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Mensajes del libro «Estudio-Vida de Isaías»
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Mensaje 47

EL SIERVO DE JEHOVÁ como pacto para el pueblo y luz para las naciones A FIN DE SER LA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS

  Lectura bíblica: Is. 42:5-7; 49:6, 8-9a; Ro. 10:3; 3:21-22; Gá. 2:16, 21; 12, Ro. 5:16, 18, 21; Jn. 5:24; Ro. 5:18; 8:17a; Gá. 3:29b; Hch. 26:18; Ef. 2:5; Jn. 1:12-13; Ro. 8:15; Tit. 3:5; 2 Co. 3:18; Ro. 8:29, 30b; Mt. 26:28; He. 7:22; 9:15-17; Jn. 9:5; 1:4, 9; 8:12; He. 7:16b; 2 Ti. 1:10b; 12, 1 Ti. 6:19; Ap. 21:2-3, 9-11, 18-23; 22:1-5; Zac. 12:1; Ro. 8:4b; Ap. 1:10a; 2 Ti. 4:22; Is. 12:3-4

  En este mensaje quisiera decir algo más con respecto a Cristo como pacto y luz para el pueblo escogido de Dios. ¿Por qué era necesario que Dios nos diera a Cristo como pacto? ¿Qué significado tiene esto? Aparentemente, no es difícil entender lógicamente el pensamiento según el cual Cristo es la luz dada por Dios a las naciones. Pero el pensamiento de que Dios nos dio a Cristo como pacto es difícil de entender. No obstante, debemos percatarnos de que la Biblia entera está corporificada en estos dos asuntos: el pacto y la luz. Toda la Escritura compuesta por sesenta y seis libros está corporificada en estos dos asuntos: Cristo como el pacto y Cristo como la luz.

  En dos pasajes de la Biblia encontramos afirmaciones claras de que Cristo nos ha sido dado a nosotros, el pueblo escogido por Dios, primero como el pacto y, segundo, como la luz (Is. 42:5-7; 49:6, 8b-9a). Isaías 42:6b, refiriéndose a Cristo, dice: “Te guardé y te puse / por pacto al pueblo, por luz a las naciones”, e Isaías 49:6b y 8b dicen: “También te pondré por luz de las naciones / para que seas Mi salvación hasta los confines de la tierra [...] te guardaré y te daré por pacto al pueblo”.

  Estas palabras debieran causarnos una profunda impresión. Muchos cristianos, cuando leen la palabra de Dios, sólo ven las cosas superficiales. Al leer un capítulo como Efesios 5, prefieren recalcar que las esposas deben sujetarse a sus esposos y los esposos deben amar a sus esposas. Esto concuerda con sus preferencias, sus gustos. Aunque la Biblia ciertamente enseña que las esposas deben sujetarse a sus esposos y que los esposos deben amar a sus esposas, éste es un ítem muy pequeño en la enseñanza de la Biblia. El ítem principal develado en la Biblia es la economía de Dios. La economía de Dios consiste en que Dios mismo sea impartido a nosotros como nuestra vida, nuestra persona y nuestro todo. Esto es lo que la Biblia enseña, y esto es lo que el Antiguo y el Nuevo Testamento nos revelan. Pero, lamentablemente, casi todo lector de la Biblia tiene un velo sobre sus ojos con respecto a este asunto y, por ende, no pueden verlo.

I. LA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS TIENE POR FUNDAMENTO SU JUSTICIA Y ES CONSUMADA EN SU VIDA

  La Biblia nos muestra que Dios tiene una economía, un plan eterno, el cual consiste en impartirse Él mismo a nosotros como nuestra vida, nuestra persona y nuestro todo. Lamentablemente, después que el hombre fue creado por Dios, cayó. En la caída, el hombre quebrantó los requisitos propios de la justicia de Dios. Como resultado de ello, el hombre fue condenado por la justicia de Dios. Ahora entre nosotros, los pecadores caídos, y Dios se interpone el problema de la condenación. Todos los pecadores, los descendientes de Adán, están bajo la condenación de Dios debido a que fueron en contra de la justicia de Dios. Por tanto, es necesario que primero seamos justificados por Dios para ser librados de la condenación de Dios. No hay otra forma de que Dios anule tal condenación si no es por medio de Su justificación.

  Los israelitas, el pueblo de Dios bajo el antiguo testamento, se esforzaron al máximo por establecer su propia justicia a fin de ser justificados por Dios con base en su propia justicia. Pero su justicia no se conformaba a la norma establecida por la justificación de Dios (Ro. 9:31; 10:3). La justificación realizada por Dios se conforma a la norma más elevada, la norma de la justicia de Dios. Pablo dijo claramente que es con este propósito que Dios nos ha dado a Cristo como justicia de Dios. En 1 Corintios 1:30 se nos dice que Dios primero nos puso en Cristo y, después, hizo que Cristo fuese nuestra justicia. Por tanto, lo primero que Cristo es para nosotros, es la justicia de Dios. No tenemos necesidad de establecer nuestra propia justicia. Huelga decir que esto nos es imposible. Aun si pudiéramos dejar establecida nuestra propia justicia, tal justicia no se conformaría a la norma de la justicia de Dios.

  Nuestra justicia es como polvo amarillento, mientras que la justicia de Dios es como oro amarillo resplandeciente. La norma de nuestra propia justicia es muy inferior. Por tanto, si presentamos nuestra propia justicia ante Dios, ello carecerá de todo valor. A esto se debe que la Biblia diga que ninguna carne, es decir, ningún hombre caído, será justificado por Dios a causa de sus propias obras hechas en procura de guardar la ley (Ro. 3:20). Todo cuanto hagamos, independientemente de cuánto podamos realizar en conformidad con la ley, no cumple con los requisitos de Dios y, por ende, no se conforma a la norma establecida por la justificación de Dios. Únicamente la justicia de Dios podrá conformarse a tal norma.

  El Antiguo Testamento nos provee una buena ilustración, el relato de cómo Abraham obtuvo un hijo, para mostrarnos que la justicia del hombre jamás podrá conformarse a la norma establecida por la justificación de Dios. En un sentido muy real, el hijo de Abraham, Isaac, representa la justicia de Dios. Dios le prometió a Abraham que Él le daría un hijo y que este hijo sería una bendición para todas las naciones de la tierra (Gn. 15:3-5; 18:10, 14; 22:18). Pero Sara, la esposa de Abraham, le propuso a éste que procurase concebir un hijo por medio de su sirviente Agar, y Abraham aceptó esta propuesta (Gn. 16:1-4a, 15). Lo que Abraham produjo por tales medios fue Ismael, quien fue rechazado por Dios. Dios le ordenó a Abraham echar fuera a Ismael (Gn. 21:10-12). Por tanto, lo que Abraham produjo no contaba para Dios. Únicamente aquello que Dios le daría contaba. Génesis 15:6 dice que después de escuchar la palabra de Dios, Abraham creyó a Dios, y Dios se lo contó por justicia.

  Así pues, podemos ver la justicia de Dios al comparar a estos dos niños, Ismael e Isaac. Ismael ciertamente no se conformaba a la justicia de Dios; únicamente Isaac se conformaba a la justicia de Dios. La única manera en que Abraham pudo recibir tal hijo que se conformaba a la justicia de Dios fue por medio de la fe. El apóstol Pablo dijo exactamente lo mismo. Él dijo que no debemos esforzarnos por establecer nuestra propia justicia (Ro. 10:3; Fil. 3:9). Eso equivaldría a producir un Ismael, lo cual jamás contaría delante de Dios como algo que Él desea. Tenemos que creer en Dios; sólo entonces recibiremos lo que procede de Él, y lo que procede de Dios es Cristo mismo como nuestro Isaac de hoy. Este Cristo es la justicia de Dios dada a nosotros como nuestra justicia, nuestra aceptación por Dios, y esto finalmente se convierte en la bendición. Hoy en día el propósito de Dios es darse Él mismo, corporificado en Cristo, a nosotros para ser nuestro todo. Así pues, es preciso que le recibamos primero como nuestra justicia, después como nuestra vida, después como nuestra persona, después como nuestro todo, y finalmente como nuestra herencia.

  Ahora debemos considerar cómo este Cristo podía llegar a ser nuestra justicia, la cual nos es dada por Dios. En primer lugar, Cristo, como justicia de Dios y como Sustituto nuestro, tenía que morir. La justicia de Dios requería que Cristo muriera una muerte vicaria en beneficio nuestro, y Cristo hizo esto. En la víspera de Su muerte, Él estableció una mesa para Sus discípulos a fin de que le recordasen y le disfrutasen. Al establecer la mesa del Señor, Él tomó la copa y dijo a Sus discípulos: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lc. 22:20). Estas palabras vinculan el pensamiento de la justicia de Dios con la sangre de Cristo. Es por medio de la sangre de Cristo que podemos recibir y obtener el perdón de Dios, y el perdón de Dios equivale a Su justificación. Cuando Dios nos justifica, Él nos perdona, y cuando Dios nos perdona, Él nos justifica. Según lo dicho por el Señor Jesús, este perdón, o esta justificación, está por completo basada en la muerte de Cristo, la cual ha cumplido plenamente con los requisitos de la justicia de Dios.

  Aparentemente, en el nuevo pacto hemos recibido muchas cosas, pero en realidad hemos ganado una sola cosa: Cristo. El antiguo testamento establecido por medio de Moisés únicamente dio la ley al pueblo. Pero el nuevo testamento, el nuevo pacto, establecido por Cristo mediante Su muerte, nos da al propio Cristo. Primero, este Cristo murió por nuestros pecados a fin de resolver todos los problemas en relación con la justicia de Dios. Luego, después de esta muerte, Cristo entró en la resurrección. En Su resurrección, Él fue hecho Espíritu vivificante a fin de poder entrar en nosotros para vivificarnos, hacernos germinar, animarnos, avivarnos. Aunque la muerte de Cristo nos justifica, todavía seguimos muertos. La muerte de Cristo, únicamente por sí misma, no basta para impartirnos vida a fin de vivificarnos con miras a que disfrutemos de todo lo que es producto de la justificación de Dios. Después que Dios nos justificó, Él deseaba concedernos muchas bendiciones; pero si seguíamos muertos, sería imposible para nosotros disfrutar de todas Sus bendiciones como nuestra herencia. Por tanto, era necesario que Cristo diera otro paso, el paso de la resurrección. En la resurrección ocurrida después de Su muerte, Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante. Es por completo correcto afirmar que Él llegó a ser el Espíritu que infunde vida, incluso el Espíritu que imparte vida, pues dar vida es infundirla, e infundir vida es impartirla. Cristo, como tal Espíritu, entró en nosotros para vivificarnos, para darnos vida, para infundir la vida divina en nuestro ser a fin de vivificarnos. De este modo, fuimos regenerados para ser hijos de Dios, con lo cual ya no somos meramente pecadores que han sido justificados, sino hijos de Dios.

  Inicialmente, la vida estaba en Dios, y no tenía nada que ver con nosotros. Pero mediante la muerte de Cristo, fuimos lavados, fuimos justificados y fuimos perdonados. No obstante, seguíamos siendo personas muertas. Entonces, Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante en resurrección para infundirnos, impartirnos, la misma vida que estaba en Dios a fin de vivificarnos, regenerarnos, hacernos hijos de Dios, personas nacidas de Dios y no meros cadáveres que fueron justificados. Fuimos vivificados; fuimos regenerados; nacimos de nuevo para ser hijos de Dios.

  Romanos 8:17 dice que como hijos de Dios, también somos herederos de Dios que heredan a Dios mismo como su todo. Esto quiere decir que heredaremos a Dios como nuestra herencia. En muchas ocasiones el Antiguo Testamento, especialmente el libro de Jeremías, afirma que Israel será el pueblo de Dios y que Él será su Dios. El Nuevo Testamento, en 2 Corintios 6:16, cita estas palabras. Que nosotros seamos el pueblo de Dios significa que somos herencia de Dios, y que Dios sea nuestro Dios significa que Él es nuestra herencia. Antes que fuera posible esta mutua herencia, tanto Dios como nosotros, nosotros y Dios, éramos pobres. Antes de poseer a Dios, no teníamos nada, y antes que Dios nos tuviera, Él no tenía hijos. Ésta era la razón por la cual Él deseaba impartirse en nosotros, para hacernos Sus hijos; y todos Sus hijos son ahora Su herencia. Ahora Dios es rico. Esto nos permite entender el significado de estas simples palabras: “Y seré su Dios y ellos serán Mi pueblo”. Hoy en día, como hijos de Dios, tenemos a Cristo, y Cristo es la corporificación de Dios. Este Dios que está corporificado en Cristo es nuestra vida, nuestra persona y nuestra herencia. Asimismo, Dios también tiene una herencia. Nosotros somos Su herencia.

  Todo esto se debe a dos cosas: Cristo como nuestro pacto y Cristo como nuestra luz. Cristo en calidad de pacto satisface la justicia de Dios, y Cristo en calidad de luz nos imparte la vida de Dios. Poseemos a Cristo como nuestro pacto; por tanto, no tenemos problema alguno con la justicia de Dios. Además, poseemos a Cristo como nuestra luz; por tanto, somos ricos en la vida divina. Ahora, con base en la justicia de Dios y en la vida de Dios, disfrutamos a Dios como nuestra herencia. Esto, en suma, constituye la salvación completa de Dios provista para nosotros.

  Los sesenta y seis libros de la Biblia nos revelan muchas cosas. Cuando todas estas cosas estén corporificadas conformando una sola entidad, eso será la Nueva Jerusalén. Los sesenta y seis libros de la Biblia alcanzan su consumación en la Nueva Jerusalén. La totalidad de todas las cosas positivas relatadas en los sesenta y seis libros de la Biblia es la Nueva Jerusalén. Por un lado, podemos decir que la Biblia nos revela la línea central de la revelación divina, que es la economía de Dios y la impartición de Dios; por otro, podemos decir que, en resumen, la totalidad de lo que la Biblia nos revela es la Nueva Jerusalén. La Nueva Jerusalén es la composición total de toda la revelación de la Biblia.

  El fundamento de la Nueva Jerusalén consiste en doce capas de piedras preciosas (Ap. 21:14, 19-20). Algunos libros fundamentales escritos acerca de los cimientos de la Nueva Jerusalén han hecho notar que los colores de las doce capas de piedras preciosas que conforman los cimientos de la Nueva Jerusalén tienen la apariencia de un arco iris. Según Génesis 9:8-17, el arco iris es una señal que nos recuerda la fidelidad de Dios referente a cumplir con Su palabra. La fidelidad de Dios está basada en Su justicia. Si no hubiera justicia, no habría fidelidad. Por tanto, el fundamento de la Nueva Jerusalén es la justicia de Dios juntamente con la fidelidad de Dios.

  Al interior de la Nueva Jerusalén hay un río de vida, el cual fluye en espiral desde la cima de la ciudad hasta la parte de abajo, donde alcanza las doce puertas (Ap. 22:1). La corriente de ese río de vida satura toda la ciudad. A ambos lados del río crece el árbol de la vida. Por tanto, el contenido de la Nueva Jerusalén es la vida. Dentro de la ciudad fluye el río de vida y crece el árbol de la vida como una vid que se extiende a lo largo de ambas orillas del río, todo lo cual sirve de suministro a la ciudad entera. Esto indica que la totalidad de la Nueva Jerusalén tiene que ver con la vida edificada sobre el fundamento de la justicia. La vida es la consumación de la justicia, y la justicia es la base, el fundamento, de la vida.

  En la Nueva Jerusalén, la vida es producto de la luz. Según Apocalipsis 21:23, en la Nueva Jerusalén no hay necesidad del resplandor del sol ni de la luna, pues la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Esto significa que Cristo es la lámpara, y Dios mismo, corporificado en Cristo, es la luz. Por tanto, en los cimientos de la Nueva Jerusalén podemos ver la fidelidad que se basa en la justicia. Además, podemos ver que la luz en la Nueva Jerusalén tiene como fruto la vida. Por tanto, la Nueva Jerusalén es la corporificación de la salvación completa de Dios, y la salvación completa de Dios está compuesta por la justicia de Dios como base y por la vida de Dios como consumación. Ésta es la revelación de la Biblia.

  Finalmente, la salvación completa de Dios es Cristo mismo como pacto más Cristo como luz, y ésta es también la composición de la Nueva Jerusalén. La salvación completa de Dios tiene por fundamento Su justicia y es consumada en Su vida. Cristo en calidad de pacto satisface la justicia de Dios. Por tanto, tal pacto es el fundamento de la salvación de Dios. Después, Cristo en calidad de luz lleva a cabo la salvación de Dios, cuya consumación es la salvación de Dios en vida. Por tanto, la suma de Cristo como pacto y Cristo como luz equivale a la salvación completa de Dios.

A. La justicia de Dios nos justifica mediante la muerte de Cristo

  La justicia de Dios nos justifica mediante la muerte de Cristo (Ro. 10:3; 3:21-22; Gá. 2:16, 21). Esto tiene como finalidad salvarnos a nosotros, los pecadores, de la condenación de Dios (Ro. 5:16b, 18a) y de la muerte de Satanás (Ro. 5:12, 21a; Jn. 5:24). Por ser pecadores, la condenación de Dios pesa sobre nosotros y la muerte de Satanás opera en nuestro interior. La condenación de Dios es anulada por Cristo como pacto, y la muerte que procede de Satanás es anulada por Cristo como luz, la cual tiene como fruto la vida (Jn. 8:12). Esto tiene como finalidad introducirnos a nosotros, los creyentes, en la vida divina a fin de que nos convirtamos en herederos de Dios que heredan a Dios mismo con todas Sus riquezas como nuestra herencia divina (Ro. 5:18b; 8:17a; Gá. 3:29b; Hch. 26:18b). Estos ítems constituyen la sustancia misma del evangelio conforme al ministerio del apóstol Pablo en los tres libros de Romanos, Gálatas y 1 Corintios.

B. La vida de Dios hace que germinemos por Cristo como Espíritu vivificante

  La vida de Dios hace que germinemos por Cristo como Espíritu vivificante (Ef. 2:5; 1 Co. 15:45). Esto tiene como finalidad engendrarnos para que seamos partícipes de la filiación divina, de modo que poseamos la filiación y seamos hijos de Dios (Jn. 1:12-13; Ro. 8:15). Por ser hijos de Dios, somos también herederos cuya herencia será Dios mismo (Ro. 8:17a; Ef. 1:13-14a). Para heredar a Dios como nuestra herencia es necesario que Cristo satisfaga los requisitos de la justicia de Dios. Además, es necesario que Cristo sea la luz que tiene como fruto la vida divina a fin de que podamos ser regenerados para ser herederos de Dios que le heredan a Él como herencia.

  La vida de Dios también hace que germinemos a fin de renovarnos, el viejo hombre (Tit. 3:5). Nosotros no solamente éramos pecadores y estábamos muertos, sino que también éramos viejos. Por tanto, es necesario que seamos renovados. Debemos ser renovados no solamente al ser lavados, sino también al germinar con la vida de Dios.

  Además, la vida de Dios hace que germinemos a fin de transformarnos y conformarnos a la gloriosa imagen del Hijo primogénito de Dios, con lo cual hace que nosotros, los muchos hijos de Dios, seamos semejantes al Primogénito. Esto es logrado por la vida. El engendrar, la renovación, la transformación y la conformación son realizados por la vida.

  Por último, la vida de Dios hace que germinemos a fin de glorificarnos con la gloria divina (Ro. 8:30b). La gloria divina es la expresión de la vida divina de Dios. Cuando la vida de Dios es expresada, se convierte en la gloria resplandeciente.

  Los asuntos arriba mencionados constituyen la sustancia del evangelio conforme a los ministerios de los apóstoles Juan y Pablo. Primero, Juan ministró con respecto a la vida, y después, Pablo ministró con respecto a la justicia y a la vida. En su Evangelio y al inicio de su primera Epístola, el apóstol Juan no abordó el tema de la justicia. Después, en 1 Juan, él abordó el tema de la justicia de Dios (2:28—3:10). Pero el caso de Pablo es diferente. Pablo primero habló sobre la justicia de Dios, y después, sobre la vida de Dios. Romanos 5:18 dice que Dios nos justifica para vida. Por tanto, la justificación nos introduce en la vida. Cuando recibimos la justificación de Dios acorde con Cristo como justicia de Dios, esta justificación tiene por fruto la vida divina. Por tanto, la justificación tiene como resultado la vida.

II. CRISTO COMO SIERVO DE JEHOVÁ SIRVE A DIOS AL SER UN PACTO Y UNA LUZ PARA EL PUEBLO ESCOGIDO DE DIOS A FIN DE PODER SER LA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS

  Cristo como Siervo de Jehová sirve a Dios al ser un pacto y una luz para el pueblo escogido de Dios a fin de poder ser la salvación completa de Dios (Is. 42:5-7; 49:6, 8b-9a).

A. Cristo como pacto es la salvación provista por Dios

  El concepto de muchos cristianos es que Cristo sirve a Dios por medio del amor, la afabilidad, la humildad o la bondad. Sin embargo, Isaías presenta un concepto diferente. Isaías dice que este Siervo de Jehová sirve a Dios al ser un pacto. El Señor Jesús dijo que Él nos serviría al entregar Su propia vida (Mr. 10:45), es decir, por medio de Su muerte. Cristo nos sirvió al morir por nosotros, y eso fue servirnos al ser un pacto. Él dijo que era el buen Pastor que por Sus ovejas renunciaría a Su vida del alma a fin de ministrarles la vida divina (Jn. 10:10-11). Cristo murió por nosotros a fin de poder ser vida para nosotros. Éstas son las dos maneras en que Él sirve a Dios. Él sirve a Dios al ministrarnos vida mediante Su muerte y resurrección.

  Primero, Cristo estableció el nuevo pacto conforme a la justicia de Dios mediante Su muerte redentora (Mt. 26:28). Luego, Cristo fue hecho justicia de Dios para nosotros a fin de que seamos justificados (Ro. 3:22; Gá 2:16). Cristo también se convirtió en los legados, la realidad, la garantía, el Mediador y el Albacea de este nuevo pacto, el nuevo testamento, en Su resurrección, para que heredemos la promesa (He. 7:22; 9:15-17). El nuevo testamento como voluntad testada contiene muchas promesas. Todas estas promesas son los legados contenidos en esa voluntad testada. Cristo lo es todo para esa voluntad testada, y Él es cada ítem de esa voluntad testada. Finalmente, Él es esa voluntad testada. Hemos dicho con frecuencia que sin Cristo la Biblia es un libro vacío. Cristo es la realidad de la Biblia. Esto significa que Cristo es la Biblia. Sin Cristo, el nuevo pacto, el nuevo testamento, estaría vacío. Cristo es la realidad del nuevo testamento; por tanto, Cristo es el nuevo testamento. Es imposible separar a Cristo del nuevo testamento. Ahora podemos entender la lógica según la cual Dios considera que Cristo es el pacto que nos fue dado. Así pues, Cristo ha llegado a ser el nuevo pacto como el nuevo testamento conforme a la justicia de Dios para ser la base de la salvación completa de Dios, mediante Su muerte y en Su resurrección.

B. Cristo como luz es la salvación provista por Dios

  Cristo también es la luz para ser la salvación provista por Dios (Is. 42:6b; 49:6b). Isaías 49:6b dice: “También te pondré por luz de las naciones, / para que seas Mi salvación hasta los confines de la tierra”. Por tanto, Dios dio a Cristo como luz para las naciones a fin de que Él fuese para el mundo entero la salvación de Dios. Esta luz redunda en que Cristo sea para nosotros la vida divina (Jn. 9:5; 1:4, 9; 8:12). Juan 1:4 dice: “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Al leer este versículo podríamos preguntarnos qué vino primero: la luz o la vida. Es difícil contestar tal pregunta. Versículos tales como Juan 1:4 y 1 Juan 1:1-7 indican que el fruto de la vida es la luz. Pero con base en Génesis 1 también es posible afirmar que el fruto de la luz es la vida. Primero, Dios dijo: “Haya luz” (v. 3). Luego, fue la luz, y sólo después de esto diferentes clases de vida —la vida vegetal, la vida animal y la vida humana— surgieron procedentes de la luz (vs. 4-28). En la experiencia de un pecador lo primero que entra no es la vida, sino la luz. Cuando escuchamos la predicación del evangelio, la luz vino a nosotros y resplandeció sobre nosotros (2 Co. 4:4-6). Después, habiendo recibido la luz, esto tuvo como fruto la vida, y nosotros fuimos regenerados. Después de nuestra regeneración, la luz surge de la vida. Por tanto, primero recibimos la luz, y después recibimos la vida. Luego, vivimos por esta vida, y el fruto de esta vida es la luz.

  La vida de esta luz ha llegado a ser para nosotros la salvación de Dios en Su justicia (Is. 49:6b). Hemos visto que la vida es la consumación de la salvación de Dios; pero la salvación de Dios requiere también de un fundamento. El fundamento, la base, de la salvación de Dios es la justicia. Por tanto, la vida de esta luz se convierte en la salvación de Dios para nosotros en Su justicia.

  Además, la vida de esta luz nos asegura, nos garantiza —a quienes somos herederos de Dios en Su vida— el derecho a heredar a Dios mismo con todas Sus riquezas como nuestra herencia eterna (Hch. 26:18). Si no tenemos tal vida, la cual procede de la luz, no tenemos la garantía de poder heredar a Dios como nuestra herencia. Puesto que poseemos tal vida, esta vida constituye nuestra garantía que nos asegura nuestro derecho a heredar a Dios mismo como nuestra herencia en vida.

  La vida de esta luz, que es la vida indestructible (He. 7:16b), la vida incorruptible (2 Ti. 1:10b), así como la vida eterna y real de la cual debemos echar mano y asirnos (12, 1 Ti. 6:19), crece continuamente en nuestro ser, lo cual produce como fruto nuestra vida de iglesia hoy y tiene por consumación la Nueva Jerusalén en la eternidad (Ap. 21:2-3, 9b-11, 18-23; 22:1-5). Hoy en día vivimos en la vida de iglesia por esta vida y también disfrutaremos la Nueva Jerusalén por esta vida. Ésta es la consumación de la salvación completa de Dios.

III. LA MANERA DE RECIBIR Y DISFRUTAR ESTA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS

  La manera de recibir y disfrutar esta salvación completa de Dios, la cual está constituida por Cristo, el Siervo de Jehová, como pacto y luz para nosotros, los elegidos de Dios, consiste en ejercitar nuestro espíritu, vivir conforme a nuestro espíritu y permanecer en nuestro espíritu, con el cual está Cristo mismo, al invocar el nombre de Cristo nuestro Señor (Is. 42:5; Zac. 12:1; Ro. 8:4b; Ap. 1:10a; 2 Ti. 4:22; Is. 12:3-4). Isaías 42:5-6 dice: “Así dice Dios Jehová, / que creó los cielos y los desplegó, / que extendió la tierra y lo que de ella brota; / que da aliento al pueblo que mora sobre ella, / y espíritu a los que por ella andan: / Yo soy Jehová; a Ti te llamé en justicia; / te tomé por la mano; / te guardé y te puse / por pacto al pueblo, por luz a las naciones”. Antes que Dios hablara en el versículo 6 con respecto a poner a Cristo por pacto al pueblo y por luz a las naciones, Él declara que nos dio un espíritu (v. 5). Primero, Él nos dijo que había preparado un “estómago” (un espíritu) en nuestro interior; después, nos dijo cuáles eran los “víveres” (Cristo como pacto y luz). Nuestro estómago espiritual es nuestro espíritu, y Cristo es el alimento que hemos de recibir en nuestro estómago espiritual. Por tanto, la manera de recibir y disfrutar a Cristo consiste en ejercitar nuestro espíritu, vivir conforme a nuestro espíritu y permanecer en nuestro espíritu, con el cual está Cristo mismo. En 2 Timoteo 4:22 se nos dice: “El Señor esté con tu espíritu”. Puesto que Cristo está con nuestro espíritu, tenemos que ejercitar nuestro espíritu, vivir conforme a nuestro espíritu y permanecer en nuestro espíritu a fin de recibir a Cristo y disfrutarle.

  Yo practico esto todos los días. Primero, ejercito mi espíritu al invocar: “¡Oh Señor Jesús!”. Si solamente cerráramos nuestros ojos y meditáramos, podríamos “deambular” por todo el mundo. Pero si invocamos: “¡Oh Señor Jesús!”, por diez minutos, nos encontraremos en el tercer cielo, es decir, estaremos en nuestro espíritu. Hoy en día nuestro espíritu es nuestro tercer cielo, el Lugar Santísimo, el lugar donde nos encontramos con el Señor.

  Debemos andar, vivir y ser conforme a este espíritu. A veces, cuando estoy a punto de hablar con alguien, soy examinado: “Lo que vas a decir, ¿procede de ti o de Aquel que está contigo en tu espíritu? ¿Quién es tu persona, Witness Lee o Jesucristo?”. Es posible que incluso digamos lo correcto, pero que quien lo diga sea la persona incorrecta, es decir, nuestro yo. Es necesario que digamos lo correcto y que sea la persona correcta quien lo diga, así como también es necesario que hagamos lo correcto y que sea la persona correcta quien lo haga. Con frecuencia hablamos de amar a los santos. Sin embargo, es imprescindible tener cuidado con respecto a la persona con quien amamos a los demás: nuestro yo o Cristo. No debiéramos olvidar que como creyentes en Cristo hay dos personas en nuestro ser: nuestro yo, la vieja persona, y el Señor Jesús, la nueva persona. Ciertamente es necesario que hagamos lo correcto, lo que es bueno, lo que es excelente, pero tenemos que examinarnos para determinar qué persona es la que lo hace, esto es: nuestro yo como nuestra persona o nuestro amado Salvador, Jesucristo, como nuestra persona. No debemos vivir en nuestra propia persona; más bien, debemos vivir conforme al espíritu y permanecer en nuestro espíritu.

  Hay ocasiones en las que nos reímos, pero si nos reímos demasiado probablemente salgamos de nuestro espíritu. Entonces, después de habernos reído por cierto tiempo, tal vez tengamos que callar e ir a nuestro cuarto a orar: “Señor, perdóname; me reí demasiado. Quiero regresar a mi espíritu para estar contigo”. Debemos permanecer de continuo en nuestro espíritu. En primer lugar, debemos invocar al Señor, ejercitar nuestro espíritu; después, debemos vivir conforme a nuestro espíritu, y luego permanecer en nuestro espíritu. En Apocalipsis 1:10 el apóstol Juan dice que él estaba en espíritu en el día del Señor; es decir, él permanecía en su espíritu. Isaías 12:3-4a dice: “Con regocijo sacaréis aguas / de los manantiales de salvación, / y diréis en aquel día: / Dad gracias a Jehová; invocad Su nombre”. Estos versículos en Isaías dicen que hay una salvación llena de manantiales y que debemos sacar agua de esta salvación al alabar a Jehová e invocar Su nombre. Ésta no es mi enseñanza, sino la revelación divina. La salvación completa de Dios está constituida por Cristo mismo como pacto y luz, y dicha salvación completa está llena de manantiales. Debemos aprender a acudir a estos manantiales para sacar agua de ellos invocando el nombre del Señor. Esto corresponde exactamente con la enseñanza del Nuevo Testamento (Hch. 2:21; Ro. 10:12-13). Todo seguidor de Jesús debiera ser también una persona que le invoca. Ésta es la manera de disfrutar al Señor como nuestro pacto y como nuestra luz a fin de que podamos disfrutar de la salvación completa de Dios.

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