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Mensajes del libro «Estudio-Vida de Colosenses»
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Mensaje 51

ARRAIGADOS EN CRISTO Y SOBREEDIFICADOS EN ÉL

(1)

  Lectura bíblica: Col. 2:7, 19; 3:10-11; 1 Co. 3:6, 9; 6:17; Ef. 2:21; 4:13, 15-16

UN LIBRO QUE SE CENTRA EN LA EXPERIENCIA

  Muchas personas que leen el Nuevo Testamento consideran que Colosenses es un libro de doctrinas. No obstante, Colosenses es también un libro que se centra en la experiencia. El Cristo todo-inclusivo y extenso que se revela en esta epístola, es subjetivo a nosotros, ya que mora en nosotros como nuestra esperanza de gloria (1:27), y es nuestra vida (3:4). Nada es más subjetivo a nosotros que nuestra propia vida. De hecho, nuestra vida es nosotros mismos. Decir que Cristo es nuestra vida significa que Cristo ha llegado a ser nosotros mismos. ¿Cómo podría Cristo ser nuestra vida sin antes llegar a ser nosotros? Esto sería imposible.

  Algunos maestros cristianos se oponen a la revelación que hemos recibido acerca de la experiencia subjetiva que tenemos de Cristo. Argumentan que nosotros nos estamos igualando a Dios. Dicen que nosotros enseñamos que el yo llega a ser igual a Dios y que esto es la deificación del yo. No enseñamos en absoluto que nosotros llegamos a ser Dios mismo ni que algún día seremos adorados; aún así, es un hecho que Cristo mora en nosotros y que Él es nuestra vida. Él llega a ser nosotros en nuestra experiencia. Como dice Pablo: “Para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1:21). Ya hicimos notar que Cristo no puede ser nuestra vida a menos que Él llegue a ser nosotros. La vida es nuestro mismo ser. De ahí que el hecho de que Cristo sea nuestra vida significa que Él llega a ser nuestro mismo ser, esto es, que Cristo llega a ser nosotros.

  Cristo para nosotros tiene un aspecto tanto objetivo como subjetivo. Conocemos a Cristo tanto por la doctrina como por la experiencia. Por un lado, Cristo está sentado en el trono en los cielos; por otro, Él está en nuestro espíritu. Adoramos al Cristo que está entronizado en los cielos, pero es el Cristo que mora en nuestro espíritu el que experimentamos, disfrutamos y del cual participamos. Somos uno con Él de una manera muy subjetiva. Como dice Pablo en 1 Corintios 6:17: “El que se une al Señor, es un solo espíritu con El”. Cristo es subjetivo a nosotros al grado que Él y nosotros, nosotros y Él, hemos llegado a ser un solo espíritu. Ser un solo espíritu con el Señor es mucho más grandioso que los dones y los milagros. Ahora que hemos llegado a ser un solo espíritu con el Señor, debemos experimentar este hecho en nuestra vida diaria.

  Hace algunos años, me hospedé con algunos santos que hablaban mucho de Colosenses 1:27. Aunque podían hablar del Cristo que mora en nosotros como la esperanza de gloria, tenían muy poca experiencia de Cristo. Para ellos, el hecho de que Cristo mora en nosotros era simplemente una doctrina, y no una realidad. En la práctica y en su vida diaria, eran muy éticos y religiosos, pero no vivían a Cristo. El amor de ellos era un amor natural y ético, mas no la expresión del Cristo que se manifiesta desde el interior. En estos creyentes, uno podía percibir la religión y la ética, pero muy poco de Cristo. Éste es el caso de muchos cristianos hoy en día. A pesar de que conocen a Cristo conforme a la doctrina, lo experimentan muy poco. No obstante, cuando Pablo escribió el libro de Colosenses, lo escribió conforme a la doctrina y también conforme a la experiencia.

  En 2:7 Pablo menciona que fuimos arraigados en Cristo y que estamos siendo sobreedificados en Él. Tanto el ser arraigados como el ser sobreedificados, son hechos subjetivos, aplicables a nuestra experiencia. Debemos entender claramente lo que significa ser arraigados en Cristo y sobreedificados en Él. No debemos pasar por alto 2:7, ni tampoco evadirlo porque nos parezca difícil de entender. En lugar de ello, debemos dedicar tiempo a este versículo, orar-leerlo y estudiarlo hasta ser iluminados.

DOS REQUISITOS

  El hecho de que hemos sido arraigados en Cristo y el que estamos siendo sobreedificados en Él, están relacionados con el andar en Cristo (2:6). Si queremos andar en Cristo, debemos cumplir dos requisitos: debemos estar arraigados en Él, y debemos estar en el proceso de ser sobreedificados en Él. Por un lado, ya fuimos arraigados en Cristo; por otro, estamos siendo sobreedificados en Él. Una vez que cumplamos estos dos requisitos, podremos andar en Cristo. Todos necesitamos aprender a conocer por experiencia lo que significa ser arraigados y sobreedificados en Cristo.

  Para ser arraigados en Cristo, primero debemos ser plantados en Él. En muchos pasajes de la Biblia se habla de plantar. Por ejemplo, en el cántico de Moisés, leemos estas palabras: “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad. En el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová” (Éx. 15:17). También en Salmos 92:13 leemos: “Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán”. En Jeremías 2:21, el Señor dice de Su pueblo: “Pero Yo te planté como vid escogida, simiente verdadera toda ella”, y en 32:41: “Y los plantaré en esta tierra en verdad, de todo mi corazón y de toda mi alma”. Luego, en Mateo 15:13, el Señor Jesús dice: “Toda planta que no plantó Mi Padre celestial, será desarraigada”. Según lo que consta en Juan 15, el Señor Jesús se consideró a Sí mismo como la vid y al Padre como el labrador, quien plantó la vid y la cuida. En 1 Corintios 3:9, Pablo dice que nosotros, los creyentes, somos labranza de Dios. Él declara también: “Yo planté, Apolos regó, pero el crecimiento lo ha dado Dios” (1 Co. 3:6). Aquí, en Colosenses 2:7, vemos que fuimos arraigados en Cristo. Cristo es la tierra, el suelo, y Dios nos ha plantado en Él.

  Conforme a las Escrituras Cristo es el árbol único y en este árbol fuimos injertados; Cristo también es la tierra, el suelo, en la cual fuimos plantados. Fuimos injertados en Cristo y también plantados en Él. Por consiguiente, la buena tierra junto con su suelo equivale al árbol. Esto nos muestra una vez más que Cristo es nuestro todo. Puesto que Cristo es el árbol y la buena tierra, podemos afirmar que fuimos injertados en Cristo y que también fuimos plantados en Él. Conforme a Juan 15, Dios el Padre es el Labrador, y el Hijo, Cristo, es la vid universal. Este Cristo es también la buena tierra y su suelo. Fuimos injertados en la vid que es Cristo y plantados en el suelo que también es Cristo. Colosenses 2:11 habla de la circuncisión, la cual implica el acto de cortar. Esto también está relacionado con el hecho de ser injertados en Cristo. Como hemos señalado, 2:7 habla del hecho de que hemos sido arraigados en Cristo, lo cual se relaciona con el hecho de ser plantados en Él. En este mensaje, no hablaremos del aspecto de injertar sino del aspecto de plantar.

  Por ser plantados en Cristo, hemos sido arraigados en Él. Tal como las raíces absorben las riquezas del suelo, asimismo nosotros absorbemos el rico alimento de Cristo. Somos árboles, y Cristo es el suelo en el cual fuimos plantados y en el cual estamos arraigados. Ahora estamos absorbiendo Sus riquezas, y crecemos con los nutrientes que obtenemos de estas riquezas.

UNA SOLA ENTIDAD EN VIDA

  En 1 Corintios 3:6, Pablo dice que él plantó y Apolos regó, pero que el crecimiento lo dio Dios. Esto indica que los creyentes son plantas y que Cristo es el suelo. Ahora debemos preguntarnos en qué parte de nuestro ser experimentamos esta acción de plantar. Ciertamente, no ocurre en nuestra mente ni en nuestro cuerpo; más bien ocurre en nuestro espíritu. Es en nuestro espíritu que experimentamos el ser plantados en Cristo y el ser arraigados en Él. En 1 Corintios 6:17 se dice: “Pero el que se une al Señor, es un solo espíritu con El”. Cuando una planta se arraiga en el suelo, se hace uno con el suelo. Primero, la planta se introduce en el suelo, y después, los nutrientes del suelo penetran en la planta. De esta manera, la planta y el suelo llegan a ser uno en vida. Los elementos nutritivos del suelo corresponden a la vida de la planta, y algo de la planta corresponde al elemento del suelo. Podríamos decir que existe cierta “comunión” entre la planta y el suelo. En esta comunión, aquellos factores de la planta y del suelo que se corresponden mutuamente, llegan a ser uno en vida. Así pues, la planta y el suelo llegan a ser una sola entidad en vida.

  En nuestro espíritu tenemos la experiencia de ser plantados en Cristo, pues es allí donde nos unimos a Él y llegamos a ser un solo espíritu con Él. El Señor, quien es el suelo en el cual estamos arraigados, es el Espíritu. Si Él no fuese el Espíritu, nos sería imposible ser plantados en Él. ¡Pero alabado sea el Señor porque Él es el Espíritu y porque cuando fuimos creados nos formó un espíritu! Si solamente tuviésemos un cuerpo y un alma, y no un espíritu, no podríamos ser plantados en el Señor, quien es el Espíritu vivificante. Pero puesto que Él es el Espíritu y nosotros tenemos un espíritu, hay una relación de correspondencia entre Él y nosotros. Cuando fuimos regenerados, Cristo, como Espíritu vivificante, se unió a nuestro espíritu. Como lo indica claramente Juan 3:6, la regeneración ocurre en nuestro espíritu. Cuando fuimos regenerados, fuimos arraigados en Cristo, nuestro suelo. Ésta es la razón por la que Pablo usa el participio pasado en 2:7. Fuimos plantados y arraigados en Cristo en el momento en que fuimos regenerados en nuestro espíritu.

  Conforme a 2:6 y 7, si hemos de andar en Cristo, primero debemos ser arraigados en Él. Para poder andar en Cristo, debemos absorber el rico alimento del Espíritu que mora en nuestro espíritu. No obstante, si permanecemos en el alma —en nuestra mente, parte emotiva y voluntad— no recibiremos alimento ni suministración alguna. Debemos volvernos a nuestro espíritu, donde fuimos regenerados y plantados en el Espíritu divino.

  La transacción que hubo entre el Espíritu divino y nuestro espíritu en el momento de la regeneración perdurará eternamente. Podemos decir que nuestro espíritu se casó con el Espíritu divino y, por tanto, ambos espíritus entraron en una unión eterna. En este matrimonio, no existe la separación ni el divorcio. Puede ser que a nuestra mente natural no le guste esta relación, pero nuestro espíritu sí la aprecia. Cada vez que encontramos dificultades en nuestra vida diaria, no deberíamos permanecer en la mente natural, sino volvernos al espíritu. Lamentablemente, a menudo preferimos permanecer en nuestra mente, en nuestra parte emotiva, o en nuestra voluntad. Si permanecemos en el alma en lugar de volvernos al espíritu, no podemos andar en Cristo. Para andar en Él, debemos estar arraigados en Él de una manera práctica en nuestra experiencia. Únicamente cuando permanecemos en el espíritu es que realmente somos arraigados en Cristo y, por ende, podemos andar en Él. Es un hecho que fuimos plantados en Cristo, pero es sólo cuando nos volvemos al espíritu que experimentamos lo que significa ser arraigados en Él. Por haber sido arraigados en Cristo, podemos andar en Él. De esta manera, experimentamos a Cristo como la buena tierra, donde se halla el suelo fértil que nos brinda el elemento vital y nutritivo. Cuanto más somos arraigados en este suelo, más asimilaremos el alimento de Cristo en nuestro ser. Éste no es el Cristo objetivo conforme a la doctrina, sino el Cristo subjetivo conforme a nuestra experiencia.

EL VERDADERO CRECIMIENTO

  Ser arraigados en Cristo y asimilar Sus riquezas en nosotros, da por resultado que crezcamos en Él, tal como los árboles crecen al absorber los nutrientes del suelo. Para que un árbol crezca, necesita recibir algún alimento sustancioso. Los nutrientes del suelo llegan a ser la sustancia en virtud de la cual un árbol crece.

  Hoy en día, muy pocos cristianos saben en qué consiste el verdadero crecimiento. El verdadero crecimiento no es el resultado de adquirir más conocimiento doctrinal; antes bien, es el resultado de volvernos al espíritu, de permanecer en el espíritu y de absorber el elemento nutritivo de Cristo. Es sólo cuando asimilamos este elemento que podemos crecer espiritualmente. Cuanto más se añade a nuestro ser este rico elemento, más crecemos.

  Colosenses 2:19 dice que al asirnos de la Cabeza, el Cuerpo “crece con el crecimiento de Dios”. Crecer con el crecimiento de Dios significa crecer al añadirse Dios mismo a nosotros. Pero esto sólo sucede cuando estamos arraigados en Cristo, nuestro suelo. Dios mismo con Su elemento y sustancia es el rico alimento que se halla en Cristo. Si permanecemos arraigados en nuestro espíritu, absorbemos este elemento, y esto nos hace crecer con el crecimiento de Dios. Crecemos con la adición de Dios, con el crecimiento de Dios en nosotros. Todo esto está estrechamente relacionado con el hecho de experimentar a Cristo en nuestra vida diaria de una manera genuina.

  Hemos visto que si hemos de andar en Cristo, debemos ser plantados y arraigados en Cristo, quien es el Espíritu divino que mora en nuestro espíritu, y también debemos permanecer en Él. Cada vez que nos encontramos fuera del espíritu, debemos volvernos nuevamente al espíritu y permanecer allí. Permaneciendo en el espíritu somos arraigados en Cristo de una manera práctica y absorbemos así el rico alimento en nuestro espíritu. A medida que este alimento entra en nuestro ser interior, nos hace crecer con el crecimiento de Dios. El crecimiento se produce en la medida en que Dios se añade a nosotros, ya que el rico alimento en Cristo es en realidad Dios mismo. Por experiencia hemos aprendido que a medida que somos arraigados en Cristo, crecemos, y así, de una forma espontánea, podemos andar en Él.

SOMOS EDIFICADOS TANTO INDIVIDUAL COMO CORPORATIVAMENTE

  Colosenses 2:7 dice también que estamos siendo sobreedificados en Cristo. A medida que crecemos en Cristo, vamos siendo sobreedificados en Él. Hace años, pensaba que la edificación mencionada en 2:7 era la edificación mutua entre los santos, pero éste no es el sentido correcto en este contexto. Lo que realmente significa es que nosotros mismos necesitamos ser sobreedificados. Por ejemplo, a medida que un árbol crece, se “edifica”. Podemos decir lo mismo de los niños. Ellos se “edifican” creciendo. El crecimiento del Cuerpo depende de la edificación individual y personal de todos los miembros. Si un miembro en particular no ha sido edificado, no le será posible ser edificado en el Cuerpo. Para ser edificados en el Cuerpo, es necesario que primero nosotros mismos seamos edificados. Una vez que seamos miembros edificados, podremos ser edificados juntamente con otros en el Cuerpo. Por consiguiente, la edificación mencionada en 2:7 no es la del Cuerpo corporativamente, sino la edificación de cada uno de los miembros, individualmente. En contraste con esto, en Efesios 4:16 encontramos la edificación del Cuerpo de una manera corporativa.

  Es indispensable ver que si no hemos sido edificados individualmente, no podremos ser edificados con otros, corporativamente. Podemos usar el ejemplo de la construcción del local de la iglesia en Anaheim. El material que se usó en la construcción del local tuvo que ser primero “edificado” individualmente, y después unido a los demás materiales para que el edificio pudiera formarse. Por ejemplo, se usó secoya para la fachada. No habríamos podido usar un pequeño retoño de secoya para esto, ¿no es cierto? Las secoyas primero tuvieron que crecer al absorber las riquezas del suelo. Sólo entonces podían ser el material apropiado para la construcción. Lo mismo sucede con respecto a nosotros. Debemos permanecer en nuestro espíritu, absorbiendo el rico alimento de Cristo. A medida que absorbamos este elemento, creceremos, y en virtud de este crecimiento, seremos sobreedificados. Entonces podremos ser edificados con los demás miembros del Cuerpo.

  Si queremos andar en Cristo, debemos absorber Sus riquezas siendo arraigados en Él y sobreedificados individualmente como miembros del Cuerpo. Debemos echar raíces más profundamente en Cristo para así absorber más de Sus riquezas. Entonces, creceremos y seremos sobreedificados en Él. Una vez que cumplamos con estos dos requisitos, podremos andar en Cristo.

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