Mensaje 39
En el mensaje anterior vimos que el Dios Triuno trató a Abraham, Isaac y Jacob como a un solo hombre corporativo y completo. Si queremos penetrar en la última sección del libro de Génesis, la sección sobre el llamamiento que Dios hace, debemos recordar que Abraham, Isaac y Jacob no son tres seres separados y completos como individuos, sino un solo hombre corporativo y completo, conforme a la dispensación de Dios. Dios se relacionó con cada uno de ellos, considerándolos parte de una unidad completa. Las experiencias de ellos no son experiencias separadas e individuales, sino aspectos de una experiencia completa.
En este mensaje veremos el primer aspecto de la experiencia completa de los llamados de Dios. Vemos claramente este aspecto en la vida de Abraham (11:10—25:18). Esto es bastante fundamental. La vida de Abraham es un ejemplo del primer aspecto de la experiencia completa de los llamados de Dios. Su experiencia va del llamamiento, pasa por el vivir por fe en comunión, y llega al conocimiento de la gracia.
En la experiencia de Abraham, primero Dios lo llamó. Como ya vimos, los llamados no iniciaron este llamado. Lo originó el Dios que llama. Dios fue el originador de Su llamamiento.
Así como el llamado de Dios no lo originaron los llamados sino el Dios que llama, el motivo y la fuerza de recibir dicho llamado no se originaron en los llamados sino en el que llama. El motivo y la fuerza por los cuales Abraham pudo responder provinieron de Dios mismo. ¿En qué consistieron este motivo y esta fuerza? Si examinamos detalladamente la situación, podremos ver tres cosas que motivaron a Abraham a aceptar el llamado de Dios: la aparición de Dios, el llamado de Dios y la promesa de Dios. Ahora consideraremos cada uno de estos puntos.
El primer aspecto del motivo y la fuerza para aceptar el llamado de Dios fue la aparición de Dios. Si usted tuviera que recibirme a mí, eso no significaría nada porque yo no soy nadie. Pero si el presidente de Estados Unidos lo visitara personalmente a usted, usted estaría muy emocionado. Probablemente no dormiría en toda la noche. Ahora bien, ¿quién vino a visitar a Abraham? ¡El Dios de gloria! (Hch. 7:2). Aparte de las palabras de Esteban en Hechos 7:2, donde dijo a sus perseguidores que el Dios de gloria se había aparecido a su padre Abraham, ningún otro versículo de la Biblia menciona la aparición del Dios de gloria a Abraham. Mientras Esteban hablaba, se le apareció el Jesús de gloria (Hch. 7:55-56). Se abrieron los cielos y él vio a Jesús en gloria, de pie a la diestra de Dios. Esteban se atrevió a morir por Jesús, porque vio al Señor Jesús mientras sus opositores le resistían. Estos lo apedrearon, pero Jesús le sonrió. Le resultó fácil, y hasta le causó mucha alegría, sufrir persecución, porque el Señor se le había aparecido. Esa persecución no se podía comparar con la aparición de Jesús en gloria. Al estar Esteban en esa situación, se le apareció el Jesús en gloria. Sin esa aparición, un ser humano difícilmente podría resistir semejantes circunstancias.
Sobre este mismo principio, el Dios de gloria se apareció a Abraham, visitándole con Su aparición personal, porque en aquel tiempo Abraham se encontraba bajo la influencia de su marcado pasado caldeo. Como veremos en el mensaje siguiente, en hebreo “Caldea” significa demoníaco. Caldea era un lugar demoníaco, un sitio lleno de demonios. Josué 24:2 dice que Abraham y su familia servían a dioses ajenos. Adoraban a los ídolos, detrás de los cuales había demonios.
Caldea se encontraba en una región llamada Mesopotamia. La palabra “Mesopotamia” significa “entre ríos”. La geografía nos muestra que la región de Mesopotamia estaba rodeada de dos grandes ríos: el Eufrates (Perat en hebreo) y el Tigris (Hidekel en hebreo). Entre estos dos ríos había una gran llanura, la tierra de Mesopotamia. Caldea formaba parte de Mesopotamia. Esto significa que la morada de Abraham no sólo se hallaba en un lugar lleno de demonios sino también en un lugar rodeado por dos ríos grandes. A Abraham o a cualquiera le habría resultado muy difícil abandonar ese lugar, pues los demonios lo tendrían asido y los grandes ríos lo tendrían encerrado. Puesto que la gente carecía de medios modernos de transporte, tenía que caminar. ¿Cómo pudo Abraham salir de Caldea? Su trasfondo tan fuerte llevó a Dios a aparecérsele para que pudiera salir de ese lugar.
Este es un cuadro o un ejemplo de nuestra situación antes de ser salvos. Todos estábamos en alguna especie de Caldea. Los jóvenes deben ver que el colegio es una Caldea, un lugar lleno de demonios. Muchos estudiantes son pequeños demonios que venden estupefacientes e intentan desubicarlos, diciendo: “¿Cómo puedes ser diferente de nosotros? Si quieres ser diferente de nosotros, ¿adónde irás? Hay dos ríos grandes que te mantienen aquí. ¡Debes quedarte con nosotros!”. A veces los maridos son demonios para las esposas, y éstas lo son para los maridos. En cuanto a la gente mundana, cuando un joven se casa, entra en un área demoníaca. Pasa lo mismo con toda joven que se casa. Considere el ejemplo de un joven que se enamora de una joven. Esta muchacha tiene un terrible trasfondo, compuesto de muchísimos parientes y amigos, todos los cuales son demoníacos. Si el joven se casa con ella, caerá en una región demoníaca. Si él viene a verme, le diría: “No pienses que esta mujer joven es muy bonita, simpática y amable. Debes ver su trasfondo. No te vas a casar solamente con ella; te casas con todo su trasfondo. Después de casarte con una muchacha que tiene un trasfondo tan demoníaco, te encontrarás en Caldea. Allí los demonios se asirán de ti”. Sin embargo, Dios escogió a dicho joven. No se imagine que le resultará fácil creer en el Señor Jesús y ser salvo. No se trata de ser salvo y tener la esperanza de ir a los cielos. No, en la Biblia, ser salvo consiste en ser llamado a salir del trasfondo, la región y el entorno en el que uno se encuentra. Usted debe escaparse.
Como ya vimos, la promesa que Dios hizo a Abraham fue una predicación del evangelio (Gá. 3:8). Como parte de su predicación, Dios le dijo a Abraham que saliera de su tierra. ¿Qué habría hecho usted si fuese Abraham? Detrás de Sara, pudo haber muchos demonios, y estos demonios no querían aceptar la salida de Abraham de la tierra de Caldea. Esta fue la razón por la cual el Dios de gloria se apareció a Abraham. El que apareció a Abraham no fue ni un ángel ni un dignatario, sino el Dios de gloria. Esta aparición fue una gran atracción que impulsó Abraham a aceptar el llamado de Dios.
En Mateo descubrimos que Jesús llamó a Pedro, a Andrés, a Jacobo y a Juan, mientras andaba junto al mar de Galilea (Mt. 4:18-22). El Señor Jesús dijo simplemente a cada uno: “Sígueme”, y ellos lo siguieron. Durante muchos años no pude entender eso. El pequeño Jesús de Nazaret pronunciaba la palabra: “Sígueme”, y ellos lo seguían. Pude entender eso el día en que observé que el Jesús que caminaba por el mar de Galilea era una gran luz (Mt. 4:16). Pedro, Andrés, Jacobo y Juan fueron atraídos por esa gran luz. Cuando Jesús los miraba y los llamaba, eran atraídos a El. Aparentemente, el que los llamaba era un pobre nazareno; en realidad, era el Dios de gloria. Del mismo modo, el Dios de gloria se apareció a Abraham en aquella tierra de demonios, una región rodeada de muchas aguas. Creo que, en principio, todos hemos experimentado esta aparición. La salvación no consiste simplemente en oír el evangelio, inclinar la cabeza, y luego confesar que uno es pecador y que cree en el Señor Jesús. Aunque eso es correcto, debo decir que un verdadero salvo es aquel a quien Jesús se ha aparecido.
En nuestra conversión muchos parecían ver “la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). Esto se convirtió en un gran estímulo para muchos de nosotros.
Todos los salvos hemos recibido la aparición de Jesús. Esto no sucedió de un modo exterior, sino en lo profundo de nuestro espíritu. Aunque podamos olvidar el día y aun el año en que fuimos salvos, nunca podremos olvidar el momento cuando, en lo profundo de nuestro ser, vimos a Jesús. Jesús se apareció a nosotros y nos encontramos con El. Esta es la verdadera experiencia de la salvación. Ser salvo significa simplemente ser llamado. Antes de que el Señor se le apareciera, a usted le resultaba difícil ser un cristiano genuino. Su trasfondo y sus circunstancias no le permitían ser diferente de los demás. Pero un día El se le apareció a usted. El Jesús que vive en gloria se le apareció. Fue así como El lo llamó a usted. También fue así como lo separó y lo salvó. Al aparecerse a usted de ese modo, El lo llamó, lo salvó y lo separó. Abraham tuvo la misma experiencia. La aparición de Dios atrajo mucho a Abraham. Esta aparición fue lo que lo motivó y le dio fuerza para aceptar el llamado de Dios. Si usted considera el trasfondo y la situación de Abraham, se dará cuenta de que sin esta atracción y sin este estímulo, le habría sido imposible aceptar el llamado de Dios.
El segundo factor del motivo y la fortaleza fue el llamado de Dios (Hch. 7:3-4; Gn. 12:1). Dios no se apareció a Abraham sin hablarle. Cuando fue a Abraham, lo llamó. Dios habló a Abraham. Llamar significa hablar. Oír lo que dice Dios no es algo insignificante. Cuando fuimos salvos, todos experimentamos la aparición de Jesús. Cuando El se nos apareció a nosotros, nos habló. Hubo un hablar divino, una especie de hablar en el espíritu.
Muchos de nosotros podemos atestiguar que cuando fuimos salvos, dentro de nosotros tuvimos la consciencia de que Jesús nos hablaba. Quizás el Señor Jesús vino a usted cuando era estudiante y le dijo: “¿Qué estás haciendo aquí?”. Usted contestó: “Estudio para obtener mi diploma”. Entonces el Señor preguntó: “¿Para qué?”. Usted respondió: “Para vivir bien en el futuro”. Después, el Señor preguntó: “¿Y después qué? ¿Qué piensas hacer en el futuro?”. A otros el Señor Jesús habló de otra manera, diciendo: “¡Mira cuán pecaminoso eres, y en qué lamentable estado te encuentras!”. Como respuesta, algunos le dijeron al Señor: “No me molestes”. Luego el Señor dijo: “Te amo. Quiero salvarte. ¿No sabes que soy Jesús?. Quiero rescatarte de tu situación lamentable. ¿No estás dispuesto a recibirme?”. A otros entre nosotros, el Señor Jesús dijo: “¿No sabes que soy Aquel que vive. Soy el único que puede darte vida eterna”. Muchos de nosotros hemos oído estas palabras, no de la boca de los predicadores sino de la boca del Jesús viviente. ¿Recuerda usted lo que oyó del Jesús viviente cuando El se apareció a usted, lo llamó y lo salvó? Los que no son cristianos, incluyendo a los cristianos de nombre, no han tenido esta clase de experiencia y la consideran una especie de superstición. ¡Pero no es superstición! El Dios de gloria vino a nosotros y nos habló. Abraham pudo decir: “No me digan que esto es superstición. Yo lo oí hablar. El me dijo: ‘¡Sal de tu tierra!’ Esto no vino de mi padre ni de mi esposa. Me lo dijo el Dios de gloria”. Dígame francamente: ¿no ha oído usted la palabra de Jesús? Yo no creo que una persona salva se pierda otra vez. Aunque una persona salva caiga, nunca podrá olvidar la aparición de Jesús y lo que El dijo. Quizás pueda decir: “Ya no creo en el Señor Jesús”, pero en lo profundo de su ser, el Señor dice: “¿Cómo puedes decir que ya no crees en Mí?”. Usted nunca podrá olvidar la aparición del Señor ni lo que El le dijo.
Muchos jóvenes me han preguntado cuál es la diferencia entre un verdadero cristiano y un cristiano falso. Todos ellos afirman creer en Jesús. La mejor respuesta que yo puedo dar es que a un verdadero cristiano Jesús le habló, pero el cristiano nominal sólo ha recibido la predicación de una doctrina. Un verdadero cristiano ha oído por lo menos una vez el hablar de Jesús por el Espíritu viviente directamente en lo más recóndito de su ser. Este hablar es la fuerza que nos permite aceptar el llamado de Dios.
El tercer aspecto del motivo y la fuerza que tenemos para aceptar el llamado de Dios es la promesa de Dios (12:2-3). La mayor parte de lo que Dios nos dice es Su promesa. Si Dios dice: “No quiero molestarte; quiero salvarte”, eso es una promesa. Si dice: “Te amo” eso también es una promesa. La mayor parte de lo que El nos dice constituye una promesa.
¿Qué le dijo el Dios de gloria a Abraham? Primero el Dios de gloria dijo: “Vete de tu tierra y de tu parentela” (12:1). Usted pensará que esto no fue una promesa, pero en realidad sí lo era pues lleva una promesa implícita. Cuando Dios le dijo a Abraham que saliera de su tierra, quedaba implícito que Dios le prometía un lugar. De no ser así, Abraham habría dicho: “Si salgo de mi tierra, ¿adónde iré?”. Dios tenía un lugar preparado para Abraham. Aun el mandato de salir de su tierra implicaba una promesa, la promesa de la buena tierra. Abraham pudo decir: “Dios me manda a salir de mi tierra; eso ciertamente significa que El tiene un lugar para mí”. Dios le dijo a Abraham que saliera de su tierra, de su parentela y de la casa de su padre, para ir a una tierra que El le mostraría. Indudablemente eso era una promesa. La promesa de Dios fue una motivación para que él dejara su tierra.
En Génesis 12:2 Dios le dijo a Abraham: “Haré de ti una nación grande”. Esta palabra contrastaba con el trasfondo de Abraham. En Babel había muchas naciones formadas por familias. Abraham vivía en ese ambiente. Cuando Dios fue a Abraham y le dijo que saliera de su tierra, Abraham quizás se haya dicho: “¿Y qué pasará con la nación de que hablaste?”. Entonces Dios prometió que haría de él una gran nación. Dios también le dijo: “Te bendeciré, y engrandeceré tu nombre”. Esto también estaba en contraste con Babel. Cuando la gente construyó una torre en Babel, intentó hacerse un nombre. Sin embargo, Dios, en Su promesa, parecía decirle a Abraham: “No debes hacerte un nombre. Engrandeceré tu nombre. No necesitas formar una nación. Yo haré de ti una nación”.
Dios prometió a Abraham que haría de él “una nación grande”. Esta “nación grande” es el reino de Dios, compuesto de la nación de Israel en el Antiguo Testamento, la iglesia en el Nuevo Testamento, el reino milenario en la era venidera y el cielo nuevo y la tierra nueva en la eternidad. (En el reino milenario habrá dos partes: la parte celestial y la parte terrenal. La parte celestial será el reino de los cielos. Los vencedores de las eras pasadas y la presente estarán en la parte celestial del milenio en calidad de correyes de Cristo. La parte terrenal es el reino mesiánico, el reino del Mesías, compuesto de la futura nación judía.) La nación de Israel en la era del Antiguo Testamento, la iglesia en la era del Nuevo Testamento, el reino venidero en el milenio, y el cielo nuevo y la tierra nueva en la eternidad, están incluidos en esta “nación grande” que Dios prometió hacer de Abraham. Así se engrandeció el nombre de Abraham. Aparte del nombre del Señor Jesús, ningún nombre en la tierra es más grande que el de Abraham. El es el padre de “una nación grande”. El es el padre de la nación de Israel, el padre de la iglesia, y él será el padre del reino milenario y de todos los redimidos en la eternidad. ¡Qué “nación grande” y qué gran nombre!
Dios prometió bendecir a Abraham (12:2). ¿En qué consiste esta bendición? Es la obra creadora y redentora de Dios, incluyendo todo lo que Dios quiere dar al hombre, a saber: Dios mismo y todo lo que El tiene en esta era y en la era venidera. Gálatas 3:14 nos muestra que esta bendición es la promesa del Espíritu: “Para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu”. El Espíritu es Dios mismo, lo cual significa que Dios prometió que se daría a Sí mismo a Abraham como bendición.
Dios no sólo prometió que El mismo sería una bendición para Abraham, sino también que Abraham sería una bendición para todas las familias, todas las naciones, de la tierra (12:3). Al hacer Dios este llamamiento, se volvió de Adán a Abraham. Esto significa que abandonaba el linaje adámico. Sin embargo, en Su promesa, Dios dio otro paso, de Abraham otra vez a todas las familias del género adámico por medio de Cristo, quien es la simiente de Abraham (Gá. 3:14). Esto es muy significativo. Primero, Dios se volvió de Adán a Abraham, y luego, regresó de Abraham al linaje creado, por medio de Cristo. Con este nuevo viraje, todos fuimos capturados. Aparentemente, Dios nos había dejado y se había vuelto a Abraham. Luego Dios parecía decirle a Abraham: “No sólo me daré a ti como bendición, sino que haré de ti una bendición para toda la pobre gente del linaje de Adán. Abraham, ¡volvamos!”. Podemos decir que Dios dio una vuelta completa. Con ese viraje, todos los llamados de las naciones han sido congregados.
Permítanme decir algo acerca de nuestra actitud hacia los judíos. Nunca traten mal al pueblo judío. Dios dijo: “Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré”. Si leen la historia, verán que durante los últimos veinticinco siglos, desde que Nabucodonosor destruyó la ciudad de Jerusalén hasta el presente, todos los países, pueblos, razas o individuos que han maldecido al pueblo judío han recibido maldición. Pero todos los que bendicen al pueblo judío reciben una bendición. En la historia, ningún líder ha muerto de una manera tan lamentable como Hitler. Este murió así, porque fue maldecido por haber maldecido al pueblo judío. Los Estados Unidos por ayudar a la nación de Israel están bajo la bendición de Dios. Esta no es solamente mi opinión, sino que concuerda con la promesa que Dios dio en Génesis 12:3.
Cuando leí Génesis 12:2-3 en mi juventud, estos versículos no me inspiraban. Me daban la impresión de ser huesos secos. No entendía lo que Dios quería decir cuando le dijo a Abraham que haría de él una nación grande, y que lo bendeciría, y haría de él una bendición. Después de muchos años volví a estos versículos con la ayuda de Gálatas 3. Llegué a entender que la promesa dada por Dios a Abraham en Génesis 12:2-3 fue la predicación del evangelio. Los tres puntos de la promesa de Dios —hacer de Abraham una nación grande, bendecirlo y hacer de él una bendición para todas las familias de la tierra— constituían el evangelio predicado a Abraham (Gá. 3:8). La promesa de Dios tiene exactamente el mismo contenido que el evangelio. Primero, la predicación del evangelio empieza con estas palabras: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 3:2). Como ya vimos, la “nación grande” se refiere al reino. Segundo, la bendición que Dios prometió a Abraham era el Espíritu, es decir, Dios mismo. En el evangelio, después de arrepentirnos por causa del reino, debemos creer que podemos tener la vida eterna, la cual es el Espíritu. La bendición prometida a Abraham, que según Gálatas 3:14, es la promesa del Espíritu, es la bendición del evangelio. Esta bendición, como tercer punto, está destinada a todas las naciones, pues leemos: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”.
La promesa que Dios hizo a Abraham tenía implícito Su propósito eterno. El propósito eterno de Dios consiste en que el hombre exprese y represente a Dios. Dios dijo que haría de Abraham “una nación grande” y que lo bendeciría. Una nación alude al dominio y se refiere a representar a Dios, y la bendición se relaciona con la imagen en el Espíritu y se refiere expresar a Dios. Todos seremos transformados a la imagen de Dios por el Señor Espíritu (2 Co. 3:18). Esto requiere que tengamos un espíritu regenerado. Algunos preguntarán por qué Génesis 1:26, 28 menciona en primer lugar la expresión de Dios con Su imagen y en segundo lugar Su representación con Su dominio. La razón es sencilla: allí vemos el propósito original de Dios. El hombre, por haber caído, debe arrepentirse para volver al principio. Por consiguiente, en el evangelio, primero viene el dominio y luego la imagen. En el propósito original de Dios, primero venía la imagen y luego el dominio, pero en el evangelio, a causa de la caída, se invirtió el orden.
El propósito eterno de Dios, Su promesa, Su evangelio y el cumplimiento de ellos tienen el mismo contenido. Resulta muy interesante ver eso.
En el propósito eterno de Dios vemos dos puntos: la imagen que expresa a Dios y el dominio que lo representa.
Como ya vimos, en la promesa que hizo Dios a Abraham, la nación, que sirve para ejercer el dominio a fin de representar a Dios, se menciona primero, y en segundo lugar se menciona la bendición, que sirve para presentar la imagen de Dios a fin de expresarlo.
En el evangelio (la salvación) dado a los creyentes, primero tenemos el arrepentimiento, que conduce al reino (Mt. 3:2). Este arrepentimiento tiene como fin el dominio, el cual representa a Dios. Segundo, tenemos el asunto de recibir la vida eterna (Jn. 3:16). El propósito de recibir la vida eterna es producir la imagen, la cual expresa a Dios.
Vemos también el mismo contenido en el cumplimiento, en la Nueva Jerusalén. La Nueva Jerusalén en su totalidad tendrá la apariencia de Dios. La apariencia de Dios es semejante al jaspe. Apocalipsis 4:3 revela que Dios, quien está sentado en el trono, tiene la apariencia del jaspe. En Apocalipsis 21:11, 18b vemos que la Nueva Jerusalén brilla como jaspe. La apariencia del muro y de toda la ciudad de la Nueva Jerusalén será la misma que la apariencia de Dios: jaspe. Esto significa que en la eternidad toda la Nueva Jerusalén expresará a Dios. Además, en la eternidad todos los salvos en la Nueva Jerusalén reinarán como reyes juntamente con Dios (Ap. 22:5). Este será el dominio que representa a Dios.
Aunque no nos preocupaban ni el dominio ni la imagen de Dios cuando fuimos llamados y salvos, en lo profundo de nosotros, cuando Dios nos llamó y nos habló, nos dimos cuenta de que estos puntos estaban implícitos. Después de ser salvos, entendimos que debíamos estar bajo la autoridad de Dios. Este es el reino, el dominio. También en lo profundo de nuestro ser, tuvimos el sentir de que después de ser salvos, debíamos glorificar a Dios. Esto se relaciona con la imagen que expresa a Dios. Sin embargo, después de ser salvos, la mayoría de nosotros encontramos predicadores equivocados que nos dijeron muchos errores y nos alejaron del propósito de Dios. Alabado sea el Señor porque en el recobro de Dios El nos ha traído de nuevo a Su propósito original y nos ha vuelto al principio. Nosotros los verdaderos llamados, los hijos de Abraham, quienes recibimos el llamado de Dios, Su hablar y Su promesa, ahora estamos en Su reino para representarlo a El y tenemos Su imagen a fin de expresarlo a El.