Mensaje 29
Lectura bíblica: 2 S. 7:11-14a; Is. 11:1; Ef. 3:17; Jn. 14:23; 1 Co. 3:10-12; Ap. 21:2-3, 9, 12-14
En este mensaje deseo hablar del deseo que Dios tiene de forjarse en nosotros, lo cual realiza en Cristo. El no está interesado simplemente en suplir nuestras necesidades ; lo que El quiere es forjarse a Sí mismo en nuestro ser.
Aunque Dios no está limitado por el tiempo, El lo ha usado para comunicar Su revelación al hombre, y lo ha hecho gradualmente, paso a paso. Por ejemplo, a Job le mostró algo que no había revelado a Adán, Abel, Enós ni a Noé. La revelación que recibió Job fue que Dios deseaba obtener un hombre que lo poseyera a El, no a una persona recta, íntegra y perfecta. Dios parecía decir: “Job, olvídate de tu integridad, de tu perfección y de tu rectitud. Tú no necesitas estas cosas; me necesitas a Mí”. Aunque Dios le mostró a Job que su necesidad era Dios mismo, no le reveló nada respecto al edificio.
Cuando Dios apareció a Abraham, El le prometió darle dos cosas: la buena tierra y una simiente, los cuales representan a Cristo. Esto indica, en tipología, que Dios daría a Abraham a Cristo en dos aspectos: como buena tierra y como simiente: el verdadero Isaac. La genealogía de Cristo contenida en Mateo 1 presenta a Cristo como el “hijo de Abraham” (v. 1). Isaac tipifica a Cristo como hijo de Abraham, el que hereda la promesa y la bendición que Dios le dio a Abraham (Gn. 22:17-18; Gá. 3:16).
Pablo interpreta esto en Gálatas 3, y dice que la buena tierra y la simiente de Abraham son el Espíritu. La bendición del evangelio es el Espíritu prometido (vs. 8, 14). La tierra representa a Cristo, la simiente representa a Cristo (v. 16), y el Espíritu es Cristo. Así que, en el versículo 14 Pablo escribe: “Para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu”. El aspecto físico de la bendición que Dios le prometió a Abraham era la buena tierra (Gn. 12:7; 13:15; 17:8; 26:3-4), la cual tipifica al Cristo que lo es todo. Dado que Cristo es hecho real como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17), la bendición, o sea, el Espíritu prometido, corresponde a la tierra, es decir, a la bendición que se le prometió a Abraham.
Cuando creemos en Cristo, Dios nos da Su Espíritu. El Espíritu vivificante es la realidad del Cristo resucitado. El Espíritu es la buena tierra, y también la simiente.
Según el entendimiento y punto de vista de los cristianos, Dios nos dio a Cristo para que sea nuestro Redentor y Salvador. El murió por nuestros pecados, efectuando con ello la redención; resucitó de los muertos; y ahora es nuestra vida. Sin embargo, esto no nos dice lo que Dios desea realizar. Dios en Cristo desea forjarse en nosotros. Esta es la meta de la redención y la salvación. Cristo se encarnó, llevó una vida humana, murió y resucitó para que se cumpliera el deseo de Dios de forjarse en nosotros. Todo lo que Cristo es y todo lo que Cristo realizó, tiene esta meta. Todos los pasos que Dios toma en nuestra vida diaria, grandes y pequeños, llevan a cabo Su intención, que consiste en forjarse, en Cristo, en nuestro ser.
David, un hombre conforme al corazón de Dios, dice en 2 Samuel 7:2: “Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas”. Esto indica que David sentía que debía hacer algo por Dios, que debía edificarle casa. Dios reacciona a estas palabras y le dice por medio del profeta Natán: “¿Tú me has de edificar casa en que yo more?” (v. 5). Luego, Dios le revela a David, por medio de una profecía en tipología, que Su intención no era que David le edificara casa a El, sino que El deseaba forjarse en David. Dios le dice, primero, que El le haría casa a David (v. 11b); y segundo, que El levantaría después de David a uno de su linaje, el cual procedería de sus entrañas, y que afirmaría su reino. “El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo” (vs. 12-14a). Así Dios le dio a David una revelación acerca del edificio, lo cual no le fue revelado ni a Job ni a Abraham.
La profecía dada a través de la tipología de 2 Samuel 7 está ligada a la que se dio en Isaías 11:1, la cual predice que saldría una vara del tronco de Isaí, y que un vástago retoñaría de sus raíces. Esto alude a Cristo. La casa de David, que era un árbol floreciente en la época de Salomón, se redujo a un tronco que constaba principalmente de José y María. De dicho tronco, como una vara, como un vástago, nació el niño Jesús. Esa fue la casa que Dios le hizo a David, mediante la cual le daba la simiente: Jesucristo. Por tanto, la profecía que recibió David a manera de tipología se cumplió cuando Cristo se encarnó y vivió una vida humana. Cristo es la simiente que proviene de la casa que Dios le edificó a David.
Mateo 13 revela que Cristo es la semilla que se sembró en nosotros, la tierra. Cristo es la semilla, y nosotros somos la tierra que contiene los elementos que hacen crecer la semilla. El Cristo resucitado, Cristo como Espíritu vivificante, no se sembró en nosotros sólo por sembrarse, sino para crecer en nosotros. Este crecimiento de Cristo en nosotros equivale a la edificación.
El Cristo que se sembró en nosotros está efectuando una obra particular en nosotros: hace Su hogar en nuestro ser, en nuestros corazones (Ef. 3:17). Esta es la edificación, y se lleva a cabo por medio de la mezcla de lo divino y lo humano. Esta edificación se menciona en Juan 14:23: “El que me ama ... Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”. Esta morada no sólo es para que habite el Dios Triuno sino también nosotros. Por tanto, esta es una morada mutua.
Este concepto acerca de la edificación se fortalece en 1 Corintios y en Apocalipsis. En 1 Corintios 3:10, Pablo dice: “Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como sabio arquitecto puse el fundamento [Cristo], y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica”. Luego, añade en el versículo 12: “Y si sobre este fundamento alguno edifica oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca”. En Apocalipsis 3:12 dice que Cristo hará del que venza una columna en el templo de Dios, el cual es la Nueva Jerusalén. Al final, la Nueva Jerusalén, que es la consumación de la edificación que se compone de los santos del Antiguo Testamento y de los creyentes del Nuevo Testamento (21:12-14), será la esposa del Cordero (Cristo), y una morada en la que habitarán Dios y Sus redimidos por la eternidad (vs. 2-3, 9).
En Mateo 16:18, el Señor Jesús dice: “[Yo] edificaré Mi iglesia”. ¿Cómo edifica Cristo Su iglesia? El no la edifica simplemente salvando pecadores y constituyéndolos creyentes y miembros Suyos, sino forjándose en ellos. Cuando creímos en Cristo, El entró en nosotros y empezó a forjarse gradualmente en nuestro ser.
El hecho de que Dios en Cristo se forja en nosotros, constituye una línea bien marcada a lo largo de la Biblia. Por ende, el Nuevo Testamento subraya este tema reiteradas veces. Según la revelación divina, Dios en Cristo produce el edificio forjándose en nuestro ser. Esta edificación supone una mezcla de lo divino con la humanidad redimida, resucitada y elevada.
Dios en Cristo se forja en nuestro ser a fin de hacer una casa, no sólo para nosotros, sino de nosotros. Esta casa será la morada mutua de Dios y nosotros., En conclusión, el Dios Triuno y la humanidad redimida se mezclarán, se compenetrarán y se edificarán en una sola entidad, y esta entidad será la Nueva Jerusalén. Si vemos eso, nos daremos cuenta de que todas las dificultades que enfrentamos se deben a una sola cosa: no permitimos que Dios se forje en nuestro ser. Por tanto, necesitamos no solamente ser santos, espirituales y vencedores, sino permitir también que Dios lleve a cabo Su obra edificadora en nosotros.
¡Qué gran luz nos ha mostrado el Señor en 2 Samuel 7! Dios le reveló a David que uno de su linaje, la simiente de un hombre (v. 12), llegaría a ser el Hijo de Dios (v. 14). ¿Cómo puede ser esto? La respuesta es que un descendiente humano sea designado Hijo de Dios (Ro. 1:3-4). Lo humano es designado en la divino, y la naturaleza divina y la naturaleza humana se compenetran y forman una sola entidad. Hoy, nosotros, los seres humanos, estamos en camino a ser hijos de Dios, hijos divinos, mediante un proceso de edificación. Alabamos al Señor porque en el recobro que El lleva a cabo sobre la tierra hoy, experimentamos la obra de Dios, una obra de edificación. Dios en Cristo lleva a cabo Su deseo de forjarse en nuestro ser y, finalmente, el resultado de esta edificación será la Nueva Jerusalén en el cielo nuevo y la tierra nueva por la eternidad.