Mensaje 12
Lectura bíblica: Jer. 2:13; Lm. 3:22-23; Jer. 23:5-8; 31:33-34
Después de dedicar más de sesenta y seis años a estudiar la Biblia puedo testificar que la cumbre más elevada de la revelación en la Palabra es la revelación con respecto a la economía de Dios y a la impartición de Dios para producir la Nueva Jerusalén. Es muy importante que tengamos esta perspectiva cuando leamos el libro de Jeremías. De otro modo, no tendremos un entendimiento claro y apropiado de lo escrito por Jeremías. Por tanto, en este mensaje siento la carga de decir algo sobre la economía de Dios con Su impartición en el libro de Jeremías.
La Biblia consuma con la revelación de la ciudad de la Nueva Jerusalén. Esto indica que la Nueva Jerusalén es la meta de Dios. La visión de la Nueva Jerusalén es la conclusión de la Biblia, la cual tiene mil ciento ochenta y nueve capítulos. Todos los libros de la Biblia, de Génesis a Apocalipsis, se relacionan de algún modo con la Nueva Jerusalén, la meta de Dios. Sin embargo, debido a que la Biblia aborda tantos otros asuntos, es posible que al leer la Palabra seamos fácilmente distraídos y no veamos la meta de Dios. En Su sabiduría, Dios no dice directamente en las Escrituras que Su meta sea obtener la Nueva Jerusalén. En lugar de ello, sabedor de que la Nueva Jerusalén es demasiado maravillosa como para que podamos imaginarla, Él revela este asunto usando la Biblia con sus palabras sencillas, relatos, historias, tipos, figuras y sombras. Valiéndose de todos estos diferentes medios, Dios nos revela Su pensamiento con respecto a la Nueva Jerusalén y nos muestra un cuadro de los diferentes aspectos de la Nueva Jerusalén.
Dios tiene una economía, y esta economía conlleva un plan con muchos arreglos. El objetivo de Dios en Su economía es tener un grupo de seres humanos que posean Su vida y naturaleza internamente así como Su imagen y semejanza externamente. Este grupo de personas es una entidad corporativa, el Cuerpo de Cristo, para ser uno con Él y vivirlo con miras a Su expresión corporativa. En la medida en que Dios es expresado no solamente por el Cuerpo, sino también a través del Cuerpo, Él es glorificado. Cuando Él es glorificado, Su pueblo también es glorificado en Su glorificación. De este modo, Dios y el hombre son uno en gloria.
En esta unidad nosotros, el pueblo de Dios, no estamos separados de Dios, pero seguimos siendo distintos a Él de una manera definida. Somos uno con Dios en vida, naturaleza, elemento, esencia y constitución intrínseca. También somos uno con Él en propósito, meta, imagen y semejanza. No obstante, sin importar cuánto seamos uno con Dios, no tenemos parte en Su Deidad y jamás la compartiremos. El hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. Sí, en la encarnación de Cristo Dios se hizo hombre, pero Él no renunció a Su Deidad; más bien, Él se ha reservado y ha conservado la Deidad para Sí mismo únicamente. Por tanto, el hombre es todavía un ser limitado, y Dios todavía posee la Deidad única.
El grupo de seres humanos que es uno con Dios en todo aspecto excepto en la Deidad se halla simbolizado, representado, descrito y retratado por una ciudad santa y maravillosa: la Nueva Jerusalén. Tenemos que mantener esta visión ante nosotros al abordar el libro de Jeremías.
En Jeremías 2:13 tenemos el primer asunto crucial en este libro con respecto a la economía de Dios. En este versículo Dios, por medio del profeta, se presenta a Sí mismo ante los hijos de Israel como fuente de aguas vivas. En principio, Dios hizo lo mismo en Génesis 2, después de la creación del hombre. Dios no le dijo al hombre: “Tienes que saber que Yo soy tu Creador. Recuerda que tú eres Mi criatura y que debes ser santo y amoroso, igual que Yo”. En lugar de darle tal encargo al hombre, Dios lo puso en un huerto, frente a dos árboles: el árbol de la vida, que representa a Dios, y el árbol del conocimiento del bien y del mal, que representa a Satanás (Gn. 2:9). Entonces mandó Dios al hombre diciéndole: “De todo árbol del huerto podrás comer libremente, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás; porque el día en que comas de él, ciertamente morirás” (vs. 16-17). Esto indica que Dios quería que el hombre participase de Él mismo, quien estaba representado por el árbol de la vida. Inmediatamente después de la primera mención del árbol de la vida, se nos dice que “salía del Edén un río para regar el huerto” (v. 10). Es significativo que el último capítulo de la Biblia también habla del árbol de la vida y del río de agua de vida (Ap. 22:1-2).
El cuadro en Génesis 2 que nos presenta el árbol de la vida y el río indica que Dios es tanto el árbol de la vida como el agua viva para la existencia del hombre. Lo que Dios desea del hombre es que el hombre coma de Él como árbol de la vida y beba de Él como agua de vida. Por medio de nuestro comer y beber de Él, Dios puede impartirse Él mismo dentro de nosotros como nuestra vida y nuestro suministro de vida.
Mientras llevaba a cabo el estudio-vida de las Escrituras, a veces he señalado que el libro particular objeto de nuestro estudio es una síntesis de la Biblia. La razón por la cual digo esto es que todos los libros de la Biblia tratan sobre lo mismo. Por tanto, ahora quisiera decir acerca de Jeremías lo que he dicho acerca de otros libros: el libro de Jeremías es una síntesis de toda la Biblia. Ya vimos que el libro de Jeremías es una síntesis de la Biblia en el sentido de que presenta a Dios como fuente de aguas vivas. Procedamos ahora a considerar otra manera en la que este libro es una síntesis de las Escrituras.
En Génesis 3 el diablo se apareció en forma de serpiente, y tanto Adán como Eva fueron seducidos por él para que comiesen del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. En Jeremías la serpiente también interviene para distraer al pueblo de Dios apartándolo del árbol de la vida y llevándolo al árbol del conocimiento. Jeremías 2:13 dice: “Dos males ha cometido Mi pueblo: / me han abandonado a Mí, / fuente de aguas vivas, / a fin de cavar para sí cisternas, / cisternas rotas, / que no retienen agua”. Esto nos dice que Israel se había distraído al apartarse del árbol de la vida para acudir al árbol del conocimiento, se había distraído apartándose de la fuente de aguas vivas para acudir a los ídolos (las cisternas). Los hijos de Israel tal vez hayan dicho: “No estamos adorando ídolos, sino que estamos cavando cisternas”. Sin embargo, ellos no entendieron que al cavar cisternas ellos acudían al árbol del conocimiento del bien y del mal. Mi punto aquí es que en Jeremías podemos ver los dos árboles. Del capítulo 2 al 10 se nos muestran los mismos dos árboles que estaban en Génesis 2. En estos capítulos de Jeremías, Dios parece decir: “¡Pueblo necio! ¿Por qué no vienen a Mí? ¿Por qué no participan de Mí como árbol de la vida? ¿Por qué acuden a otro árbol, a los ídolos?”. Al volverse a otro árbol, Israel había abandonado a Dios y Su ley.
En esta coyuntura quisiera decir algo con respecto a la ley de Dios. Pablo nos dice que la ley no forma parte del propósito original de Dios. Originalmente Dios no tenía la intención de darnos la ley. ¿Por qué, entonces, fue dada? ¿Por qué Dios intervino a fin de dar la ley? En Gálatas 3:19 Pablo explica que la ley “fue añadida a causa de las transgresiones”. Esto significa que después que Dios presentó Su propósito al hombre, el hombre no aceptó a Dios y Su propósito, sino que, en lugar de ello, comenzó a hacer cosas de acuerdo consigo mismo. Por esta razón, Dios intervino para añadir la ley.
Aunque la ley es algo que fue añadido, no obstante, cumple una función positiva. La función positiva de la ley es la de presentar un retrato de Dios. En los Diez Mandamientos vemos un cuadro de lo que Dios es. Los primeros cinco mandamientos se basan en la unicidad y celo de Jehová Dios, mientras que los últimos cinco mandamientos se basan en los atributos de amor, luz, santidad y justicia de Jehová Dios. Al usar la ley como un retrato de Sí mismo, Dios indicaba que Él deseaba que Su pueblo llegase a ser Su duplicación.
Mientras la ley era dada a Moisés en el monte Sinaí, los hijos de Israel cometían muchas maldades en violación de los Diez Mandamientos. Particularmente, ellos pecaron contra Dios al adorar al becerro de oro. A lo largo de los siglos Israel continuó quebrantando los mandamientos de la ley más y más. Con el tiempo, la transgresión de la ley por parte de Israel llegó a su punto culminante en tiempos de Jeremías.
El pueblo de Israel llegó al extremo de tener una especie de coordinación en su adoración de los ídolos; a este respecto, en Jeremías 7:18 Dios dice: “Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la reina del cielo y para derramar libaciones a otros dioses a fin de provocarme a ira”. ¡Qué coordinación! Tal parece que en la confección de ídolos y en la adoración de los mismos todos cumplían alguna función. Es difícil creer que el pueblo de Dios pudo haberse degradado a tal extremo.
En tiempos de Jeremías, el pueblo de Israel cometía muchas otras clases de perversidades. Al cometer adulterio ellos “fueron en tropel a casa de las rameras” (5:7). Ellos anduvieron errantes como caballos bien alimentados, “cada cual relinchando tras la mujer de su prójimo” (v. 8). Ellos obraron con falsedad para sacar ganancias deshonestas. Ellos habían perdido por completo la imagen y semejanza de Dios y se habían convertido en serpientes y escorpiones. Por tanto, a los ojos de Dios, Israel había llegado a su fin y estaba aniquilado. Jeremías, el profeta de Dios, ya no quería tener nada que ver con tal pueblo y dijo: “¡Oh quien me diera en el desierto albergue de caminantes, / para que dejara a mi pueblo y me apartara de ellos!, / porque todos ellos son adúlteros y asamblea de pérfidos” (9:2). Él ya no quería ver más la maldad de Israel.
Aparentemente, Dios había abandonado a Israel y ya no tendría nada que ver con ellos. En realidad, Dios no abandonó a Su pueblo. Él sabía lo que hacía con Israel y sabía que tenía una meta gloriosa que alcanzar. Por tanto, aunque los disciplinó, Él todavía tuvo compasión de ellos. Tanto Dios como Jeremías sintieron conmiseración por el pueblo de Israel en su sufrimiento bajo el castigo de Dios (9:10-11, 17-19; 8:18-22; 9:1; 10:19-25). Debido a que Jeremías conocía la conmiseración de Dios para con Israel, pudo decir: “Por la benevolencia amorosa de Jehová no hemos sido consumidos, / pues no fallan Sus compasiones. / Nuevas son cada mañana; / grande es Tu fidelidad” (Lm. 3:22-23). En Su benevolencia amorosa y compasión, Dios conservó vivo a Israel, e Israel continuó existiendo; más aún, entre Sus elegidos degradados quienes habían sido exiliados, Dios tuvo Sus vencedores, tales como Daniel y sus compañeros.
Además, Jeremías profetizó acerca de la restauración venidera de Israel (23:3-8; 33:1-26). En este tiempo de restauración, Dios reunirá a Su pueblo que estaba disperso y extendido llevándolo de regreso a la tierra santa. Finalmente, Jeremías profetizó que Cristo vendría en calidad de Renuevo justo (23:5-6).
La profecía de Jeremías con respecto a Cristo indica que únicamente Cristo puede cumplir la economía de Dios. Únicamente Cristo es la respuesta a los requerimientos de Dios en Su economía. Al cumplir la economía de Dios, Cristo es primero nuestra justicia y después nuestra redención así como nuestra vida interna todo-inclusiva. Como nuestro suministro de vida, Cristo es nuestro alimento y bebida.
Todos estos aspectos de Cristo son plenamente desarrollados en el Nuevo Testamento. En particular, el Nuevo Testamento revela que Cristo es nuestra vida (Col. 3:4). Que Cristo sea nuestro Salvador y Redentor tiene como finalidad que Él sea nuestra vida. Al ser nuestra vida, Cristo lo es todo para nosotros. Él es nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro vigor, nuestro poder, nuestra capacidad, nuestra fuerza. Es en este Cristo y por medio de Él que llegamos a ser uno con Dios en vida, naturaleza, imagen y apariencia.
Lo que Cristo es para nosotros hoy, Él lo será para Israel en el tiempo de Su regreso. A Su regreso, Israel se arrepentirá y recibirá a Cristo (Zac. 12:10—13:1). Ellos recibirán a Cristo como su justicia, redención y vida, beberán de la fuente de aguas vivas y comerán del árbol de la vida. Como resultado, también Israel será reconstituido con Dios y llegará a ser uno con Dios en vida, naturaleza, imagen y apariencia.
El cuadro presentado por Jeremías con respecto a Israel es un cuadro de nosotros como creyentes de Cristo hoy. Esto quiere decir que somos iguales a Israel. Así como Israel, una vez tuvimos un tiempo de “noviazgo” (Jer. 2:2), un tiempo en el que prometimos nuestro amor al Señor y le dijimos que le amábamos al máximo. Sin embargo, muchos creyentes han dejado su primer amor (Ap. 2:4) y se han degradado conforme al patrón presentado en Apocalipsis 2 y 3. Tal vez nosotros nos sintamos desilusionados ante tal situación, pero Dios no. Él sabe que habrá un tiempo de restauración y que tarde o temprano estaremos dispuestos a ser subyugados.
A la postre, todos seremos sumisos al Señor y reconoceremos que somos malvados; confesaremos que somos totalmente pecado. Cuando comprendamos esto, diremos: “Señor, soy nada, pero Tú eres mi todo. Yo soy pecado, pero Tú eres mi justicia. Estoy muerto, pero Tú eres mi vida”. Además, comprenderemos que junto con la vida divina y el sentido, ley y capacidad de la misma, también tenemos la naturaleza divina (2 P. 1:4). Veremos que día tras día somos santificados, renovados y transformados, y que viene el tiempo cuando seremos conformados a la imagen de Cristo y seremos glorificados. Si bien Dios siempre será Dios con la Deidad única y siempre habrá una distinción entre nosotros y Dios, ciertamente seremos constituidos con Dios mismo y seremos uno con Él en vida, naturaleza, elemento, esencia, imagen y apariencia, de modo que podamos ser Su expresión corporativa por la eternidad.
Algunos tal vez hallen difícil creer que esta revelación con respecto a la economía de Dios con Su impartición puede ser hallada en el libro de Jeremías. Debemos recordar que Jeremías habla de que Dios es la fuente de aguas vivas y de que Cristo es nuestra justicia. Este libro también habla del nuevo pacto con todas sus bendiciones. Después que Israel fracasó, Dios intervino para decir: “Éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, declara Jehová: Pondré Mi ley en sus partes internas, y sobre su corazón la escribiré; y Yo seré su Dios, y ellos serán Mi pueblo” (Jer. 31:33). En Hebreos 8 Pablo cita este pasaje de Jeremías y lo aplica a nosotros, los creyentes neotestamentarios. Esto quiere decir que el nuevo pacto con sus privilegios y bendiciones está destinado a ser disfrutado por nosotros en la actualidad. Israel tendrá este disfrute más tarde, después del regreso del Señor.
Jeremías verdaderamente es una síntesis de la Biblia. Por ser tal síntesis, este libro es un cuadro que nos muestra que somos nada y que Cristo lo es todo para nosotros. Si vemos que somos nada, no esperaremos nada de nosotros mismos; más bien, conforme a la economía de Dios con Su impartición, tomaremos a Cristo como nuestra vida, nuestro suministro de vida y nuestro todo.