder de vida, de tal modo que en este Espíritu fortalecido, en Su divinidad, Cristo hizo una proclamación ante los ángeles caídos después de Su muerte en la carne y antes de Su resurrección.
En la cruz, Cristo fue muerto en la carne, pero fue vivificado en el Espíritu. Ahora bien, no debemos pensar que la frase “vivificado en el Espíritu” alude a la resurrección de Cristo. Como hemos señalado, aunque el cuerpo de Cristo fue inmolado en la cruz, Su Espíritu fue vivificado. De hecho, como lo indica la frase “en el cual” al comienzo del versículo 19, fue en Su Espíritu vivificado que Cristo hizo la proclamación a los espíritus que estaban en prisión. Esto indica y comprueba que después de morir en la carne, Cristo seguía activo en este Espíritu.
En el versículo 18 se nos habla de la muerte de Cristo, mas no de Su resurrección. Cuando Cristo fue sepultado, Él, en Su Espíritu fortalecido y antes de Su resurrección, fue al abismo para proclamar a los ángeles rebeldes la victoria que Dios había obtenido.
El versículo 19 y la primera parte del versículo 20 dicen: “En el cual también fue y les proclamó a los espíritus que estaban en prisión, los que antiguamente desobedecieron”. A través de los siglos, notables maestros de diferentes escuelas han sostenido varias interpretaciones tocante a la frase “los espíritus que estaban en prisión”. La más aceptable según las Escrituras es la siguiente: la frase “los espíritus” no se refiere aquí a los espíritus incorpóreos de los seres humanos que después de muertos fueron retenidos en el Hades, sino a los ángeles (los ángeles son espíritus, He. 1:14) que cayeron a raíz de su desobediencia en los tiempos de Noé (v. 20 y Estudio-vida de Génesis, mensaje 27, págs. 371-382) y que están encarcelados en fosas de oscuridad en espera del juicio del gran día (2 P. 2:4-5; Jud. 1:6). Cristo, después de morir en la carne, fue en Su Espíritu viviente (probablemente al abismo, Ro. 10:7) a estos ángeles rebeldes para proclamarles, quizás, la victoria que Dios obtuvo, mediante Su encarnación en Cristo y la muerte de Cristo en la carne, una victoria sobre las estratagemas de Satanás, cuyo fin era trastornar el plan divino.
La “prisión” mencionada en el versículo 19 se refiere a un lugar llamado Tártaro, los abismos profundos y tenebrosos (2 P. 2:4 y Jud. 1:6), donde están encarcelados los ángeles caídos. La palabra “proclamó” no se refiere a la predicación de las buenas nuevas, sino a la proclamación de la victoria triunfante. Esta proclamación fue hecha a “los que antiguamente desobedecieron”. Esto no se refiere a seres humanos, sino a ángeles, y por tanto se refiere a seres diferentes de las “ocho almas” mencionadas en el versículo 20. Así, pues, “los espíritus que estaban en prisión” no se refieren a los espíritus incorpóreos de seres humanos que después de haber muerto fueron retenidos en el Hades, sino a los ángeles que cayeron a raíz de su desobediencia en los tiempos de Noé. Sin embargo, muchos han interpretado esto diciendo que los espíritus del versículo 19 denotan a los espíritus de ciertos seres humanos que desobedecieron a la predicación de Noé. Los que abogan por esta interpretación afirman que, en la época de Noé, Cristo, mediante Su Espíritu, predicó el evangelio a los hombres de la generación de Noé. Aun más, ellos enseñan que la frase “vivificado en el Espíritu”, que se menciona en el versículo 18, se refiere al Espíritu Santo, y suponen que fue en este Espíritu Santo que Cristo predicó el evangelio en la época de Noé.
Otra interpretación dice que Cristo, después de morir, predicó el evangelio a los espíritus de seres humanos que habían muerto. ¡Qué interpretación más errónea es ésta! Según esta interpretación, después que las personas mueren y van al Hades, todavía se les puede predicar el evangelio allí.
Cristo no predicó el evangelio a los espíritus que estaban en prisión, sino que les hizo una proclamación. Él les proclamó a los ángeles rebeldes la victoria que Dios había obtenido sobre Satanás a través de la encarnación y la muerte de Cristo. Para ese tiempo, Cristo todavía no había sido resucitado. Fue después de Su muerte que Él fue a ese lugar, en Su Espíritu fortalecido, para proclamar la victoria de Cristo. Tal vez haya dicho: “Ustedes ángeles siguieron a Satanás y se rebelaron contra Dios. Pero por medio de Mi encarnación y Mi muerte, su líder, Satanás, fue derrotado”. Esta proclamación constituye una vergüenza para Satanás y sus seguidores, pero es una gloria para Dios.
Les insto a que estudien el mensaje 27 del Estudio-vida de Génesis. En ese mensaje se explica cómo en tiempos de Noé, los así llamados hijos de Dios, quienes eran ángeles, cayeron. Ellos dejaron su propio lugar, descendieron a la tierra y usaron los cuerpos humanos para cometer fornicación con las hijas de los hombres. Eso trajo contaminación al linaje humano y produjo gigantes. Dios, no pudiendo tolerar tal situación, determinó que el linaje humano no debería existir más, debido a la contaminación producida por los ángeles de Satanás. Por consiguiente, con excepción de Noé y su familia, Dios destruyó todo el linaje humano con el diluvio. Asimismo, cuando Dios envió a los hijos de Israel a Canaán para que destruyeran a los cananeos, entre ellos había la misma clase de gigantes, gigantes que habían nacido como producto de la fornicación entre ángeles y mujeres del linaje humano.
Nosotros no somos los únicos en interpretar estos pasajes de la Biblia de esta manera. Hay varios eruditos de la Biblia, incluyendo a Pember y a Govett, que concuerdan con este entendimiento de estos pasajes de la Palabra.
Cristo murió en la cruz por nuestra redención. No obstante, aunque fue muerto en Su cuerpo, Él fue vivificado y fortalecido en Su Espíritu, aun antes de Su resurrección. Luego, en este Espíritu vivificado y fortalecido, Él fue a proclamar a los ángeles rebeldes la victoria que Dios había obtenido sobre Satanás, el líder de ellos.
Lo que Pedro dice en estos versículos es muy significativo. Él revela algo extraordinario relacionado con la muerte de Cristo. Nos muestra que la muerte de Cristo no solamente efectuó la redención por nosotros, sino que además logró la victoria sobre Satanás y sus seguidores. Así que, después de Su muerte y antes de Su resurrección, Cristo proclamó a los seguidores de Satanás la victoria que Dios había obtenido sobre el diablo mediante la crucifixión de Cristo.