Mensaje 4
En este mensaje llegamos al tema de que fuimos predestinados para filiación. Efesios 1:5 dice: “Predestinándonos para filiación por medio de Jesucristo para Sí mismo, según el beneplácito de Su voluntad”. En la construcción gramatical de los versículos 4 y 5, el sujeto y el predicado principal no se encuentran en el versículo 5, sino en el 4. El versículo 4 dice: “Según nos escogió en El antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de El en amor”. El sujeto es “El” y el predicado principal es “escogió”. Estos versículos podrían escribirse de la siguiente manera: “Según, habiéndonos predestinado, nos escogió”. No podemos separar la elección de la predestinación, pues son dos aspectos de una misma cosa. La elección que Dios efectuó está ligada con la predestinación, y la predestinación está de acuerdo con la elección. Es muy difícil determinar cuál de las dos ocurre primero.
El segundo ítem de la bendición de Dios es que El nos predestinó para filiación. Como mencionamos en el mensaje anterior, el primer ítem de Su bendición consiste en que El nos escogió para que fuésemos santos.
En la eternidad pasada, Dios nos predestinó para filiación, o sea, que le marcó a Sus escogidos un destino desde antes de la fundación del mundo. La meta de la predestinación es la filiación. Aun antes de crearnos, Dios nos predestinó para que fuéramos Sus hijos. Por consiguiente, como criaturas de Dios, necesitamos que El nos regenere, a fin de participar de Su vida y ser Sus hijos. La filiación implica no sólo tener la vida, sino también la posición de hijos. Aquellos que Dios marcó de antemano poseen Su vida para ser Sus hijos, y la posición por la cual lo heredan a El.
La palabra griega traducida “predestinar” también puede traducirse “marcar de antemano”. Marcar de antemano es el proceso, mientras que la predestinación es el propósito, el cual es determinar cierto destino de antemano. Dios primero nos eligió y luego nos marcó de antemano, o sea, antes de la fundación del mundo, para un destino concreto.
Dios nos escogió y nos predestinó según Su presciencia (1 P. 1:2). Esto indica que nuestra relación con Dios fue iniciada por El conforme a Su presciencia.
Dios nos predestinó para filiación por medio de Jesucristo. La expresión “por medio de Jesucristo” significa por medio del Redentor, quien es el Hijo de Dios. Por medio de El fuimos redimidos para ser hijos de Dios, quienes tienen la vida y la posición de hijos de Dios.
Dios nos predestinó para filiación según el beneplácito de Su voluntad, que es Su propósito. Esto revela que Dios tiene una voluntad, en la cual se halla Su beneplácito. Dios nos predestinó para que fuésemos Sus hijos conforme a este beneplácito, conforme al deseo de Su corazón. A diferencia del libro de Romanos, Efesios no habla desde el punto de vista de la condición pecaminosa del hombre, sino desde el punto de vista del beneplácito del corazón de Dios. Por lo tanto, es más profundo y más elevado.
En el versículo 4 vemos que Dios nos escogió para que fuésemos santos. Sin embargo, esto es sólo el procedimiento, no la meta. La meta es la filiación. Fuimos predestinados para filiación. En otras palabras, Dios nos escogió para que fuésemos santos con miras a que fuésemos Sus hijos. Por tanto, ser santos es el proceso, el procedimiento, mientras que ser hijos de Dios es la meta. Dios no desea simplemente conseguir un grupo de personas santas; El desea obtener muchos hijos. Quizá nos parezca suficiente que Dios nos escogiera para que fuésemos santos, y tal vez eso nos satisfaga. No obstante, Dios nos escogió para que fuésemos santos con un propósito, y este propósito es que seamos Sus hijos.
Tomemos como ejemplo la manera en que se hornea un pastel. Cuando una hermana hace un pastel, ella primeramente prepara la masa, mezclando varios ingredientes con la harina. A medida que los ingredientes se mezclan con la harina, podríamos decir que la harina es un cuadro de la santificación. Primero se separa la masa; luego es santificada al añadírsele varios ingredientes. Después de que la hermana mezcla bien la masa, le da cierta forma poniéndola en un molde. Del mismo modo, Dios primero nos separa, luego se agrega El mismo, el Padre, el Hijo y el Espíritu, a nosotros. Después sigue el proceso de mezcla. Decir que Dios nos mezcla significa que El nos inquieta. Tal vez nos agrada llevar una vida de iglesia tranquila, pero a menudo Dios interviene y cambia las cosas de manera radical. Con todo, así es la vida normal de la iglesia cristiana.
Ser santos significa mezclarnos con Dios. Dios nos santifica agregándose El mismo a nosotros y mezclándonos con Su naturaleza. Este es un asunto de naturaleza, es decir, trata de que nuestra naturaleza sea transformada por la Suya. Nosotros nacimos humanos, naturales, pero Dios quiere que seamos divinos. Esto sólo se logra si la naturaleza divina se añade a nuestro ser y se mezcla con él. Es así como Dios nos hace personas santas. Por consiguiente, la santificación es un procedimiento que transforma nuestra naturaleza. Sin embargo, ésta no es la meta. La meta es que seamos formados o moldeados. Es por eso que además de que Dios nos escoja para que seamos santos, es necesario que El nos predestine para que seamos Sus hijos. Ser santos tiene que ver con nuestra naturaleza, mientras que ser hijos, con ser formados. Los hijos de Dios son personas configuradas a una forma o figura específica.
El candelero de oro de Apocalipsis 1 es un ejemplo de esto. Según su naturaleza, el candelero es de oro, pero según su forma, es un candelero. Para que se produzca un candelero de oro primero se necesita el material, el oro puro. Esto alude al procedimiento, pero la meta es producir el candelero, con una forma definida. Asimismo, ser hechos santos es el procedimiento por el cual llegamos a ser hijos de Dios.
Cuando comprendí que la finalidad de la santidad era la filiación, me dije: “Cómo pudiste tener por meta la santidad en sí, cuando lo único que te puede satisfacer es ser un hijo de Dios”. Así que, no sólo somos santos, sino también hijos de Dios. No solamente poseemos la naturaleza santa de Dios, sino también la Persona de Su Hijo. Por consiguiente, no somos simplemente un cúmulo de santidad, sino también hijos de Dios.
Todo los cristianos sabemos que los creyentes genuinos de Cristo conforman la iglesia. Pero la iglesia no es solamente un grupo de personas salvas. La iglesia es una colectividad de individuos que han sido hechos santos en su naturaleza y así han llegado a ser hijos de Dios. Este grupo tiene que ser santificado, saturado y mezclado con la naturaleza de Dios. Entonces serán los hijos de Dios. La iglesia se compone de tales personas.
La situación del cristianismo actual está muy lejos de esto. En el cristianismo vemos grupos de personas salvas, pero que siguen siendo comunes y mundanas, y que no manifiestan la santidad. Además, no viven como hijos de Dios; más bien, muchos de ellos viven como hijos de pecadores. Aunque muchos de ellos creen en el Señor Jesús y han sido lavados con la sangre y regenerados por el Espíritu, siguen siendo mundanos y comunes, y no manifiestan ninguna señal de santidad en su vivir. Son idénticos a sus vecinos, amigos y parientes; con todo, hablan de ser la iglesia. ¡Qué vergüenza para Dios, y qué vergüenza para la iglesia! La iglesia se compone de una colectividad de personas que han sido apartadas para Dios, saturadas con Su naturaleza divina y totalmente santificadas para vivir como hijos de Dios. Ciertamente, la iglesia no debe ser un grupo de cristianos mundanos que viven como hijos de pecadores. Es vergonzoso decir que personas así sean la iglesia.
Si profesamos ser la iglesia, debemos preguntarnos si somos personas separadas y santificadas. ¿Estamos separados para Dios e impregnados de El? ¿Hemos sido santificados en cuanto a posición y también en nuestro carácter con la naturaleza de Dios de manera que vivamos como hijos de Dios? ¡Quiera el Señor alumbrar nuestros ojos para que veamos qué es la iglesia! La iglesia no es un grupo de cristianos que son fervientes y a la vez comunes y mundanos sin ninguna separación ni saturación. La iglesia está constituida por aquellos que han sido santificados por Dios y que viven como hijos de Dios.
Recuerden que el libro de Efesios trata de la iglesia. En la introducción de este libro vimos que la iglesia es un grupo de personas que goza de las buenas palabras de Dios (1:3). El primer ítem de estas palabras consiste en que fuimos escogidos para ser santos. Esta es la bendición de Dios, las buenas palabras que nos dirige. Sin embargo, muchos cristianos rechazan esta bendición. Dios declara que El nos escogió para que fuésemos santos, pero ellos afirman que no quieren ser distintos de los demás. Algunos dicen: “No queremos ser santos; nos gusta ser comunes”. Dios les dice: “Habéis sido escogidos para ser diferente”; pero ellos responden: “No queremos ser distintos, queremos ser como los demás”. Rechazar las buenas palabras que Dios nos dirige equivale a rebelarnos contra El. ¡Que el Señor tenga misericordia de nosotros! Realmente la necesitamos, ¡pues la actual situación es sumamente deplorable! Debemos ver que fuimos escogidos para ser santos, a fin de que llevemos una vida propia de hijos de Dios.
Ahora necesitamos enfocarnos en tres temas relacionados con la filiación, con el hecho de ser hijos de Dios. El primero es que Dios nos predestinó para filiación al infundir en nosotros el Espíritu de Su Hijo. Cuando creímos en el Señor Jesús y fuimos regenerados, el Espíritu de Dios en calidad del Espíritu del Hijo de Dios entró en nosotros. Por esto, después de ser regenerados podemos clamar fácil y dulcemente: “Abba, Padre”. Antes de ser regenerados, cuando mucho podíamos decir: “Oh Dios mío, ayúdame”; pero después de ser salvos, espontáneamente empezamos a clamar, con un sentimiento tierno e íntimo: “Oh Abba Padre”.
Romanos 8:15 y Gálatas 4:6 hablan de esto. Gálatas 4:6 dice que el Espíritu del Hijo clama: “Abba, Padre”, mientras que Romanos 8:15 afirma que somos nosotros los que clamamos así. Esto indica que nuestro clamor es el clamor de El y que Su clamor es el nuestro. Nosotros y El clamamos a una voz: “Abba, Padre”. Sin el Espíritu no podríamos clamar: “Abba, Padre”, de una manera tan íntima y tierna. Pero ¡qué sentimiento tan placentero, dulce y confortable experimentamos cuando decimos esto! Esto comprueba que el Espíritu de Dios mora en nosotros. Tenemos el Espíritu de filiación.
Muchas veces los jóvenes han venido a mí con preguntas sobre actividades deportivas. Algunos han tratado de argumentar que no tiene nada de malo practicar algún deporte. Mi respuesta ha sido la siguiente: “Yo no digo que jugar un deporte sea malo, pero díganme si pueden decir: ‘Abba, Padre’ cuando van a participar en algún juego”. A esto, ellos han respondido: “Hermano Lee, usted es muy listo. Sabe bien que si clamamos: ‘Abba Padre’, no podremos jugar, pues sabemos que el Padre no lo aprueba”. No estoy en contra de los deportes; estoy en contra del diablo. No necesitan preguntarme nada en cuanto a los deportes; simplemente clamen: “Abba, Padre”, y al hacerlo, quizá El les pida que oren o lean la Biblia en vez de jugar deportes. Puedo testificar que el Padre me ha tratado de esta manera. Esta es la vida de los hijos de Dios. ¿Viven ustedes como hijos de Dios o como hijos de pecadores, como hijos de desobediencia?
Vivir como hijo de Dios, sin embargo, no tiene nada que ver con reglamentos; más bien, está totalmente ligada al Espíritu del Hijo de Dios, el cual está en nosotros. Si clamamos: “Abba, Padre”, sabremos lo que debemos hacer. En varias ocasiones mis hijos han venido a preguntarme: “Papá, ¿podemos ir a tal lugar?”, a lo cual les he contestado: “No es necesario que me pregunten. Siempre y cuando me llamen papá, ya saben lo que voy a decir”. Del mismo modo, cuando acudimos a nuestro Padre y clamamos: “Abba, Padre”, sabremos qué clase de vida debemos llevar, porque tenemos en nosotros al Espíritu del Hijo de Dios.
Fuimos predestinados para filiación no sólo mediante el Espíritu del Hijo de Dios, sino también en la vida del Hijo de Dios. Esto es muy subjetivo. Es una maravilla que poseemos la propia vida del Hijo de Dios. Como se dice en 1 Juan 5:12: “El que tiene al Hijo, tiene la vida”. Por tanto, nosotros no somos hijos políticos de Dios, sino hijos engendrados por Su vida. Tal vez en ocasiones rechazamos al Espíritu del Hijo de Dios, pero nunca podremos rechazar Su vida, porque ésta se ha convertido en nuestro propio ser. Poseemos dos seres: el primero es nuestro ser natural, que nació de nuestros padres, y el segundo es nuestro ser espiritual, que nació de Dios. En el segundo ser tenemos la vida del Hijo de Dios. En conformidad con nuestro segundo ser, no solamente tenemos al Espíritu, que se mueve y obra dentro de nosotros, sino también la vida, la cual ha llegado a ser nuestro propio ser, no el ser natural, sino el ser espiritual. En ocasiones no sólo nos rebelamos contra el Espíritu, sino también contra nosotros mismos, contra nuestro ser.
No estoy de acuerdo en que deba haber reglamentos en las iglesias, pues cada hijo de Dios tiene al Espíritu del Hijo de Dios así como la vida del Hijo de Dios, y no se necesitan reglas. Por ejemplo, no hay necesidad de estipular una regla en el hogar que diga que los niños no deben comer cosas amargas, sino sólo cosas dulces. Si un niño ingiere algo amargo, espontáneamente lo escupirá, aunque desconozca el significado de la palabra “amargo”. Ya que la vida que hay en todo niño rechaza lo amargo, no es necesario establecer reglamentos con relación a lo amargo. Además de tener al Espíritu del Hijo de Dios, tenemos la vida del Hijo de Dios. Si gustamos algo que sea “amargo” para la vida del Hijo, no podremos fingir que estamos contentos. Si lo hiciéramos, en lo profundo de nuestro ser no estaremos contentos, porque sabemos que estamos actuando en contra de la vida del Hijo de Dios. Si clamamos: “Abba, Padre”, y vivimos conforme a la vida del Hijo de Dios, tendremos gozo en lo más recóndito de nuestro ser. De hecho, todo nuestro ser estará lleno de regocijo.
Además de poseer al Espíritu del Hijo de Dios y la vida del Hijo de Dios, también estamos en la posición del Hijo de Dios (Jn. 20:17). De hecho, la filiación se relaciona más específicamente con la posición que con la vida. Quizás usted haya nacido de su padre, pero es posible que por ciertas cuestiones legales, no tenga la posición de hijo. Si no tiene la posición de hijo, no tiene la filiación. Por tanto, la filiación es una cuestión legal. Por ejemplo, es posible que cierta persona no haya sido engendrado por un padre rico; sin embargo, si en términos jurídicos tiene la posición de hijo, ciertamente tendrá el derecho a recibir la herencia de ese hombre. Dicha herencia le pertenece, no conforme a la vida, sino en base a la posición. Por otro lado, hay hijos legítimos que aunque tienen la vida del padre, han perdido la posición filial. Esto demuestra que la vida de un hijo de Dios está relacionada únicamente con la vida misma, mientras que la posición de hijo de Dios es un asunto legal. Aleluya que poseemos al Espíritu del Hijo de Dios, la vida del Hijo de Dios y la posición del Hijo de Dios.
Todo esto nos hace aptos para recibir nuestra herencia. Ya que somos hijos de Dios y tenemos la filiación, heredaremos todo lo que Dios es y todo lo que tiene. Tenemos la posición legal para heredar todas las riquezas del Padre. En la vida de iglesia disfrutamos al Padre día tras día. Hoy esto tal vez sea simplemente un asunto de vida, pero en el futuro será también un asunto de posición. Apocalipsis 21:7 dice: “El que venza heredará estas cosas, y Yo seré su Dios, y él será Mi hijo”. En este versículo, ser hijo y heredar todas las cosas no es simplemente un asunto de vida, sino también de posición. Aunque hoy somos hijos de Dios en cuanto a la vida, el universo todavía no puede ver que somos hijos de Dios en cuanto a posición. Pero cuando se manifieste la Nueva Jerusalén, el universo sabrá que somos hijos de Dios tanto en posición como en vida. Si yo entrara a un restaurante y proclamara a la gente que soy un hijo de Dios, ellos pensarían que tengo un problema mental; pero cuando se manifieste la Nueva Jerusalén, no será necesario decir nada. Todos verán que somos hijos de Dios en cuanto a posición. Los ángeles dirán: “Miren, ésos son los hijos de Dios. Están disfrutando a Dios y han heredado todo lo que El es en la Nueva Jerusalén”.
La iglesia hoy es una miniatura de la Nueva Jerusalén. En la iglesia somos hijos de Dios tanto en vida como en posición, y no hay necesidad de declarar que lo somos, porque todos nos reconocemos mutuamente como hijos de Dios. Por tener al Espíritu, la vida y la posición, nos entendemos unos a otros y nos reconocemos. Todos confesamos que somos hijos de Dios. No obstante, a pesar de tener al Espíritu, la vida y la posición para ser los hijos de Dios, no somos absolutamente santos en nuestra manera de ser. Por consiguiente, en la vida de iglesia Dios nos mezcla constantemente con Su naturaleza, a fin de que seamos santificados.
Muchos maestros cristianos han dicho que el libro de Efesios abarca el tema de la iglesia, pero ellos mismos, en la práctica, no están en la vida de iglesia. Nosotros no estamos satisfechos con sólo hablar de la iglesia; deseamos experimentar la vida de iglesia de una manera práctica. La vida práctica de la iglesia se funda en el hecho de que Dios nos escogió para que seamos santos y nos predestinó para filiación, lo cual incluye el tener al Espíritu, la vida y la posición. Debido a que tenemos estos tres factores, el Padre a menudo nos pone en una “licuadora”, a fin de que seamos santificados en nuestra forma de ser. En ocasiones el Padre parece decir: “Hijo mío, ya tienes al Espíritu, la vida y la posición, pero aún necesitas mezclarte con Mi naturaleza santa. Te escogí para que fueras santo; ahora voy a trabajar en ti para hacerte Mi hijo santo”. En esto consiste la vida de iglesia.
Todos tenemos la expectativa de que la vida de iglesia sea sosegada, tranquila y pacífica. Pero ninguna cocina puede estar así cuando un cocinero prepara una comida en ella. Antes bien, todo es un desorden. Si la cocina no estuviera en ese estado durante la preparación de los alimentos, no se podría disfrutar de un banquete. Hoy la vida de iglesia es como una cocina en la cual las cosas están dispersas por todas partes. Por un lado, la vida de iglesia es maravillosa y gloriosa; por otro, está en desorden con el fin de que nos mezclemos con Dios y seamos hechos santos. Cuanto más nos mezclemos con El, más santos seremos. Cuando se manifieste la Nueva Jerusalén, ella será una filiación santa y corporativa, que incluirá al Espíritu, la vida y la posición filiales. En aquel entonces, el proceso de mezcla habrá terminado, pues todos habremos sido saturados, santificados y transformados. Esto será la plena filiación.
La filiación nos conduce a Dios, es decir, nos introduce en Dios mismo a fin de que seamos uno con El en vida y en naturaleza.
Mientras el Padre nos conduce a la plena filiación, somos hechos conformes a la imagen de Su Hijo (Ro. 8:29). Esto quiere decir que el deseo de Dios es que todo nuestro ser participe de la filiación. El proceso de hacernos hijos Suyos se lleva a cabo hoy en la vida de iglesia. Tal vez a usted lo haya ofendido alguien en la iglesia, o quizá usted ha ofendido a alguien. Ambos casos pueden ser útiles en el proceso de la filiación. No animo a nadie a que se ofenda ni que ofenda a otros, pero la verdad es que es imposible evitar las ofensas. O usted ofenderá a alguien, o alguien lo ofenderá a usted. Pero estas ofensas nos ayudan en el proceso de ser hechos hijos de Dios. Cuanto más nos ofendan, más participamos de la filiación. Si a usted nunca lo han ofendido en la vida de iglesia, tal vez no ha participado mucho de la filiación. Bienaventurado es usted si lo han ofendido los hermanos, las hermanas y los ancianos, porque ha pasado más por el proceso de filiación. Pero algunos no pueden soportar las ofensas, y tan pronto se sienten ofendidos, quieren irse de la vida de iglesia. Pero en lugar de abandonar la vida de iglesia, en esos momentos debemos incluso valorarla más e incluso “besar” la ofensa, pues ella contribuye a nuestra filiación. Cada vez que quiera huir de la vida de iglesia, la vida del Hijo de Dios que está en usted le dirá: “No huyas; permanece y sufre la ofensa, e incluso abrázala”. En cuanto usted acoge la ofensa, ésta se convierte en gozo. Esto es el proceso de la filiación que experimentamos en la vida de iglesia.
Todos estamos en el proceso de ser hechos hijos de Dios. Tenemos al Espíritu del Hijo de Dios, la vida del Hijo de Dios y la posición del Hijo de Dios, pero aún necesitamos ser hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios. Por consiguiente, necesitamos más filiación. El Señor desea conformarnos a Su imagen, a la imagen misma del Hijo de Dios, y el único lugar donde se puede experimentar esto es en la vida de iglesia. Fuera de la iglesia no podemos ser hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios. Así que, quiero animarlos a que estén contentos en la desordenada vida de iglesia. No den coces contra el aguijón, sino acepten con gusto el proceso de filiación.
Un día, llegaremos a la consumación de la filiación. La consumación de la filiación, la plena filiación, es la redención de nuestro cuerpo (Ro. 8:23). Esto significa que nuestro cuerpo será transfigurado, o sea, que también participará de la filiación. Nuestro espíritu ya participó de la filiación, nuestra alma está en el proceso, y cuando el Señor venga, nuestro cuerpo también participará de la filiación. Esto será la culminación de la filiación.
Por último, la filiación significa que heredamos todo lo que Dios es por la eternidad (Ap. 21:7).