Mensaje 2
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Lectura bíblica: Cnt. 1:9-17; 2:1-7
En Cnt. 1:2-4a vemos que la amada de Cristo lo anhelaba a El, lo buscaba, y era atraída por Su amor y cautivada por Su dulzura de modo que fue en pos de El. Cristo es agradable, dulce y lleno de fragancia, como el ungüento. Además, Su amor es alentador, mejor que el vino. Todos los que aman a Cristo son atraídos y constreñidos por Su amor (2 Co. 5:14).
En el Cantar de los cantares 1:4b-8, el Amado respondió al anhelo y a la búsqueda de aquella que lo amaba y la introdujo en la cámara interior (en el espíritu de ella) para tener comunión íntima con ella. Dicha comunión la condujo a la vida de iglesia, representada por el rebaño (v. 8; Jn. 10:16). Los que aman a Cristo, después de entrar en la vida de iglesia, empiezan a pasar por el proceso de transformación efectuada por el Espíritu Santo. Sin la vida de iglesia, no podemos ser transformados. El Espíritu Santo utiliza la vida de iglesia, como medio esencial, para transformarnos; El nos transforma usando los santos en la iglesia.
La que ama a Cristo es transformada al ser recreada por el Espíritu (Cnt. 1:9-16; 2:1-3a). El Espíritu es el Espíritu compuesto, todo-inclusivo, siete veces intensificado y vivificante, quien mora en nosotros y es la consumación del Dios Triuno consumado. En realidad, este Espíritu es Dios mismo, quien lleva a cabo la obra de transformación al crearnos de nuevo. Dicha transformación supone un proceso metabólico por el cual el Espíritu nos recrea. Esta transformación metabólica avanza en nosotros en la vida de iglesia.
La amada de Cristo es transformada, de una persona natural fuerte (una yegua de los carros de Faraón, Cnt. 1:9) a una persona que no se espera en sí misma sino que confía en el Señor (como un lirio, Cnt. 2:1-12; Mt. 6:28) y que lo mira con ojos sencillos (ojos como palomas, Cnt. 1:15b; Mt. 10:16). Al principio, la que ama a Cristo es naturalmente fuerte, como yegua de los carros de Faraón, pero se transforma poco a poco en lirio; como tal, ya no está llena de fuerza natural sino de vida. Entonces esta persona transformada mira al Señor con sencillez. Su única meta, su único objetivo, es Aquel que ella ama.
“Hermosas son tus mejillas con los zarcillos, tu cuello con los collares” (Cnt. 1:10). Aquí el Amado estima lo hermosa que ella es al someterse a El (sus hermosas mejillas con los zarcillos) y lo bella que es al obedecer al Espíritu transformador (su cuello con los collares). La expresión de tal persona, la que ama a Cristo, está llena de sumisión, seguida por la obediencia. Cuando nos sometemos al Señor, ciertamente le obedecemos.
“Zarcillos de oro te haremos, tachonados de plata” (v. 11). El Espíritu transformador y las compañeras de ella (nosotros) la adornarán con la constitución de la vida de Dios (zarcillos de oro) por la obra redentora de Cristo (tachonados de plata). El Espíritu y las compañeras unen la naturaleza de Dios y la redención de Cristo haciendo de ellas el atavío de ella. El Espíritu nos transforma, pero el Espíritu necesita que nuestros compañeros sean Sus asistentes. Si nos damos cuenta de esto, alabaremos al Señor Espíritu por habernos dado muchos compañeros que le ayudan a transformarnos.
“Mientras el rey estaba a la mesa, mi nardo dio su olor” (v. 12). A la mesa donde Cristo festeja con Su amada (el rey sentado a la mesa), el amor (el nardo) que ella tiene por El esparce su aroma (cfr. Jn. 12:1-3). En la vida de iglesia, los grupos pequeños a menudo son un banquete y el Señor es el invitado invisible. En los grupos vitales edificados, los que aman a Cristo esparcen espontáneamente su olor agradable hacia Cristo.
“Mi amado es para mí manojito de mirra, que reposa entre mis pechos. Racimo de flores de alheña en las viñas de En-gadi es para mí mi amado” (Cnt. 1:13-14). En estos versículos, vemos que ella lo disfruta a solas (en la noche) en Su muerte (un manojito de mirra) al abrazarlo con amor y fe (los pechos, 1 Ti. 1:14; 1 Ts. 5:8). Cada persona que ama a Cristo está llena de fe y amor y lo abraza con fe y amor. Además, ella lo disfruta públicamente en Su resurrección (un racimo de flores de alheña) en las iglesias (las viñas) de Cristo como manantial de redención (En-gadi, “el manantial del cordero”). En las iglesias, Cristo crece como racimos de flores de alheña. En las iglesias hay también un manantial de redención. El manantial de la redención de Cristo continuamente riega a la iglesia. Así vemos que una gran parte de nuestra vida espiritual está relacionada con la vida de iglesia.
“He aquí que tú eres hermosa, amor mío; he aquí eres bella; tus ojos son como palomas” (Cnt. 1:15). El estima la hermosura de ella, expresada en la mirada que ella dirige con ojos sencillos (como palomas, v. 15) hacia El por el Espíritu. A los ojos del Señor Jesús, el primer aspecto destacado de nuestra belleza es la sencillez con la cual lo miramos mediante el Espíritu.
El Amado y la que lo ama se aprecian mutuamente. “He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce” (v. 16a). En este versículo, ella aprecia la hermosura de El, expresada en Su dulzura.
“Yo soy rosa de Sarón, y un lirio de los valles” (2:1). La palabra traducida rosa en este versículo se refiere a una rosa silvestre, despreciada en la tierra de Judea. Aquí la amada se da cuenta de lo insignificante que ella es, al llevar por una parte una vida bonita pero despreciada (una rosa) en el mundo común (Sarón, que significa “llano”), y por otra, una vida pura y confiada (el lirio) en lugares bajos (los valles). Así ella se da cuenta humildemente de su condición.
“Como el lirio entre los espinos, así es el amor mío entre las hijas” (v. 2). Aquí El la estima como Su amor (la sulamita) entre las adúlteras que aman el mundo (las hijas, Jac. 4:4), quien lleva una vida pura y confiada (el lirio) entre el pueblo sucio e incrédulo (los espinos).
“Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los hijos” (Cnt. 2:3a). Aquí ella lo estima como la fuente de rica provisión (el manzano) que la abastece oportunamente. La amada y el Amado son hermosos, y estiman la hermosura el uno del otro. Esto nos muestra que la transformación produce un aprecio mutuo entre Cristo y la que lo ama.
La amada está satisfecha con el reposo y el disfrute que hay en Cristo (Cnt. 1:16-17; 2:3-7). La satisfacción requiere dos cosas: el reposo y el disfrute. Primero, necesitamos descansar y luego, cuando estamos en reposo, tenemos cierto disfrute. Como resultado de este reposo y disfrute somos satisfechos.
Ella encuentra satisfacción en el reposo que halla en la vida alimentadora (verde) de El como lugar de descanso en la noche (el lecho) con Su abrazo (2:6), y en Su muerte (el ciprés) y Su resurrección (el cedro) como albergue (las vigas y los artesonados, 1:16b-17). En tipología, en figura, el ciprés representa la muerte de Cristo, y el cedro representa Su resurrección, en la cual Su humanidad es elevada y está por encima de todo. La muerte y la resurrección de Cristo son un albergue con vigas y artesonados.
“Con gran encanto me senté a su sombra, y su fruto fue dulce a mi paladar” (Cnt. 2:3b). Esto revela que ella también está satisfecha con el deleite que halla al descansar al abrigo de Su dosel (sombra, Is. 4:5-6; 2 Co. 12:9) en el día y al gustar de El como la grata y oportuna provisión (el dulce fruto).
“Me llevó a la casa del banquete, y su bandera sobre mí fue amor. Sustentadme con tortas de pasas, refrescadme con manzanas; porque estoy enferma de amor” (Cnt. 2:4-5). Aquí la que ama a Cristo está satisfecha en el amor triunfante (la bandera de amor) que se extiende sobre ella en la deleitosa vida de iglesia (la casa de banquete), donde ella es sustentada con El, quien es el pan de vida (Jn. 6:35, las tortas de pasas) y refrescada con El, quien es el fruto de la vida (Ap. 2:7; 22:2, las manzanas) que la sana de la enfermedad del amor. Cristo nos sustenta consigo mismo como pan y nos refresca consigo mismo como fruto.
“Yo os conjuro, oh hijas de Jerusalén, por las gacelas o por las ciervas del campo, que no despertéis al amor mío ni le quitéis el sueño, hasta que quiera” (Cnt. 2:7). Aquí vemos que El se encarga de que ella repose en El.
El la considera como alguien que se puede despertar fácilmente (las gacelas o las ciervas del campo). Los que aman a Cristo deben ser personas que se despiertan, que se aviven, fácilmente.
El exhorta solemnemente (conjura) a los creyentes entrometidos (las hijas de Jerusalén). Entre los santos de la vida de iglesia, hay muchos hermanos y hermanas entrometidos, quienes se preocupan de las cosas de los demás y no de sus propias necesidades, las cuales consisten en amar al Señor y en crecer en la vida divina. Estas personas entrometidas son representadas por las hijas de Jerusalén.
El ordena que nadie la despierte de la experiencia actual que ella tiene de Cristo al reposar en El. En su vida cristiana, ella ha alcanzado la meta de descansar en Cristo, de experimentarle y de estar satisfecha en la vida de iglesia. Temporalmente, Cristo está de acuerdo con su situación y no quiere que nadie la despierte. Este es el fin de la primera etapa en la vida cristiana de aquella que ama a Cristo.
Muchos de nosotros podemos testificar por experiencia que ésta es verdaderamente la situación. Ahora podemos declarar: “Estoy descansando en Cristo y lo disfruto. El es mi albergue y estoy en El. Su vida es mi lecho, y Su muerte y Su resurrección son las vigas que me cubren. Aquí en la vida de iglesia, el amor de Cristo es la bandera desplegada sobre mí. Yo estoy satisfecho”.
El le permite que siga descansando hasta que ella se complazca en buscarlo a El de nuevo (hasta que quiera). Como lo veremos en la próxima sección, Cristo no desea que la persona que lo ama se quede en la primera etapa. La amada debe entrar en la segunda etapa de la vida cristiana, la que consiste en experimentar la cruz de Cristo, lo cual quebranta el yo. La amada de Cristo no debe quedarse en el yo, permitiendo que el yo sea el centro, sino que debe experimentar el quebrantamiento del yo mediante la cruz.