Mensaje 6
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Lectura bíblica: Is. 6:1-13; Mt. 13:14-15; Jn. 12:40-41; Mt. 23:37-38; 24:2; Hch. 28:25-27
Los capítulos del 6 al 8, además de los capítulos 9 y 11, forman un grupo de capítulos en la profecía de Isaías que revelan a Cristo al máximo. En este mensaje consideraremos la revelación de Cristo presentada en el capítulo 6.
En 6:1-7 se nos presenta una visión de Cristo en gloria.
Pese a las rebeliones, iniquidades y corrupción de Israel, Su pueblo amado y escogido, Cristo todavía está sentado sobre un trono alto y sublime en gloria (v. 1-4). Estos versículos indican que sin importar cuál sea la situación en la tierra e independientemente de la corrupción y degradación imperante entre el pueblo de Dios, Cristo todavía está sentado en el trono en Su gloria.
Cuando Isaías observó la situación que imperaba entre los hijos de Israel, él se desilusionó. Por este motivo, en los primeros cinco capítulos de su profecía, él tenía muy pocas cosas buenas que decir sobre los hijos de Israel. Fue entonces que el Señor lo llevó a ver una visión que le permitiera contemplar al Señor de gloria sentado en el trono (v. 1). Era como si el Señor le dijera a Isaías: “No mires hacia abajo para considerar la situación. Si miras hacia abajo, te desilusionarás. Mira hacia arriba para verme a Mí. Yo continúo aquí. Tal vez allá no haya nada bueno, pero todo lo bueno está aquí. Yo soy lo único bueno en el universo. Mírame a Mí”.
Al inicio de su vida de iglesia, quizás usted haya experimentado una especie de “luna de miel”; pero después de un período de tiempo, es posible que lo que era tan dulce para usted se haya convertido en algo amargo como el vinagre. Entonces, en lugar de una “luna de miel” usted tendrá una “luna de vinagre”. En su desilusión con respecto a la vida de iglesia, tal vez usted llegue a pensar que sería mejor si usted se mudara a otra localidad. Sin embargo, les puedo asegurar que no podrán encontrar una iglesia en la cual se experimente una luna de miel continua. En toda iglesia hay siempre algo de vinagre. Por tanto, en la vida de iglesia debemos aprender a no mirar hacia abajo para considerar la situación, sino mirar hacia arriba para ver a Cristo. No debiéramos fijar nuestra mirada en nada ni nadie que no sea el propio Cristo. El Cristo a quien miramos ya no está en la cruz; hoy en día Cristo está en el trono.
La gente ha caído, pero Cristo y Su trono permanecen inalterables en Su gloria (v. 1a). En esta tierra todo cambia y fluctúa, pero Cristo, hoy y siempre, permanece el mismo (He. 13:8).
La orla del manto de Cristo todavía llena el templo (Is. 6:1b). El largo manto de Cristo representa el esplendor de Cristo en Sus virtudes. Mientras que la gloria se refiere principalmente a Dios, el esplendor se refiere principalmente al hombre. El esplendor de Cristo en Sus virtudes se manifiesta principalmente en Su humanidad y a través de la misma.
Tal vez nosotros anhelemos ir al cielo para contemplar la gloria de Cristo en Su divinidad, pero en la visión de Isaías este Cristo en gloria está lleno de esplendor en Sus virtudes humanas. Cuando vemos a Cristo en Su gloria, le vemos principalmente en Su humanidad, en la cual abundan las virtudes. Todas las virtudes de Cristo son brillantes y resplandecientes, y este resplandor es Su esplendor. La gloria de Cristo radica en Su divinidad, y Su esplendor radica en Su humanidad.
Los serafines daban voces el uno al otro diciendo: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos” (vs. 2-3a). Ésta fue una alabanza hecha a Cristo en Su santidad.
Mientras Isaías veía el largo manto que representa el esplendor de Cristo en Sus virtudes, los serafines declaraban que toda la tierra estaba llena de la gloria de Cristo.
En el versículo 4 vemos que los cimientos del umbral se estremecieron ante la voz del que clamaba. Tal estremecimiento representa solemnidad. En este versículo también vemos que la casa se llenó de humo. Esto representa la gloria que arde en asombro.
Juan, al hablarnos de la vida que llevó Cristo y Su labor en la tierra, hizo referencia a la visión de Isaías aquí descrita, al decir que Isaías vio la gloria de Cristo (Jn. 12:41).
En Isaías 6:5 encontramos la respuesta de Isaías.
Isaías respondió a la visión del Cristo en gloria diciendo: “¡Ay de mí, porque soy muerto!” (v. 5a). Como resultado de contemplar esta visión, a Isaías le llegó su fin.
Isaías continuó diciendo: “Pues soy hombre de labios inmundos, / y habito en medio de un pueblo de labios inmundos” (v. 5b). Esto nos muestra cuánta atención debemos prestarle a nuestros labios, a lo que decimos. Todos los días hablamos en exceso. Un gran porcentaje de las palabras que pronunciamos son malignas, debido a que la mayoría de nuestras palabras son palabras de crítica. Casi todo cuanto decimos sobre cualquier asunto o persona constituye una crítica. Ésta es la razón por la cual nuestros labios son inmundos. Cosas inmundas tales como los chismes, las murmuraciones y los argumentos hacen que la vida de iglesia adquiera el sabor del vinagre. Si eliminásemos los chismes, las murmuraciones y los argumentos, tal vez descubriríamos que tenemos muy pocas cosas que decir. Al igual que Isaías, debemos darnos cuenta de que nuestros labios son inmundos.
Todo aquel que verdaderamente ve una visión del Señor es iluminado. La visión que él ve inmediatamente pone su persona al descubierto y lo trae a la luz. Cuando Pedro vio al Señor en Lucas 5, inmediatamente le dijo al Señor: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (v. 8).
Cuánto percibamos con respecto a nosotros mismos dependerá de cuánto veamos del Señor. Por esta razón, necesitamos un avivamiento cada mañana. El avivamiento matutino es el tiempo en que podemos ver al Señor nuevamente. Cuanto más vemos al Señor, más vemos lo que somos. Entonces, nos damos cuenta de que no hay nada bueno en nosotros y que todo cuanto hay en nuestro ser carece de esplendor o virtud.
Aunque Isaías sabía que le había llegado su fin y que él era un hombre de labios inmundos, no obstante, sabía que sus ojos habían visto al Rey, Jehová de los ejércitos (Is. 6:5c).
En 6:6-7 se nos habla sobre la depuración de Isaías.
Después que Isaías se dio cuenta de que era inmundo, fue depurado por uno de los serafines, que representan la santidad de Dios (v. 6a).
Isaías fue depurado con un carbón encendido tomado del altar (vs. 6b-7a). Este carbón encendido representa la eficacia de la obra redentora de Cristo lograda en la cruz.
Esta depuración efectuada por el serafín con un carbón encendido tomado del altar quitó la iniquidad de Isaías y lo limpió de su pecado (v. 7b).
¿Acaso Isaías no había sido lavado por Dios antes de la experiencia relatada en el capítulo 6? Sí, Isaías había sido lavado, pero él se dio cuenta de que todavía era inmundo. Esto indica que todos nosotros tenemos que darnos cuenta de que somos totalmente inmundos. No importa cuántas veces hayamos sido lavados, seguimos siendo inmundos. Todos tenemos que llegar a conocernos a nosotros mismos a este grado.
En nuestra experiencia, que estemos limpios o inmundos depende del sentir de nuestra conciencia; y el sentir de nuestra conciencia depende de que veamos al Señor. Cuánto veamos del Señor determinará cuánto seremos lavados. Cuanto más vemos al Señor y somos puestos al descubierto, más somos lavados. Cuando tenemos la conciencia limpia y libre de ofensa, podemos tener contacto con Dios. Según nuestra conciencia iluminada, estamos limpios, pero según los hechos concretos que corresponden a nuestra situación en la vieja creación, no somos limpios. ¿Cómo podría la vieja creación ser limpia? Siempre y cuando permanezcamos en la vieja creación, jamás podremos estar completamente limpios, pues la vieja creación es inmunda. Necesitamos la redención de nuestro cuerpo. Después que nuestro cuerpo sea redimido, ya no perteneceremos a la vieja creación. Entonces seremos completamente limpios.
Del versículo 8 al 13 vemos la comisión dada por Cristo a Isaías de advertir a Su pueblo. Después de ser depurado, Isaías recibió una comisión de parte del Señor.
En cuanto a la necesidad del Señor, primero tenemos Su llamamiento. El Señor dijo: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por Nosotros?” (v. 8a). Aquí las palabras enviaré y Nosotros indican que Aquel que habla es triuno, que esta persona no es solamente Cristo sino Cristo como corporificación del Dios Triuno.
La respuesta de Isaías fue muy buena. Él dijo: “Heme aquí; envíame a mí” (v. 8b).
En los versículos 9 y 10 el Señor le da Su encargo a Isaías. El Señor le dijo: “Anda, y di a este pueblo: / Oíd bien, pero no percibáis; / y ved por cierto, mas no entendáis. / Haz insensible el corazón de este pueblo; / embota sus oídos, / y sella sus ojos, / no sea que vea con sus ojos, oiga con sus oídos, / y su corazón perciba y se convierta, y sea sanado”. Esto indica que no había manera de que el pueblo de Israel fuese sanado y recobrado.
En respuesta al encargo del Señor, Isaías hizo una pregunta. Él dijo: “¿Hasta cuándo, Señor?” (v. 11a). Él preguntó por cuánto tiempo perduraría esta situación.
Del versículo 11b al 13 encontramos la respuesta del Señor a la pregunta de Isaías. El Señor le dijo: “Hasta que las ciudades queden devastadas / y sin habitantes, / las casas sin gente, / y la tierra devastada y convertida en desolación; / y Jehová haya enviado lejos a los hombres, / y sean muchos los lugares abandonados en medio de la tierra. / Pero quedará aún en ella la décima parte; / y ésta volverá a ser quemada / como el terebinto o la encina, / cuyo tocón permanece cuando es talado; / su tocón será la simiente santa”. Con excepción de lo dicho sobre la simiente santa, esta profecía se ha cumplido.
Esta advertencia profética fue dada aproximadamente el año 758 a. C., y se cumplió aproximadamente el año 606 a. C. por obra de la invasión babilónica y el consiguiente cautiverio (2 R. 24—25). Los babilonios devastaron Jerusalén y se llevaron en cautiverio a todas las personas importantes.
Esta advertencia fue citada por el Señor Jesús en Mateo 13:14-15, mientras el Señor estaba en la tierra, a manera de recordatorio para los judíos rebeldes y obstinados que presenciaron Su ministerio. Esta advertencia también fue citada por Juan en Juan 12:40. El recordatorio hecho por el Señor se cumplió en el año 70 d. C. por obra del ejército romano bajo el mando de Tito (Mt. 23:37-38; 24:2).
Esta advertencia también fue citada por el apóstol Pablo en Hechos 28:25-27 a manera de recordatorio para los judíos que no creían al escuchar su predicación del evangelio. Este recordatorio también se cumplió en el año 70 d. C. mediante Tito y su ejército; además, después del año 70 d. C., esta advertencia se ha cumplido a lo largo de los siglos.